Capítulo 21

Nuria Siguán había satisfecho la nueva y altísima fianza que le había impuesto el juez. Su cómplice, Rafael Sierra, no era tan rico y seguía en chirona. Mi estrategia en esta ocasión no fue hacerla venir a comisaría; de modo que cuando estuvo localizada, le pedí que nos viéramos en una cafetería. El interrogatorio no se desarrollaría al modo convencional. Basta; de nada había servido con ella la presión que suele ejercerse sobre cualquier sospechoso, era obvio que la aguantaba muy bien. Hasta allí había llegado mi sumisión al imperio de la ley. O dejaba entrar un poco de imaginación en aquel berenjenal, o no recolectaríamos ninguna berenjena. Claro que… sabido es que la ley y la imaginación siempre se han llevado mal.

La había citado en una cafetería chic: elegancia, distinción y unos cuantos viejos de buena familia sorbiendo sus cafés con leche y leyendo periódicos de derechas. Como siempre sucedía con ella, no pude saber si la sugerencia de aquel encuentro la había o no sorprendido. Se limitó a decir con voz neutra que acudiría puntualmente.

Antes de salir recibí una llamada de Garzón desde el aeropuerto de El Prat. El contenido de su comunicación tenía más de duda que de información.

—Inspectora, la cuestión está así: las compañías que viajan desde estados Unidos hasta España son: American Airlines, US Airways, Continental, Iberia y Air Europa. Pues bien, las dos compañías europeas conservan los datos de los pasajeros durante tres años nada más. Las tres compañías norteamericanas conservan los datos tres años y seis meses, pero desde el atentado a las Torres Gemelas existe un banco de datos que abarca ocho años. Lo que ocurre es que este banco sólo puede consultarlo la policía de diversos países solo en el caso de que tengan sospechas de terrorismo.

—Muy bien, ¿y?

—Pues digo yo que como me dijo que iba a interrogar otra vez a Nuria Siguán a lo mejor podría preguntarle en qué compañía solía viajar su hermana.

—¡Ni hablar! No puedo preguntárselo.

—¡Joder!, pues consultar en todas las compañías va a llevarme mucho tiempo. No quisiera hacerme viejo en el Prat.

—Ya le avisaré cuando esté cercano a la jubilación. De todos modos, considerando lo que me propongo hacer es mejor para usted mantenerse alejado.

—¡Coño, inspectora, no me asuste! ¿Qué se propone hacer?

—¡Trabajar, y si sigo hablando con usted no voy a conseguirlo!

—Vale, hoy vamos de misterios. Pero dígame qué hago con las compañías norteamericanas.

—No le entiendo.

—En nuestro caso no hay indicios de terrorismo.

—¡Cojones, subinspector, parece usted un niño de teta! Dígales que tenemos a un unabomber que se ha cepillado el acueducto de Segovia y en paz. De todos modos, dudo que sepan dónde queda Segovia.

—¡Maldita sea mi suerte, inspectora Delicado, hay veces que me carga formar equipo con usted!

—¿Algo más Fermín, algún otro denuesto, blasfemia o maldición?

—No, por hoy ya está bien así.

—Pues llámeme cuando sepa algo concreto.

Después de haber colgado me eché a reír. ¡Me encantaba la grosería admitida en nuestra profesión!, te hacía sentirte libre y alado como un pájaro.

Nuria Siguán se presentó en la cafetería a la hora en punto. Vestía un impecable traje sastre beige y llevaba un bolso de marca perfectamente a juego en estilo y color. El esmero que había puesto en mejorar su aspecto no era suficiente para disimular las ojeras profundas y la palidez. Aquellas noches no debía estar durmiendo demasiado bien.

—¿No le sorprende que la haya citado aquí?

Se encogió de hombros, mostrando su consabido rictus de superioridad.

—Inspectora, le agradeceré mucho que acabemos lo antes posible. Tengo cosas que hacer.

—Ha escogido muy bien el verbo, Nuria, agradecer. Si hubiera utilizado el verbo exigir, ya sería otra cosa. Dudo de que esté en condiciones de exigir nada.

Resopló y miró al cielo. Luego se volvió hacia mí con una terrible sonrisa de máscara china.

—Estoy a su entera disposición. Usted dirá.

