Capítulo 20

En el avión iba casi dormida. Mi mente, más sabia por naturaleza que por cultivo, buscaba la opción del sueño para escapar de la realidad. Y es que la realidad no era muy halagüeña para mí: no sabía qué iba a encontrar en Roma, pero tampoco sabía qué iba buscando. Mejor dormir.

Maurizio Abate me esperaba a la llegada. Por la luminosidad de su mirada y el modo ufano en que la posaba sobre mí, tuve serias dudas acerca de la conveniencia de que nos encontráramos de nuevo. Se alegraba de verme, eso dijo, y mientras lo decía, una constelación de dobles sentidos orlaba cada una de sus palabras. Sería difícil encontrar una actitud adecuada para tratar con él. No podía enfadarme, porque el interés y la dedicación que había mostrado en el seguimiento del caso Siguán me obligaba al agradecimiento y la amabilidad. Pensé que lo mejor sería hacer como que no me enteraba de sus galanteos. Y si se ponía pesado, siempre estaba a tiempo de soltarle un buen bufido que aclarara la situación.

En el coche fue explicándome cómo habían dado con el paradero de la Mazzullo, y en su narración enseguida afloró la figura potente de Torrisi. En los interrogatorios con los capos detenidos, el gran Stefano había logrado algunas insinuaciones en torno al lugar donde se escondía la mujer. Interpretarlas y seguirlas hasta el final había sido cosa de Abate. El proceso culminó por fin con la aparición de la cómplice en un domicilio de Torino, propiedad de uno de los integrantes de la Camorra.

En la comisaría, le tocó el turno a la explicación de lo obtenido en los interrogatorios previos a mi llegada. Lo único importante era que la Mazzullo había confirmado su pertenencia a la Camorra. Con algunos de los capos ya detenidos, y sin saber si la habían denunciado, su resistencia enseguida se quebró. Luego, en un detalle de cortesía entre colegas, habían esperado mi presencia para entrar en cuestiones más concretas.

—Estoy medio dormida —dije tras haber recibido toda la información.

—¿Quieres que dejemos el interrogatorio para la tarde?

—No, será suficiente con que vayamos a tomar un café, uno de esos que se come con cuchillo y tenedor.

Tragué la cafeína pura que un camarero sonriente me ofreció en un cercano bar. Maurizio me miraba todo el tiempo, compitiendo con el camarero en sonrisas y atenciones.

—Estás muy guapa —soltó por fin. Yo, siguiendo el plan de mostrarme ajena a sus piropos, respondí:

—¡No, qué va! Me acosté tarde y no he dormido nada bien. Debo tener cara de muerta. —Antes de que pudiera contradecirme afirmando que mi cara era mejor que la de Cleopatra, añadí—: Pero será mejor que hablemos de trabajo: ¿qué impresión te ha causado la Mazzullo?

—Parece inclinada a hablar. Es como si estuviera un poco asustada por las dimensiones que ha tomado todo esto. Yo creo que es obvio que ella puso a Catania en manos de sus asesinos mafiosos, pero habrá que sacarle cuál es la implicación de Catania y suya en el caso Siguán. Hay un sistema para convencerla: la aterroriza la extradición a España.

—¡Vaya!, ¿por qué?

—En una cárcel española no tiene contactos internos con la Camorra, que siempre le harían la vida más fácil.

—Podemos amedrentarla con eso, pero ¿no podemos ofrecerle ningún caramelo que acabe de decidirla?

—No estoy autorizado a ofrecerle ningún pacto, pero… veremos. ¿Estás lista?

—Creo que sí.

Marianna Mazzullo no había adelgazado ni envejecido, ni en su cara se veían las trazas de sufrimiento alguno. Estaba tranquila, ligeramente fastidiada nada más. Me sonrió. Yo la observé apreciativamente.

—Tiene usted un cerebro privilegiado. ¿Ideó usted sola el plan?

—No sé de qué plan me habla.

—Se lo contaré: Catania estaba acosándola y nosotros también. Así que hizo usted una triple llamada: avisó a Catania de dónde estaríamos aquel día, nos avisó a nosotros y avisó a sus amigos de la Camorra, que también iban a por él. De ese plan perfecto sólo falló una cosa: Catania no consiguió matarme. Lo demás sí salió: la Camorra acribilló a Catania y la libró a usted del encierro en el hotel. Un plan casi perfecto.

