Nunca he usado una fonoimpresora pero en general conozco el funcionamiento. Hay que, maldita sea, hay que apretar el botón de signos de puntuación y decir punto… Ahí está. Coma… Funciona, qué tal. Ahora el botón de punto y aparte.
Mi nombre es Jacque, se enciende la luz de deletreo, Jacque Lefavre. Si fuera una máquina francesa probablemente habría escrito «Jacques» y se acabó, pero no, está bien como aparece arriba, sin la ese final.
Esto es para los archivos, quiero decir ARCHIVOS maldita sea Hay que apretar mayúsculas y soltar el botón antes de decir la palabra. Empiezo de nuevo.
Esto es para los Archivos de la Agencia de Desarrollo Extraterrestre. Análisis motivacional y examen de evaluación de capacidades. Altamente confidencial, de modo que aparta las narices de ahí.
Empezar por el principio, decía mi profesor de composición de primer año, y nunca pude comprender si era una frase profunda o estúpida. Pero de acuerdo, por el principio. Fui concebido en la primavera de 2024. Pasaremos por alto los dieciocho años siguientes.
Pero tengo que decir algo acerca de mi padre porque eso es importante. Y si lo que dicen es cierto, que nadie leerá esto en veinte años, quizá la gente ya haya olvidado lo que hizo (de nuevo la luz de deletreo, qué idioma estúpido).
El momento brillante de mi padre —Robert Lefavre— fue la conferencia que dio en el congreso de 2034 de la Sociedad Norteamericana de Física. Se titulaba: «La Traslación Levant-Meyer: la física como expresión de deseos». Vale la pena hojearla, es muy convincente. Fue bien recibida. Pero al mes siguiente, Meyer envió un ratón y una cámara a Früger 60 y regresaron llenos de vida y de películas, respectivamente. Vía TLM.
Así que en un día mi padre fue degradado de candidato al Nobel a nota a pie de página.
Aunque yo era pequeño, pude advertir que eso le afectó muchísimo. Algo se quebró en él. Ahora, retrospectivamente, le compadezco. Pero era un hombre arruinado, y yo sentí una gran decepción y le traté con desprecio y hostilidad.
La ortografía de esta máquina le deja a uno atónito. Yo sería incapaz de escribir sin errores aunque en ello me fuera la vida. Si sólo pudieran programarla para que ponga el punto y coma cuando corresponde…
Eso en cuanto al análisis motivacional, creo que mi primera razón para hacerme Domador fue herir a mi padre.
Después que se demostró que su tesis anti-TLM era errónea, papá pidió licencia en el Instituto Fermi y nunca regresó. Tal vez le pidieron que no volviese, pero lo dudo. Creo que le fastidiaba tener que empezar a trabajar con aplicaciones de la Traslación Levant-Meyer, como todos los demás en el Instituto. Después de pasar seis años tratando de demostrar que no existía nada parecido a la TLM, que el singular accidente sufrido por el doctor Levant no tenía ninguna relación con la transmisión de la materia y podía ser explicado en términos de la termodinámica convencional.
Así que abandonamos la hermosa casa de Manhattan y nos trasladamos al norte, lejos del Instituto Fermi y el seminario semanal de Columbia, a una pequeña universidad donde papá se convirtió en un tercio del departamento de física.
Detestaba ese trabajo, pero le dejaba bastante tiempo libre. Pasaba las mañanas y los atardeceres encerrado en el laboratorio, olvidado de nosotros, tratando de descubrir en qué había fallado su demostración termodinámica. Mamá se fue en menos de un año, y yo me fui en cuanto tuve edad suficiente para presentarme al examen de Domador.
Cumplí diecinueve años tres días después de acabar con el gimnasio (nos habíamos trasladado a Suiza en 2042) y esa mañana fui el primero en la fila de la oficina de empleos de la ADE en el centro de Ginebra. Los test duraron dos días, y, por supuesto, aprobé.
Fui a casa y le dije a papá que me habían aceptado, y él se opuso rotundamente. Fue lo último que me dijo. No volví a verle la cara hasta su funeral, nueve años más tarde.
La opinión de papá era la más difundida (entonces): que habíamos ido demasiado lejos, demasiado rápido. Había pasado menos de un siglo entre el primer satélite no tripulado y el viaje interestelar vía TLM. Aún no habíamos terminado de hacer una limpieza después de la revolución industrial, alegaba, y ya estábamos proyectando exportar la suciedad al resto de la Galaxia. Y la guerra y etcétera. Primero teníamos que crecer, someter la TLM a una moratoria hasta que la raza estuviera filosóficamente madura para aprovechar esa inmensa oportunidad.
Quién iba a decidir cuándo habíamos alcanzado esa madurez, no me lo dijo. Gente como él, presumiblemente.
Así que di un portazo dejándole encerrado con su silencio y fui a la Academia de la ADE en Colorado Springs.
(Releyendo lo anterior, noto que da una visión bastante parcial de mis motivos para ingresar en la ADE. Aunque la posición extrema de mi padre en la facción contraria fue muy importante, especialmente para impedirme dejar la Academia cuando la situación se volvió engorrosa, probablemente habría tratado de ingresar absolutamente al margen de lo que opinara mi familia. La profesión parecía romántica e interesante, y fascinaba a toda mi generación).
En cuanto a «evaluación de capacidades», mis aptitudes no son de las más brillantes. Necesité seis años para licenciarme en la Academia (en esos días mucha gente lo hacía en cuatro), aunque no tuve problemas con el curso ni el entrenamiento físico. En mi informe semestral siempre figuraba: «inestabilidad psíquica».