Se nos acercó un camarero de edad provecta a tomar nuestros pedidos. Coincidimos en el té. Un limpiabotas, quizá el único superviviente del oficio en Barcelona, nos ofreció sus servicios. Volvimos a coincidir en la negativa cortés. Cuando ya no hubo nadie alrededor, la miré a los ojos y dije:

—Ya sé quién mató a Adolfo Siguán.

—Sí, yo también lo sé, pero es una información un poco vieja.

—Su hermana Elisa pagó a un sicario italiano para que matara a Siguán.

No cambió de expresión en absoluto. Como jugadora de póker no debía existir ningún rival a su altura. Continué con toda calma.

—Estoy segura de que usted es cómplice también. Mi única duda es saber si su hermana pequeña está implicada.

—¡Por favor, inspectora! ¡Y pensar que he llegado a creer que la policía de este país contaba con recursos e inteligencia!

—¿Y ahora le parece que no es así?

—No me tire de la lengua.

—Nada más lejos de mi intención. Lo que quiero es hablar yo y que usted me escuche. Ayer noche regresé de Roma donde estuve practicando diversos interrogatorios a gente de la Camorra. Pues bien, uno de ellos me señaló a su hermana con toda claridad. Me confesó que su hermana viajó desde Nueva York en dos ocasiones para supervisar el trabajo de un sicario de la mafia que había contratado para matar a su padre.

—¡Vamos, inspectora, no diga tonterías!

Se había puesto nerviosa por primera vez, miraba en todas direcciones y no conseguía aplacar el temblor de su mano. Seguí en el mismo tono desapasionado.

—Las dos fechas que ese hombre me facilitó coinciden una, con el asesinato de Abelardo Quiñones, dos meses después de la muerte de su padre. La otra es más reciente y corresponde al asesinato de Julieta López en Andalucía. Hemos comprobado los billetes de avión de su hermana y efectivamente, viajó a España en ambas ocasiones. Su hermana le pagó al sicario en dólares, aún no sé la cantidad. ¿Quiere más detalles?

—¿Qué tiene que ver todo eso conmigo?

—Es usted una cómplice absolutamente necesaria, Nuria. Dígame si no cómo Elisa, una psiquiatra que vive en Nueva York, pude hacerse con el nombre de un sicario italiano vinculado a la Camorra. No, querida amiga, los contactos los tenía usted y a ellos recurrió su hermanita. La Camorra temió verse directamente implicada en el asunto y aconsejó y proporcionó a un sicario: Rocco Catania.

—¡Bobadas! —exclamó, pero había enrojecido hasta la raíz del pelo, como la viuda Piñeiro me acababa muy bien de describir.

—Sí, lleva razón, bobadas, sólo que cuando se dicte una orden de detención y extradición de su hermana, las bobadas dejarán de serlo porque cuando ella llegue la acusará a usted, ¿o cree que va a cargar sola con la culpa?

Saltó, furibunda:

—Si piensa que con ese viejo truco voy a incriminar a mi hermana, contra la que seguramente no hay ninguna prueba, está muy equivocada. ¿Con quién cree que está tratando, con uno de esos imbéciles a quienes la policía hace caer con trampas rastreras?

En ese momento tuve miedo de verdad, pensé que el juego había acabado, pero lo intenté de todas formas:

—Nuria, usted es una mujer de categoría, lo sé. Sé con quién estoy hablando. Quizá sea usted quien no sabe quién soy yo en realidad, quizá ni yo misma lo he sabido hasta este momento. Voy a hablarle con total sinceridad: he ido sola a Roma, no me ha acompañado ningún compañero de comisaría. He realizado yo sola los interrogatorios y no he comentado los resultados con nadie ni he escrito ningún informe que inculpe a su hermana. Los datos que acabo de darle están vírgenes en mi mente. Si usted quiere podrían quedarse ahí para siempre.

—Y la policía italiana, ¿no está trabajando en la investigación?

—La policía italiana, exactamente igual que mis jefes en la española, sólo se ocupan del gran tema: las conexiones de la Camorra con Barcelona. No les interesa nada más. Andan todos alborotados con eso. De hecho, he tenido que pedir personalmente una prórroga para que me dejaran investigar y el caso no quedara de nuevo cerrado. El asesinato de su padre sólo parece interesarme a mí. Si digo no haber sacado nada en claro, el comisario hablará con el juez y darán por terminadas las pesquisas. Nadie resultará acusado.

