MISIÓN TAU CETI,
14 DE FEBRERO DE 2054
PERSONAL:
1. DOMADORA 7 TANIA JEEVES. EDAD 33. 11.ª MISIÓN. SUPERVISORA.
2. DOMADOR 5 GUSTAV HASENFELD. EDAD 28. 8.ª MISIÓN.
3. DOMADOR 4 (PROB) JACQUE LEFAVRE. EDAD 28. 7.ª MISIÓN.
4. DOMADORA 3 CAROL WACHAL. EDAD 26. 4.ª MISIÓN.
5. DOMADOR 2 VIVIAN HERRICK. EDAD 26. 3.ª MISIÓN.
MATERIAL:
5 MÓDULOS MEM
1 CENTRALIZADOR DE DATOS
1 FLOTADOR (SEGUNDO LANZAMIENTO)
(EL EQUIPO ADICIONAL SERA PROVISTO EN TAU CETI PARA TRASLACION SECUNDARIA A SISTEMA SIRIO: VER ESPECIFICACIONES ADJUNTAS)
REQUISITOS ENERGÉTICOS:
2 LANZAMIENTOS 9.84699368131 SU, SINCRONIZACIÓN M HORA LOCAL
07:45:28.28867BDK200561
07:48:11.38557BDK200560
PRIORIDAD 1.
FONDOS
*999999 SIRIO 90%
*000105 GEOFOR 10%
Jacque y Carol fueron a Infierno la semana en que allá llovió por primera vez.
Infierno era el nombre lógico para el único planeta de la biosfera de Tau Ceti. Ninguna masa de agua estanca, constantes tormentas de polvo, temperaturas de Sahara aun en las regiones polares.
Aterrizaron cerca del ecuador, donde Tau era un resplandor amorfo y blanco en el cielo, donde nubes abrasivas barrían el suelo arrastradas por vientos huracanados tan ardientes como para hacer hervir el agua. Las dunas se derretían y formaban alrededor de ellos, con una celeridad surrealista, y no había horizonte, sólo arena blanca abajo y cielo blanco arriba y una tormenta blanca todo alrededor.
Al viento sólo le gustaban las planicies; hacía tiempo había desgranado todas las montañas y colinas rellenando los valles con el polvo, y la altura de ellos dos le arrancaba chillidos de disgusto y trataba de tumbarlos.
Jacque pudo desconectar los gañidos del viento, pero el estabilizador del traje lanzó un quejido trémulo mientras luchaba por mantenerle erguido. El ruido le ensordeció, y le hizo castañetear los dientes.
El prudente instinto animal le decía que estaría más cómodo en cualquier otra parte. Reprimió el impulso de huir a ciegas, pero siguió caminando en círculos crispados, buscando el flotador. Los demás hacían lo mismo.
Minutos después apareció el flotador, hendiendo el viento. Mientras se esforzaban por abordarlo, se sacudía como un caballo encabritado; luego trepó furiosamente tormenta arriba.
A los dos mil metros dieron con un viento de cola fuerte y constante, y enfilaron hacia el norte, hacia la colina polar. Debajo, la cima de la tormenta era una pulida superficie blanca, más parecida a un paisaje nevado que a un maelstrom.
La tormenta empezó a resquebrajarse mientras avanzaban rumbo al norte. El suelo moteado fue visible a través de los turbulentos y sinuosos remolinos de nubes. Al fin aparecieron colinas; cerca del polo tuvieron que ascender para franquear las cúspides escarchadas de las montañas, colosales como Himalayas pero redondeadas por los vientos.
Y en una cuenca baja, enteramente resguardada por montañas, una súbita e imprevista mancha verde. Ciudad Jardín. La sobrevolaron pero no descendieron. El flotador se dirigía hacia el lugar donde estaban construyendo la TLM, en un valle más alejado.