—Todo eso suena muy bien, pero no es verdad.

—Hay dos cosas que no entiendo: ¿por qué matar a un policía? Suele ser algo bastante inútil: muere él pero ponen a otro en su lugar. Y otra cosa, ¿por qué no entregar a Catania a la mafia directamente?

—Yo no quería matarla, inspectora. Usted lo ha dicho muy bien, ¿para qué? Pero ustedes aparecieron y fueron un reclamo para que Catania saliera de su escondrijo, que no conocíamos nadie. Catania sí quería matarla, estaba completamente loco, se lo dije la primera vez que hablamos usted y yo. En el fondo les he salvado la vida porque él los hubiera asesinado un día u otro.

—Muchas gracias. ¿Por qué perseguía la camorra a Catania?

—La Camorra sólo ha tenido que ver en este asunto en una cosa: ellos me sacaron del hotel, eso es verdad. Se lo pedí yo misma porque tenía miedo de que me acusaran de delitos que yo no he cometido.

—¿No fueron ellos quienes se cargaron a ese hombre desde una ventana cercana al hotel?

—No.

—Me decepciona, Marianna, una mujer capaz de elaborar planes tan complejos no puede luego negar las evidencias, sin más.

—La Camorra no tuvo nada que ver con la muerte de Catania.

—¿Quién lo mató entonces?

—¡Y yo qué sé!

Abate se impacientó, se puso frente a ella, la señaló con el índice:

—Marianna, hemos hecho venir a la inspectora desde Barcelona y no se marchará con las manos vacías, te lo aseguro.

—¿Qué quiere, que me invente algo para complacerla?

—A lo mejor tienes que acompañarla a España.

—¿Qué quiere decir con eso?

—La inspectora pedirá tu extradición.

—No estoy acusada de nada en España.

—Lo estarás.

Se puso nerviosa, empezó a mesarse el pelo, a renegar en voz inaudible. Luego miró al ispettore con desafío y dijo, rotunda:

—Dice eso para asustarme, lo sé; pero no soy una estúpida.

—Catania cometió asesinatos en España y tú eres su cómplice.

Saltó en su asiento:

—¿Su cómplice? ¿No hemos quedado en que lo hice matar? Está jugando conmigo, ispettore. ¿Qué quieren de mí, por qué me marean de este modo?

Continuamos con aquel juego absurdo durante un par de horas más. Yo la presionaba para que admitiera sus contradicciones. Abate intentaba atemorizarla con el fantasma de la extradición y, alternativamente le hacía vagas promesas de tratarla bien si confesaba quién y por qué había dado muerte al sicario. Pero Marianna resistía bien cualquier tipo de presión o intimidación. Era una superviviente nata y, como tal, supuse que había pasado por todo tipo de situaciones. Comprendí que no se vendría abajo con facilidad. Yo, por el contrario, tenía los nervios destrozados y le pedí a mi compañero que hiciéramos un descanso.

Fuimos a comer. Me encontraba tan cansada como si la destinataria de las preguntas hubiera sido yo. Abate estaba serio, reconcentrado en sus pensamientos. No empezó a comunicarse conmigo hasta que la comida no estuvo servida. Sólo entonces levantó la vista y dijo vehementemente:

—¿Por qué, por qué se encasilla esa mujer en negar lo obvio? «No sé quién mató a Catania», ¡es ridículo, es infantil! ¡Ella avisó a la Camorra!, ¿por qué no lo admite de una vez?

—Si reconoce haber entregado a Catania se hace cómplice en un asesinato. ¿Y quién reconoce eso sin pelear primero?

Arremetió contra los espaguetis como si quisiera hacerles daño. Dijo al borde de la desesperación:

—¡Esto es un lío del demonio, y ninguno de nosotros parece capaz de desenredar la madeja!

—Siento haberte metido en todo esto —contesté, compungida.

Quitó importancia al asunto deslizando una mano en el aire.

—Me gustaría continuar el interrogatorio esta misma tarde —dije.

—Había pensado en dejar la tarde libre e interrogarla de nuevo mañana por la mañana.

—¿Una tarde libre, para qué?

