Elisa Siguán no sólo no puso inconveniente alguno para su traslado a Barcelona, sino que vino por su propia voluntad antes de que los efectivos de la Interpol se pusieran en marcha. Hubo que anular la operación internacional. Creo que Coronas se sintió un poco decepcionado por tanta facilidad. Aquel lustre cosmopolita que estaba adquiriendo el caso le gustaba de cara al follón mediático que sin duda se organizaría. Mientras tanto, Nuria Siguán tuvo que ser ingresada en la unidad psiquiátrica de la prisión. Había caído en un estado depresivo tan profundo que se temía por su vida. Un intento de suicidio en su celda a nadie convenía. Al principio creímos que se trataba de pura simulación, pero cuando hablé con el doctor que la atendía, pensé que no existía trampa ninguna: aquella torre rubia e inexpugnable se había desmoronado por completo. Aunque el médico lo desaconsejó, yo insistí en verla, prometiendo que no la violentaría con preguntas o presiones sobre el caso. Mi propósito era idéntico al del apóstol Tomás: comprobar las señales de los clavos, meter el dedo en la llaga. Cuando estuve frente a Nuria, ni siquiera la reconocí. Había adelgazado y unos surcos marcados le desfiguraban la cara. Adormecida por los calmantes, se puso a temblar en cuanto me vio. Me miraba como miran los locos prototípicos: con alienación, con terror, con una pátina trágica velándole los ojos.
—Su hermana Elisa llega mañana —le anuncié. Pareció animarse un momento, tocar de nuevo la realidad con las manos.
—Quiero verla, ¿vendrá aquí?
—No lo sé, depende del juez. ¿Quiere que le diga algo de su parte?
—Quiero verla. Mi hermana, mi hermana querida. Quiero que la dejen venir, se lo suplico, por favor.
Lloraba como si en las lágrimas se le estuviera licuando el alma. Su cuerpo empezó a contraerse con cada sollozo, como si le dolieran los músculos, como si no pudiera aguantar tanta desdicha. Llamé al enfermero y me largué. Ya había realizado las comprobaciones necesarias: el estado de la sospechosa no era normal. Seguía, sin embargo, sin comprender el porqué de aquella reacción patológica. Nuria me había parecido desde que la conocí una mujer con la cabeza perfectamente asentada, dueña y señora de su equilibrio emocional. Había resistido sin inmutarse todas las tensiones a las que la investigación la había sometido. ¿De dónde venía entonces aquella fragilidad mental, aquel hundimiento hasta los sótanos de un edificio desconocido?
Garzón, que se fiaba muy poco de la psicología, tardó en dar credibilidad a las angustias de la mujer. Seguía emperrado en que representaba una comedia para librarse de estar entre rejas.
—Puede que sea así —le contestaba yo; pero en ese caso lo hace de manera inconsciente. Se ha hundido y punto, Fermín, créame.
Poco tiempo después llegó Elisa Siguán. Mentiría si afirmara que no estaba muerta de curiosidad por ver su rostro, y volvería a mentir si dijera que lo que vi no me sorprendió. Elisa nada tenía que ver con la gélida Nuria ni con la indefensa Rosario. Era, ni más ni menos, lo que cualquiera hubiera definido como una mujer normal. De estatura media, delgada y fibrosa, tenía el cabello ensortijado y los ojos intensos. Vestía tal y como deben vestir las psiquiatras progresistas en Estados Unidos: falda larga y amplia junto a una americana desestructurada. Todo negro. Lucía abundantes joyas de plata. Lo más curioso de todo es que se presentó por su propia voluntad en comisaría, acompañada del mismo abogado que defendía a su hermana, y que, durante las presentaciones, en todo momento sonrió. Daba la impresión de que se disponía a cumplir con una visita social cuando lo que en realidad estaba haciendo era entregarse a la policía siendo la sospechosa principal de un crimen, el de su padre, para más abundamiento. Todos quedamos un tanto desconcertados por su aparición. Con aquellas buenas maneras y sonrisas corteses ninguno de nuestros procedimientos habituales de interrogatorio parecía ser una buena opción.
El propio Coronas le leyó sus derechos y tanto Garzón como yo la informamos de nuestro cargo e identidad.
—Pues cuando ustedes quieran —dijo tan pancha—. Yo vengo dispuesta a confesar.
Nuestras mandíbulas inferiores pendían levemente de las superiores dándonos, digo yo, un innegable aspecto de estúpidos. Por fin el abogado tuvo a bien poner un punto de hostilidad legal, que era lo mínimo para dar realismo a aquellas circunstancias.
—Pido que se tenga en cuenta y conste en las actas del interrogatorio, la disposición de mi cliente a confesar y el modo libre y voluntario en el que se ha presentado ante la policía.