Había dejado de mirarme, sus ojos estaban ahora fijos en el suelo. Tenía las mejillas arreboladas, los flancos de la nariz levemente perlados de sudor.

—¿Y qué gana usted en todo esto?

—Cien mil euros, Nuria, ni uno menos ni uno más. No es una cantidad desaforada, nada que usted no pueda afrontar. A mí no me cambiaría la vida, desde luego, pero me permitiría algunos pequeños caprichos de los que un sueldo de policía no permite gozar. No piense que practico normalmente este tipo de corrupciones, pero es que nunca se me había presentado una ocasión menos arriesgada que la actual. Lo consideraré una canita al aire, un fallo puntual. ¿Qué me dice?

—¿Cómo puedo fiarme de usted? Puede revelar las pruebas cuando ya tenga el dinero.

—Usted puede denunciarme ante mis jefes para que se presenten en nuestra cita, y desde luego, si nos encuentran mediando una maleta de billetes entre las dos, le aseguro que yo seré la más perjudicada. ¡Ah, se me olvidaba, quiero billetes pequeños, y quiero que la transacción se realice mañana mismo!

—No sé si será posible, se trata de una suma considerable.

—Usted tiene mucha categoría, Nuria, se lo recuerdo.

—Lo intentaré. ¿En este mismo bar?

—No, en la cafetería Samoa, aquí puede habernos visto alguien y volver nos significaría. A las once de la mañana. ¡Ah!, y si se le ocurriera la peregrina idea de consultar con el subnormal de su abogado, consideraré abortado todo el plan.

—Es usted un bicho venenoso.

—Viniendo de alguien que se ha cargado a su propio padre, ese calificativo es motivo de honor.

—¡La idea de esa muerte no partió de mí!

—Me da igual. La espero mañana. Ha sido un placer. Espere cinco minutos antes de irse, no salga conmigo.

Me levanté y enfilé la puerta del bar. Estaba mareada, casi me tambaleé. Vi que paraba un autobús en la avenida Diagonal y lo tomé sin saber adónde iba. Necesitaba sentarme, la tensión nerviosa amenazaba con derribarme. Luego fui serenándome poco a poco, bajé del autobús y tomé un taxi a comisaría. Allí Garzón enseguida vino a mi encuentro:

—Inspectora… notición: Elisa Siguán viajó a Barcelona con American Airlines en las fechas del asesinato de Julieta López. De sus desplazamientos de hace cinco años no han querido decirme nada, ¡y eso que les dije lo del terrorista segoviano!, que bastante ridículo me sentí.

—Bien —afirmé—. Una prueba más. Luego le hice un gesto para que se sentara y, bajando la voz, le conté mi entrevista con Nuria. Se quedó boquiabierto.

—¡Tiene usted más cojones que el caballo de Espartero!

—Hay que jugar fuerte para conseguir una extradición desde Estados Unidos.

—¿Y va a contárselo a Coronas?

—¡Toma, y al juez! Necesito que mañana la pesquen con las manos en la masa. Usted vendrá con ellos.

—Pero se la puede cargar, Petra, ha ocultado información obtenida en Italia. Además eso de tenderle una trampa a la sospechosa es un procedimiento irregular, y ya sabe que las cosas se han puesto muy serias de un tiempo a esta parte; ¡le puede llover una sanción!

—Me arriesgaré. Quiero una confesión y pruebas claras. Naturalmente diré que el ofrecimiento de dinero lo hizo ella por propia iniciativa. Ya veremos qué pasa.

Se atusó el bigote, ya blanquecino, con creciente excitación, y luego dio un puñetazo en mi mesa:

—¡Es usted un crack, inspectora! ¡Muy bien pensado, ya está bien de mariconadas! ¡Hagamos las cosas como en los viejos tiempos, como debe ser! ¡Estoy más nervioso que un flan! Nos encaminamos a cantar: caso cerrado. ¡Bonita canción!

—¡Baje la voz!, y cálmese un poco. Esperemos que todo salga bien.

