Garzón, al teléfono desde Roma, fue mi primer contacto con el mundo aquella mañana. Oír su voz me alegró. Él estaba encantado con su suerte de exiliado temporal.
—¿Cómo van los interrogatorios, Fermín?
—Estoy con Torrisi y con Abate. Intervengo cuando quiero y Abate traduce. ¡Son unos tíos, estos de la Camorra, Petra. No puede ni imaginárselo! Bragados, con pinta de patibularios a morir; llevan el delito pintado en la cara. Usted los hubiera detenido sólo por lo feos que son.
—Y, aparte de consideraciones estéticas, ¿obtiene usted algún resultado?
—A Torrisi le van cantando: negocios en Barcelona, almacenes en Roma… Seguro que usted se entera desde Barcelona, porque están todo el tiempo en contacto con Coronas, pero de lo que nos interesa a nosotros… de eso nada, inspectora. No hay manera de que reconozcan haber enviado hace cinco años a Catania para matar a Siguán. Tampoco admiten haberlo liquidado. ¿Y a usted qué tal le van con aquellos dos?
—Me pasa algo parecido a lo que usted dice: no admiten ni siquiera conocer el asesinato de Siguán.
—A ver si va a resultar que Abelardo Quiñones fue de verdad el asesino y Catania sólo era un amiguete que pasaba por allí.
—Sí, esa es una fantástica opción, y después el bueno de Quiñones se largó a Marbella para hacer meditación y acabó suicidándose al comprender la magnitud de su culpa.
—Comprendo que la broma no tiene gracia, pero es que la historia inconclusa del tal Catania empieza a resultarme desesperante.
—¿Qué planes tiene para los próximos días?
—Seguiré los consejos del comisario Torrisi y me quedaré en Roma un par de días más.
—¿No hay nada sobre Marianna Mazzullo?
—Nada, pero Abate anda en ello noche y día. ¿Sabe lo que me dijo de usted el ispettore? Pues que es una policía buenísima y que tiene mucha personalidad.
—Muy amable por su parte. Dígale que se deje de florituras y encuentre a la Mazzullo.
—Ya pensaré si se lo digo o no.
—Oiga, Fermín, no quisiera oficiar de mamá, pero le recuerdo que tiene que llamar de vez en cuando a Coronas y también escribir un informe diario y dar cuenta al juez. ¡Ah, y no se le ocurra volver a hacerse ninguna foto con los centuriones o le denunciaré!
—Sí, mamá… quiero decir inspectora.
—Una curiosidad, ¿ha vuelto a llevarse en el equipaje La vida de los emperadores romanos?
—La verdad es que abandoné la lectura, después de Calígula la cosa decaía mucho. Beatriz se enfadó y me puso como penitencia Cumbres borrascosas.
—¿Y le gusta?
—No sé qué decir, todo me parece muy exagerado, pero también me lo pareció la vida de Calígula y era verdad.
Puse los ojos en blanco aunque el subinspector no pudiera verme y me despedí de él con frases de ánimo. No me costó encontrar las más idóneas porque eran justo las que yo necesitaba. La hora de hablar con Nuria Siguán se aproximaba y mi corazón se encogía por momentos. Era inútil minimizar la trascendencia de aquel interrogatorio. En aquella última baza estábamos jugándonos la resolución del caso. Había estudiado la situación concienzudamente y creía saber bastantes cosas sobre la psicología de aquella mujer. Sin embargo, estaba asustada, quizá me faltaba la presencia desmitificadora del subinspector. De todos modos necesitaba un extra de seguridad. Como no estoy muy convencida de los beneficios inmediatos de la oración, crucé a La Jarra de Oro y pedí un whisky. Nunca antes había tomado una copa antes de las diez de la mañana, y debo decir que el efecto fue espléndido. Mi estómago se despertó y bombeó un chorro caliente de sangre al resto del cuerpo. Salí del bar sintiendo el mejor estado al que podía aspirar: la indiferencia. Comprendí que la predestinación no es algo tan absurdo como el catolicismo quiere hacernos creer, y que hay veces en las que no podemos controlar los hechos. Si el interrogatorio salía mal, no sería algo que se me pudiera imputar al cien por cien. Así, acudí a la sala de interrogatorios con la única fe con la que el ser humano puede contar: que el destino me fuera favorable.