Puso cara de desilusión y respondió nerviosamente:

—No sé, pensé que querrías saludar a Torrisi, ver cómo van sus interrogatorios con los capos…

—Lo lamento, pero estoy agotando el ultimátum de mi jefe. No puedo quedarme en Roma mucho tiempo. Esta tarde será mejor dedicarla al trabajo.

—Como gustes —contestó con seriedad.

Marianna Mazzullo pertenecía al mundo del delito. Por eso era quizá inmune a los interrogatorios basados en el sistema tradicional de presiones y amenazas. Jugaba el juego que le correspondía: burlas a la policía mientras puedes, y si te atrapan, cierras la boca y te dejas llevar. La observé de otro modo cuando la tuve delante de nuevo, con curiosidad humana más que con interés profesional. ¿Qué clase de biografía la había llevado hasta allí? Siempre he pensado que es más difícil salir del mundo de la pequeña delincuencia, que de una importante carrera criminal. Entre ladronzuelos, sicarios, muertos de hambre y prostitutas tenía Marianna sus contactos para subsistir: un robo de electrodomésticos, recados para la Camorra… y también amores y relaciones personales, amistad. Probablemente le resultaba imposible renunciar a su ambiente. No conocía las leyes italianas, y por lo tanto no podía adivinar qué cargos concretos se presentarían contra ella ni cuánto tiempo de prisión determinaría el juez. Sin embargo, suponía que la perspectiva de entrar en la cárcel no la asustaba. Ya había estado presa con anterioridad. Era incluso posible que una estancia en prisión significara una especie de reposo en su vida incierta. Habíamos intentado hasta aquel momento doblegarla, hacernos dueños de su voluntad, y quizá no era aquel el método a seguir. En ningún momento había pensado en ella con un atisbo de piedad, algo raro en mí. No era fácil, el recuerdo de Julieta López seguía vivo. Fue una muerte innecesaria, cruel, atroz… Todo consistía en dejar un espacio a la duda: quizá Marianna Mazzullo no tenía nada que ver en ese asesinato, quizá no.

Le pedí a Maurizio que me dejara a solas con ella para el segundo interrogatorio. Necesitaba replantear los términos, abrir el ángulo, dejarla hablar. Estuvo de acuerdo. Dijo que no se marcharía muy lejos por si había necesidad de traducción. Entré en la sala.

La Mazzullo, que era lista como un gato, enseguida percibió mi cambio de estrategia. Cuando me senté frente a ella y le rogué que me contara su historia con Catania, no se molestó en sorprenderse, elevó las cejas, abrió mucho los ojos y respiró a fondo un par de veces. Creí ver en su gesto cierta melancolía.

—¿Qué quiere que le cuente?

—¿Cómo era él?

Se quedó pensando, como buscando en el tiempo un inicio para su narración, lo cual me alentó, porque significaba que había aceptado conversar conmigo sin tensiones.

—Lo conocí por el barrio, me lo presentaron un día… no me acuerdo bien. Había venido a Roma desde Calabria y tenía modales de paleto, pero era ¡tan guapo!: alto, fuerte, con unos ojos grandes que te agujereaban al mirarte. Pero no crea que nos enrollamos enseguida, no. Él iba dándome coba, haciéndose el encontradizo, me invitaba a tomar el aperitivo con vino espumoso, íbamos al cine… Empezamos a hablar de cosas más personales y me quedé de una pieza: ¡era un tipo que estaba aún más solo que yo! Mis padres murieron cuando yo era jovencita y un hermano que tengo se largó a América a buscar trabajo y no he vuelto a saber de él. Pero Rocco… Rocco parecía que nunca hubiera tenido una familia, nunca contaba nada de su infancia; a lo mejor era hijo de la Inclusa y no quería decirlo.

—Nadie ha reclamado su cadáver en España ni en Italia —intervine.

—¿Lo ve?, ¡eso es lo que quiero decir!, no tenía a nadie, a nadie. Eso no me gustaba, desde luego. Y otra cosa que tampoco me gustaba de él era que no se comunicaba. Y ya sabe usted que una cosa muy importante para la relación entre un hombre y una mujer es que haya comunicación.