—Así se hará —rubricó Coronas, muy oficialista.
Mientras tanto hubiera jurado que Elisa se encontraba encantada de estar con nosotros porque, distraída y ligera, pasaba revista a la escueta decoración del despacho del comisario. Luego nos observó uno a uno con una mirada que revelaba la costumbre profesional de calar a la gente desde un principio.
—¿Está usted informado de los cargos que se le imputan a su cliente? —continuó Coronas con la retahíla formal.
—Espero que seamos informados con más detalle —soltó aquel merluzo de Octavio Mestres.
Como si nos hubiéramos puesto de acuerdo sobre su grado de estupidez, Elisa lo llamó al orden con aire de hastío.
—Octavio, por favor; ¿te importaría esperarme fuera? No te preocupes, si te necesito te llamaré.
Mestres se quedó sorprendido; era obvio que no habían celebrado una reunión previa en la que se prepararan estrategias, lo cual me extrañó. Salió de la sala y Elisa nos sonrió. Se hubiera dicho que se disponía a tratarnos psiquiátricamente en vez de ser una sospechosa en trance de declarar. Al instante tomó la iniciativa:
—Señores: de la misma manera que he venido a Barcelona sin oponer resistencia alguna, también quiero hablar con ustedes para contarles la verdad.
Garzón me miró con ojos de pez muerto que significaban sorpresa. Cerré los míos un segundo en indicación de calma y tranquilidad.
—Puede hablar cuanto quiera siempre que esté dispuesta a firmar después su declaración y a ratificarla ante el juez. Los raptos de sinceridad pasajera sólo consiguen hacernos perder el tiempo.
Me sentía muy consciente de mi impertinencia, pero me parecía el único modo de ponerla en la posición que le correspondía, acabando con sus aires de estar manejándolo todo. Sin embargo, no se alteró. Era evidente que dominaba los estados de ánimo como una auténtica profesional del tema.
—Lo comprendo, naturalmente; como vengo de Estados Unidos, no soy ajena en absoluto a la preocupación por optimizar el tiempo. Yo misma en mi consulta procuro ser concisa con mis pacientes y les aconsejo sintetizar. Siempre dentro de un orden, por supuesto, tampoco puedes anonadar con exigencias a una persona que tiene conflictos psicológicos y se siente desconsolada. Justamente por eso ha acudido en busca de ayuda, eso no puede olvidarse.
El desconcierto crecía en mí a cada palabra que pronunciaba la Siguán. ¿A qué venía aquella charla intrascendente cuando las circunstancias eran tan graves? ¿Pensaba contarnos un cuento de hadas, había venido hasta nosotros con la intención de despistar? Si todos los interrogatorios de sospechosos tienen un punto de imprevisibilidad, en aquel caso el punto era excesivo. Hice un nuevo intento de centrar la cuestión:
—Elisa; si quiere decir algo importante, hágalo ahora, por favor.
Carraspeó, posó sus hermosos ojos ambarinos en mí. Estaba buscando el momento, midiendo el efecto que las palabras pudieran causarnos, lo cual no sugería mucha sinceridad. Por fin dijo con un tono deliberadamente solemne:
—Yo planeé y organicé el asesinato de mi padre, Adolfo Siguán, hace cinco años.
Lejos de quedarnos patidifusos, Garzón y yo conservamos la calma.
—Esa es la acusación según las pruebas que tenemos —apunté.
—Pues la asumo y también quiero hacer constar que ni mi hermana Nuria ni el señor Sierra tuvieron nada que ver en estos actos. Esa es mi declaración.
Nos miró como una niña sabihonda debe mirar a sus maestros cuando sabe la lección mejor que ellos. Garzón empezó a poner cara de querer darle un mandoble. Yo la miré con frialdad.
—Muy bien, esa es su declaración, ahora procedamos con las preguntas.
—Pero ¿qué preguntas? Ya tienen mi confesión.
—Tenemos su confesión; ahora queremos la verdad.
—No la entiendo, inspectora. Yo confieso y ustedes me pasan a manos del juez. ¿No es así como funciona?
—Mire, Elisa, creo que debemos volver a empezar antes de que me ponga demasiado nerviosa. Aquí los policías somos nosotros, y nosotros llevamos las riendas de la cuestión. ¿Me comprende? De modo que de ahora en adelante limítese a contestar y no tendremos problemas.
Su seguridad e incluso entusiasmo pareció pincharse como un globo. Bajó la vista y masculló:
—Bien, de acuerdo; pregunten cuanto quieran.
El subinspector fue el primero en hacerlo:
—¿Cómo contactó usted con el matón italiano que liquidó a su padre?
