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Capítulo quince

Jacque estaba soñando que le habían insertado una larga aguja en el cerebro. Le atornillaban una jeringa y le extraían un fluido amarillo.

—¡Querido! ¡Jacque! Despierta. —Carol le estaba sacudiendo.

Jacque meneó la cabeza y le palmeó el hombro.

—Una pesadilla —tenía la sabana anudada alrededor del cuerpo, empapada. Trató de deshacerse de ella pero sólo empeoró las cosas; imprecó, tironeó, desgarró la tela.

—Déjame a mí. —Carol se bajó de la camilla y le liberó empezando por los pies—. Pobre criatura desvalida —se le acostó al lado. Le abrazó.

—Mira, si esas son tus intenciones, cambiemos de lugar. Aquí está muy pegajoso.

—De acuerdo —ella rodó hasta su camilla y Jacque la siguió.

—¿Estamos solos? —preguntó.

—Creo que sí. Nadie ha entrado desde que desperté —él empezó a acariciarla—. Mira, no hacen falta preámbulos. Hace una hora que te estoy esperando.

Él rió suavemente y se le colocó encima.

—No te retrases —dijo ella—. Te llevo un día de ventaja.

Él respondió penetrándola lentamente.

—¿Así te parece bien?

La puerta del cuarto se abrió. Detrás del biombo se oyó la voz de Sampson.

—¿Te levantaste, Lefavre?

—En cierto modo —Carol se le rió en el pecho.

—Bien, ya llegó la última tanda de personajes. Dentro de poco aterrizarán en la base.

—De acuerdo. Dame cinco minutos.

—¡Diez! —dijo Carol. Y susurró—: ¡Conejo!

—Os espero en el camión.

No era una sala de conferencias muy decorosa: una mesa de disección tapada con una tela basta, rodeada por sillas plegables y taburetes. Nadie estaba sentado. Por la sala se paseaban seis de las personas más importantes del mundo:

Hilda Svenbjorg, pálida, delgada, fumando un cigarrillo tras otro; un mechón rubio en su maraña de pelo blanco. Jefa mayoritaria del Consejo de Orden Mundial (C., Westinghouse).

Jakob Tshombe, tez chocolate claro, rasgos inexpresivos más caucásicos que negroides, esperando pacientemente. Jefe minoritario del Consejo de Orden Mundial (L., Xerox).

Se paseaban por la sala Bill («Ojo de Halcón») Simmons, jefe de la Unión de Científicos Independientes; Reza Mossadegh, Coordinador del Trust Petrolífero Mundial; Fyodor Lomakin, premier del Bloque de Granito del Este; y Chris Silverman, jefe del Consejo Eclesiástico Mundial y Papa de Occidente (las cejas afeitadas al estilo californiano).

Ignoraban a Jacque y los otros tres Domadores. Carol, Vivian y Gus vestían sus trajes MEM, haciendo las veces de guardias. Jacque se sentó en un taburete en medio de la sala cerca de una pecera con agua donde estaba el puente.

Un zumbido afuera: los últimos recién llegados. Jacque y Bahadur fueron a saludarlos.

Enganchados al flotador había tres cilindros del tamaño de un hombre, como enormes tambores de petróleo: unidades de preservación vital. Una persona sin entrenamiento (o una mujer con más de dos meses de embarazo) no puede arreglárselas en un traje MEM; las UPV podían conservar con vida a una persona, si estaba inmóvil, varias semanas en cualquier medio.

Con la ayuda del piloto del flotador, destornillaron las tapas de los cilindros; tres dignatarios poco dignos salieron. Entraron tambaleándose en la sala de conferencias y Bahadur se dirigió a los nueve.

—No sé cuánto tiempo nos queda, así que haré una breve síntesis de lo que sabemos. Que no es mucho. Luego responderé preguntas.

—Ustedes saben que los L’vrai son una raza antigua y que virtualmente pueden adoptar cualquier forma, evidentemente por un ejercicio de la voluntad…

—Lo creeré cuando lo vea —farfulló Ojo de Halcón Simmons.

—Creo que lo verá. Parecen comunicarse telepáticamente entre sí. Como los L’vrai de Sirio poseen información que los L’vrai de Achernar y la Tierra conocieron hace sólo unos meses, sus mensajes telepáticos tienen que viajar a velocidades mayores que la de la luz. Tal vez instantáneamente.

—Según la teoría de la información es imposible —dijo Simmons.

—Muy interesante, la telepatía de los L’vrai funciona imperfectamente con los seres humanos; evidentemente sólo nos pueden leer las mentes en niveles preconscientes.