Como todas las personas sin cultura, acudía al tópico cuando hablaba de amor. Asentí con la cabeza, como cargada de razón. Continuó, a cada frase más segura de sí misma:

—Otra cosa que me ponía bastante nerviosa era que siempre estaba serio. No sabía bromear. No se reía. Más tarde me di cuenta de que todas aquellas cosas eran las típicas de los locos: mirar muy fijamente, no contar cosas propias, no reír… pero entonces no se me ocurrió algo así. ¿Quién iba a pensar?, porque por lo demás era un caballero: me trataba con respeto y con galantería. No era de esos que les chillan a las mujeres ni que las toman por bobas. En fin, no quiero hablar más de la cuenta, el caso fue que nos liamos, y no hacía ni cuatro días que estábamos liados y ya me hablaba de matrimonio.

—¿De matrimonio? —pregunté con extrañeza.

—¿Qué pasa, es que cree que nadie puede querer casarse conmigo? —me afeó. Intenté no acabar de estropear la situación afirmando:

—Me sorprendía por él, no por usted.

—Pues sí; era raro y un poco pronto, pero me decía que nos casaríamos enseguida, y que tendríamos una casa con jardín en los alrededores de Roma. Me repetía que él no era un desgraciado de los que se arrastran toda la vida. Me aseguraba que sacaría dinero de debajo de las piedras y que nuestra casa tendría muchos armarios y una de esas camas con dosel. —Se echó a reír de pronto—. ¡Qué idea, una cama con dosel! —Me eché a reír yo también. Ella me miró con simpatía, como si hubiéramos pasado a estar charlando en un bar en vez de en una comisaría—. Sí, ¡pobre hombre! Debió de verlo en alguna película, así quería dormir, con cortinas colgando por los cuatro costados y un techo sobre la cabeza. Yo sabía que malvivía haciendo trabajillos sucios; pero bueno, yo también hacía lo mismo, en mi barrio íbamos todos así. Aquello de la casa con jardín y muchos armarios ya veía yo que iba a ser difícil, pero era romántico oírlo hablar. ¡Menos mal que no me casé con él! ¿Se imagina, inspectora, estar casada con un loco tan loco?

—Siempre hubiera podido abandonarlo, divorciarse de él.

—No sé cómo es en su país, pero en Italia cuando una mujer se casa es para toda la vida. Al menos eso es lo que me enseñaron a mí.

—¡Pues menos mal que no se casó!

—Eso es, menos mal —dijo, mirándome con cierta censura—. Pasamos bastante tiempo así: saliendo juntos, haciendo el amor, en fin, la vida; hasta que un día me viene con la historia de que tenía un plan con unos amigos. Se trataba de robar en una tienda de electrodomésticos y quería que yo participara. Según él, sacaríamos muchísimo dinero y eso sólo sería el principio. No sé dónde tenía la cabeza yo entonces, porque le dije que sí. Me presentó a unos tipos que eran más desharrapados que él y… bueno, usted ya sabe el final. Cuando lo soltaron de la cárcel vino a verme a mi casa. Quería que siguiéramos saliendo juntos como si nada hubiera pasado, volvió a darme la matraca con aquello del matrimonio. Le dije que ni hablar, que ya me había jodido una vez y que con una era bastante. Se puso como una fiera, como un animal. Nunca había visto a un hombre más furioso y más violento. Fue en aquel momento cuando me di cuenta de que la cabeza no le regía bien. Pero yo no me asusté. Le planté cara y hasta le dije que se buscara a otra para contarle las historias de las camas con dosel. Me juró que volvería, que volvería con mucho dinero en el bolsillo y que me preguntaría por última vez si quería casarme con él y entonces ya veríamos. Dejé de verlo, desapareció como si se lo hubiera tragado la tierra. No me preocupó porque yo iba a mis cosas intentando salir adelante y ganarme el sustento. Hasta que me olvidé por completo de él, la verdad.

—Entró usted en la Camorra.

Saltó como un felino dispuesto a atacar:

—Ya les he dicho a usted y a ese ispettore que yo no soy de la organización. He hecho algunos trabajos para ellos, eso es todo.

Me miró con cara lúcida, trasmitiéndome con los ojos que si pensaba cazarla en alguna contradicción haciéndola hablar mucho, estaba equivocada. Transigí:

—Adelante, hacía trabajos para ellos.