Se habían necesitado seis meses para fabricar un cristal lo bastante grande para ser práctico y además libre de fisuras internas; un cristal con una burbuja microscópica en el interior estalla con fuerza desconcertante cuando se le pone en funcionamiento.
Ahora el cristal estaba montado y calibrado, pero la instalación guardaba poca semejanza con la aerodinámica eficiencia de Colorado Springs. El primer indicio que vio el equipo de Tania fue una reluciente telaraña metálica que cubría extensiones de una ladera: la antena que recogía energía de un satélite láser de microondas. A pocos kilómetros se levantaba la base, una cúpula de aluminio empequeñecida por cuatro anillos concéntricos de enormes y chatos cilindros de metal, las células de combustible alimentadas por la antena. Había cables que ligaban todo en una confusa pero grácil maraña de catenarias.
Aterrizaron en una pequeña pista de cemento frente a la entrada de la cúpula, entre dos vehículos más grandes que obviamente eran de diseño y fabricación local. Aquí no había nada verde, sólo un polvo rojo y oscuro que crujía bajo los pies.
Un hombre vestido sólo con shorts les recibió en la puerta. Les condujo hasta un tosco cabrestante donde se quitaron los trajes MEM.
Adentro, les dio unos pantalones cortos de estar por casa y le mostró el cristal.
—Noventa centímetros —dijo—. Temo que sólo puede transportar a dos por vez. O uno, con equipo.
—No hay instalaciones para esterilización —dijo Tania.
—En realidad no. Podemos cerrar la cúpula herméticamente y calentar todo lo que hay adentro… especímenes incluidos, me temo.
—¿Pero funciona? —dijo Jacque—. El cristal, digo.
—Claro. Hemos enviado gente a Cygnus 61 y a Vega.
—¿A Sirio no?
—Todavía no. No queremos enviar a nadie a ciegas.
—Entonces todavía lo están calibrando —dijo Gus.
—Para Sirio, sí. Hemos perdido ocho sondas en saltos cada vez más largos. Cuanto más breve el salto, mayor tiene que ser el blanco.
—No suena alentador —dijo Tania.
—Bueno, significa que en el sistema no hay un planeta del tamaño de la Tierra o mayor… o quizá lo hay. Quizá los L’vrai destruyen nuestras sondas antes de que regresen.
—Una tiene que volver mañana, un salto de diez días. Pueden pasar la noche en la ciudad y regresar aquí por la mañana.
—De acuerdo —dijo Tania—. Ha sido un día largo.
Él rió.
—En este planeta hay sólo días largos —el eje de Infierno era casi perpendicular a la eclíptica. Durante el día Tau se arrastraba a lo largo del horizonte meridional en un amanecer de diez horas; la noche eran diez horas de crepúsculo.
Regresaron a Ciudad Jardín con el encargado de control, Eliot Sampson. El viaje en el camión eléctrico fue lento y bamboleante.
Escalaron una larga elevación detrás de la cual, les había dicho Sampson, bajaban directamente a la ciudad. Cuando llegaron a la cima, clavó los frenos.
—Maldito sea. Miren eso —sobre Ciudad Jardín flotaba una gran nube blanco grisácea. Se les acercaba.
—¿Qué es? —dijo Jacque—. ¿Una nube?
—Exacto. Una nube, una nube —puso el camión en marcha y se lanzó colina abajo—. Lo había olvidado —gritó por encima del quejido del motor—. Hoy es el experimento con la gran nube de siembra. Para ver si la lluvia local puede servir para la irrigación.
Unos goterones salpicaron el parabrisas, trazando huellas pardas y fangosas en el polvo.
—Aquí sólo hay agua fósil —dijo—, pero en cantidades enormes. Lagos, ríos subterráneos. Podemos bombearla, rodear Ciudad Jardín de agua estanca. Vapor de agua en el aire… —rió ferozmente.
Jacque se había aferrado al respaldo metálico del asiento y del panel de instrumentos, con los nudillos cada vez más blancos.
—¿No está acelerando demasiado?
