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Bola de cristal I

Nadie vivo en 2051 entenderá jamás el puente de Groombridge.

La verdad fue deducida en 2213 por una mujer que resultó ser la sobrina tataratataratataranieta de Jacque Lefavre (no era una gran coincidencia: por lo menos la mitad del planeta guardaba algún parentesco con él). El nombre de ella era difícil de traducir, pues su lengua era parcialmente telepática, pero era algo así como: «Nube Quieta Pero Cambiante: Antropóloga».

Nube Quieta estaba investigando unas ruinas poco espectaculares en un planeta de Antares, vestigios de una raza extinguida, no humanoide, que había sido estudiada profusamente en la generación anterior. Estas ruinas acababan de ser descubiertas, pero Nube Quieta las estudió años sin realizar hallazgos significativos.

Esta raza adoraba una fea criatura cuyo nombre podemos traducir por Dios, que presuntamente vivía dentro del planeta. Un rasgo curioso de la religión de estas gentes era que creían que todo planeta habitado tenía su propio Dios, aunque la raza no realizaba viajes espaciales. Nube Quieta no pudo descubrir en ninguna parte que tuvieran alguna evidencia concreta de la existencia de la vida en otros mundos; era simplemente un artículo de fe.

Sin embargo, Nube Quieta descubrió un palacio que pertenecía al caudillo religioso más alto del planeta. Bajo el palacio había un laberíntico sistema de túneles, y uno de ellos conducía a una cámara o aposento que después de doscientos cincuenta mil años de abandono aún relucía lujosamente: el habitáculo de Dios.

Lo que ella y otros investigadores habían tomado como un mito y una metáfora era un hecho real: el Dios de esa raza era una criatura inmortal y omnipotente que había descendido del cielo para vivir bajo tierra y guiar todas las vidas y los destinos. Era el representante de una raza que en un tiempo había gobernado este rincón de la galaxia con una autoridad benévola pero absoluta.

En el aposento había una máquina que funcionaba como biblioteca. Aún estaba en buenas condiciones; los inmortales construyen cosas perdurables. En ella había una referencia a la estrella que los humanos llamaban Groombridge 1618, y a las criaturas telepáticas que vivían allí.

Estos inmortales habían creado el puente de Groombridge para su propia diversión. Les servía para marcar los puntos en un juego de décadas de duración que implicaba la conjunción precisa de estados emocionales. El planeta Groombridge había sido sometido a una especie de geoformación al revés: le habían simplificado la ecología para que la fauna aborigen no interfiriera en el juego.

Los científicos humanos pecaron de provincianos al clasificar al puente de Groombridge como una criatura fisiológicamente simple. En realidad es el organismo más complejo que jamás se haya estudiado, más complejo que los científicos que tienen que diseccionarlo por control remoto.

Su forma verdadera nunca será percibida directamente por los humanos. Pues los sentidos humanos están limitados a tres dimensiones espaciales y la flecha unidireccional del tiempo. La criatura nudibranquiforme y palpitante que enseñó a los humanos a leer las mentes es pura ilusión, la proyección simplificada de un objeto tetradimensional en un mundo tridimensional. Del mismo modo, la proyección de un diccionario sin abreviar en dos dimensiones —su sombra— es idéntica al rectángulo gris proyectado por un papel en blanco, y no basta para sugerir la complejidad del objeto.

Cuando esta raza de Dioses decidió su autodestrucción, no se molestó en hacer antes una limpieza. De modo que el tablero de juegos de Groombridge quedó para desconcertar a razas futuras y más simples.

Hacía doscientos milenios que el planeta que estudió Nube Quieta estaba frío y muerto cuando los Dioses regresaron a su mundo nativo para morir. Su mundo nativo estaba a dos mil años-luz, distancia que recorrieron instantáneamente por una concentración de voluntad.

En la época de Jacque Lefavre, todo cuanto quedaba del mundo nativo de los Dioses era una fuente radial no térmica que se expandía rápidamente, llamada el círculo de Cygnus.

El resplandor que les había aniquilado, había permitido a los hombres de Neanderthal cazar de noche durante varios meses.