Nuria Siguán tenía los ojos de un azul difícil de encontrar en el entorno natural. El suyo era un color luminoso que sugería pureza, incontaminación. Su mirada estaba serena, además, habiendo perdido el toque de cinismo habitual en ella. ¿Qué había ahora en sus ojos: arrogancia, orgullo, deseos de intimidación? A su derecha, un Octavio Mestres pimpolludo y elegante, dio un paso al frente nada más verme. Por ese detalle y su manera directa de hablar, sin esperar siquiera una pregunta por mi parte, comprendí que ya tenían una estrategia de defensa que iban a usar ante mí.
—Buenos días, inspectora. Mi defendida, la señora Siguán, rechaza por completo las pruebas acumuladas en su contra y quiere hacer constar que las irregularidades de la tienda Nerea no pueden atribuírsele en absoluto porque no estaba al corriente de ellas. Ella, de hecho, nunca participó en las cuentas ni el día a día del negocio, siendo su socio quien se ocupaba de todos los asuntos económicos.
Lo miré como si fuera un objeto que alguien hubiera tirado por la ventana cayendo justo en mi camino. Quizá fue el alcohol lo que me dio las fuerzas para escupirle:
—¡Lárguese!
—¿Cómo dice?
—¡Que se largue, que salga de aquí, que se volatilice! ¿Me ha comprendido ya?
Sonrió con sorna ficticia y miró a la Siguán como el maestro mira al alumno, diciendo: «Ya sabes lo que tienes que decir». La mujer apartó la vista en un gesto hastiado. Cuando su abogado ya estaba fuera, la oí decir con apatía.
—¡Qué torpes son los hombres!, ¿verdad?
Me costaba creer que anduviera buscando mi complicidad. Escudriñé minuciosamente todos los gestos de su rostro.
—No sé si este es torpe o no en su vida personal; pero como abogado sí que lo es. ¿Es esa la estrategia que piensan presentar ante el juez, cargar toda la culpabilidad sobre los hombros de su socio? Le advierto que él no ha hecho lo mismo con usted.
—Es lógico, habrá decidido decir la verdad.
Empezaba a estar tensa aunque aparentara desparpajo. No me inmuté.
—Con esa historia no va a ninguna parte, Nuria. Si usted o ese paleto de su abogado han leído los pliegos de acusaciones con un poco de atención, ya se habrán dado cuenta de que la participación de ambos en actividades mafiosas está más que probada.
—Entonces, ¿para qué diablos me interroga de nuevo?
—Porque la acusación de la que hoy voy a tratar con usted es la de asesinato.
—De esa acusación no tienen pruebas y ni siquiera ha sido formulada por el juez.
Intentar pescarla desprevenida no era fácil, atemorizarla tampoco. Pensé: ya que ella no pierde los nervios, voy a perderlos yo. Puse el índice derecho bajo su nariz y lo moví arriba y abajo.
—Nuria, basta ya de tonterías, usted está implicada en la muerte de su padre. Sólo me falta por saber si participó en la organización del asesinato o si se lo encontró ya hecho. Admito que esta segunda opción es posible, con lo cual usted sería sólo cómplice. Creo pues que le conviene hablar, contarme lo que pasó. Únicamente de ese modo puede salir bien librada de esta mierda.
—No me hable en ese tono.
—Sigue creyendo que está en un instituto de belleza y yo soy su esthéticien, ¿verdad? Pues no, está usted en una comisaría y una inspectora de policía le está diciendo que ha asesinado a su padre. ¡Reaccione de una vez!
