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Capítulo trece

Tania salió la primera. Un salto de diez días a Sirio consumía bastante energía para agotar completamente las células del cristal. Jacque y Carol tuvieron que esperar cuarenta y cinco minutos mientras se recargaban.

—Me pregunto si nos encontraremos —dijo Jacque, de pie junto al cristal, observando cómo Sampson contemplaba un cuadrante.

—Depende de Tania —ella tenía el flotador.

—Ya pueden tomar sus posiciones —dijo Sampson—. En dos minutos —Vivian y Gus levantaron las manos para desearles buena suerte. Eran los únicos espectadores y esperaban enfundados en sus MEM por si algo ocurría.

Dos minutos después la sala de control desapareció y Jacque flotó en oscuridad total.

—¡Carol!

Ya no la tenía sobre los hombros.

—Estoy aquí, Jacque… Flotando en alguna parte.

Las retinas de Jacque estaban adaptándose a la oscuridad. Se veían unas pocas estrellas. Aturdido, recordó que había ajustado los circuitos ópticos para la brillante sala de control. Giró totalmente a la izquierda la perilla que controlaba la sensibilidad: las estrellas resplandecieron todo alrededor, y debajo, el reluciente casco negro de una nave L’vrai.

El yelmo de Carol apareció encima de su cabeza; luego los hombros de ella. Se desplazaba fuera de la sombra de la nave, entrando en la luz de Sirio.

—Ahora te veo. ¿Apoyaste las botas? —las botas tenían suelas magnéticas.

—Sí, pero supongo que estoy muy lejos. Enciende las luces, dame un punto de referencia.

Jacque encendió las luces y Carol rotó lentamente, luego arrojó un cable y él la atrajo hacia sí.

—¿Vamos a ver cómo es el otro lado? —dijo Jacque.

—Un segundo —Carol enrolló el cable en una apretada espiral y lo deslizó en el bolsillo del muslo—. ¿Tienes noticias de Tania?

—No, todavía no.

—Mala noticia —Tania podía estar a un millón de kilómetros, demasiada distancia para recorrerla en diez días con el flotador. O podía estar al otro lado de la nave.

Caminaron hasta el otro lado. Sirio era un punto brillante del tamaño de una cabeza de alfiler; la enana blanca, un borrón tenue casi perdido en el resplandor.

—¿Jacque? —la voz de Tania sonaba baja y confusa por la estática—. ¿Carol? ¿Me oís?

Los dos respondieron al unísono.

—Esperad —dijo Tania—. Leedme la hora; veamos a qué distancia están.

Jacque observó los dígitos que le brillaban justo encima del rostro.

—Van a ser 11:14… ahí.

—Maldito sea —dijo ella—. Un segundo y medio. Es como medio millón de kilómetros. Parece que trabajamos solos.

—Parece que sí —dijo Jacque—. ¿Dónde estás?

—¿Estás en una nave? —preguntó Carol.

Intervalo de tres segundos.

—No, ¿vosotros?

—En el casco de una nave, sí —dijo Jacque—. ¿Encontraste un planeta, un asteroide?

—Una roca, al menos. Quizá dos kilómetros de largo.

—¿Vas a quedarte ahí —preguntó Carol— o saldrás para atacarlos?

—Estuve buscando naves. No quiero salir sin… espera. Creo que veo una. Como una estrella opaca pero alargada. Una pequeña franja de luz.

—Podría ser la luz de la estrella reflejada en…

—Antes no estaba, estoy segura. Vienen en mi busca… Sí, se está acercando.

Jacque sintió una vibración en las botas al tiempo que Carol exclamaba:

—¡Detrás de ti!

Una máquina negra con forma de araña, del tamaño de un hombre, como la que había recogido a la primera sonda, se le acercó caminando por el casco.

—Ve hacia el otro lado —dijo Jacque—. Luego enciende la magneto. Yo haré lo mismo.

—¿Problemas? —susurró la voz de Tania.

—Veremos —la máquina no parecía tener armas. Se acercó a Jacque y extendió un brazo con pinzas. Él avanzó un paso, encendió el magneto…

Y se zambulló en el casco, aplastando a la máquina debajo. La máquina se agitó como una criatura viva, luego lanzó una lluvia de chispas —la electricidad estática erizó el pelo corto de Jacque— y se aquietó.

