Capítulo 23

Garzón estuvo de acuerdo en que el adjetivo «detestable» le venía como anillo al dedo a mi plan; aunque también coincidió conmigo en que actuábamos in extremis antes de que el caso saliera de nuestras manos. En fin, lo cierto es que me dio su beneplácito para actuar y a su aquiescencia añadió máximas como: «à la guerre comme à la guerre», «yo no he inventado el mundo», «maricón el último» y otras cuantas perlas autoexculpatorias. Pero yo no necesitaba justificaciones en aquella ocasión: debía hacerlo y punto; de modo que, para matar el rato hasta que fuera un poco más tarde, regresamos a La Jarra una vez más, esta vez con la intención de cumplimentar el desayuno. Garzón lo cumplimentó ampliamente pidiendo un bocadillo de chorizo y yo me conformé con el café.

—¿Dónde la sorprendemos?

—¡Hombre, Fermín, eso de «sorprenderla» suena mal!

—Pero es el verbo justo, no me lo niegue. Además, el lugar tiene una importancia capital en la emboscada.

—¡Emboscada!, ahora lo ha acabado de apañar. Lo único que pretendo es mantener con esa chica una conversación sin que esté presente el marido.

—No se engañe, queremos hablar con ella porque es el eslabón más débil de la cadena. Por lo tanto, la sorpresa y la presión serán imprescindibles para que abra la boca. Todo eso suponiendo que sepa algo.

—Algo debe de saber; no se puede preservar por completo de la realidad a una persona. Rosario ya no es una niña. Estoy segura de que han debido contar con su conformidad para actuar. Lo que me extraña es que no nos hubiéramos dado cuenta antes, a pesar de no tener pruebas en su contra. Aunque le advierto de que yo no busco implicarla, sino que me explique cosas que no llego a comprender.

—Pero si habla, se implicará. Y no estoy tan seguro de que lo haga; a veces los débiles desarrollan una enorme resistencia.

Acabé de un trago mi café. El sabor amargo me hizo recordar Italia y pensé que hubiera sido muy útil que Abate estuviera allí. Parecía una contradicción, pero tener al lado una persona que decide y toma las riendas de las situaciones difíciles no estaba tan mal. Como si alguien hiciera el trabajo sucio por ti, mientras tú puedes seguir investigando mediante el análisis de los hechos, una vieja ilusión. ¡Después de lo mucho que había protestado por las intromisiones de Abate en mi terreno profesional! Pero así es el ser humano, así soy yo: en invierno añoro el calor y en verano el frío. Cuando estoy en la ciudad me apetece el verde del campo y una vez entre flores echo de menos una buena película en versión original. Como si me repugnara ser completamente feliz.

Decidimos hablar con Rosario en la guardería donde trabajaba. De esa manera tendríamos la seguridad de que su marido no estuviera presente. Nos identificamos como policías frente a la señora que abrió. A nadie podía sorprender una entrevista policial cuando se está investigando el caso del asesinato paterno. Nos pasaron a una salita de paredes alicatadas en azul cielo y adornada con dibujos infantiles. El ambiente no podía ser más tranquilizador y, por tanto, más inadecuado para nuestros propósitos.

Rosario tardó tanto en aparecer que llegué a temer que hubiera huido; pero no, tras diez minutos eternos, abrió la puerta vestida con una bata de aspecto escolar que intensificaba su aire pueril. No era difícil advertir cómo le temblaban las manos. Saludó con un hilo de voz. Le pedimos que se sentara. Procuré que mi tono fuera neutro, ni tranquilizador ni amenazante.

—Rosario, su hermana Elisa ha confesado el asesinato de su padre. ¿Lo sabía?

—Sí —musitó.

—En su declaración afirma que su otra hermana, Nuria, no tuvo nada que ver en el crimen. Quiere cargar ella sola con la culpa.

Se quedó callada e inmediatamente, dos ríos de lágrimas brotaron de sus ojos. No intentó atajarlos, no se limpió ni ejecutó el más leve movimiento. Proseguí:

—Pero nosotros sabemos que eso no es verdad. Nuria sabía que iba a matarlo y la ayudó a buscar un asesino a sueldo. Es así, ¿no es cierto?

—Yo también lo sabía —susurró. Noté que el subinspector se tensaba, y procuré no añadir a la suya ninguna reacción emocional. La voz me salía monótona y remansada:

—Sí, usted no participó en nada pero sabía lo que se disponían a hacer.