Se quedó estupefacta ante mi grito. Me miró sin dar crédito, hacerse la ofendida ya no era suficiente y no sabía qué más podía hacer.
—¿Cómo se atreve…? —balbució.
—¿A qué, Nuria, qué es eso tan terrible a lo que me atrevo. A gritarle, a decirle la verdad a la condesa de Siguán? Usted no es más que la hija de un cabrón mafioso al que se cepilló con ayuda de sus secuaces. He interrogado a putas más respetables que usted, y con mejor pedigrí.
Por primera vez desde que la conocía la máscara de su rostro se resquebrajó y, de improviso, se echó a llorar. Su llanto era una mezcla de sorpresa, horror, vergüenza y rabia. El hallarse en una posición en la que yo pudiera tratarla de aquel modo constituía para ella una humillación inconcebible. Hubiera debido darme cuenta antes de que era sensible a la brutalidad policial.
—¡Deje de llorar, eso no sirve para un carajo! ¡Hable! ¿Quién contrató al sicario italiano?, ¿quién mató a Abelardo Quiñones? ¡Hable! ¿Fue Sierra, fueron ustedes dos?
Con la cara enrojecida respondió:
—¡Rafael Sierra no sabe nada de asesinatos! —Una pausa me hizo pensar que se disponía a una confesión. Contuve el aliento, pero ella continuó—. ¿Cómo puede pensar que él o yo…? ¡Eso es horrible!
—¿Debo confiar en usted, debo dar crédito a una persona que miente sobre cosas ya probadas y carga todas las responsabilidades en su socio?
—Yo no maté a mi padre, inspectora, créame.
—No puedo creerla, Nuria.
—Es cierto que aceptamos un convenio con tipos de la Camorra, ya de nada sirve negarlo. Comerciamos con ellos, lo admito. Toda esa organización la heredamos de los últimos tiempos de mi padre como empresario. Luego mi padre se hartó de no llevar el mando de su propia empresa y…
—¡Y quiso salirse de la Camorra, pero los mafiosos y ustedes dos se lo impidieron, asesinándolo!
—¡No!, lo que hicimos fue pactar que él dejaría la empresa en mis manos y las de Rafael, nosotros seguiríamos asociados con la Camorra.
—Su padre no era de los hombres que hacen algo así. Quería morir al timón de su barco y ese barco sin la Camorra hacía aguas por todas partes. Fue más fácil matarlo, liquidar la herencia y recomenzar de nuevo con sus contactos. No me equivoco, ¿verdad?
—¡No, no, no…! —chilló fuera de sí—. He confesado lo que he hecho, pero nunca conseguirá que confiese delitos que nunca he cometido, nunca.
—¿Quizá fue Sierra?
—¡Tampoco pienso acusar a un hombre inocente!
—¿Y cómo sabe que lo es?
—Es un buen hombre.
—¿Es su amante, Nuria, Rafael es su amante?
—No —susurró.
—A veces me he preguntado si la fidelidad de Rafael Sierra a la memoria de su padre no era excesiva. Pero si ustedes dos estaban enamorados, eso explicaría muchas cosas.
—Deje mi vida personal. Soy una mujer casada.
—Hablé con su marido, ¿no se lo dijo?
Estaba sorprendida, dolida también, había perdido toda agresividad, empezaba a comportarse como una víctima, aun así replicó:
—¿Se cree usted con derecho a todo, inspectora? ¿Piensa que puede entrar en el ámbito privado de una persona y ensuciar cada rincón con sus suposiciones?
—Oiga, Nuria, déjese de chorradas. No estoy intentando escribir una biografía no autorizada sobre usted ni vender una exclusiva a una revista del corazón. Esto es la investigación policial de un asesinato, ¿comprende? Parece tener serias dificultades para saber cuál es su situación.
—Carece usted del más mínimo sentido moral.
Solté una carcajada sarcástica y me apresuré a recoger mis papeles, que se hallaban extendidos sobre la mesa. Debía poner allí el punto final, nuestra conversación empezaba a parecerse demasiado al cacareo de dos gallinas exhaustas.