—Si sale mal me cagaría en lo más divino y…

—¡Ni una blasfemia más, Garzón! Tengo que hablar con el comisario y esta noche cenar con la familia, ambas actividades respetables propias de una mujer como yo.

—¡Santa verdad, Petra! Es usted más respetable que Dios y el papa juntos, que ya es decir.

Me dirigí al despacho del comisario cruzando los dedos. Había empezado la cuenta atrás.

Aquel día les tocaba a los chicos de Marcos cenar y dormir en nuestra casa. Eso era bueno por una parte, ya que me impediría pensar obsesivamente en lo que iba a suceder, pero por otra dispersaría mi atención, y no podría entrar en una concentración tipo zen y dejar que el tiempo pasara sin rozarme. No podía escoger, de modo que cuando llegué y encontré en el salón a Hugo, Teo y Marina charlé con ellos, sonreí y me enclaustré en la cocina dispuesta a guisar. Al meter la nariz en el frigorífico observé con horror que la asistenta había previsto verdura para la cena. Los hijos de Marcos son disciplinados en general, y han aguantado mil y un discursos sobre dietética y hábitos saludables. A pesar de ello, cada vez que la condenada verdura hervida salía a la mesa Hugo la cubría de mayonesa, Marina la convertía en papilla con ayuda del tenedor, y Teo se pasaba el rato diciendo algo tan absurdo como que la verdura le provocaba tristeza.

Los niños son rituales y aquella noche verde no fue diferente de las demás, sólo que yo me encontraba abstraída y distante, incapaz de imprimir un poco de animación a la rutina. Marcos tampoco ayudaba en ese sentido; había madrugado mucho aquella mañana y comía en un silencio monacal.

—¿Pasa algo? —preguntó Hugo de pronto.

—No, ¿qué demonios va a pasar? —respondió su padre tragando una alcachofa con despreocupación.

—Como estáis tan callados los dos…

—Estamos en un momento de mucho trabajo —me vi obligada a comentar.

—El tutor de mi clase dice que ahora no sólo hay adictos a las drogas o al juego, sino también adictos al trabajo —soltó el incisivo Teo.

—Come y calla —le contestó Marcos en un gesto de autoritarismo paterno que me consternó.

—No es nuestro caso, te lo aseguro. Lo que ocurre es que a veces los asuntos se lían y… —dejé en el aire mi abstrusa explicación.

—¿Os vais a divorciar? —se oyó la vocecita de Marina. Sus dos hermanos se echaron a reír a carcajadas. La niña se ofendió y una judía verde voló desde su plato a la cabeza de Hugo. Este chilló:

—¡Para, burra, que acabo de lavarme el pelo!

—¡Oh, por Dios, no le toquéis el peinado que se muere! —atipló la voz Teo en señal de burla.

—¡Basta! —rugió Marcos dando un golpe en la mesa que hizo dar un salto a la vajilla. Los niños le miraron horrorizados, yo también.

—¡Estoy harto, venís a esta casa como si fuerais al circo! ¡Sois incapaces de estar en la mesa charlando amigablemente! ¡Nunca respetáis nuestros estados de ánimo y nuestro modo de ser! Estoy cansado, me voy a la cama.

Se levantó, retiró su plato y desapareció. Nos quedamos todos petrificados, pero enseguida reanudamos la masticación, mecánica y silenciosa, como de rumiante.

—Se lo ha tomado fatal —dijo Teo por fin.

—Pero es que lleva razón; venimos una noche y lo único que se nos ocurre es montar un pollo en la mesa —objetó Hugo.

—Tampoco ha sido para tanto, ¿no, Petra? —quiso implicarme el primero en los comentarios. Pensé que lo adecuado era restar importancia a lo sucedido.

—Bueno, no habéis estado encantadores precisamente, pero supongo que vuestro padre ha tenido un día muy duro y le ha dado por reaccionar así.

—¿Tú no has tenido también un día duro? —preguntó Teo, queriendo dejar a su padre en evidencia.

—Sí, pero yo me desahogo pegándoles berridos a los malhechores en comisaría.

Se echaron a reír, todos menos Marina, que seguía comiendo sus verduras machacadas con el rostro vacío de expresión. Acabamos la cena gozando de cierta paz. Tras el postre, los chicos recogieron la mesa y se fueron a la cama. Yo estaba metiendo los platos en el lavavajillas cuando Marina apareció en pijama, se quedó mirándome atentamente y preguntó:

—¿Os vais a divorciar?

