Rafael Sierra no fue acusado de complicidad en el crimen. Nada tenía que ver. Afortunadamente no tuve ocasión de ver su cara cuando se enterara de las circunstancias en las que se produjo y del porqué. Aunque me la imaginaba. Debía de ser parecida a la que se le hubiera puesto a un seguidor acérrimo de Freud al saber que el sabio se trincaba a su cuñada, o a un amante de Picasso pasando revista al modo detestable en que siempre trató a las mujeres. Y me paro ahí por no seguir. Es malo buscarse ídolos entre los mortales. No puede uno convertir en referente a su filósofo de cabecera, al político a quien vota ni mucho menos a su patrón. De modo que aquel pobre tipo, un mafioso al fin y al cabo, en el pecado llevó la penitencia. Y si no es a un hombre de carne y hueso, por más que en él aniden las virtudes y la sabiduría, ¿a quién convertir en tu ídolo personal? ¡A nadie, qué coño, a nadie!, pensé, que los creyentes coloquen a Dios en la cumbre de la escalera y los demás ya nos las apañaremos: hoy aquí y mañana allá, filosofía de subsistencia, tampoco hace falta encontrar becerros de oro en cada esquina.
Elisa Siguán confesó ante el juez todo el horror que llevaba dentro y eso la benefició como atenuante. No sé si me alegré o no. Tenía el corazón dividido: por una parte, la parte irracional que se agazapa en mí, sentía un sordo júbilo porque aquel pedazo de cabrón hubiera recibido un castigo. Pero claro, luego mi mente se iluminaba con la razón, y me daba cuenta de que castigando por tu cuenta se te puede ir la mano y cuando la mano vengadora se pone en marcha, la situación tiende a degenerar, como aquí pasó. ¿Qué culpa tenía Julieta de todo aquel jolgorio de incesto y muerte? Ninguna. Su caso ilustraba muy bien la injusticia de la vida, en la que algunas personas parecen nacidas para ser víctimas, desde el principio hasta el final.
La viuda de Siguán fue llamada una vez más a declarar. Le dijo al juez Muro que siempre sospechó lo que estaba sucediendo, pero que de ninguna manera estaba tan segura como para hacer acusaciones de calado semejante. El juez la creyó; y no sólo eso, sino que al cabo de unos meses se jubiló y se marchó a vivir a Galicia, ante el regocijo malicioso de Garzón. Parecía un hecho que la testigo y el hombre de leyes habían congeniado hasta un punto difícil de determinar. Me pareció bien; los flechazos directos al corazón existen, y debe ser muy grato dejarse desangrar por propia voluntad, con los ojos en blanco y arrobado, como en las imágenes de san Sebastián.
Telefoneé a Abate y le conté. Le di las gracias, en plan profesional estrictamente. Él también me las dio, porque Torrisi, oficiando como el director de una coral, había hecho cantar a aquellos tipos de la Camorra un montón de delitos que pendían en el aire y que nunca hubieran figurado en el pentagrama de no haber sido por nuestra aparición en Italia. Me alegré. Luego me dijo:
—Quizá en el futuro haya algún muerto más que te traiga hasta Roma.
—¡Ah, no!; ahora el muerto lo pones tú y yo pongo a un asesino de mi ciudad. Así vendrás a Barcelona. Me encantaría, aunque sólo fuera para que esta vez, el que vaya desarmado por las calles fueras tú.
—No sería una novedad, ya me desarmaste en una ocasión.
Pasé por alto el comentario de doble sentido. Pregunté por Gabriella Bertano.
—Está muy bien, y te adora; dice que le enseñaste muchas cosas sobre la maternidad, que te hizo caso y ahora no se siente tan culpable y angustiada frente a su niño.
—¡Qué horror, espero que no lo abandone en un contenedor!, me daría cargo de conciencia. Es evidente que sólo hay que dar consejos sobre lo que no tienes ni la más mínima noción; cualquier día dejo la policía y me hago consejera de algo exótico para mí: finanzas, tendencias de moda…
Oí su risa simpática por el auricular.
—Eres encantadora, Petra, ¿lo sabes?
—Sí —respondí a toda prisa, y reímos de nuevo los dos.
