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Capítulo diez

Jacque y Carol faltaron a la reunión del martes 14. Pero a la mañana siguiente una llamada nocturna les convocó a todos al auditorio B: reunión de emergencia, ningún detalle. Apenas se lavaron, no desayunaron, y se vistieron apresuradamente, pero aun así les llevó cuarenta y cinco minutos llegar al auditorio. Estaba casi lleno; se sentaron al fondo.

—Diantres —dijo Jacque cuando se sentaron—. Esto no me gusta nada.

Lo único que se veía en el escenario era una pecera llena de tiras de papel. Carol asintió.

—Tal vez sea un sorteo.

John Riley se levantó de la primera fila y subió al escenario. En un esfuerzo por parecer espontáneo, se reclinó (rígidamente) sobre la mesa donde yacía la pecera.

—Lamento sacarles de la cama de este modo. Es importante. El grupo de física se puso en contacto conmigo alrededor de medianoche. Han descubierto cuál es el arma de los alienígenas, y tienen un modo de neutralizarla.

»Silencio, por favor, silencio… En realidad no es una buena noticia, en definitiva no lo es —un silencio mortal—. Esos… eh… aparatitos parecidos a micrófonos son cristales TLM en miniatura.

»Sí, ya sé… Por favor…, silencio… Gracias. Les parece raro que utilicen naves estelares, por rápidas que sean, conociendo la Traslación Levant-Meyer. Les provoca estupor.

»Tal vez el tiempo que lleva la travesía no significa nada para ellos. O quizá nunca hayan experimentado con cristales grandes. Quizá lo consideran una… una especie de rayo desintegrador temporal. El informe del doctor Sweeney señala que quizá carezcan de curiosidad científica. Esto no es necesariamente contradictorio con un nivel tecnológico elevado; podrían ser los hijos decadentes de una cultura más vigorosa, y emplean artefactos que les quedaron pero en realidad no comprenden.

»Esperemos que ésa sea la situación. Sería desagradable que invadieran nuestros planetas. La Tierra —revolvió con el dedo las tiras de papel de la pecera—. Como todos ustedes saben, el campo TLM puede ser desviado hasta en noventa grados por un campo magnético lo suficientemente potente. Modificar un traje MEM para que actúe como una gran magneto es sencillo. Teóricamente sencillo, al menos. Los ingenieros y bioingenieros empezarán a trabajar hoy en el proyecto.

»Necesitamos tener aquí una de esas criaturas para inspeccionarla. Tenemos que saber contra qué luchamos. Alguien tiene que ir en busca de una —se levantó y avanzó dos pasos, luego se apoyó de nuevo en la mesa—. La última vez que nos reunimos en esta sala dije que no pediría a nadie como voluntario para una misión suicida. Bien, esto no es exactamente… eso. Aun así, es la misión más peligrosa que se le ha pedido hasta ahora a un Domador.

»Lo que haremos es enviar un Domador a Achernar en un salto de 19 1/2 minutos. Suponiendo que los alienígenas aparezcan de nuevo, lo que tendrá que hacer es permanecer con ellos, cerca de ellos, hasta que venza el plazo. Luego agarrar a alguno. Aferrarlo y traerlo aquí.

»Obviamente los riesgos son muchos. No sabemos qué otras armas pueden tener esas criaturas —tomó la pecera y la agitó—. Aquí adentro tenemos los nombres de todos los Domadores disponibles, salvo las mujeres embarazadas. No es por caballerosidad; el campo magnético no será tan potente como para dañar a un adulto, pero no sabemos cómo podría afectar a un feto en desarrollo.

—Pronto —susurró Carol—, hazme un hijo.

—¿Aquí?

—Cualquiera de ustedes está calificado para esta misión —estaba diciendo Riley—. Para mi propia tranquilidad de conciencia, si no por otras razones, no quiero voluntarios. ¿Hay alguna objeción a este procedimiento?

—Sí, mi nombre en esa maldita pecera —murmuró Jacque.

Riley eligió a un Domador de la primera fila para que tomara un nombre de la pecera y se lo entregara.

Levantó los ojos.

—Wachal. Domadora Tres Carol Wachal.

Jacque acompañó a Carol a la fábrica Krupp de Denver, donde hacían los trajes MEM. Ella tenía que hacer una prueba final y practicar el empleo de algunos de los accesorios únicos del traje.

Era más amplio que un traje normal y tenía una superficie brillante e irregular, como el aluminio corrugado. El hombre que se lo enseñó era un español llamado Tueme. Jacque había pensado que era alemán. No tenía nada contra los alemanes, pero siempre parecían cruzársele en la vida en momentos de crisis.