Me sequé las manos con un paño, la observé:

—Eres de ideas fijas, ¿eh?

—Cuando papá y mamá se divorciaron era así: todo el mundo estaba callado en la mesa.

Comprendí que se sentía angustiada, la atraje hacia mí, puse mi cara a la altura de la suya:

—No, no nos vamos a divorciar ni pasa nada malo. Tu padre tenía un mal día, estaba cansado. No tenéis costumbre de que se enfade, por eso os llama tanto la atención cuando lo hace. Mañana estará como siempre, ya verás. De todas maneras, a veces también tiene derecho a ponerse un poco adusto.

—¿Qué quiere decir adusto?

—Borde.

—Ya. Este fin de semana volveremos, ¿verdad, Petra?

—Claro que sí.

—Nos portaremos bien. No le tiraré judías a Hugo.

—Hubiera sido peor si hubiéramos estado comiendo cordero, los huesos son muy duros.

Se rio y salió de la cocina dando esos saltitos despreocupados y gentiles que siempre dan las niñas. Acabé la tarea y subí al dormitorio. Marcos leía un libro, ya acostado. Enseguida me preguntó:

—¿Crees que me he excedido?

—Bueno, no has estado precisamente encantador pero supongo que has tenido un día muy duro. —Apliqué la fórmula anterior para no tener que pensar.

—Tú también debes haber tenido un día duro y no te has puesto a vociferar.

—Pero yo me desahogo en comisaría pegándoles berridos a los malhechores —repetí, encantada con el déjà vu. Marcos rio, pero luego siguió, aún enfadado:

—¡Es que son unos pelmazos!, nunca se puede mantener una conversación reposada en la mesa. ¡Y encima Marina tirando judías verdes por los aires!

—Hubiera sido peor estar comiendo cordero, los huesos son muy duros.

Rio y me abrazó. Yo estaba feliz, con un mínimo de imaginación y desgaste mental había logrado interpretar a la perfección el papel de ombudsman. ¡Y cómo me gustaba ese papel! ¡Era tan distinto al de policía que solía interpretar, lleno de acoso, persecución, mentira y ardides…! Agradecí estar casada con un hombre que aportaba tres niños pelmazos con los que poder mostrarme encantadora.

A la mañana siguiente cualquier atisbo de encanto había desaparecido. De pie, bebí un café en la cocina mientras los niños buscaban lo necesario para desayunar sin encontrarlo. Antes de que lloviera la segunda pregunta, la primera había sido: «¿Dónde están las galletas?», les mandé un beso volado y me largué a toda prisa. Desayuné en el bar de la esquina, paladeando un cruasán y la paz que proporciona estar solo por completo. Aún no había llegado el momento de ponerme nerviosa, eso vendría después.

En comisaría todo estaba preparado. El juez Muro había aceptado unirse a nuestro operativo y estaba dispuesto a considerar la presencia de Nuria, cargada con el dinero, como prueba de la culpabilidad de las dos hermanas Siguán en el asesinato de su padre. Coronas tampoco quería perderse el guateque y nos acompañó. Habíamos hablado con el dueño de la cafetería prometiéndole que todo se desarrollaría con discreción. Él brindó su despacho para la espera. El plan era muy simple: yo llevaría el teléfono preparado y, una vez recibidos los cien mil euros, le haría una llamada perdida a Garzón, una señal convenida para que los tres hombres se presentaran.