—Además eso no tiene nada que ver con lo que estoy diciendo. Me ha pedido que hable sobre Rocco Catania, nada más.

—De acuerdo, de acuerdo, siga.

—Un buen día, cuando había pasado ya mucho tiempo y a mí me costó hasta reconocerlo, va y se presenta en mi casa por las buenas. Yo no lo recibí bien. Cuando un mal novio no se olvida de ti, puedes decir que tienes un problema. Le pedí que se largara, que el pasado nunca vuelve. Pero él insistía, inspectora, insistía. Me decía que ahora sí podíamos casarnos porque él tenía mucho dinero.

—¿Cuánto tiempo hace que sucedió eso, Marianna?

—No sé bien, hará unos cinco años. Me contó una historia para convencerme.

—¿Qué historia?

—No me dio detalles; pero me dijo que alguien le había contratado para hacer un trabajo en el extranjero y que le habían pagado un montón de dinero en dólares. Le dije que me dejara tranquila, pero entonces se sacó un fajo enorme de dólares del bolsillo y me los enseñó. Me dijo que tenía más, que había cambiado de oficio y que el de ahora sí tenía auténtica categoría. Dijo que seguramente en unos días le llovería otro encargo.

—¿También pagado en dólares?

—Eso no me lo dijo, sólo dijo que tendría que viajar a España otra vez.

El cielo se abrió un instante sobre mí:

—De modo que el lugar donde le habían hecho el encargo ya pagado era España.

Se mordió el labio en un gesto imperceptible. ¡Por fin se había traicionado un instante, que aproveché!:

—¿Cuál era el encargo, Marianna? Dígamelo —se quedó callada—. ¿El encargo era asesinar a alguien? Catania está muerto, ¿qué pierde usted diciéndome la verdad?

Volvió la cara hacia mí con desesperación.

—No lo sé, inspectora, no lo sé. Se lo juro por lo más sagrado, se lo juro por Dios. Yo no quise que me contara nada porque me dio mucho miedo su tono, el dinero que llevaba encima, la manera como me habló… Le solté que se largara, que no quería saber nada más de él. Le dije que no le había rechazado porque fuera pobre, sino porque no le amaba ya. Él se quedó serio y callado como la muerte y se marchó. Volvió a pasar el tiempo y… lo demás ya lo saben: hace poco vino a mi casa, me amenazó… ya no le podía avanzar más la locura porque estaba completamente loco, había perdido del todo la cabeza.

—¿Eso es todo?

—No sé nada más.

—En eso no la creo, Marianna.

—Tiene que creerme.

—¿Quién le disparó a Catania desde una ventana?, miembros de la Camorra, ¿no es cierto?

—No.

—Es imposible que sea de otra manera.

Me miró con sus grandes ojos torturados. Bajó la voz:

—Inspectora, usted es buena gente. Yo quiero decirle lo que quiere saber, pero no puedo contárselo del todo.

Empezó a latirme pesadamente el corazón, casi no podía respirar. Le dije en un susurro:

—Habla, Marianna, por favor.

—Los hombres que mataron a Catania no son los que ustedes han detenido. Pertenecen a otra familia de la Camorra, inspectora, una familia rival. Es verdad que el capo al que ustedes tienen estaba harto de Catania. Le encargaron a Rocco hacer algo que nunca supe y él después empezó a matar por su cuenta y a hacer locuras. Los comprometía y la cosa llegó al colmo cuando ustedes llegaron a Roma y al pobre loco le dio por perseguirla a usted. Entonces con un hombre que sirvió de contacto, engañaron a la otra familia de la Camorra para que fueran ellos quienes lo mataran. Cómo lo hicieron no lo sé, tampoco sé a quién creían estar matando. Pero a los hombres que tienen detenidos nunca podrán probarles el asesinato de Catania.

—¿Cómo sabes tú eso?

—El hombre que sirvió de contacto es amigo mío.

—¿Está detenido?

—No.

—Muy bien, Marianna, muy bien. Dame su nombre.

Se echó a reír con desesperación.

—No, inspectora, eso no se lo voy a decir, tampoco el nombre de la familia rival.

—¿Hay más de una?