—¡Ah, eso! Fue relativamente fácil. Les recuerdo que en América las mafias italianas están bien situadas. Tengo un amigo que me indicó la identidad de ese hombre y me puso en contacto con él. Por supuesto ni bajo tortura conseguirán que les diga el nombre de mi amigo, él no es ningún delincuente, sino que tenía ese conocimiento de modo casual.
—Ya —soltó mi compañero poniendo en esa sílaba toda su incredulidad. Y añadió una nueva pregunta:
—¿Le encargó usted al mismo sicario que acabara con la vida de Abelardo Quiñones?
Ahí el rostro de la mujer se contrajo. Dejó de actuar y de modo tajante y seguro lanzó:
—¡No! El sicario actuó por su cuenta. Consideró que la policía podía atraparlo y mató a ese hombre sin mi encargo ni participación. No quería dejar testimonios de su acción; pero yo en eso no he tenido nada que ver.
—¿Encargó usted recientemente la muerte de Julieta López a ese mismo asesino profesional?
—¡No! —casi aulló la implicada—. En ningún caso, se lo juro por Dios. Ese tipo resultó ser un loco, una máquina de matar. Actuó por sus propios medios y a iniciativa propia. No tengo la menor relación con esas muertes.
—Me sorprende mucho… —dijo Garzón— que ese tipo, viviendo en Italia, se enterara de las circunstancias de la reapertura del caso y se presentara aquí en el lugar y momento justos.
—Es obvio que los siguió a ustedes cuando fueron a buscarla.
—¿Cómo sabe usted que estuvimos con ella?
—¡Señor, mi hermana Nuria me iba informando de todos los detalles de la investigación!
—Dudo mucho de que su hermana estuviera al corriente de nuestros movimientos; es más, estoy seguro de que no fue así.
—No intente liarme, mi hermana me contó que Julieta López había sido asesinada.
—De acuerdo; pero su hermana desconocía las circunstancias de la investigación; mucho menos que nosotros hubiéramos localizado y visitado a Julieta López.
—En ese caso, ¿cómo supone que podría haberme enterado yo y enviado a ese sicario a matarla?
—Usted hizo venir a Catania cuando el caso se reabrió y él obró de manera que las huellas de los primeros crímenes fueran borradas.
—¡Exacto, usted lo ha dicho: él obró por su cuenta. Es justo lo que les estoy diciendo!
—Entonces, ¿admite haber vuelto a llamar a Catania una vez puesta en marcha nuestra investigación?
—Yo no admito nada que no les haya confesado ya. Ordené matar a mi padre, ¿es que no tienen suficiente con eso?
Había empezado a perder la calma. Estaba preparada para conservarla, para domeñar los nervios y mostrarse impertérrita; pero no estaba lista para mentir. Me di cuenta de que la pescaríamos en numerosas contradicciones y de que eso la haría caer. Sin embargo, llevada por una intuición indefinible, di un giro al interrogatorio y le pregunté:
—¿Por qué ordenó matar a su padre, Elisa?
Se quedó callada un momento, se miró las manos. Noté cómo el pecho le bajaba y subía con agitación.
—Lo odiaba —musitó.
—¿Puede hablar un poco más alto?; no la oigo bien.
—¡Lo odiaba! —repitió casi gritando—. Era un hombre autoritario y sin sensibilidad.
—No se mata a un padre por ser autoritario.
—Era egoísta y brutal.
—Tampoco me parecen razones suficientes.
—Inspectora, mi padre era un hombre inmoral, lúbrico. Humilló a mi madre con todas esas prostitutas jóvenes de las que era incapaz de prescindir. ¡También lo hizo con su segunda mujer! ¿Cree que no son esas razones de peso para odiar a un ser humano aunque sea tu padre?
—Para odiarlo sí, para contratar a un sicario y asesinarlo no hay razones, Elisa. Nunca hay razones para el asesinato.
—Estoy dispuesta a pagar por eso.
—Y a librar a su hermana de cualquier responsabilidad.
—Sería una monstruosidad que fuera acusada de un crimen que no cometió.
—Pero del que fue cómplice necesaria.
—No diré ni una palabra más, inspectora. Tienen mi declaración, eso es todo lo que obtendrán de mí.
Pasó a disposición judicial, y me sentí como un cazador que, habiendo tirado sobre la presa, no es capaz de cobrarla al final. Garzón tenía aproximadamente la misma percepción; pero hacía un análisis menos frustrante:
—El juez acabará la labor. Es cuestión de horas y un poco de acoso que acabe confesando las otras dos muertes, no le queda otra opción.
—Es posible, pero me hubiera quedado más tranquila de haber sido nosotros los confesores.
—Muro es un buen instructor.
—Le pediré permiso para que nos ceda de nuevo a la sospechosa.
Nos miramos con cansancio. Me dolían las cervicales, los oídos me zumbaban un poco.