—No, diablos, ya conozco este camino al dedillo. Quiero llegar allí antes… —de repente una sólida cortina de agua los empapó y cegó. Las ruedas traseras del camión decidieron encabezar la marcha durante un rato.
El camión giró varias veces sobre sí mismo, mientras las ruedas trataban de morder esa repentina capa de fino barro. Finalmente resbalaron en una fosa y se detuvieron bruscamente. La primera lluvia en un millón de años había provocado el primer accidente de tránsito del planeta.
El conductor se rompió la nariz y a Jacque se le dislocó el hombro, pero no hubo más lesiones. La lluvia paró cuando todavía estaban empujando el camión y escuchando las disculpas.
—Faltan sesenta segundos —Eliot Sampson apartó los ojos del tablero de control y, con el resto de la pequeña dotación, fijó la mirada en el cristal.
—Acabo de pensar en algo —susurró Carol.
—¿Qué? —dijo Jacque.
Ella le tomó la mano. Tenía la palma húmeda y fría.
—¿Y si… si la sonda no vuelve sola? ¿Y si hay algún L’vrai dentro del radio afectado?
—Cuarenta y cinco —dijo Sampson.
—Parece improbable —dijo Jacque—. El cristal no es tan grande.
—De todos modos. Aquí no hay ningún arma.
Jacque meneó la cabeza.
—Es probable que la sonda ni siquiera regrese —se acercó a la pared y tomó una pesada herramienta; la blandió como un garrote—. Mejor que nada.
Sampson le miró inquisitivamente.
—Treinta segundos. ¿Qué haces, Lefavre?
Algunos de los otros comprendieron.
—Acércate aquí, Jacque —dijo Tania. Era una de las que estaban más cerca del cristal—. Por si acaso.
—Oh, ya veo —dijo Sampson. Empezó la cuenta atrás desde veinte. Jacque se colocó frente al cristal y plantó los pies en el suelo con aplomo. Nunca había jugado a béisbol ni a criquet, pero miraba el aire encima del cristal como un bateador calculando dónde asestar el golpe.
—Cero… ¡Dios!
La sonda era una máquina negra y baja de cuatro patas, atiborrada de instrumentos. Tres tentáculos cercenados aferraban un costado, blancos y sinuosos, chorreando gotas de un fluido verde iridiscente. Jacque se dispuso a atacar y luego retrocedió.
Los tentáculos dejaron de agitarse, se aquietaron y cayeron al suelo. Tania rompió el silencio.
—Creo que de veras tenemos una misión.
Más tarde, ese mismo día, contemplaron las películas de la sonda. No había descubierto un planeta. Había emergido de la TLM en el casco de una nave L’vrai.
Durante días yació en el largo casco negro sin ser molestada. La holocámara revelaba otras ocho naves L’vrai en las cercanías, girando lentamente alrededor de Sirio. Podía haber un millar más, fuera del alcance de la cámara.
Luego una cosa enorme y arácnida que podía ser un robot o un alienígena con traje espacial —o simplemente otra transmutación L’vrai— se encaramó al casco, capturó la sonda y la llevó dentro de la nave por una abertura del casco.
Dejó la sonda en un cuarto vacío, donde nadie la tocó en varias horas. Luego entró un L’vrai, desplazándose torpemente sobre cuatro patas rígidas: había adoptado la forma de la sonda, tal vez para tranquilizar a la máquina, tal vez por una razón menos obvia.
Las dos máquinas se estuvieron mirando un rato. Los instrumentos de la sonda no registraban ningún sonido, ningún campo electromagnético que indicara una tentativa de comunicación. Simplemente se observaron noventa y tres minutos; después la sonda falsa se retiró.