—¿Eso es seguro? —preguntó Tshombe—. Estaremos en considerable desventaja para negociar si nos lee los pensamientos.

—Hay algunas evidencias objetivas. Cuando los L’vrai aparecieron por primera vez con forma humana, ellos… sus órganos genitales eran exagerados de un modo que evocaba a los tótems de los pueblos primitivos. Y eran idealizaciones impecables y hermosas de las imágenes que las personas con quienes estuvieron en contacto tenían de sí mismos.

»Yo misma vi cómo este L’vrai adoptaba la forma del padre de su intermediario —señaló a Jacque—. Obviamente para inspirarle confianza. Era la imagen de su padre cuando el Domador era un niño pequeño y vulnerable.

»El L’vrai que habló con nosotros sólo utilizó la primera persona del singular, aun cuando se refería a toda su raza. Esto significa que o bien la raza tiene literalmente una conciencia única…

—Manifiestamente…

—… o que su sintaxis refleja una filosofía que subordina lo individual a la idea de su pertenencia a un grupo más vasto, o su relación con una entidad espiritualmente más elevada…

Una serpiente dorada reptó a través de la puerta abierta.

La cara de Simmons palideció.

Silverman se persignó.

Mossadegh se aferró la garganta.

Svenbjorg apagó el cigarrillo y Tshombe arqueó una ceja.

La cabeza de la serpiente giró al nivel de ellos por unos instantes. Luego continuó su camino hacia Jacque. Las escamas siseaban en el cemento áspero.

Olor rancio de sudor nervioso.

—¿Va a…? —empezó Silverman.

—¿Va a qué? —preguntó Bahadur.

—¿Va a causarle daño?

—Físicamente no. No lo creo. En ese caso sabemos cómo matarlo.

El L’vrai se elevó como para atacar, acercándose a Jacque. Jacque mostró los dientes y empezó a levantarse.

Luego la serpiente se borroneó y derritió y se transformó en un anciano encorvado vestido con una toga blanca. Tenía la cara surcada de arrugas benévolas y unos pocos mechones de pelo blanco. Podía haber pertenecido a cualquier raza: la piel era del color del tiempo y las facciones parecían las de un santo.

La ilusión habría sido perfecta salvo por la toga, que exhibía una red de venas amarillas apenas perceptible.

Metió la mano en la pecera y sacó el puente, luego se lo ofreció a Jacque. Jacque lo tocó y se levantó de golpe, galvanizado, la cara y el cuerpo rígidos de dolor. Luego se desplomó de nuevo en el taburete y empezó a hablar.

—Tenéis curiosidad acerca de mí. Preguntadme.

La voz de Tshombe era llana y autoritaria:

—¿Por qué estás aquí? ¿Qué quieres de nosotros?

—Eso depende de lo que entendáis por «aquí». Estoy en esta región del espacio porque estoy expandiendo mi esfera de influencia, al igual que vosotros. Estoy en esta sala para vuestra conveniencia. Para explicaros vuestra situación.

—¿Y qué quieres decir con «yo»? —preguntó Svenbjorg—. ¿Eres uno solo, o muchos?

—Para vosotros sería muchos, billones. Pero en verdad hay sólo uno. Sólo L’vrai.

—Es decir que estamos donde empezamos —dijo Bahadur—. ¿Lo dices en un sentido literal? ¿Si matáramos la mitad de tus billones no estarías disminuido?

—Sólo en mi potencial para explorar y manipular el volumen de espacio que me rodea. Si sólo quedara uno de mí aún sería totalmente yo, L’vrai.

»Lo mismo podría decirse de los humanos. En cierto sentido, puede decirse. Vosotros os negáis a verlo.

—Teología —murmuró Ojo de Halcón Simmons.

—No —dijo el L’vrai—, simplemente un hecho. Soy muchos pero soy uno. Todos idénticos.

—Quieres decirnos que eres una serie de clones. Todos acuñados con el mismo molde.

Jacque guardó silencio mientras la criatura le exploraba el cerebro en busca del término.

—De ninguna manera. Soy sólo uno y siempre he sido sólo uno. Sólo L’vrai.

—¿Cada una de tus partes es consciente de las demás? —preguntó Svenbjorg—. ¿Actúan con un propósito común?

—Estáis formulando siempre la misma pregunta. La respuesta, una vez más, es «sí». Por favor preguntad algo…

—Podría estar mintiéndonos —dijo Mossadegh.