—Pasaré informes al juez sobre su declaración y volveré a llamarla para otro interrogatorio. Puede salir.
Lo hizo sin rechistar, caminando con un paso mucho menos altivo que el que solía tener. Me serví un poco de agua y la bebí de un trago. Aquello era más duro de lo que había imaginado, quizá casi imposible. Fui a ver a Coronas. Le conté que la Siguán acababa de confesar su cooperación con la Camorra. Me miró sin interés:
—Bueno, con todas las pruebas que tenemos en su contra que confiese no añade nada sustancial.
—No consigo, sin embargo, que confiese el asesinato de su padre.
—Los informes de Torrisi y Garzón desde Roma tampoco señalan ningún culpable. Quizá…
—¿Quizá qué, señor?
—Quizá tenga usted que dejar de apretar la quijada y soltar la presa. Si no hay pruebas…
—De momento voy a seguir con los dientes prietos.
—Como quiera, pero el tiempo de las imputaciones ya se está acabando. El juez ha decretado prisión con altísima fianza para Sierra y Siguán. En cuanto a la operación conjunta anti Camorra, creo que aún tendremos unos días de trabajo, pero no demasiados.
—Eso es lo único que le interesa, ¿no es cierto, comisario?: la algarabía internacional y los éxitos contra las mafias. El asunto del crimen de Siguán ha dejado de ser algo relevante.
Se irguió en su asiento, me miró con una fiereza que nunca había visto antes en él.
—¿Qué ha dicho, inspectora Delicado? Tenga cuidado, mucho cuidado. La obsesión que puede llegar a sentir un investigador por un caso puede llevarle a cometer muchos errores, y de todos ellos el peor es insolentarse con sus superiores.
—Lo lamento.
—Mejor así. Dispondrá de un tiempo limitado para sus últimas pesquisas sobre el crimen de Siguán. Ya dictaremos con el juez un plazo razonable. Si superado ese plazo no han aflorado pruebas o declaraciones definitivas, deberá sumarse al operativo antimafia en el que andan metidos tantos de sus compañeros. El caso se dará por cerrado.
—A sus órdenes —dije exacerbando la oficialidad de la expresión.
Me miró de través y se guardó sus pensamientos. Yo hice lo propio con los míos. La desinhibición que proporciona el whisky de buena mañana tenía sin duda algunos inconvenientes.
Al día siguiente llegó Garzón desde Roma. Como no me había avisado de su llegada, enseguida concluí que no traía novedades. La expresión de su cara me lo confirmó. Hubiera deseado que la mía no trasluciera nada, pero sin duda el desencanto se me notó, porque el subinspector me dijo enseguida:
—Lo he intentado, inspectora, le aseguro que lo he intentado. Torrisi y Abate son testigos. Pero no ha habido forma humana, o esos tipos tienen la dureza del pedernal o realmente no mandaron matar al empresario.
Mi decepción era relativa. Si no había pruebas fehacientes que inculparan a los mafiosos, ¿por qué demonio iban a hablar? ¿Quién, de hecho, iba a cargar con la responsabilidad de un asesinato sucedido hacía cinco años y del que no teníamos detalles suficientes? Mis dos esperanzas: los dueños de Nerea y los mafiosos parecían haber mojado sus respectivas pólvoras y todo aquello empezaba a emanar el detestable tufillo de un caso sin resolver. Encima, todo el mundo parecía estar feliz y contento porque nuestras investigaciones habían dado pie a destapar negocios de la Camorra en Barcelona. Incluso Garzón daba los primeros síntomas de tirar la toalla.
—¿Y qué vamos a hacerle, inspectora? —replicó ante una de mis quejas—. Nos hemos estrellado contra una pared y tampoco es cuestión de golpearnos mil veces la cabeza.
—¿Lo dejamos entonces, nos ponemos en plan budista de aceptación y aquí no ha pasado nada? A veces tengo la sensación de que nadie, ni siquiera usted, quiere saber en el fondo lo que de verdad ocurrió.