—Sí, yo también quiero pagar mi culpa. Yo hubiera podido evitarlo. No podré soportar que ellas estén en la cárcel y yo fuera. Sabía que iban a matarlo y me pareció bien.

La barbilla le temblaba a cada palabra, se estrujaba las manos.

—También mandaron matar a otras dos personas implicadas en el asesinato, ¿verdad?; para que no hablaran.

—Eso no lo sé.

—¿No le contaron cómo se habían desarrollado las cosas?

—No. Mis hermanas querían protegerme, siempre han querido protegerme.

Olvidando mis precauciones, casi grité:

—Pero ¿por qué? Es posible que odiaran a su padre, que lo hubieran odiado toda la vida; pero Nuria se había casado, usted también, Elisa estaba lejos, ¿por qué justamente hace cinco años tomaron la decisión de quitarlo de en medio? Algo pasó, ¿qué fue?

Lo que agitaba su cuerpo ya no era un temblor sino auténticas convulsiones, pero yo no cejé:

—¿Qué pasó?, dígame qué pasó.

Le fallaron las piernas, se dobló por la cintura, cayó al suelo, llorando:

—No lo sé, no puedo decirlo, no.

—Esta chica está mal, inspectora. Deberíamos llamar a alguien que pudiera atenderla.

Aflojé las mandíbulas, me di cuenta de que yo también había perdido el control, volví en mí. Rosario se había ovillado en posición fetal.

—Avise a la directora, Garzón —dije y salí sin mirar atrás.

Perfecto; decir que ya teníamos todo lo que habíamos ido a buscar allí era exagerado, pero no del todo inexacto. Rosario había confesado su implicación; estaba deseando hacerlo. Hubiéramos tenido el cuadro completo si hubiera aflorado el móvil principal, pero ese habría que seguir trabajándolo, ahora con mucha más facilidad. Ya en la calle, me volví hacia Garzón:

—Subinspector, dese prisa, tenemos el tiempo justo.

—¿Vamos a avisar al juez Muro?

—¡Qué coño! Dentro de un minuto llamarán al marido de Rosario y se armará la de dios. ¡Vamos, sígame!

Entramos en la cárcel de mujeres sabiendo perfectamente que carecíamos de orden judicial para interrogar de nuevo a Elisa Siguán. Sin embargo, como las funcionarias nos conocían, nadie nos la pidió. Tampoco ella se sorprendió al vernos, no debía estar muy al tanto de sus derechos o simplemente, no le importaban.

Conservaba la entereza y la fuerza moral de siempre, unida quizá esta vez a una cierta indiferencia que velaba sus ojos y enlentecía sus movimientos.

—¿Qué tal, señores, en qué puedo servirles esta vez? —preguntó con un deje de cinismo cansado.

Como descerrajando un tiro sobre ella le espeté:

—Su hermana Rosario ha confesado.

La metamorfosis que sufrió puede compararse a la de un gato cuando eriza el lomo en actitud de amenaza. Creo que incluso pude ver cómo su cabello adquiría volumen y sus brazos crecían mientras los dirigía hacia mí. Me asusté, pensé que iba a agredirme, pero se limitó a lanzarme el veneno de su boca:

—¿Qué han hecho con ella, qué le han hecho?

—Nada. Fuimos a la guardería donde trabaja, pedimos charlar con ella y accedió. Antes incluso de comenzar la conversación, dijo por propia voluntad que conocía perfectamente los planes para asesinar a su padre. Dijo también que Nuria es tan culpable como usted.

—¡Maldita sea, inspectora, la maldigo de corazón! ¿Por qué tuvo que ir a buscarla sabiendo lo frágil que es? Ha demostrado tener muy poca humanidad, ha demostrado…

—Maldígame cuanto quiera, Elisa; pero eso no va a cambiar las cosas. Se acabó la ficción de que usted sola llevó a cabo el crimen. Se acabó.

—Ya tenía una culpable, ¿para qué ir a escarbar en la miseria?

—No quiero un culpable, quiero la verdad. ¿Por qué, Elisa, por qué? ¿Por qué después de toda una vida de aguantar a un padre tiránico, cuando ninguna de ustedes tres estaba ya bajo su influencia deciden asesinarlo? ¡No me cuente que temían por la empresa familiar! Esa no es la razón, o no lo es por completo. Dígame qué pasó, dígalo de una vez, ya es inútil callar. Yo seguiré investigando hasta que lo averigüe; aunque me quiten el caso, aunque el juicio se haya celebrado ya.