Rio de nuevo:

—Usted no conoce este tipo de cosas, inspectora, sus colegas italianos sí. Pregúnteles si han buscado entre las otras familias de la Camorra, pero no diga que se lo he dicho yo, diga que ha tenido una intuición al ver que yo me negaba a hablar. Es una manera de ponerlos en el camino y me evitará los sufrimientos de otros interrogatorios.

—¿Por qué no me dice los nombres y se libera? Procuraré que no vuelvan a interrogarla más.

—¿Qué quiere, que aparezca muerta en mi celda un buen día? ¡No, prefiero seguir viva! Quiero que esté segura de una cosa: no diré esos nombres, no hablaré nunca, ¿comprende? ¡Nunca!

—Está bien, pero si cambia de opinión…

—No cambiaré, y no me ha dicho si va a protegerme de sus compañeros italianos.

Bajé la vista al suelo y dije:

—Sí, lo haré. No contaré nada de lo que acaba de decirme y antes de volver a Barcelona sugeriré mi intuición de la familia rival. ¿Es eso lo que quiere?

—Sí. Se lo agradezco, usted ha sido amable conmigo, amable de verdad. ¿Le ha servido algo de lo que le he contado?

—Eso creo.

Salí ligeramente mareada y con la sensación de estar cometiendo un delito. Sin embargo, estaba obligada a cumplir mi palabra. Tenía un dato crucial para mi investigación: la Camorra le había hecho un encargo en España a Rocco Catania y le había pagado por él. Los datos que yo iba a ocultar no pertenecían a mi caso. No eran tampoco datos concretos. Me sentí libre de culpabilidad incluso cuando me encontré en la puerta con Abate:

—¿Te ha dicho algo que te interese?

—Sí, parece ser que la Camorra le encargó algo a Catania hace justo cinco años. Dile a Torrisi que siga insistiendo en los interrogatorios con esos tipos.

—Si el encargo era la muerte de Siguán, no abrirán la maldita boca. Saben que estamos faltos de pruebas que los acusen.

—Quizá yo contribuiré a dároslas.

—Eso espero. ¿Tienes tiempo para una copa?

Acepté. Mientras nos escanciaban el vino blanco Abate me miraba con gran intensidad. Supe que era cuestión de minutos que iniciara una conversación que yo hubiera preferido evitar por completo. No me equivoqué.

—Yo, Petra, había pensado que esta noche podíamos ir a cenar y después… —hizo una pausa de duración significativa y continuó—, y después despedirnos adecuadamente.

—No —dije suavemente, y sonreí.

—¿Hice algo que… en algún momento…?

—No. Todo estuvo perfecto.

—¿Y entonces… un ataque de culpabilidad conyugal?

—Verás, Maurizio, los gorilas se entregan al sexo cuando de verdad les apetece, y gozan de él una barbaridad, pero… a veces se trata de apetencias fugaces que no se vuelven a producir.

—Pero hasta los gorilas tienen sentimientos.

—Los que yo he conocido, no.

Se echó a reír a carcajadas, me miró con simpatía.

—¡Petra Delicado, eres fantástica! Sólo espero que ahora no me des una charla en plan National Geographic sobre la vida de los gorilas. ¡Brindo por ti!

Levantó su copa y yo le seguí. Después del trago ritual, dijo:

—Esta será mi despedida.

Se incorporó en su asiento, me tomó la cabeza con ambas manos y me besó castamente en los labios. Luego dijo presa de gran animación:

—¡Vamos a llamar a Stefano Torrisi y su esposa Nada para ver si quieren que cenemos los cuatro juntos!

—Llama también a Gabriella Bertano.

Fue una idea genial porque la cena resultó un éxito. Torrisi pidió un vino extraordinario y charlamos sin medida sobre todo lo que se puede imaginar. El decurso de aquella conversación me vino muy bien para lanzar la insinuación pactada con Marianna y lo que contestó el comisario me tranquilizó:

—Sí, por supuesto que hemos pensado en la posibilidad de que fuera otra familia de la Camorra quien mató a Catania; pero no se preocupe, Petra, de ser así, lo averiguaremos.

El hecho de que estuviera tan seguro de eso apaciguaba mi conciencia. Finalmente aquello era una ramificación del caso que no me correspondía resolver. Luego, aproveché la oportunidad para preguntarle a Torrisi si los trabajos encargados a la Camorra podían ser pagados en cualquier divisa económica, por ejemplo dólares.

