Denver le exasperaba.
Jacque Lefavre había conseguido un pase para el fin de semana en la Academia, y en el último momento decidió ir a Denver en vez de Aspen. Amenazaba lluvia.
En cambio, llovió en Denver, a baldazos fríos, hasta que a medianoche empezó a caer una cellisca. En Aspen, según supo más tarde, habían caído veinte centímetros de hermosa nieve seca.
Fue al Denver Mint y lo encontró cerrado. También el museo; día de fiesta oficial. Fue a ver una mala película.
Vagabundeaba con el abrigo abierto y un taxi le salpicó desde el cuello a los puños. Llevaba poco equipaje y no había traído ropa para cambiarse.
El servicio de limpieza instantánea del hotel tardó veinte horas. Negaron haber perdido los pantalones.
Mientras esperaba en su cuarto, viendo la televisión en ropa interior, pidió una bebida tras otra.
Cuando le devolvieron el uniforme, habían olvidado plegar los puños. Tendría que plancharlos de nuevo cuando regresara a Colorado Springs.
El conserje no quiso hacerle descuentos, ni como estudiante ni como militar. Tuvo que abrirse paso a gritos hasta el subgerente, y entonces le concedieron sólo la tarifa reducida para librarse de él.
El tren sufrió una avería y llegó con seis horas de retraso.
Avanzó a tropezones por el dormitorio en silencio, tras sufrir una leve reconvención por llegar después del toque de queda, y olió a pintura fresca cuando el ascensor se detuvo en su piso.
Su compañero de cuarto había pintado la habitación de negro. Las paredes, el cielorraso, hasta las ventanas. Jacque había pintado el cuarto a principios del semestre, para tapar el verde oficial. Ahora descubría algo curioso.
La irritación tenía un límite.
—Eh, Clark —dijo serenamente—. ¿Qué, no te gustaba el beige?
Clark Franklin, su compañero de habitación, estaba tumbado en la cama, mascando un mondadientes y estudiando el cielorraso.
—No.
—Personalmente, me parecía bastante sedante —sentía una calma mortal, pero abstractamente advirtió que las uñas le estaban hiriendo las palmas de las manos. Se detuvo al pie de la cama de Franklin.
Franklin cambió de posición, cruzando los tobillos. Aún no había mirado a Jacque.
—Chacun à son gut.
—Goût. No me gusta mucho el negro.
—Bien.
—Debiste consultarme antes. Podíamos haber llegado a un acuerdo. Te habría ayudado a pintar.
—No estabas. Tuve que pintarlo en las horas libres —miró a Jacque con los ojos entornados—. El beige me distraía. No podía estudiar.
—¡Haragán hijo de puta, jamás te he visto con un libro! —un vecino golpeó la pared y les gritó que bajaran la voz.
Franklin se sacó el mondadientes de la boca y lo inspeccionó.
—Bien, precisamente. Con el beige no podía estudiar.
La mañana siguiente el encargado de registros informó a Jacque que tendría que esperar hasta el próximo semestre para tener un nuevo compañero de cuarto. Cuatro meses.
En realidad Franklin se marchó unas semanas antes. Dejando tres dientes.