—Es una máquina —dijo Jacque—. La aplasté. ¿Estás bien? —ninguna respuesta—. Carol, ¿estás bien?

—Jacque —dijo Tania—, si está del otro lado de la nave no puede oírte. La transmisión queda bloqueada.

A Jacque se le encendieron las mejillas.

—De acuerdo. Dime, ¿qué novedades tienes? ¿Sigue acercándose?

—Sí. No muy rápido. Creo que jugaré un poco con ellos. Veremos si es maniobrable.

Jacque apagó la magneto.

—Voy a ver cómo está Carol. Buena suerte.

—Igualmente.

Jacque se incorporó y le rodeó una nube de fragmentos metálicos flotantes. Casi toda la máquina yacía aplastada, adherida al casco por un débil magnetismo residual.

En el centro del cuerpo destrozado se había escurrido una masa azulada, secándose en el vacío: los restos de un cerebro L’vrai.

Caminó hasta donde estaba Carol. Por el estallido de estática en los oídos, supo que el traje de ella estaba magnetizado.

—¿Qué ha pasado? —gritó Carol.

—Caí encima y lo aplasté. Es una máquina con un cerebro L’vrai insertado.

—Tienes que caminar con cuidado.

—Me olvidé. Encendí la magneto con un pie en el aire.

—Vacío —corrigió ella—. Mejor pongámonos espalda contra espalda. Habrá más.

—De acuerdo —él apoyó la espalda contra la de Carol y tocó el control que le magnetizaba el traje. Se pegaron con un clic; los trajes habían sido preparados con polaridad opuesta para que pudieran operar de esta manera.

Nada ocurrió. Media hora más tarde:

—Carol, no vendrán a buscarnos mientras estemos magnetizados. No después de lo que le pasó al último.

—Supongo que no.

—¿Las apagamos y vamos a explorar?

—No, espera. Deben saber dónde estamos. Podrían estar esperando justo bajo nuestros pies. Para liquidarnos en cuanto desconectemos el campo.

—¿Esperaremos diez días así? —en realidad, esa perspectiva no resultaba desagradable para Jacque. Al menos eran relativamente invulnerables.

—No. Tengo una idea… Quédate donde estás —Carol apagó su campo y se arrodilló, aparentemente para estudiar el casco.

—¿Qué estás…? Oh.

El láser de Carol centelleó. Al perforar el casco, dejaba escapar un largo penacho de aire. Ella cortó trazando un arco centrado alrededor de los pies de Jacque. Antes de que hubiera completado la mitad el aire dejó de escurrirse.

—Ahora —dijo Carol a pocos centímetros de completar el círculo.

Cayeron en la oscuridad.

Aterrizaron sobre algo duro; Jacque se incorporó y encendió las luces.

—Gravedad artificial —estaban de pie en una habitación con forma de cuña; el suelo era una sección de un círculo. En un rincón había una gran almohada redonda; el único mueble que se veía era algo parecido a un armario, pero sin tiradores.

Una masa de tentáculos sobresalía de la pared opuesta, la más cercana al eje central de la nave. Se acercaron cautelosamente para investigar.

—Es la parte inferior de un L’vrai —dijo Carol.

—Sí. Se quedó atascado cuando intentaba salir, según parece. —Jacque palpó la pared. Era ligeramente flexible—. No veo ninguna unión. Cuando pasaste a través de estas cosas la vez anterior… ¿podías distinguir dónde había un pasaje antes que se abriera?

—No, pero realmente no tuve tiempo de…

—¡Aquí! —el dedo de Jacque se hundió en la pared. Lo sacó, volvió a meterlo, lo movió hacia ambos lados—. No se puede ver, no, pero aquí está —metió las dos manos en la ranura y trató de abrir. No cedía.

—Aferra un lado, yo aferraré el otro —fuerza suficiente para hacer un nudo con una viga de acero, pero nada. Jacque hundió el brazo hasta el codo, y pronto lo retiró.

—¿Qué opinas? —dijo—. Creo que podríamos atravesarlo caminando.

—Primero déjame echar un vistazo —Carol apoyó la cabeza contra la pared y empujó; se hundió hasta los hombros.