De inmediato fue reemplazada por varios L’vrai en lo que probablemente era la forma natural de ellos (si tenían una forma natural). Era una configuración versátil, como la de un pulpo con un esqueleto flexible. Tenían seis u ocho —según el individuo— tentáculos grandes que hacían las veces de pies o de toscas manos de dos dedos. Un tórax tubular se ensanchaba arriba en una cresta ondulada, donde exhibía tres ojos; uno grande, fijo, y dos más pequeños en tallos articulados que se mecían en las esquinas de la cresta. Bajo el ojo fijo había una ranura que ocasionalmente se entreabría para mostrar dientes negros en hileras paralelas, como los del tiburón, incrustados en una mucosa llena de espuma.
Varios tentáculos pequeños brotaban debajo de la cresta, y culminaban en dedos, garfios y ventosas dispuestos de diversas maneras. Algunos de ellos iban cambiando de forma.
Casi todo el cuerpo era de un color cerúleo y blancuzco (los ojos eran ámbar); el tórax era traslúcido, y revelaba sombras de órganos oscuros y pulsátiles. En la parte posterior tenían dos ranuras que podían ser órganos excretorios, genitales o bolsillos.
Eran demasiado extraños para ser repulsivos o aterradores.
Uno de los L’vrai se acercó empujando un carrito que se deslizaba sin ruedas sobre el suelo. Tenía dos hileras de brillantes instrumentos metálicos. Se acuclilló al lado de la sonda y los otros le observaron mientras examinaba la máquina.
Casi todo lo que hacia estaba fuera del alcance de la cámara Pero tras unos minutos de lo que parecía una parodia de «escalpelo…, esponja…, retractores…», logró desconectar o extirpar la fuente de alimentación y la imagen se oscureció.
Sampson aceleró la cinta; no había más imágenes.
—Es todo —dijo—. ¿Os gustaría verla de nuevo?
—Vuelve a la escena en que tomaron la sonda del casco de la nave —dijo Tania—. La miraremos otra vez. Y otra. Y que todos los que no tengan alguna ocupación vital vengan a estudiarla.
Jacque, Carol, mejor dormid un poco. Tomad píldoras; si podéis, dormid un par de días.
Carol asintió.
—¿Un salto de diez días?
—No podemos correr el riesgo de uno más corto, no con un blanco tan pequeño. Así que probablemente serán diez días sin dormir.
—¿Y tú?
—Ya descansaré. Quiero examinar la cinta una vez más y luego establecer los parámetros del salto con Eliot —palmeó a Carol en el hombro—. No necesito dormir tanto como los jóvenes.
—Los jóvenes —dijo Jacque—. Hasta luego, mamá. No te acuestes tarde.
Fueron al pabellón médico para conseguir somníferos y decirle a la encargada cómo necesitaban modificar los sistemas farmacológicos de sus trajes MEM. Ella dijo que podía ajustar el centralizador de datos para que monitorizara el nivel de desechos productores de fatiga en la sangre, para compensarlos con pequeñas dosis de estimulantes. Pero no era muy aconsejable. Pagarían un alto precio al volver: narcolepsia alternada con insomnios paranoicos. Y el torpor por suspensión de la droga.
Está bien, dijeron. Cruza ese puente, etcétera.
Fueron a la barraca de huéspedes, juntaron dos de los camastros duros y estrechos, y desplegaron biombos alrededor.
Desnudo, Jacque se tendió en la cama y miró el cielorraso. Carol se le acurrucó al lado. Él le rascó la espalda con aire ausente.
—Diez días —dijo—. No nos saldrá bien.
—No hables así.
—Dios sabe lo que esos monstruos pueden reservarnos en diez días.
—No ganas nada con preocuparte.
—Riley no habló de una misión de diez días.
—No podía saberlo. Tuvimos la oportunidad de negarnos.
—Claro. Pero me exaspera. No tengo ganas de morir justo…
—¡Basta!
—Lo siento. Pensaba en voz alta. Tenemos las magnetos. Quizá nos salga bien.
—Claro que sí —susurró ella. Se volvió para abrazarle y le estrechó con fuerza—. Claro que sí.