—Probablemente no tenga que usar todas estas cosas —dijo Tueme—, pero es mejor que las pruebe y vea si está cómoda, por si acaso —pasó el dedo a lo largo de seis huevos metálicos adheridos a la pechera del traje—. Éstas son granadas de fragmentación de radio limitado. Cada una contiene miles de cristales afilados como agujas, bajo presión, de algún compuesto sulfuroso que se evapora en el aire. Destrozarán a cualquiera que esté en un radio de dos metros y medio de la explosión. Más allá de los dos metros y medio, los cristales se evaporarán y no harán daño. Explotan por contacto.

»Sugerimos que trate de permanecer fuera del radio fatal. Los cristales no le penetrarán el traje, por supuesto, pero podrían dañarle el equipo.

—No tiene holocámaras —dijo Carol.

—No. La cámara tendría que ir emplazada sobre un montante. La entorpecería. Hay dos cámaras bidimensionales, al frente y atrás.

»Dentro del casco hay un láser de diez megavatios que usted apuntará automáticamente. Hay pestañas en la pantalla del amplificador de imágenes. Simplemente mire al blanco y apriete con la lengua el botón que normalmente la pondría en contacto con la unidad del supervisor. Cada disparo dura un segundo, pero utilícelo con precaución. Extrae energía del generador del campo magnético, y la dejará temporalmente vulnerable.

»El otro botón linguar, que normalmente se conecta con los tubos de agua y alimentos, gatillará una poderosa inyección de paraanfetamina: esto le acelerará las reacciones musculares y le agudizará provisionalmente los sentidos. Pero también le afectará el juicio; le dará más confianza en sí misma quizá hasta el punto de la temeridad. Así que úselo sólo en caso de emergencia.

»Si aprieta el botón por segunda vez, le inyectará una dosis compensatoria de una sustancia sedante. Luego puede repetir la paraanfetamina si vuelve a necesitarla.

—¿No hay píldora de cianuro? —dijo Jacque.

—No, no hace falta.

—Es bueno saberlo.

—Si las criaturas la dominan y tratan de abrir el traje, la planta energética se recargará y estallará. Esto provocará una reacción de fusión del orden de un megatón.

—Entiendo —dijo Carol.

—Una precaución natural. Que sin embargo no debería ser necesaria. Usted tiene muchas defensas.

»Estos tres bulbos contienen un poderoso gas tranquilizante —eran cilindros redondeados, del tamaño de una lata de conservas, color amarillo, verde y rojo. La verde es diez veces más poderosa que la amarilla. La roja, diez veces más poderosa que la verde. Asegúrese de lanzarlas en el orden adecuado. El gas afectara a cualquier mamífero y muchas otras criaturas: el amarillo aturdiría y marearía a un humano; el verde lo dormiría. El rojo lo mataría.

»Simplemente apriete la válvula de arriba y arroje el bulbo. Se propaga muy rápidamente, y es efectivo hasta diez o veinte metros.

Enfundaron a Carol en el traje y la llevaron a un «terreno de pruebas» (un terreno desierto atrás de la fábrica Krupp, protegido por una cúpula) donde ella practicó una hora con blancos móviles. Luego Carol y Jacque cenaron tranquilamente en La Fondita y volaron de vuelta a Colorado Springs con el traje.

La cámara TLM de Colorado Springs nunca había estado tan atestada. Cuatro Domadores con trajes MEM, uno en cada cuadrante, agazapados detrás de láseres montados en trípodes. Otros cuatro empuñaban rifles con dardos tranquilizantes. A lo largo de las paredes se alineaban especialistas sentados detrás de bolsas de arena apiladas, con máscaras de oxigeno colgadas del cuello. Un rechoncho flotador monoplaza yacía sobre el cristal, y al lado Carol esperaba de pie en su traje reluciente.

Jacque esperaba sentado en las bolsas de arena. Cuarenta segundos después del salto de Carol, regresaba una misión de Groombridge: suicida voluntario con un nuevo puente. Jacque debía aferrar el puente y tratar de establecer contacto con el alienígena que capturaría Carol.

Si regresaba. Jacque había pasado dos días en elevadores de ánimo, una prescripción para exorcizar negros presentimientos. Se sentía vagamente culpable de no poder preocuparse por Carol más de unos pocos minutos consecutivos.

(Le habían enviado al médico principal después que él había estallado ante la gente de Planeamiento. Había ido al despacho para proponerles que buscaran entre los voluntarios del Proyecto Thanos un suicida física y mentalmente capaz de realizar el trabajo de Carol. Dijeron que lo habían intentado, pero no habían encontrado ninguna persona adecuada. Él expresó enfáticamente su incredulidad).

Arnold Bates estaba en la silla principal de la sala de control. John Riley estaba al fondo.

—Tomen posiciones —dijo Bates.

Carol levantó el flotador y lo sostuvo encima de la cabeza. Se mantuvo en el centro del cristal TLM y el cilindro de plástico descendió.

Un minuto después el cilindro se elevó nuevamente.

—Prepárese, Lefavre.