Con los años se ha relegado un poco este aspecto. Pero cuando yo estaba en la Academia había una cualidad que se valoraba más que ninguna otra en la gente que formaba los equipos de Domadores: un glacial dominio de uno mismo. Las personas capaces de enfrentarse a una muerte segura arqueando ligeramente las cejas.
Los resultados nunca eran perfectos, porque también se buscaban cualidades como la imaginación y la flexibilidad, muy raras en los robots. Pero tuve que admitir que todos mis compañeros de curso parecían tener bastante más aplomo que yo. Ante todo, me costaba muchísimo dominar el temperamento. Me sometieron al psicoanálisis y a la terapia situacional, y hasta me hicieron estudiar budismo y taoísmo. Pero después me ponían a prueba en las situaciones más inaguantables, y siempre terminaban por aplazar mi licenciatura.
Por ejemplo, les gustaba valerse de impostores. Una vez tuve un nuevo compañero de cuarto que resultó haber sido actor, y que se pasó un semestre entero perfeccionando su papel. Me pedía cosas prestadas y no me las devolvía nunca, emitía opiniones insidiosas sin dignarse discutirlas, rehusaba desdeñosamente estudiar y siempre obtenía notas altas. Esto, sumado a toda una galaxia de pequeñas molestias. Y luego, en medio de la semana de estudios previa a los exámenes finales del semestre, irrumpió en nuestra habitación anunciando que acababa de conquistar a mi amante. Y le había revelado ciertas cosas. Cosas que sólo se comentan entre hombres, confiando en la mutua discreción.
Espero que la ADE le haya curado la nariz y arreglado la rótula. Le dejé sangrando y salí a caminar por la nieve, temiendo que realmente le mataría si me quedaba en el cuarto. Di vueltas hasta que se me amorataron los dedos, luego volví y en vez de mi compañero de cuarto encontré una nota de mi consejero psicológico.
Pero los dos años extra me fueron útiles más tarde. Cursé una gran cantidad de asignaturas técnicas optativas, y cosas como tectónica elemental y cinemática atmosférica me vinieron bien en el campo de la geoformación práctica. Con un conocimiento amplio y general de las ciencias físicas y biológicas, siempre tuve más misiones de explorar de las que me correspondían. El primer equipo de Domadores que viaja a un planeta tiene que llevar un par de expertos en generalidades que ayuden a decidir qué clase de especialistas harán los viajes subsiguientes. Y es mucho más divertido vagabundear por un planeta inexplorado que ir a geoformarlo con picos y palas. Al menos eso me parece a mí.
El estudio de las filosofías orientales no me mejoró, como esperaban los del departamento de psicología. Pero el taoísmo me salvó el pellejo de un modo muy directo en lo que después supe que era mi último examen situacional, donde me jugaba la carrera. También intervino un actor.
Mi profesor de taoísmo era un amable anciano llamado Wu, lleno de humor y paciencia. En las vacaciones de verano estuve en Alemania, y no planeaba ponerme a estudiar en serio, pero por respeto a mi profesor accedí a continuar leyendo el I Ching. Aunque personalmente, la sabiduría del libro no me parecía mucho más profunda que los cromos que vienen dentro de los pastelitos de la suerte.
De modo que cada mañana me dedicaba a la contemplación y la plegaria, tratando de no sentirme ridículo, y luego formulaba al I Ching una pregunta general sobre lo que me esperaba ese día. Después arrojaba las monedas, buscaba el comentario indicado y lo memorizaba para poder recordarlo varias veces durante el día.
Ni siquiera me acuerdo de la pregunta que formulé esa mañana antes del examen definitivo. Pero nunca olvidaré el comentario:
Aquí se insinúa un hombre fuerte. Es verdad que no encaja en el medio, pues es demasiado brusco y presta muy poca atención a las formas. Pero es de carácter firme, tiene reacciones (apropiadas)…
Me pareció extrañamente adecuado, y vagabundeé todo el día tratando de no ser brusco y comportarme apropiadamente. Esa noche, como todas las noches desde mi llegada a Heidelberg, fui a un bar tranquilo y barato en la misma calle del hotel, para leer y relajarme después de las contemplaciones del día.
Un borracho belicoso insultaba a la camarera por no atenderle. Observé un rato la discusión, pensé que a ese energúmeno una dosis de I Ching le vendría mejor que otro trago, y seguí leyendo.
Alcé la vista cuando dejaron de discutir, y en el espejo de atrás del mostrador entreví la imagen amenazadora del borracho a mis espaldas. Luego, sin razón alguna, recogió un pichel vacío y se dispuso a partírmelo en el cráneo con todas sus fuerzas.
En ese momento yo no lo sabía, pero la ADE no iba a concederme un séptimo año de entrenamiento. No les importaba que me volaran los sesos por despistado o que detuviera el ataque con un simple puñetazo. O que le rompiera la espalda al sujeto; le pagaban lo suficiente para compensar una larga permanencia en el hospital o una condena por asesinato en segundo grado.
En cualquier caso me habrían suspendido.
Pero tuve un pálpito y le aferré la muñeca al borracho, torciéndosela hasta que soltó el pichel.
—¿Le conozco? —pregunté en bastante buen alemán, con voz tranquila, depositando el pichel en el mostrador. Cuando él respondió con un torrente de invectivas bilingües, le dije a la camarera que llamara a un policía. El «borracho» se fue.
La cólera, una cólera amarga, me asaltó minutos más tarde, con espasmos, sudor frío y dientes rechinantes. Pero en vez de salir hecho una furia, encontrar al sujeto y pulverizarlo, recordé quién trataba de ser y me contuve. Y me aplaqué pasando el resto de esa corta velada de rodillas en el cuarto de baño.
Había tres personas más en el bar, y una de ellas era un observador de la ADE. Al día siguiente recibí mis papeles.