De THEODORE LASKY:
Sermones científicos. 2071, Broome Syndicate.
Reimpreso de The Washington Post-Times-Herald-Star-News.
16 de septiembre de 2071
«Geoformar» es un verbo transitivo, un neologismo poco elegante que significa, como es obvio, «transformar en (algo que tenga ciertas cualidades de la) Tierra».
El primer planeta que se geoformó fue la Tierra misma.
Considérese: los hombres no pueden destruir la ecología de un planeta, no con bombas de hidrógeno, ni con botellas sin devolución (¿las recuerdan?). Todo cuanto pueden hacer es alterarla. Hasta un planeta que sea una bola radiactiva, sin rasgos peculiares, tiene ecología, aunque no muy compleja.
Los hombres empezaron a geoformar la Tierra a mediados del siglo veinte. Lamentablemente, buena parte del trabajo inicial fue emprendido por gentes que no vislumbraron que la Tierra era un conjunto cerrado de sistemas mutuamente interrelacionados. Solían desplazarse en vehículos alimentados con petróleo, recogiendo latas (que se empeñaban en oxidarse y regresar al suelo). Luego llevaban las latas a un lugar de reprocesamiento que en definitiva quemaba carbón para fundir las latas para hacer más latas. En el proceso consumieron las muy escasas reservas de combustibles fósiles, e incidentalmente dieron a Nueva Jersey los crepúsculos más espectaculares de esta zona del sistema solar.
De modo más general, el problema era que para modificar algo hay que aplicar energía. Y la extracción de energía de cualquier parte de la Tierra —sea carbón, uranio o una cascada— afectará la ecología de la Tierra. De modo que también hay que modificar eso. Y así sucesivamente.
La solución obvia era extraer energía de alguna otra parte. El Sol derrocha el 99.9999% de su energía tratando de calentar espacio vacío. Así que finalmente lanzaron un par de satélites con grandes espejos que transformaban la luz solar en electricidad. La electricidad hacía funcionar grandes láseres, también en órbita, que transmitían la energía a receptáculos instalados en la Tierra.
A partir de ese momento las cosas se complicaron, pero baste decir que de todos modos hubo energía en abundancia y extremadamente barata que podía obtenerse sin perjudicar el medio.
Los desiertos se volvieron fértiles. Lamentablemente, la naturaleza es perversa en este sentido, y si se fertiliza un desierto algunos terrenos óptimos se transformarán a su vez en nuevos desiertos. Qué diablos, lanzad otro satélite. Se necesitó unos cuantos satélites, pero con el tiempo el mundo entero se cubrió de hierba verde y espigas gráciles, y el aire más dulce de esta zona del paraíso terrenal.
Que este paraíso orgánico e incontaminado estuviera preservado precariamente por los varios millones de megavatios de energía en bruto que el cielo irradiaba segundo a segundo era una preocupación que sólo afectaba a un puñado de científicos y técnicos que fumaban demasiado y se peleaban con sus esposas.
Once billones de personas vivían vidas bastante cómodas gracias a estos megavatios. Pero los teóricos estimaban que si fallaba la energía, al cabo de un año sobrevivirían menos de uno de cada diez. Y era improbable que los supervivientes fueran muy civilizados.
Parecía que la geoformación podía ofrecer una especie de seguridad contra este probable desastre: una segunda Tierra, una colonia independiente en otro planeta. Luego la humanidad podría seguir adelante aunque la Tierra estuviera arruinada.
Con este propósito se realizó una geoformación limitada en la Luna, donde techaron el cráter Aristarco y lo llenaron de aire, agua, cereales y animales de granja, Pero era un proyecto demasiado caro de mantener, de modo que lo abandonaron a los pocos años.
La humanidad pudo haber seguido eternamente —fuera cual fuese la duración de esta eternidad— en este estado de gracia artificial, sin geoformar ningún planeta más que la Tierra. Pero hace exactamente cuarenta años nuestro universo cambió, gracias a un rayo azaroso que cayó en un laboratorio de los alrededores de College Park, Maryland…