—Bueno, depende de dónde suceda el pago; pero lo habitual es utilizar el dinero del país para no levantar sospechas y hacer más difíciles los seguimientos de billetes.

A partir de ahí procuré dejar de pensar en el caso y disfrutar de la compañía. Me sentí entre amigos, ligera y contenta como una niña a la que han sacado de excursión. Creo que lo necesitaba.

Era ya muy tarde cuando me acompañaron al aeropuerto. Tomé un vuelo chárter, nocturno, en el que la policía logró encontrarme un hueco. En el avión, a pesar de estar cansada y abotagada por el buen vino, no me fue posible dormir a gusto. Caí en una especie de duermevela en la que se me presentaban ideas sobre el caso que no era capaz de analizar. Solo veía dólares volando junto al avión, como pájaros que me acompañaran en aquel viaje.

Marcos se llevó un susto morrocotudo cuando me oyó llegar. No me esperaba. Se puso contento pero enseguida pasó a hacerme reproches sobre la intensidad de mi trabajo.

—¿No irás mañana a comisaría? Deberías quedarte en casa y descansar. Llevas un ritmo insostenible y ya no somos tan jóvenes.

En lo último llevaba razón: me sentía como si acabara de cumplir cien años. Nos fuimos enseguida a la cama. Lo observé con los ojos entornados ponerse el pijama. Me pareció que era atractivo. Estaba tan exhausta que creí no pegar ojo en toda la noche, pero la cercanía de su cuerpo y el calorcito que emanaba de él acabaron por adormecerme. Antes de caer rendida, le pregunté:

—Marcos, ¿tú crees que todas las familias esconden una ciénaga maloliente?

—¡Coño! —le oí exclamar entre vapores de sueño, y con esa expresión grosera, tan inusual en él, perdí por fin la consciencia.

Al despertar, sabía por desgracia quién era, dónde estaba y adónde me disponía a ir. Me quedé, sin embargo, unos minutos escuchando caer el agua de la ducha en el cuarto de baño contiguo. Pensaba. Cuando me hice policía tenía, como todos los aspirantes, una idea romántica de la profesión. La mía, no obstante, no consistía en llevar un bonito uniforme y luchar contra el mal. Yo fantaseaba con los métodos de la investigación. Creía que las pesquisas eran un juego intelectual de extraordinaria magnitud: conjeturar, deducir, completar el rompecabezas… Luego me di de frente con la realidad, y comprendí que los sistemas que hacen aflorar la verdad no son los mismos que los que hacen aflorar las pruebas y, sin pruebas, no hay nada que hacer. Es ahí, justamente, en ese pequeño matiz, donde se pierde el arte y el glamour. Pero un policía no es un artista y no sólo eso, sino que tampoco tiene por qué ser una persona ejemplar. Iría a por todas.

Busqué a Garzón en cuanto puse un pie en comisaría, y al verlo sumido en las profundidades de su ordenador, le espeté:

—No sé en qué está trabajando, pero sea lo que sea, déjelo inmediatamente. Le necesito.

—¡Joder, vaya aparición! ¡Ni los buenos días! ¡Bien podría contarme qué tal le ha ido en Roma!

—Olvidémonos de la cortesía, Garzón. Abra bien los oídos: quiero que averigüe cuántos vuelos hizo Elisa Siguán de Nueva York a España de cinco años a esta parte, y en qué fechas los realizó.

Encogió la cabeza entre los hombros como si hubiera recibido un mazazo en la coronilla. Permaneció callado, como intentando comprender lo que acababa de oír.

—¿Puedo preguntar por qué?

—A Catania la Camorra le hizo un encargo hace cinco años, y el precio de sus servicios se lo pagaron en dólares.

—Es una moneda común y corriente, como el euro.

—Déjese de historias. En Europa circulan los euros y si le pagaron en dólares es por alguna razón. Por ejemplo, que el dinero fuera negro, ganado y guardado billete a billete y no se quisiera cambiar en un banco.

—Pero Elisa…

—Es una conjetura, una seria intuición.

—Pues no me entusiasma demasiado, la verdad.

—¿Y quién ha hablado de entusiasmo? A estas alturas a mí ya sólo me entusiasma el ballet ruso, pero vamos a movernos, a arriesgar, vamos a por todas, Fermín, póngase en marcha.

