El primer mundo de Jacque Lefavre fue el segundo planeta de Groombridge 1618. No era un lugar especialmente prometedor; los planetas de las estrellas pequeñas rara vez son provechosos. Allí no se habrían molestado en desperdiciar un equipo experimentado.
Tania Jeeves estaba ayudando a Jacque a ajustar el detector biométrico del traje.
—Diez a uno que es pura roca. Ya veremos si roca fría o caliente.
Los cinco estaban de pie en la sala preparatoria de Colorado Springs, sorbiendo una última taza de café mientras se ponían los trajes y realizaban los chequeos finales. Vivirían en esos trajes durante los ocho días siguientes.
—¿Entonces no piensas que encontraremos algo interesante? —dijo Carol Wachal—. ¿Es sólo un costoso ejercicio de entrenamiento?
—Bien, siempre es interesante. No hay dos iguales, ni siquiera las rocas.
—¿Pero no crees que encontremos nada con vida? —dijo Jacque.
Tania se encogió de hombros y cerró la tapa del detector.
—Yo no esperaría un Howard Johnson. Tal vez fósiles, tal vez alguna especie resistente, como los nódulos marcianos.
En el extremo de la sala se abrió una puerta y un técnico se asomó.
—Diez minutos —dijo—. Después del próximo ingreso.
La puerta daba a la zona de adaptación, donde les esterilizarían los trajes. Una vez limpios, entrarían en la cámara de vacío donde estaba el cristal TLM.
—A prepararse —dijo Tania. Se quitó la túnica por encima de la cabeza y la arrojó a un gabinete. Los otros hicieron lo mismo.
Jacque notó que Ch’ing eludía discretamente mirar en forma directa a los integrantes femeninos del equipo. Jacque carecía de esa gracia especial, pero al menos tuvo la cortesía de examinar a cada mujer con idéntico interés. Carol le devolvió la mirada y añadió un guiño desaprensivo.
Los cinco estaban en excelentes condiciones físicas y eran atractivos pese a ser lampiños y de músculos abultados. Tania tenía unas marcas tenues y estrechas por haber dado a luz seis veces en tres planetas diferentes, y delgadas cicatrices de cirugía cosmética bajo cada pecho. Pero eran señas profesionales y no disminuían su belleza.
Por un acto reflejo de vanidad, Jacque se ubicó de tal modo que las mujeres no pudieran verle la espalda. Era como si alguien le hubiera hecho una muesca… con un hacha. Doce años antes, cuatro hombres le habían perseguido por un callejón y le habían aplastado contra el suelo mientras un quinto le buscaba los riñones con una navaja. Evidentemente era por pura diversión, pues ya le habían quitado la cartera. Jacque y su padre regresaron a Europa en cuanto él salió del hospital.
El traje, o «módulo de exploración múltiple», era una máquina vagamente antropomorfa que podía conservar con vida a una persona resistente durante todo un mes en medio de un horno ardiente o un lago de oxígeno líquido. Dentro de él, uno podía atravesar un huracán sin ser arrastrado, recorrer el fondo de un océano sin ser aplastado, o recoger un gatito sin hacerle ningún daño.
Tenía varios accesorios que aparentemente no eran armas. Con ellos y con la ayuda del circuito de amplificación de potencia del traje, uno podía: transformar una barra de acero en un bizcocho; reducir una ciudad a escombros; recorrer en una semana el ecuador de un mundo pequeño. Pero rascarse la nariz costaba cinco minutos de contorsiones, y otras zonas anatómicas eran simplemente inaccesibles.
Uno aprendía a convivir con él.
Los trajes eran carísimos y bastante difíciles de manejar. Para mundos donde las condiciones se conocían de antemano había atuendos más sencillos. Pero al primer equipo de Domadores de un planeta convenía pertrecharlo de esta manera, pues la única alternativa era enviar antes una sonda no tripulada. Y el mayor gasto en una Traslación Levant-Meyer era la energía, que era la misma tanto si se transportaba un equipo totalmente pertrechado como una sonda pequeña. O una lata de cerveza oxidada, llegado el caso.
Los que eran tímidos o aprensivos nunca aprendían a manejar un traje MEM, que se transformaba en parte íntima de uno mismo y lo incorporaba todo. Afortunadamente, los que superaban los tests y el entrenamiento que les capacitaba como Domadores, por cierto que no podían ser aprensivos. Y era improbable que la timidez fuera un rasgo dominante en su carácter.