—No habría razón para ello. Tengo poder absoluto sobre vosotros. Los que estáis en esta sala y también los billones que hay en la Tierra. Y en los otros planetas, si valiera la pena destruirlos.

—No te creo —dijo Tshombe—. Desde esta sala no puedes…

—¿No me habéis oído? No estoy solo en esta sala.

—Aun así…

—Entonces me explicaré en detalle. Sí, podría mataros a todos, o a la mayoría, en esta habitación, creando lo que éste llama una condición de «retroalimentación» en vuestros cerebros. Este cuerpo mío también moriría.

»Matar a los otros billones llevaría más tiempo. Por eso hay naves destacadas cerca de la estrella azul… Sirio. Con una maniobra relativamente simple pueden alterar la armonía de fuerzas de vuestro sol y hacerlo estallar.

—¿Por qué? —Silverman rompió el silencio con voz trémula—. ¿Por qué harías eso, en el nombre del cielo?

—¿Es una pregunta seria? —nadie respondió—. Parece tan obvio. Os estáis expandiendo en mi volumen de espacio. O bien debo destruiros o bien llegar a un acuerdo respecto de… del uso de esta región.

—¿Por eso estás aquí, entonces? —dijo Simmons—. ¿Para negociar qué le corresponde a quién?

—Tú tampoco escuchas. Como dije, estoy aquí para explicar vuestra situación. No habrá negociaciones —hizo una pausa—. ¿Negociaríais con una hormiga acerca de su derecho a un terrón de azúcar? ¿De su derecho a vuestra casa?

—¿Pediste esta reunión para burlarte de nosotros, entonces? —dijo Simmons, casi gritando—. ¿Por qué no atacarnos por sorpresa y hacernos pedazos sin previo aviso?

El L’vrai sonrió.

—Ésa habría sido la actitud más humana.

—Humana —escupió Silverman—. Disfrutas matando a la gente. No lo niegues, he visto las proyecciones. Simplemente quieres prolongar…

Jacque emitió un ruido que parecía una risa o un estertor agónico.

—Pobres… ignorantes criaturas. Debería explicar… Haber explicado…

»Sí, disfruté matando a esas personas. En la medida en que era mi deber para con ellas —esperó a que todos se calmaran—. Exactamente, mi deber.

»Soy un organismo ético y… vuestra palabra más aproximada es educado. Mi primer acto cuando encuentro un organismo desconocido es comportarme según lo que se espera de mí. En la medida en que puedo adivinarle los deseos.

—Me niego a creerlo —dijo Chin (L., Bellcomm)—. ¿Estas diciéndonos que esta gente quería que la mataras?

—No precisamente. Suponían que yo lo intentaría. Físicamente. Simplemente matarlos, sin peligro alguno para mis partes, habría sido bastante fácil.

—Le creo —era Gustav Hasenfel, el primer Domador que hablaba. Su voz amplificada reverberó en las paredes metálicas—. Siempre esperamos problemas; siempre nos preparamos para lo peor.

—Gracias —dijo la criatura—. Éste también comprende —la cara vieja y sabia se volvió a Jacque con una especie de afecto—. Pero lo supo desde la primera vez que me tocó la mente, en la Tierra. Aunque no supo cómo decirlo.

»Éste es diferente de la mayoría de vosotros. Ha logrado armonizar la parte animal de su naturaleza con la… parte angelical. No intenta separarlas. Por eso él y yo podemos hablar. Advierto que nadie en esta sala posee esta especie de… integración. Separáis a vuestro animal de vuestro ángel: queréis que prevalezca el ángel. No es posible.

»Por ello, no podemos perder tiempo. Éste agoniza, y sin él ya no podré hablar.

El grupo de gente estaba entre Carol y el L’vrai. Ella se avanzó de costado para apuntar.

¡Domadora! —gritó Bahadur—. ¡No…!

Su vez quedó ahogada por la estentórea advertencia de Hasenfel:

Apártate o te mataré primero.

El casco de Carol giró hacia su compañero. Los cristales de los sensores ópticos centellearon bajo el terrible ojo rojo.

—Serías capaz de matarme —dijo.

—Y luego a mí —dijo él—. Lo siento, Carol.

—Entonces que lo haga el L’vrai —agudizó la voz y un susurro quebrado retumbó en la sala—. ¿Me oyes, monstruo?

—Te mataré si me apuntas con tu arma —dijo la voz extenuada de Jacque—. De lo contrario no. No ahora que sé que creéis que podéis morir individualmente.

—No tendrá tiempo —dijo Gus—. Te mataré en cuanto apartes los ojos de mí.