—¡No diga eso! Yo sigo teniendo mucha confianza en el ispettore Abate. Es casi tan testarudo como usted y tampoco se conforma con este final del caso. Me ha prometido que seguirá investigando por su cuenta.
—¡Sí, puede estar seguro de eso! Alguien que no está encargado de una investigación que además sucede en otro país va a ser quien nos saque las castañas del fuego.
—Es usted injusta, inspectora. Cuando está de mal humor, suele ser muy injusta con todo el mundo.
Aquella crítica que no esperaba me dolió como el aguijonazo de un insecto. Me enfurecí y le hablé a Garzón con la calma tensa que se emplea con un enemigo:
—No traspase la barrera, subinspector. Que yo le haya dado un margen de confianza no significa que pueda ponerse el mundo por montera. Cada uno está donde debe estar, no se confunda.
Su rostro acusó mi andanada como un trallazo. No vi cólera en él, sólo tristeza.
—Le pido perdón, inspectora. No se repetirá.
Diez segundos después de haber hablado ya me pesaban mis palabras, pero era peor rectificar. Hice llamar a Rafael Sierra para un nuevo interrogatorio, aunque mi estado de ánimo distaba mucho de ser el ideal para cualquier trabajo. Llegó como una víctima a quien hubieran echado al foso de los leones y, viéndolo en un estado tan deplorable, me lancé sobre él como una fiera más, buscando darle el mordisco de gracia. Lo machaqué a preguntas, siempre las mismas y en el mismo tono. Respondía a duras penas, como si estuviera al borde de su resistencia emocional. Continué y continué hasta que ni siquiera levantaba la cabeza para responder. Entonces me eché a reír de modo despectivo.
—He llegado a pensar, señor Sierra, que quizá usted no sabe detalles sobre el asesinato de su jefe. Sólo sabe una cosa: quién lo cometió.
Negó con un gesto. Estaba exhausto, sofocado por aquella situación reiterativa, obsesiva, casi absurda.
—Fue Nuria, ¿verdad?
—No, inspectora. Nuria Siguán no mandó matar a su padre. Si así hubiera sido, me lo habría contado.
—¿A usted, a un simple socio que antes era empleado de su padre? Discúlpeme pero lo dudo.
Me miró de manera casi implorante:
—Nuria y yo hemos tenido una relación sentimental durante muchos años, inspectora.
—Lo imaginaba.
—¿Ella no se lo ha dicho?
—No. Quizá sabe que esa circunstancia no les beneficiará a ninguno de los dos en el juicio.
Hizo un gesto de indiferencia que demostraba muy bien su estado mental: no batallaría más, se había rendido.
—Asumiré las cosas que he hecho mal, inspectora, pero sólo esas. Yo de muertes no sé nada.
El conocimiento de aquella relación amorosa no representaba demasiado para mí. ¿Qué podía hacer con ese dato, en qué me ayudaba? De repente comprendí que quizá no era un diamante, pero sí una piedra que podía utilizar como proyectil. Preferí no pensar demasiado en lo que iba a hacer, estaba actuando a la desesperada, ya no quedaban resquicios por los que penetrar ni trucos a los que acudir. Habíamos llegado casi al final.
Cité en comisaría al marido de Nuria y él, sin duda sabiendo que no tenía alternativa, aceptó venir. Lo recibí en mi despacho, con una sonrisa de circunstancias que prácticamente había ensayado frente al espejo.
—De verdad lamento molestarle, señor Codina.
—Si vamos al grano la molestia será menor. Mañana viajo a Pekín y tengo aún asuntos que ultimar en Barcelona.
—Su esposa y Rafael Sierra han sido amantes durante muchos años —le espeté con absoluta brutalidad. Me miró con expresión decepcionada, sonrió:
—¿Me ha llamado para decirme eso, inspectora? No sabía que la policía se dedicaba ahora a perseguir asuntos sentimentales.