Acomodarse dentro de ese traje rígido era una operación similar a la que un caballero medieval afrontaba para introducirse en la armadura. Desde una plataforma en la cintura uno descendía a la mitad inferior. Mientras uno tenía los brazos libres, conectaba los sensores abdominales y femorales y los canales de evacuación. Luego una grúa bajaba la mitad superior del traje mientras uno alzaba los brazos para que se deslizaran cómodamente dentro de los del traje. (De ahí la dificultad para rascarse la nariz. Adentro del traje apenas había lugar para girar y ladearse, y liberar una mano sin dislocarse el hombro. Pero requería tiempo y determinación). Un mecanismo automático unía herméticamente la mitad superior y la inferior. Con la lengua y la barbilla uno encendía la radio y los circuitos ópticos… y ya estaba preparado.
Jacque encendió la radio.
—Nunca he estado una semana en una de estas cosas —dijo—. Después de unos días debe oler bastante mal.
—Para algunos, sí —dijo Tania—. Todo depende de tu cabeza.
Precisamente, pensó Jacque, tengo la nariz en la cabeza. Experimentó con el amplificador de imágenes, pasándolo del infrarrojo al ultravioleta y viceversa. No había mayor diferencia en esa sala indirectamente iluminada; los colores pastel simplemente variaban de tono.
—Bien —dijo Ch’ing—. ¿Vamos…?
La puerta se abrió y cuatro figuras de traje entraron en la sala, desplazándose con toda soltura. Recién llegados de Dios-sabía-donde, los trajes tenían una pátina de polvo azul pálido. Un escalofrío recorrió la médula de Jacque y se le erizó el cabello, una sensación que él había reprimido en los últimos seis años, sabiendo que ni siquiera un candidato entre veinte servía para Domador.
Iba a salir de la Tierra. Aunque viajara a una losa de granito frío y sin aire, iría a un lugar nunca visto por otros seres humanos.
—Vamos —siguieron a Tania hasta la sala de esterilización, un cubículo donde las paredes, el suelo y el cielorraso eran espejos. Cada medio metro había un delgado tubo de radiaciones ultravioleta-a-gamma—. Separaos bien. Por lo menos un metro entre el brazo extendido y la persona más próxima.
Los reflejos de los cinco saltaban de un lado al otro, multiplicándolos en un vasto ejército que se extendía hasta el horizonte en todas las direcciones. La puerta se cerró y un aparato de bombeo jadeó sorbiendo el aire de la cámara.
—Apagad los ojos —la sensación de estar en medio de una numerosa multitud fue reemplazada por la claustrofobia: encerrados dentro de un espacioso ataúd—. «Jesús —pensó Jacque—, ¿cuánto tiempo se podrá conservar la cordura si fallan los circuitos ópticos?».
—Listo —encendieron nuevamente los ojos y siguieron a Tania a la cámara TLM. Dos técnicos les observaron entrar desde el otro lado de un cristal. La luz de la ventana era la única en la sala, pero resultaba suficiente para mostrarles el camino hacia el cristal. Cuatro minutos, diez segundos.
El cristal era un círculo gris y transparente de 120 centímetros de diámetro. Tania se instaló cerca del borde.
—Carol, puedes venir abajo conmigo. Luego Ch’ing y Vivian, y Jacque encima de todos —aquí toda similitud entre los trajes MEM y las antiguas armaduras desaparecía. Tania y Carol se colocaron frente a frente en medio del círculo y los otros dos treparon para ponérseles de pie sobre los hombros. Luego Jacque se encaramó sobre todos ellos para ser el Rey de la Montaña. Los estabilizadores giroscópicos que ceñían las cinturas de los trajes impedían que la frágil pirámide se derrumbara.
Un brillante cilindro amarillo de plástico traslúcido descendió sobre ellos Era sólo una guía para indicarles el límite del campo TLM; mientras se mantuvieran a un par de centímetros del plástico estaban seguros. Todo lo que no estuviera dentro del campo cuando empezara a circular la corriente simplemente quedaría atrás. No era necesario que fuera un brazo o una pierna; un pequeño fragmento del traje era más que suficiente.
—Noventa segundos —nadie dijo nada—. Treinta segundos.
—¿Caliente o frío? —dijo Vivian—. ¿Alguien quiere apostar?
—Te apuesto un dólar a que es como la Tierra —dijo Carol—. Pero tendrás que darme mil a uno. Diez mil.
—Sí —dijo Jacque—. La biosfera debe ser delgada como una cáscara de…