Salieron antes que yo hacia el bar. Yo me quedé en mi despacho, esperando la cercanía de la hora. De repente tenía la impresión de que todo había sido demasiado fácil como para salir bien. Pero no era así, llevábamos mucho tiempo tras aquella presa sin encontrar nunca la más mínima facilidad: viajes, muertes imprevistas, interrogatorios, pruebas poco fiables… sólo la mención de los dólares por parte de Marianna Mazzullo nos había puesto sobre la pista definitiva. Y ahora Nuria daría un punto final irrebatible a la culpabilidad. A pesar de todo, seguía sin comprender los motivos de Elisa Siguán para llevar a cabo aquel crimen. Comprendía por el contrario los de Nuria, muy evidentes: evitaba la ruina de una fábrica a la que siempre había querido dedicarse y heredaba los sustanciosos contactos de su padre con la Camorra. Pero ¿Elisa? El dinero no era su móvil. ¿Y el odio? ¿Es el odio suficiente móvil cuando hace años que ya no estás en compañía del ser odiado? Dejé de pensar, me entró sueño. Con gusto me hubiera tumbado sobre las losetas del suelo de mi despacho. Si el plan fallaba, si Nuria Siguán se echaba atrás, todo se iría al infierno. No habría puntos finales sino que volveríamos a los interrogatorios eternos que no llevaban a conclusiones definitivas, a la posible negación del juez a implicar a Elisa. Me acometió un vahído que intenté superar. Eran las diez y media y tenía que marcharme. Me puse la gabardina y salí.

El aire era fresco, agradable, acariciaba la piel. Caminé unos diez minutos, compré un periódico. Luego cogí un taxi que me dejó frente al Samoa. Entré. Algunos clientes tomaban sus desayunos de media mañana despreocupadamente: ejecutivos en pausa de sus trabajos, señoras elegantes reunidas en pequeños grupos… Me senté a una mesa discreta. Faltaba un cuarto de hora para la aparición o desaparición de Nuria Siguán. Pedí un té. Intenté concentrarme en la lectura del periódico sin conseguirlo ni un instante. Aun cuando no dudaba de la culpabilidad de las hermanas, me sentía como Judas a los postres de la Última Cena. A las once menos cinco la vi entrar en el local. Llevaba un traje de chaqueta rosa palo, pañuelo a juego abollonado en el cuello y zapatos de tacón bajo. En una mano, el bolso. En la otra, un maletín de cartón, de los que venden en las papelerías. Lo dejó sobre la mesa, ordenó un café al camarero y sólo cuando este lo hubo traído, arrancó a hablar:

—Aquí tiene lo que me pidió. Está todo. Supongo que se fía y no se le ocurrirá ponerse a contar billetes aquí.

—¿Cree que estoy loca? Sólo le echaré una miradita.

Me coloqué el maletín en el regazo, lo abrí. Allí estaban los billetes, perfectos en su colocación. Pensé que si de verdad hubieran sido para mí, en aquel momento hubiera sufrido un ataque de pánico, seguido de una paralización total. Metí la mano en el bolsillo de la gabardina y pulsé la tecla de llamada de mi teléfono, ya preparado. Hubo algo en la expresión de mi cara, por mínimo que fuera, que alertó del engaño a la Siguán. Me miró con la contrariedad dolorosa del traicionado. No se sorprendió demasiado cuando vio a los tres hombres rodear nuestra mesa. Fue Coronas el encargado de soltar la fórmula de rigor:

—Acompáñenos a comisaría, por favor.

Entonces, súbitamente, aquella mujer de hierro se tornó de cristal y, bajando la cabeza, se echó a llorar. Allí, en medio de aquel lugar burgués donde podía verla cualquiera, con su elegante traje de pija barcelonesa, Nuria Siguán se derrumbó por primera vez.

—Mi hermana Elisa no tuvo nada que ver —dijo en voz baja—. Yo sola mandé matar a mi padre. Sólo yo soy responsable.

Coronas repitió:

—Acompáñenos a comisaría, por favor. Allí podrá hablar.

Lloró casi tanto como habló, siendo lágrimas y palabras estériles por igual. Se limitaba a declarar siempre lo mismo: «No fue mi hermana, fui yo». Nadie pudo sacarla de ahí, ni Coronas, ni el juez, ni Garzón ni yo. Pero naturalmente su mantra no nos convenció a ninguno de los cuatro. Como su llanto se volvía cada vez más convulso, el juez mandó que llamaran a su esposo y a un psicólogo, temiendo un colapso nervioso. Naturalmente, el marido no compareció y el psicólogo aconsejó trasladarla a una enfermería donde intentarían calmarla. Se la llevaron custodiada por un policía, esfumándose de nuestra presencia sin que de su boca hubiera salido nada más que aquel lamento: «No fue mi hermana, fui yo».

