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Autobiografía 2051

(De: Mensajero de paz: los diarios de Jacque Lefavre, ©Nebulae TFX 2131).

15 de septiembre de 2051.

Hace dos semanas que no hago ninguna anotación, he estado ocupado. Trataré de consignarlo todo.

Cygni B 61 es un lugar interesante, más templado que la Tierra, casi todo bosques y océano. Gus y yo nos trasladamos en mangas de camisa, con un flotador de dos plazas, Gus con la caja negra. Considerando lo apacible que es el planeta, no pudimos aterrizar en una situación peor.

Aparecimos a un metro de una superficie oceánica, y de inmediato nos barrió una ola enorme. Soplaba una tormenta. Los dos logramos aferrarnos al flotador que se hamacaba en la espuma, pero subir a bordo nos llevó una eternidad. Como tratar de subir a una canoa volcada.

Finalmente pude abordarlo y me sujeté. Luego ayudé a Gus; una vez que se acomodó en el asiento levanté el parabrisas y partimos. Quería elevarme encima de la tormenta antes de conectar el rayo direccional. Necesité mucho tiempo porque los vientos eran poderosos e imprevisibles, pero al fin salimos a la luz del sol y conectamos el rayo a unos 800 kilómetros (supimos luego) de Base Estelar.

Viajamos casi cuatro horas. Sólo había salido un sol, y el frío nos calaba los huesos. Ocasionalmente sobrevolamos islas (incluyendo un atolón perfectamente redondo), pero por lo demás no había mucho para ver.

Base Estelar está a poco más de un kilómetro de la costa, a orillas de un río ancho y lento, rodeado por una especie de pinar. Casi todos los edificios están hechos de troncos y las calles son de conchillas trituradas. Un lugar ordenado y silencioso salvo por los niños, que se cuentan por miles. Pero aterrizamos a primera hora de la tarde, y a esa hora casi todos los pequeños hacían la siesta.

Descendimos en una plaza pequeña en medio de la ciudad, donde había dos personas jugando a algo parecido a los bolos. No parecieron sorprendidas de vernos, y nos indicaron el cuartel general de la ADE. Era una pequeña cabina en el otro lado de la plaza, pero el administrador no estaba (almuerzo y siesta en casa). Sin embargo, nos había dejado una nota clavada en la puerta, diciéndonos dónde estaban nuestras compañeras.

La pareja de la plaza nos envió en direcciones opuestas: a Gus a una mujer llamada Hester y a mí a Ellen. Tratamos de no demostrar un apresuramiento indecoroso.

Ellen estaba esperándome con una infusión de hierbas y la desconcertante novedad de que estaba algo fuera de horario. De acuerdo con su chequeo matinal, tendríamos que esperar por lo menos ocho horas.

Bebimos el té y hablamos un rato. Ellen se dedicaba a atmósferas planetarias, y se especializaba en control climático terciario (así podía conseguir un trabajo en la Tierra si se cansaba de ser Domadora). Éste sería el cuarto y último niño; la ADE se lo dejaba tener en Cygni B 61 para que ella pudiera intervenir en la crianza de su hija mayor.

No podía pronunciar el apellido de Ellen, que era africano y tenía un extraño «clic» en el medio (el abuelo era un negro norteamericano, descendiente de esclavos, que luchó en la segunda revolución).

Era inteligente y atractiva, y en otras circunstancias yo habría disfrutado mucho de su compañía. Ella advirtió mi agitación, sin embargo, y me sugirió que diera una vuelta por Base Estelar: que contemplara el paisaje y regresara al anochecer.

Se supone que las píldoras que nos dan antes de una misión de fecundación aumentan la producción de esperma y la movilidad, pero como efecto lateral producen un poderoso y tenaz estado de erección. De modo que estar solo con una mujer hermosa a la que no se puede tocar resulta bastante enervante.

Vagabundeé por la ciudad unas horas, el tiempo suficiente para verlo todo. En un campo de juegos vi una niñita negra de unos seis años que quizá era la hija de Ellen. Me pregunté si habían inventado términos para parentescos tales como «el hombre que es el padre de mi hermano pero con quien no tengo ninguna otra relación». Padrastro parece inadecuado.

Fuera de la ciudad inspeccioné la fábrica y el aserradero, luego pedí prestado un bote para remar por el río. Fui al aserradero y ayudé a una mujer a derribar un árbol enorme. Cada minuto que pasaba en el planeta costaba a la ADE más de diez dólares; al menos podía retribuírselos trabajando un poco.

Al caer la tarde volví a la ciudad. En esta época del año, nunca oscurecía del todo, porque Cygni A salía cuando se ponía B. No daba mucho calor, pero brillaba bastante más que una luna llena.

Encontré la única taberna del planeta, un salón pequeño contiguo al comedor de los adultos. Estaba casi lleno, con cinco clientes. Uno de ellos era Gus.

Había cumplido con su misión, por supuesto. Hester estaba en el río cuidando unas ollas con cangrejos, iban a verse de nuevo en el bar para la fiesta de la noche (cuando todos vendrían a vernos desaparecer). Empecé a hablarle acerca de mis problemas con Ellen, pero dijo que ya lo sabía. Lo sabía toda la ciudad.

Lo único que había para beber era una cerveza amarga y fuerte que servían con hielo, aromatizada con jugo de frutas. Si se bebe con rapidez y se tiene el cuidado de no olerla, se parece a la Berlinerweiss. Empezamos a hablar de ese tema, en alemán, como parecía natural, y seguimos hablando en alemán cuando la conversación giró en torno de las mujeres, especialmente las cuatro que ahora nos acompañaban en el bar. Y eso fue lo que inició el problema.