—Esa mujer tan autocontrolada trasmite, sin embargo, una tensión asombrosa. Me duele todo después de haber hablado con ella.
—Vamos a La Jarra de Oro, inspectora. Yo también necesito beber —interpretó enseguida Garzón mis deseos.
En vez de quedarnos en la barra nos sentamos a una mesa, cosa que raramente solíamos hacer si no era a la hora del almuerzo. Pedí una cerveza helada y la ataqué como si aquella libación fuera a convertirme en otra persona, lúcida y alegre. Pero no funcionó. Sin saber el motivo exacto se cernía sobre mí un abatimiento supremo, como si hubiera sido la protagonista de una tragedia. Mi compañero lo advirtió:
—¿Está preocupada, Petra?
—Preocupada no es la palabra. Tengo malas vibraciones, una especie de runrún moral que me mordisquea el estómago.
—No es para menos, a mí me pasa lo mismo dentro de lo que cabe en mi sensibilidad, que es menor que la suya. Toda esa historia del padre cabrón y la hija que lo manda matar… seguro que Shakespeare se hubiera puesto las botas con el tema.
—Seguro que sí, y lo hubiera convertido en arte además, mientras que aquí nada es demasiado artístico. Todo tiene un aire sórdido; no sé explicarme mejor.
—Pero al menos es una historia de amor fraternal. Elisa quiere salvar a su hermana sea como sea.
—¡Eso es lo que no acabo de entender, Fermín! ¿Por qué esa autoinmolación, por qué ese aire de heroína que se entrega a la justicia, queriendo dejar indemnes a los demás?
—No sé; las personas reaccionamos de maneras diversas. Esas chicas deben quererse un montón.
—Sí, pero todo en este caso es desmedido: un odio que lleva a asesinar, un amor fraterno que no duda en mentir para salvar al otro… todo es como…
—¡Una tragedia griega! —dijo el subinspector, orgulloso de su referencia cultural.
—¡Justo! ¿Y sabe usted cómo terminan las tragedias griegas?
—Muere hasta el apuntador.
—Sí, y a lo mejor es eso lo que quiere evitar Elisa, que el deshonor si no la muerte arrastre el nombre de la familia por el fango.
—¡Joder!, un poco tarde, ¿no?… mafias, putas, asesinatos… el honor de la familia ha quedado ya hecho unos zorros. ¿Qué puede haber peor?
—No lo sé —dije y volví a beber.
Durante la cena, Marcos me contaba una animada reunión de trabajo a la que había asistido por la mañana. Normalmente lo escucho con atención y placer, pero aquella noche me resultaba imposible concentrarme en sus palabras. Mi mente estaba habitada exclusivamente por Elisa Siguán. La manera en que se había comportado sugería que era la jefa de aquel clan de tres hermanas. La determinación con la que había confesado indicaba un deseo de protección; pero ¿por qué proteger a una mujer fuerte como Nuria? Su segura condena como colaboradora de la Camorra la delataba como cómplice del crimen. ¿De qué modo, si no era a través de ella, Elisa hubiera podido contratar a Catania? Todo aquello del amigo misterioso era una mentira evidente. Pero Elisa estaba decidida a salvaguardar la hipotética inocencia de su hermana en el asesinato. Si oficiaba como jefa del clan, sería por algún motivo; y no resultaba necesario inventar uno extraño cuando contábamos con el habitual: era la más fuerte de las tres: fuerte psicológica y humanamente, no había más. De repente, Marcos me preguntó:
—¿Estás escuchándome?
—¡Por supuesto que sí! —protesté instantáneamente para poder seguir pensando. Y seguí, ahora con un punto de tensión. Si escuchaba mis pensamientos como quien oye una conversación, me daba cuenta de que había empleado un par de veces el término «clan» y que había contado sobre tres al referirme a sus integrantes: las tres hermanas. ¿Por qué debíamos dar por sentado que Rosario Siguán se había mantenido por completo ignorante del plan criminal? Cabía naturalmente la posibilidad de que, al tratarse de una persona tan frágil, sus dos hermanas la hubieran preservado hasta el punto de esconderle la verdad. Pero también era posible que aquello hubiera sido una especie de complot, algo tan grave y definitivo que se necesitaba la conformidad de las tres hermanas para actuar. No existía ninguna prueba contra la menor, pero eso no significaba que careciera de información sobre los planes de sus hermanas.
Lo que estaba diciendo mi marido lo llevó a reír y yo lo imité sin perder tiempo.
—¿A que es increíble? —preguntó. Y yo contesté a bote pronto:
—Increíble del todo.
Entonces, con alivio, vi que se levantaba y proponía recoger la mesa entre los dos. Fui hasta el lavaplatos y cargué la vajilla sucia que él me iba dando. Cuando el último vaso estuvo colocado, ya me había decidido a hacer algo detestable.