—No soltará la presa, como un perro entrenado.

—No la soltaré. Como policía podría inhibirme ya; pero como persona quiero respuestas a lo que no soy capaz de entender. ¿Por qué semejante inquina después de toda una vida, por qué tanta maldad?

La palabra «maldad» tuvo el efecto de espolearla, y al modo de un caballo, levantó la cabeza como si hubiera sufrido un súbito dolor. Luego se quedó callada. Vi que el subinspector se disponía a decir algo y con un gesto lo disuadí. El silencio duró casi un minuto, pero sorprendentemente no flotaba en el aire ninguna tensión. Ella pensaba y yo la dejaba pensar. Por fin dijo:

—Quiero hacer un pacto con usted.

—Adelante, estoy dispuesta a escuchar.

—Este hombre no puede estar presente.

—El subinspector Garzón es mi mano derecha, cualquier pacto que yo pudiera suscribir con usted…

Me interrumpió de mal humor:

—No empezamos bien. No hablaré delante de él, condición indispensable.

Me volví hacia mi compañero. Garzón enseguida entendió. Sin mostrar el más mínimo signo de fastidio, se levantó y como un gentleman que abandonara su club, se despidió en voz muy baja y salió.

Al quedarnos solas comprobé que Elisa estaba concentrada en sí misma, con los ojos cerrados, como un monje budista que preparara el recitado de un mantra esencial. Volví a dejarle su tiempo. Por fin abrió los ojos y realizó tres aspiraciones profundas que parecían el inicio de una profunda inmersión. Con calma, empezó a hablar:

—Sé que es absurdo pedirle a un policía que te está interrogando que guarde secreto sobre lo que vas a decir. Pero se da la circunstancia de que usted es también una mujer. Quiero pedirle que me escuche como mujer y que calle después. Lo que voy a contarle no alterará el resultado del juicio, por lo tanto, debe prometerme que callará.

¡Dios!, aquello era tan insólito, ¿qué podía contestar? Sabía, recordaba, que probablemente mi deber era rechazar semejante propuesta, por extraña, por inviable, por absurda también. Sin embargo, había dos poderosas razones que me llevaban a aceptar. La primera, debo reconocerlo sin ambages, la curiosidad, el ansia de saber, ambos galopando ya sin brida dentro de mí. Pero también sentía una difusa intuición de estar haciendo lo correcto, de estar sirviendo de vehículo a alguna oscura reivindicación.

—De acuerdo —me oí decir a mí misma sin concederle demasiado crédito a mi voz.

—Este no es un pacto corriente entre un policía y un delincuente. No es como en las películas, inspectora: «Si le cuento esto, usted intenta que me bajen la pena dos años»… no, yo sólo quiero su silencio, pero su silencio de verdad. ¿Es usted creyente?

—¿Qué importancia tiene eso?

—Le parecerá ridículo, pero iba a pedirle que me jurara por Dios que no le contará a nadie lo que yo diga; aunque quizá sea más lógico que me haga una promesa de mujer a mujer.

Logré salir de la especie de embeleso al que me sentía sometida. Aquello no tenía ningún sentido. Probablemente estaba metiéndome en un lío del que no me resultaría fácil salir. Me puse en pie.

—Lo siento, Elisa, en efecto soy una mujer, pero estoy aquí y ahora porque soy policía. No puedo jugar a este juego, lo siento de verdad.

Tras haber dado unos cuantos pasos camino de la puerta oí su voz, temblorosa esta vez.

—No se vaya, Petra, por favor, necesito hablar con usted.

Retrocedí. Me planté frente a ella. Vi que estaba pálida, con las manos recogidas en un nudo sobre su regazo.

—Siéntese, se lo ruego.

Me senté, procurando que no se trasluciera ninguna emoción en mi rostro, pero lo cierto es que me dolía el pecho a fuerza de contener la excitación.

—Diga lo que tenga que decir.

—Mi padre… —exclamó en tono demasiado alto. Luego hizo una pausa y bajó la voz—. Mi padre abusó sexualmente de Nuria hasta que tuvo más o menos quince años. Yo lo sabía, y callé. En el fondo, no quería saber.