El alemán no era más que mi última tabla de salvación. No me he sentido tan nervioso desde mis épocas de escolar, con esa incomodidad física, esa ansiedad por mirar el reloj, con las drogas acelerándome las hormonas…, y comparando mi estado miserable con la obvia tranquilidad de Gus. Y sospechando que yo era objeto de ciertas especulaciones groseras por parte de la población adulta del planeta, femenina en un noventa por ciento.

Gus tiene esa irritante costumbre germánica de corregir constantemente los errores gramaticales cuando uno trata de hablar, murmurándote las formas correctas en voz baja. Me hacía perder los estribos; en medio de una oración complicada utilicé el modo que no correspondía y puse la preposición subordinante en cualquier parte, con errores de declinación.

Gus se echó a reír.

Le di un puñetazo.

Quedó más sorprendido que lastimado. Le golpeé en el hombro, no muy fuerte, pero ninguno de los dos estaba acostumbrado a tres cuartos de gravedad y el golpe bastó para tumbarle de la silla. Sus reflejos de Domador actuaron de inmediato; se libró de la silla, aterrizó como un felino y se incorporó de un salto.

Me levanté de la silla para ayudarlo, pues la furia se me había ido tan pronto como había venido. Me miró con perplejidad y explicó que no se reía de mi alemán, que no era malo considerando la falta de práctica, sino del retruécano inconsciente que había hecho con el verbo schiessen. Le pedí disculpas, me reí de la broma y traté de explicarle mi estado mental. Dijo que me entendía perfectamente, pero se mantuvo distante. Me pregunté qué pondría en el informe.

Con una hora de anticipación, Ellen se acercó a la puerta de la taberna y me llamó con una seña. Regresamos a su cabina. Demostró ser una amante tierna y simpática. Mi actuación, por lo demás, resultó notoria de una manera inquietante, pero ella estaba acostumbrada. Dijo que tendríamos que encontrarnos un día, en circunstancias más convencionales.

Y observó nostálgicamente que dos de sus tres amantes previos no habían sobrevivido el tiempo necesario para llegar a las citas.

Nuestra fiesta de despedida fue muy pintoresca, pero era algo extraño estar en una reunión casi exclusivamente integrada por mujeres embarazadas (los siete hombres destacados allí lucían todos brazaletes de vasectomía y una expresión de agotamiento). Los «cangrejos» hervidos —si puede llamarse cangrejo a un bicho de doce patas— eran exóticos y deliciosos, algo tan extraño para los nativos como para Gus y para mí. Los niños los comen constantemente, pero los adultos deben limitar estrictamente el consumo de proteínas extraterrestres. De lo contrario la xenastenia producida por el efecto catapulta puede ser fatal.

A la hora acordada volvimos a Colorado Springs. Tras una corta sesión nos separamos.

En mi buzón encontré una nota de Carol anunciándome que había alquilado un chalet en Nassau por un par de semanas y diciéndome que la llamara si no quería acompañarla; se buscaría otro compañero.

A la hora siguiente había un vuelo de Denver a Miami. Logré alcanzarlo, y luego alquilé un flotador viejo para llegar a Nassau. Había telefoneado desde Miami, de modo que ella me esperaba en el helipuerto de Isla Paraíso.

Los Domadores no ganan lo suficiente para permanecer en Isla Paraíso, ni por aproximación. Tomamos un rickshaw hasta la propiedad que ella había alquilado en Nassau.

Hacía tiempo que yo no iba a un lugar más extranjero que Denver, al menos en la Tierra. Nassau estaba llena de paisajes, sonidos y olores extraños, y estaba atestada. Dios, claro que estaba atestada. Medio millón de personas en una diminuta mota de tierra.

Soy tan cínico como cualquier otro Domador en cuanto a la inflada retórica que la ADE utiliza para justificar su programa de colonización. Cualquiera que posea un conocimiento mínimo de macroeconomía conoce la verdadera historia. Pero la comparación entre esta isla superpoblada y lo que había dejado hacía unas horas era inevitable. Quizá sobrevengan nuevas calamidades; quizá esta vez sea la última. Una persona apresurada en un puesto clave y la Tierra podría ser una ceniza estéril en segundos, aunque ya hace más o menos un siglo que sufrimos esa amenaza.

De todos modos, me alegraba que hubiera tantos niños allá arriba en el cielo. Y era reconfortante saber que uno de ellos sería una parte de mí.

Cuando entramos en el chalet, Carol me preguntó si había logrado «llevar la simiente». Le dije que en realidad había sido a la inversa, y ofrecí una demostración. Los efectos de la última píldora aún no se habían disipado del todo, y todavía me quedaban dos. A Carol le pareció interesante.

Dos días más tarde estaba tan agotado que ella tuvo que ir a nadar sin mí. Mark Twain escribió alguna vez que no existía la mujer incapaz de derrotar a diez hombres cualesquiera en el campo de batalla definitivo de la guerra entre los sexos. Cuando lo leí por primera vez pensé que exageraba. (Y probablemente habría enviado a los siete cautivos de Base Estelar).

Hicimos otras cosas durante nuestra permanencia en las islas: fuimos a un festival, navegamos en un antiguo velero, nadamos y buceamos todo el tiempo. Nos bronceamos, descansamos y leímos buenos libros. Escribiré más mañana por la mañana. Ya no puedo postergar más los informes.

Me alegró saber que el doctor Jameson vivía. Vivian dice que él declara que fue el puente quien le obligó a hacerlo. Tal vez esté entre esta pila de papeles.