Era un buen policía y un buen tipo, pensé al colgar, y no pensé absolutamente nada más.
Hablando de niños y maternidades, un día pesqué a Yolanda enseñando ecografías del nonato a otros policías, entre ellos Fermín Garzón. Las guardó en un cajón a toda castaña y yo no se las pedí. Recordé que debía mantenerme fría cual témpano, porque ser blando y cariñoso con las nuevas madres era un signo de debilidad muy propio de estos tiempos, en los que no nacen niños y cuando nacen parece que haya sucedido algo espectacular. De pronto me di cuenta de que, del bolsillo del subinspector, afloraban unas fotos y cuando estuvimos solos en mi despacho le pregunté:
—No estaría enseñándoles otra vez a los chicos su pinta de centurión turístico, ¿verdad?
Bastante cabreado e impertinente me contestó:
—¡Pues sí, mire por dónde! Me parecen divertidas y quería compartirlas de nuevo. Nos hemos reído un rato. Supongo que a usted le parece un crimen de lesa humanidad.
—¡Hombre, tanto como eso!… me parecen una simple horterada, poco más. ¿También se las ha enseñado a Beatriz?
—Ni pensarlo. Mi mujer es casi tan estirada como usted. Yo soy de otra manera, un hombre del pueblo llano, más sencillo, más tierno en el fondo.
—Déjese de pueblo llano y de ternuras que me va a conmover. Había ido a buscarlo porque el comisario quiere vernos.
—¿Sabe para qué, no pensará echarnos la bronca por algo?
—No tengo ni idea; pero puede aprovechar para enseñarle las fotos, seguro que lo invadirá una oleada de ternura que dulcificará sus intenciones.
Lo oí rezongar por todo el pasillo, renegando contra mi manera de ser. Luego su voz se marcializó para enunciar la pregunta reglamentaria:
—¿Da usted su permiso, comisario?
Coronas nos felicitó. De pronto, todo lo habíamos hecho la mar de bien: salvado el prestigio de la policía barcelonesa, perfectas las relaciones internacionales, más que correctamente llevado el grado de discreción… Atrás quedaban todas las amenazas y reproches que habíamos tenido que tragar, como si nunca hubieran existido. Siempre es así: la realidad se configura y se matiza según las historias acaben bien o mal.
—No ha hablado de aumento de sueldo ni de ninguna prima especial, ¿verdad? —dijo el subinspector al salir.
—A un hombre del pueblo llano como usted debería bastarle con la satisfacción del deber cumplido, de una felicitación especial de nuestro jefe.
—¡No me joda, inspectora, ya está bien!
—No se enfade conmigo, Fermín. Le invito a una copa, ¿qué me dice?
—Después de tanto cachondeo debería decirle dignamente que no; pero esto de ser del pueblo llano da una sed…
Me reí como una loca. Aquel maldito subalterno mío era un santo, un santo genial, y cualquier día lo vería beatificado en pleno Vaticano con estampas que lo representarían vestido de falso centurión, con una lanza astrosa en la mano derecha y un cervezón recién escanciado en la izquierda. Yo sería su primera devota, por supuesto que sí.
En La Jarra de Oro nos colocamos en una mesa que daba a la calle. Desde nuestros asientos podíamos contemplar la entrada de comisaría. No teníamos sensación de culpa por estar allí; no aquella vez. Acabábamos de ser felicitados por nuestro jefe y el caso se había aclarado en su totalidad. Era el momento de detenerse un momento y celebrar la ocasión. El subinspector preguntó:
—¿Quiere que pidamos una botella de cava?
—¿No quedará un poco raro a esta hora tan temprana?
—La gente fina de verdad desayuna con burbujas y canapés de salmón.
Nos sirvieron un cava extraordinario, muy, muy frío y el cocinero nos improvisó los canapés que, según Garzón, la gente fina suele tomar.
—Celebrando lo del caso Siguán, ¿eh señores? —nos sorprendió el camarero.
—¿Ha salido ya en la prensa?
—Esta misma mañana. Hay que ver cómo puede llegar a ser una persona, ¿verdad? Trincándose a sus propias hijas, y ustedes me perdonarán la expresión. ¡Toma con los empresarios modelo! ¡Menudo cacho de cabrón, ese tío: mafioso, abusador…! Ya sé que a ustedes les parecerá mal lo que voy a decir, pero la verdad es que el tipo merecía que se lo cargaran.