Coronas estaba inquieto y se largó a su despacho, debía preparar todos los trámites para una orden de detención en Estados Unidos. El juez Muro regresó cariacontecido a su juzgado, enfrentarse con las realidades policiales en vivo y en directo parecía haber sido demasiado para él. Nos quedamos, como siempre, Garzón y yo, ambos un poco despistados y sin saber qué hacer.

—¿Vamos a La Jarra de Oro? —fue la iniciativa que se le ocurrió a mi compañero. Yo, por supuesto, acepté.

El bar estaba bastante lleno. En la barra se exhibían tortillas como soles, calamarcitos fritos sobre rozagantes hojas de lechuga, apetitosos pinchos morunos, ensaladas… Era la hora del almuerzo.

—¿Nos marcamos una comida a base de tapas o prefiere el menú?

—No había pensado en comer.

—Comer no es ningún pensamiento, es una necesidad.

—Unas tapas entonces —accedí.

Sentados a la mesa, vimos llegar las viandas que había encargado el tragaldabas del subinspector. Yo me enfrasqué en la cerveza, tan fresca, tan estimulante, deliciosa. Luego suspiré, sintiéndome más centrada en el mundo real. Mi compañero ya había empezado a descabezar gambas con el ímpetu de un Robespierre.

—¿Es que no piensa probar estas delicias, Petra?

—Tengo muy poca hambre, la verdad.

—Pues debería estar hambrienta… ¡y feliz!, finalmente el caso está resuelto.

—¿Resuelto? ¿Y quién ha sido el culpable: Nuria, Elisa, las dos? Y Rafael Sierra: ¿es cómplice, sabía algo de lo que se tramó? Y en cuanto al móvil, ¿fue económico nada más?, ¿qué motivos tenía entonces Elisa para asesinar a su padre?

—¡Joder, lo odiaba!, ¿qué más quiere? ¡Le caía fatal!

—En fin, Garzón, a mí mi madre sólo me caía medianamente y nunca se me ocurrió quitarla de en medio.

—Pero si una hermana suya se hubiera propuesto matarla, quizá usted hubiera aprovechado el tirón.

—¡Estoy convencida de que fue Elisa quién organizó el plan, quién contrató al sicario, quién le pagó!

—Bueno, pues ahí lo tiene: una es culpable y la otra cómplice. Caso cerrado. Ahora ya es cuestión del juez.

—¡Ni hablar, primero hay que interrogar a Elisa Siguán! Corre usted demasiado para quitarse este caso de delante. Y es que este caso se le ha atragantado, Garzón. Primero se dedicó usted a hacer turismo y luego ha trabajado sin convicción. No ha puesto usted pasión ni ahínco.

—Si quiere que le diga la verdad, este caso es un coñazo de la hostia. Hemos estado picando piedra desde el principio hasta el final. ¡Todo ha sido complicado, todo ha costado un triunfo! Hemos viajado, colaborado con otras policías, interrogado hasta la saciedad, a usted han querido matarla… y todo para saber quién se cargó hace cinco años a un maldito cabrón. Porque supongo que ya le ha quedado claro que el tal don Adolfo era un puto cabrón.

—¿Y Julieta López, qué? Nosotros pusimos a su asesino sobre la pista de su paradero, se la servimos en bandeja y la mató en nuestros morros.

—Es verdad, pero tampoco era un ángel, había estado metida en el hampa hasta el cuello.

—¿Desde cuándo nosotros nos dedicamos a juzgar?

—¡Lleva razón, coño, ya lo sé! Pero es que esto del caso reabierto ha colmado mi paciencia. ¡Ojalá no vuelva a tocarnos otro nunca más! ¡A mí que me den cadáveres frescos, los embalsamados que se los endosen a otros!

—¡Qué burro es usted!

—No tan burro como para haberme acabado todas las gambas. Mire, le he dejado la mitad. ¿Quiere hacer el favor de reponer fuerzas? Como me siento generoso y me preocupo por usted se las voy a pelar yo mismo. Dios quiera que no entre ahora nadie de comisaría y me vea pelándole las gambas, pensarían que le hago la pelota.

Empezó a pelar delicadamente los crustáceos y fue colocándolos en mi plato. Yo, como una de esas princesas de cuento inapetente y caprichosa, me los comí, mordisqueándolos sin interés. Nadie era capaz de protegerme tanto como Garzón, de modo que, con una mirada cariñosa, se lo agradecí.