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Capítulo once

Arnold Bates no miraba el reloj.

—Treinta segundos.

—¡Lefavre! —dijo Riley—. Apártese de la línea de tiro de ese rifle. Prepárese.

«Mejor que te den con un dardo y no con un láser», pensó Jacque. Se cambió de lugar y, como todos los demás, concentró toda su atención en el cristal.

—Quince segundos.

Carol y las tres criaturas se materializaron a menos de un metro del cristal. Ella cayó pesadamente pero no perdió el equilibrio y las mantuvo aferradas. Un fragmento del casco de la nave le cayó encima.

—Los dardos —dijo Riley.

—¡Dos a cada una! —gritó Carol.

Una de las criaturas recibió tres y se aflojó. Las otras cayeron y Carol tuvo que soltarlas.

—Muy bien, Lefavre, equipo biológico…

De pronto fue un pandemonio. Las criaturas se escurrieron del abrazo de Carol y corrieron en direcciones opuestas, hacia las bolsas de arena.

—Más dardos —gritó Riley, pero la orden era innecesaria; el aire se pobló de proyectiles. Los más erraron y se estrellaron inútilmente contra las paredes metálicas.

Al correr, las criaturas cambiaban de forma.

De los torsos brotaron nuevos miembros: garras, tentáculos, velludos brazos de araña. Ojos enormes y luminosos, espantosos colmillos, afearon los rostros hermosos. Las curvas seductoras se recubrieron de pelambre, escamas, placas, plumas.

Todas diferentes, todas horribles, todas decididas, a matar.

Una enfiló directamente hacia la sala de control, y recorrió los dos últimos metros de un salto, el hombro hacia el cristal.

—Mátenlas —gritó Riley aferrando a Bates. Los dos cayeron de espaldas al suelo.

La criatura se estrelló contra el cristal al tiempo que disparaban los láseres, pálidos trazos verdes de energía zigzagueando en el aire. El vidrio se resquebrajó pero no se partió. Dos rayos láser descuartizaron a la criatura en tres, y quebraron el vidrio.

Terminó en unos segundos. Las criaturas habían matado a dos personas y herido a siete, sin contar las tres que habían recibido quemaduras serias. Jacque estaba inconsciente a causa de una contusión. Olor a ropa y carne quemada y a metal caliente y a algo más. Un vapor gris humeaba desde las bolsas de arena, inundando la cámara.

Riley se levantó del suelo de la sala de control. La mesa estaba cubierta de cristales embadurnados de sangre. Echó una ojeada a las ruinas y se acercó el micrófono.

—Vean si Lefavre está vivo. Que otra persona recoja el puente… Quizá no todas las criaturas hayan muerto aún.

—Busquen una que no tenga heridas en la cabeza —dijo Carol, y su voz amplificada retumbó en el perplejo silencio—. No se las puede matar de otro modo. ¿Jacque?

Una médico se arrodillaba sobre Jacque, abriéndole los párpados para examinarle las pupilas.

—Creo que se repondrá —dijo, y le aplicó una inyección.

Riley estaba recobrándose.

—Que le hagan una autopsia a ésta… Los del grupo de física, consigan una muestra de ese metal y llévenlo a examinar. ¿Ésa del rincón está viva?

—Ya lo creo que sí —dijo alguien—. Trató de morderme.

La criatura había sido rebanada justo debajo de los hombros; tenía un tentáculo que aún se movía y muñones de otros dos miembros. Un láser le había mutilado la cabeza. En medio de la refriega Carol les había gritado que apuntaran allí, arrancándole una oreja y exponiendo una masa cerebral azulada. Yacía de espaldas en un charco pegajoso, agitando el tentáculo, gruñendo sofocadamente.

—Que uno de los Domadores con traje aferre a la criatura y la sostenga. ¿Quién tiene el puente?

—Lefavre se está recuperando —dijo la médica.

—Bien, llévenlo allí. ¿Cuánto tiempo tenemos?

Bates estaba de vuelta en la silla.

—Diecisiete minutos, cincuenta segundos. Luego tienen cinco minutos para largarse. Tengo que vaporizar y calentar y limpiar el aire. Y aléjense de mi cristal. Ya me lo han ensuciado.

La cuadrilla de cargamento irrumpió por una puerta arrastrando una ventana nueva y dos escalerillas sobre ruedas. Avanzaron rápidamente y en línea recta.

Carol se acercó a la criatura y le aferró el tentáculo, metiéndoselo debajo del brazo. La criatura trató de morderle la muñeca; ella le tiró la cabeza hacia atrás, agarrándole el pelo.

Uno del Grupo de Psicología tenía el puente. Se acercó con cierta timidez y lo apoyó en el pecho del alienígena.

—No es mucho —dijo—. Hay un sonido, una palabra, que repite una y otra vez. Liebre… libre.

Jacque se acercó tambaleándose, apoyándose la mano en la cabeza.

—A ver, déjenme intentarlo —una criatura le había golpeado entre la sien y el ojo; ya empezaba a hinchársele.

Estableció contacto mental con la criatura y se echó atrás de inmediato.

—¡Jesús! —la cara se le puso aún más pálida. Titubeó y luego reinició el contacto—. Está… agonizando. Eso puedo discernirlo. Nunca he sentido, nunca… Aquí hay tanto odio. Desprecio. Repulsión… Me ve como una cosa blanda y viscosa, desagradable. Preferiría matarme antes que vivir, creo.

»Hay una palabra. L’vrai. Quizá sea el nombre. Quizá el nombre de su raza.

Jacque guardó silencio un minuto. Luego depositó el puente en el suelo y se sentó en cuclillas.

—Acaba de morir —la criatura seguía mirándolo fijamente, pero había dejado de gruñir—. Establecí una especie de contacto con ella, justo antes que muriera. No verbal —cerró los ojos—. Veré si puedo expresarlo con claridad.

»Si L’vrai es su nombre, es también el nombre de las otras dos. Estaba examinando, cerciorándose de si las otras dos seguían con vida. Es telepática, al menos en forma limitada.

»Pude comunicarme con más facilidad cuando dejé de… reprimir mi odio. Cuando dejé de controlar mi revulsión. Eso podía entenderlo.

»Hay más. Es difícil de expresar con palabras.

—Está bien —dijo Riley—. Veremos qué se puede averiguar con hipnosis. ¿Alguna de las otras sigue con vida?

Por suerte para Jacque habían muerto.