Se inclinó hacia adelante y desapareció.

Jacque brincó detrás; chocó contra la pared. Empujó con fuerza. Nada. Calmándose, apretó la mano en la pared hasta encontrar la abertura, luego se inclinó contra ella.

Vértigo: un hueco de ascensor iluminado de cincuenta pisos de alto. Jacque retrocedió.

Aferrándose a las «puertas», atisbó nuevamente. Carol flotaba en el otro extremo del hueco.

—Ven —le dijo—. Aquí no hay gravedad —con una mano se aferraba a una barra metálica que corría a lo largo del hueco como una manguera de bomberos.

Jacque se deslizó a través de la ranura, pisando el cuerpo inerte del L’vrai. La entrada actuaba como una envoltura flexible, cerrándose alrededor del traje mientras él pasaba, aislando el vacío.

Pataleó en el aire y flotó hacia el caño de metal arrastrado por el magnetismo del traje. Carol apartó la mano justo a tiempo para que no le quedara aplastada entre Jacque y el caño.

—¿Y ahora? —dijo él—. ¿Arriba o abajo?

—Arriba está más cerca —el hueco terminaba a unos veinte metros por encima de sus cabezas—. Conectaré de nuevo la magneto… Este lugar me asusta.

—Sí. En cualquier momento puede aparecer una horda escurriéndose por la pared —ayudándose con las manos, escalaron el caño. La fuerza que tenían que hacer para vencer la atracción de los campos magnéticos era tan grande que los dedos dejaban hendeduras en el metal.

—Prueba con el infrarrojo —dijo Carol cuando casi habían llegado. Jacque probó; las ranuras de entrada de pronto fueron visibles, un poco más claras que la pared circundante.

—Bien, ya tenemos adonde ir. El problema es…

—¿Vamos o esperamos a que vengan? —dijo Carol—. Voto porque nos quedemos un rato aquí.

—No sé —dijo Jacque—. Tal vez deberíamos conservar la iniciativa.

—Y tal vez nos han tendido una trampa. Tuvieron tiempo.

Jacque reflexionó un instante.

—Quizá lo mejor sea perforar la entrada con el láser. A esta distancia podríamos hacerlo, y no tendríamos que acercarnos a ellos.

—De acuerdo. Tú decides.

Jacque apuntó a la ranura que tenía enfrente. Con un disparo corto, se abrió a todo lo largo y se aflojó…

Y la lanza de energía continuó a través de la sala contigua, hasta un equipo de maquinaria pesada dispuesta a lo largo de la pared opuesta. Algún delicado equilibrio fue alterado; se encendió una falsa señal:

La pared era una escotilla de carga. Se abrió al espacio vacío.

Jacque y Carol fueron abofeteados por la fuerza huracanada del aire que era expulsado fuera de la nave. A lo largo de todo el pasillo, las «puertas» se abrieron. Varios L’vrai se deslizaron en el hueco, en espasmos agónicos. Uno pasó al lado de ellos para precipitarse al espacio. Luego el viento murió, cuando se acabó el aire.

—Es lógico… —dijo Jacque al cabo de un rato.

—¿Qué?

—Las ranuras. Sólo son rígidas contra el vacío en una dirección. Ninguna catástrofe natural llenaría el pasillo de vacío sin rajar el caparazón externo.

—¿Entonces somos una catástrofe no natural?

Un L’vrai pasó flotando al lado, inerte y frío.

Durante diez días pasaron el tiempo inspeccionando la nave inutilizada y vigilando ansiosamente las otras naves L’vrai. Parecía improbable que el resto de la flota ignorara el desastre acaecido a sus compañeros.

Pero ignorarlo, alegó Jacque, era coherente con el modo en que actuaban entre ellos. Incluso para con ellos mismos.

Jacque o Carol a menudo se aventuraban fuera de la nave, tratando de establecer contacto con Tania. Nunca tuvieron éxito.

Cuando se acercó la hora de ser catapultados de regreso, hicieron una selección de aparatos pequeños y Carol se subió en los hombros de Jacque.

—Violar —dijo Jacque—. Después saquear. Después quemar.

—¿Qué?

—No importa. Una vieja broma.