Apagó el ordenador y se levantó. Me preguntó, cabeceando con escepticismo:

—¿Y usted cree que las compañías aéreas conservan tanto tiempo las identidades de los viajeros?

—Ni idea, creí que lo sabría usted.

—No suelo ocuparme de casos con tanta categoría: viajes internacionales, mafias napolitanas…

—Pues ha subido en el escalafón, así que deje de tocarme las narices y apáñese como pueda.

Me dirigí a mi despacho a toda prisa. Hice venir a Domínguez y le ordené que localizara a Nuria Siguán para un nuevo interrogatorio. Como era eficiente me obedeció sin rechistar. Tomé el teléfono y llamé a Rosalía Piñeiro. Se sorprendió al oírme:

—¡Inspectora Delicado!… ¿Es que han descubierto…?

—Estamos en ello —la atajé—. Rosalía, escúcheme bien: usted pidió al juez que reabriera el caso Siguán porque siguió una especie de instinto…

—No fue el instinto… —me atajó ella a mí—, fue un pálpito, una incomodidad. Cuando decidí volver a Galicia me dio la impresión de que estaba dejando algo pendiente.

—De acuerdo, la entiendo muy bien; pero para que sintiera eso quizá hubo algún detalle que usted percibió, algún matiz…

—De haber sido algo importante se lo hubiera dicho.

—No me refiero a cosas importantes, sino a pequeñas observaciones, quizá dentro de la propia familia de su esposo.

Se hizo el silencio. Tras unos largos segundos, la voz de la viuda titubeó, en un tono que intentaba restar trascendencia a sus propias palabras:

—Bueno, en fin, quizá es absurdo, pero lo cierto es que a veces descubrí algunos conciliábulos de las hijas de Adolfo que… no sé si debo decirlo.

—Dígalo.

—Pues incluso en una ocasión, después del fallecimiento de mi marido, Nuria y Elisa estaban hablando en su despacho y cuando yo entré se quedaron calladas al momento. Entonces me di cuenta de que Nuria había enrojecido hasta la raíz del pelo. Me sorprendió, inspectora, porque Nuria es una mujer que muy raramente deja traslucir sus sentimientos o emociones.

—Sí, lo sé. Quizá debió contarme eso cuando me hice cargo del caso.

—¡Ah, no! —respondió con rotundidad—. ¿Qué hubieran pensado ustedes de una viuda que señala detalles de las hijas de su esposo? ¿Hubieran dado crédito a las fantasías de una madrastra? ¡Ah, no! Se trata de un asesinato, no es cosa para tomarla a la ligera.

—Es usted una buena persona, Rosalía.

—Pero tengo mala suerte, ya lo ve.

—Se equivocó al escoger a su pareja y eso es algo que sucede con asiduidad.

—¿Tendré que volver a Barcelona para declarar?

—Cuando se celebre un juicio tendrá que venir. Además, así volverá a ver al juez Muro, que quedó prendado de usted.

—Es un hombre muy agradable.

—¡Regrese y cásese con él! A usted le gustan los hombres mayores.

—¿Se ha vuelto loca, inspectora?

Después de colgar debió quedarse un buen rato pensando en mi extraña proposición. Muy comprensible; a veces digo cosas que sé que no debería, pero si a las palabras se las lleva el viento, con los silencios no existe ni siquiera esa posibilidad.

Salí del despacho y fui hasta la máquina de café. No es un café extraordinario pero no quería llegar hasta el bar. No hubiera soportado mezclarme con la gente, oír voces y ruidos, arriesgarme a perder el punto de especial clarividencia en el que me encontraba. Dice el manual del perfecto policía que trabajar bajo esos síntomas es fatal para una investigación. Tu propia euforia puede ir enfangándote en un error y apartándote cada vez más del camino correcto. Me daba igual, estaba inspirada y seguiría la llamada de mi inspiración. Ni siquiera comería a mediodía: era consciente de que aquel estado de alerta mental se debía en parte a haber dormido muy poco aquella noche. Pero es sabido que los grandes místicos llegaban a sus éxtasis gracias a sus ayunos y mortificaciones corporales. Y yo, para todo lo que me proponía hacer, necesitaba un éxtasis de elefante.