Sentí como si una barra de hierro me hubiera golpeado las sienes. Intenté respirar con normalidad. Ella continuó.

—También lo hizo conmigo. —Tragó saliva—. Yo era más combativa y el acoso duró menos; pero no lo conté a nadie. Mi madre estaba casi con toda seguridad al tanto de todo, pero tampoco quiso saber.

Pareció perder fuelle y sus manos se aflojaron, quedándose extendidas y estáticas como dos pájaros muertos.

—En cuanto tuve la mayoría de edad desaparecí de mi casa, usted ya lo sabe. Nuria se quedó; ya libre del acecho de mi padre, intentó olvidar. Se dedicó a la empresa, se casó con un hombre al que no quería en absoluto, sólo buscando normalidad. Las dos pudimos seguir adelante, ¿comprende?, cada una a su manera, pero las dos nos las apañamos.

Se quedó mirándome y yo asentí, incapaz de pronunciar ni una palabra.

—Seguimos adelante las dos calladas, cerramos los ojos y no miramos atrás: no queríamos saber. ¿Sabe a qué me refiero?

Esta vez mi cabeza negó, estando yo siempre en silencio.

—Dejamos sola a Rosario, ¿se da cuenta? Allí la dejamos, en aquella casa maldita, aunque sabíamos lo que irremediablemente iba a pasar. Yo no quise pensar, no quise saber. Supongo que Nuria sintió lo mismo. Olvidar, la opción era siempre olvidar. Y naturalmente sucedió, ¿por qué no iba a suceder? Era lo lógico, lo natural en un hombre como mi padre. También fue natural la reacción: Rosario calló. Calló hasta que no pudo más. Intentó seguir abusando de ella cuando ya estaba casada. Sólo entonces Rosario se lo hizo saber a Nuria y Nuria me llamó. Ella no tenía fuerza para oponerse directamente a aquel hijo de puta, y se hubiera suicidado antes de buscar protección en su marido, que no sabe nada.

Se echó a llorar con un desconsuelo que no recordaba haber visto antes en ningún ser humano. Gemía; lágrimas, mucosidades y babas licuaban su rostro, contraído en una mueca imposible de calificar. Me levanté, le puse la mano en el hombro.

—Tranquilícese, Elisa, por favor. Se lo ruego, serénese. ¿Quiere que llame a alguien, necesita asistencia psicológica? —dije casi con terror.

—¡No! —chilló—. Aún no he acabado.

Se limpió la cara como pudo, recobró la fuerza.

—Entonces tomé la decisión de matarlo y, créame, fue un inmenso placer para mí urdir todo el plan con Nuria. Me divertí. Era como si pudiéramos hacer algo real por primera vez, después de todo el silencio. Y lo sacamos de este mundo, con ignominia, junto a una puta. Él se lo buscó.

—¿Por qué se lo dijeron a Rosario?

—¡Para que se sintiera vengada, ni más ni menos! —replicó llena de vigor—. No era algo que entre nosotras tuviéramos que esconder. ¿El cerdo te ha manchado?, pues el cerdo está muerto, sin más. Luego se torcieron las cosas, no es tan fácil matar. El sicario era torpe… todo se complicó, hubo que matar de nuevo… eso fue lo peor.

—¿No hubiera sido más fácil denunciar a su padre, hablar de una vez?

—Hablar —dijo como en sueños—. Hablar aún es más difícil que matar. Créame, nunca, nunca durante estos cinco años me he arrepentido de haber asesinado a mi padre, jamás. Y sin embargo, estoy segura, completamente segura de que nunca, por más años que viva, podré perdonarme el silencio con el que huí de casa, dejando sola a mi hermana.

—Ese silencio ya se acabó.

—No. Le ruego, se lo vuelvo a implorar, si quiere de rodillas: no cuente esto a nadie.

—¿Está loca, Elisa? ¿No se da cuenta de que esa terrible circunstancia puede suponer mucho frente al juez? Sin duda obrará a su favor, rebajará la pena que puedan imponerle, será un enorme atenuante.

—No, no podré repetirlo más, no delante de gente, en un juicio, no.

—Ahora ya lo ha contado una vez, ha sido como romper un maleficio. La próxima vez será más fácil. Usted es psiquiatra y no ignora que es así como funciona la mente humana.