—De acuerdo. Te evitaré el mal trago. Pero… —rompió a llorar y se le quebró la voz.

—Déjame explicarte —dijo la criatura—. Te equivocas al verme como un monstruo, aunque admito que he cometido errores.

»Nunca conocí otra raza que viajara por el espacio y se creyera dueña de una conciencia individual. Voluntades individuales para cada parte, desde luego; de lo contrario no podría desplazarse. Asumí…

»Verás, a veces mis propias partes desean morir de maneras interesantes. Lo apruebo; me añade conocimientos. Presumí que era esto lo que estabais haciendo. Nada más.

—Al grano —dijo Simmons—. Todo esto es muy interesante. Pero insustancial, si estás dispuesto a destruirnos…

—Mi plan jamás se redujo a eso; ante todo, pasará mucho tiempo antes que representéis una amenaza verdadera para mí o para cualquier otra raza civilizada. No os destruiré, no de inmediato.

—¿Qué significa eso? —preguntó Tshombe.

La voz de Jacque se estaba debilitando; se esforzaron por oírle.

—Consideradme un observador, un inspector. Un maestro, si queréis aprender.

—Un verdugo, si nos negamos —dijo Svenbjorg.

—Sí, pero no en el sentido de que os castigaré por mal comportamiento —se interrumpió— lucho contra las limitaciones de vuestra lengua, y las de hablar a través del dolor de éste.

»Tengo lo que llamaríais una obligación. Hacia una especie de familia, que incluye organismos que os parecerían mucho más extraños que yo… incluidos algunos que ni reconoceríais como vida. Y algunos tan sensibles que vuestra mera presencia los destruiría.

—¿Nos mantendrás apartados de ellos?

—Aún no es necesario. Todavía están muy lejos. Cabe esperar que cuando lleguéis a ellos vuestra propia sensibilidad habrá evolucionado hasta el punto en que ya no seréis una amenaza.

—De lo contrario, ¿nos advertirás? ¿O ellos?

—De lo contrario, os aniquilaré. Es el único modo en que puedo… interceptar legítimamente vuestra expansión. Un día la lógica de todo esto os será comprensible.

—¿Pero qué pasará con el espacio que compartimos? —dijo Svenbjorg— ¿Lo dividiremos? ¿Compartiremos planetas?

—Eso no es realmente un problema. No podríais sobrevivir sin protección en muchos que me son propicios. Y yo me atrofiaría en los vuestros. Necesito una gran cantidad de radiaciones fuertes para reproducir adecuadamente mis partes (constantes mutaciones y escisiones) para poder continuar evolucionando al ritmo debido. Os reproducís demasiado lentamente para obtener ventaja de ello. De lo contrario podríais… Tendríamos que…

»Éste se muere. Simpatizo con su dolor. Pero su temor a la muerte me divierte. Él… —un estertor agudo ahogó la última palabra. El L’vrai soltó el puente y el cuerpo de Jacque se desplomó en el suelo.

Carol se volvió y su láser lanzó un relámpago verde. La cabeza del L’vrai se partió a la altura del ojo y la criatura cayó cambiando de forma.

Mujer, pudiste

—¡Cállese! —gritó Gus—. Ella esperó —en voz más baja.

Carol se deslizó hasta donde yacía Jacque y lo levantó. Permaneció inmóvil, callada.

Simmons se le acercó.

—Mujer, escúchame. Yo a veces hacía de doctor. Déjame ver a ese hombre —los ojos de cristal de Carol le miraron fijamente.

—Ah, diablos…

Él aferró el brazo flojo de Jacque y tiró. Carol lo soltó y Simmons tendió a Jacque en el suelo.

Desgarró la túnica de Jacque y le apoyó el oído en el pecho. Luego se le sentó a horcajadas y empezó a golpearle el esternón, apoyándosele con todo el peso.

—Es joven… Y saludable… Aquí… Funciona… —los otros se reunieron alrededor, observando. Simmons siguió un rato y luego volvió a apoyarle la oreja—. Muy bien —ladeó la cabeza de Jacque, le tapó las fosas nasales y empezó a respirarle en la boca. Minutos después, aún inconsciente, Jacque respiraba por sí mismo. Simmons se incorporó jadeante. Clavó los ojos en Carol—. Maldita sea, no te quedes ahí. Busca un verdadero médico.

Los trajes MEM son rápidos, pero hay que mirar por dónde se camina. Carol estuvo a punto de aplastar al Papa de Occidente, y ensanchó la puerta medio metro.