Garzón y yo nos miramos con prevención.
—No es tan fácil, en el camino han muerto inocentes —musité.
—No tan inocentes; además él se llevó su merecido. ¡Vaya usted a saber si un juez no hubiera acabado dejándolo libre por alguna triquiñuela legal! Era un hombre de pasta y podía contratar a un buen abogado y los abogados son todos una panda de listos sin escrúpulos.
Iba a contestarle, pero Garzón se me adelantó:
—¡No seas tan bestia, Virgilio!, ¿así para qué coño crees que sirve la ley?, ¿para qué cojones servimos nosotros? Las cosas hay que hacerlas bien y ni al demonio se le ocurre que cada uno vaya tomándose la justicia por su mano.
El camarero se fue murmurando por lo bajo; dudé mucho de que mi compañero lo hubiera convencido con su pieza maestra de oratoria popular. Se volvió hacia mí:
—En este país habría que hacer una buena campaña de educación cívica, ¿no le parece?
—No se canse, Fermín; disfrute del cava, bebamos.
Me obedeció sin rechistar y luego le hincó el diente a un canapé.
—He oído decir que, al menos, nos van a conceder un par de días libres en recompensa. ¿En qué los empleará?
—Nada especial, como Marcos trabaja, queda descartado cualquier plan complicado. ¿Y usted?
—Probablemente nos vayamos a un hotel de la Costa Brava; solitos mi mujer y yo, en plan romántico. Así a lo mejor se me quita el mal sabor de boca de todo este triste asunto.
—Yo creo que me lo quitaré en plan familiar. Invitaré a los chicos de Marcos a muchas cenas.
—¡Pues vaya coñazo, inspectora!, y disculpe por la sinceridad.
—Me hace falta toparme con la vida diaria: hacer tortillas a la francesa, pedir a los niños que no hablen tan alto, oír las historias que Marina me cuenta sobre su escuela… crearme la ficción de que soy una mujer acuciada por pequeños problemas cotidianos. De esa manera quizá desaparezca la amargura.
—Pues no lo entiendo. Más amargo es pensar que has traído hijos a esta mierda de mundo y encima, hacerles tortillitas.
—En el fondo, lo amargo es pensar, sea en lo que sea. La gente que no piensa es más feliz.
—Pero se volverán gilipollas, digo yo, y entonces tampoco sale a cuenta.
Lo miré y sonreí. Me dio un par de golpecitos cariñosos en la mano.
—No se aflija, inspectora; se le pasará. Siguiendo adelante todo se pasa, y un ser humano normal siempre sigue adelante por instinto.
Me fijé en cómo había encanecido el subinspector en los últimos tiempos. Oliendo al salmón de los canapés, parecía un viejo pescador de una costa lejana.
—Yo, de usted, Petra, me dejaría de zarandajas de hacerles tortillitas a los niños y me pondría a follar con mi marido a tiempo completo.
—¡Fermín! —aparenté escandalizarme.
—Le pido perdón; ya sé que no procede que le diga esas cosas, pero no puedo soportar que se me vuelva a estas alturas un ama de casa del montón. ¡Con lo que usted ha sido!
Lo miré, estupefacta, intentando comprender qué significaba exactamente aquella expresión. Preferí no hacer averiguaciones. Reaccioné:
—¡Lo que he sido sigo siéndolo en mayor grado aún! De modo que vamos a brindar; y si se diera la circunstancia de que nos acabáramos esta botella, nos arreamos otra y en paz.
—¡Ahora sí me ha gustado! Brindo por usted, y por todas las mujeres fuertes de este mundo.
Yo había dicho lo que se esperaba de mí, y por eso mis palabras eran bien recibidas. Siempre sucede de modo parecido. Supuse que el amor que los demás te profesan estriba en que la distancia entre lo que se espera de ti y lo que realmente haces no sea excesiva. Brindé con mi compañero por las mujeres fuertes, por los hombres honestos, por los animales libres, por los niños felices, por todas las utopías que, sólo de vez en cuando y en intervalos fugaces, se convierten en realidad.
Vinarós, septiembre de 2012