—¡Qué sabe usted, inspectora, qué sabe usted! Ni siquiera sería capaz de imaginar por un momento la vergüenza que se siente. Es una vergüenza profunda, enorme, atroz. Quisieras morir cuando la sientes en toda su plenitud, quisieras no haber nacido.

—Usted no es culpable de haber sufrido abusos.

—Es muy fácil decir eso.

—Si no lo cuenta, si no se sabe la verdad, su padre seguirá de alguna manera impune.

—Mi padre ya pagó por lo que hizo.

—¿Y eso le ha servido a usted, ha conseguido olvidar esa vergüenza de la que habla?

—No, sigue ahí. Es como un cristal afilado que te rasga las entrañas.

—¡Pues arránqueselo de una vez!, que la gente sepa cuál era la catadura moral de su padre.

—Para arrancármelo hubiera tenido que morir yo también. Lo pensé cuando las cosas se complicaron, pero no tuve valor.

—Usted es culpable, Elisa. Ha matado a un pobre desgraciado como Abelardo Quiñones, a una chica que había conseguido rehacer su vida como Julieta López. No puede guardar silencio sobre sus motivos.

Más tranquila de repente, sonrió con ironía.

—¿No soy culpable de haber ordenado matar a mi padre?

—Por supuesto, lo es.

—Pues usted no lo ha mencionado.

Me puse en pie.

—Elisa, voy a hablar con el juez. La llamará a declarar. Si no ratifica sus palabras de hoy, todo será más complicado. Si no habla por usted misma, hágalo por sus hermanas, ellas también recibirán el beneficio legal que pueda reportarles esta historia.

—Ni por un momento ha pensado guardarme el secreto, ¿verdad?

—Usted me lo ha contado para que salga a la luz. De lo contrario se hubiera callado, una vez más.

No protestó, bajó la cabeza, se limpió los últimos rastros de lágrimas. Antes de salir, me volví.

—Una cosa más, Rosalía, la mujer de su padre, ¿sabía algo de todo esto?

—Supongo que siempre lo sospechó, pero se calló también, por supuesto. Como todos, prefirió no saber.

—Al menos antes de dejar Barcelona quiso dar una oportunidad a que se abrieran todas las ventanas.

—Entró aire viciado por ellas, inspectora, ya lo ve. Hágame un favor, arrégleselas para que me den algún tranquilizante. Cuando entré aquí me quitaron todas mis pastillas.

—No se preocupe, lo haré.

Salí sin mirarla. En el pasillo me esperaba Garzón. Se puso en pie inmediatamente, vino hacia mí.

—Salgamos de aquí, Fermín, vámonos pronto.

—¡Vaya cara que se le ha puesto, inspectora! Parece que hubiera visto al fantasma del propio Adolfo Siguán.

—Así ha sido, amigo mío, lo he visto, y tenía un aspecto monstruoso, créame.

El juez Muro se dio a todos los demonios, naturalmente. La instrucción y el juicio de aquel caso iban a ser complicados: problemas psicológicos, varias y diversas acusaciones en los sumarios de las incautadas, implicaciones internacionales, la presión de la prensa… Al despedirme de él me miró un poco enfadado, como pensando que la policía siempre se libra de lo peor de un caso cuando se lo pasa al juez; pero estaba equivocado si era eso lo que creía, en aquel momento no se me ocurría nada peor que haber presenciado la confesión de Elisa.

Al llegar a casa bastaron dos segundos para que Marcos se diera cuenta de que estaba mal. Valoró además que el grado de mi malestar era alto, porque no preguntó qué me ocurría. Dejé la gabardina, me senté en un sillón y me quedé mirando al vacío.

—¿Puedo servirte una copa? —ofreció.

Negué con la cabeza. Se sentó a mi lado y me pasó la mano por el hombro, sin hablar.

—El mundo es horrible, Marcos —dije.

—Sólo a veces —contestó.

—Siempre —me afiancé.

—¿Qué podemos hacer para mejorarlo: ir al cine, charlar, tomar una buena cena, llamar a algunos amigos, hacer el amor?

—Nada —susurré—. Quedarnos como estamos un rato más, pero no me quites el brazo de encima, por favor.

Me abrazó bien fuerte. En aquel momento estuve segura de que la vida puede ser terrible, y de que sólo le encontramos sentido en las cosas pequeñas, que ofrecen consuelo pero no explicación. Buscar razones en lugares elevados no hace más que potenciar una inconmensurable sensación de absurdidad.