—¿Lo sabía usted?
—¡Y qué importancia tiene eso! Creí haberle dicho que la vida de Nuria ya no me concierne.
—¿Le concierne aún hasta el punto de encubrirla?
—Ya entiendo. Usted pensó que me pondría frenético al saber que mi mujer era infiel y que, si estaba encubriéndola, dejaría de hacerlo en medio de un ataque de ira fenomenal. Demasiado clásico, ¿no le parece?
—Tenía que intentarlo. Hay veces que guardamos cosas atávicas en nuestro interior —dije con sinceridad.
—¿Le parezco yo atávico?
—Escasamente.
Se echó a reír del modo un tanto estridente de quien no tiene costumbre de hacerlo.
—Me cae usted bien, inspectora Delicado. Llegados a este punto, si supiera que mi esposa hizo en su día algún movimiento para planear el crimen de su padre, se lo diría. Pero no sé nada al respecto, y no sólo eso, sino que no creo que fuera así. Nuria es fría, dominante, siempre descontenta con todo, pero carece de los arrestos suficientes como para cargarse a su propio padre. ¿No ve a qué clase de hombre ha escogido como amante?: un pobre tipo sin espíritu al que podía manipular a su antojo. No fue a la conquista de alguien con personalidad. No, se quedó en lo más fácil, en la docilidad de un empleado que siempre veneró el apellido que ella ostenta. ¿Cree que alguien así es capaz de perpetrar grandes delitos?
—Pero cuando se casó con usted…
—Eso es algo que acabo de enmendar. Ya he pedido el divorcio. La vertiente pública que está tomando todo este asunto daña mi prestigio; lo cual me viene muy bien como excusa para divorciarme sin más tardanza.
—No puede negarse que es usted sincero.
—Las reglas en su mundo son muy simples: el policía persigue el delito. En el mío no son más complicadas: cada uno busca salir ganador. No hay más.
—Iba a desearle suerte pero no creo que la necesite.
—Yo se la deseo a usted, quizá la necesite más. Pero no lo olvide, inspectora: mi familia política es un lodazal, hay gusanos debajo de cada piedra, podredumbre en cada rincón. Ninguno de ellos está bien de la cabeza. Téngalo en cuenta.
Acabé aquella entrevista con sentimientos encontrados. Por una parte, la claridad de ideas de aquel hombre me producía cierto deslumbramiento. Por otra, el fondo de lo que decía era repugnante. Ser un ganador, esa era su única moral. Y si se cometen errores en el camino, se enmiendan y en paz. No estaba segura de que me gustara ser así, pero sólo el hecho de dudarlo llegó a escandalizarme.
Al encontrarme con Garzón en el despacho recordé que estaba enfadado conmigo y no supe qué decir. Él enseguida me lanzó una pulla especialmente torpe:
—No he venido a molestarla, inspectora. El juez quiere que unifiquemos mis informes de Roma y los suyos de los últimos días. Así que si no tiene nada más importante que hacer y puede dedicarme unas migajas de su tiempo…
—¡Váyase al infierno, Fermín! —solté con toda el alma. La mala fortuna quiso que en ese momento entrara el comisario Coronas y oyera mi desplante. Intervino sin tardanza:
—Petra, ¿sabe qué día de la semana es hoy?
—Viernes, señor.
—Exacto. Tómese la tarde libre y no vuelva por aquí hasta el lunes. Creo que empieza a acusar los resultados de un exceso de trabajo.
—Como usted quiera, comisario, me iré. A lo mejor así dejo de contaminar el ambiente tranquilo y amistoso de este lugar.
Mientras declamaba tamañas estupideces, iba metiendo mis cosas en el bolso con precipitación. Coronas y Garzón me miraban en silencio y contestaron casi al unísono cuando me despedí:
—Buen fin de semana, inspectora Delicado.
Llegué a casa presa de un colosal enfado contra el mundo. La asistenta se había marchado ya, con lo que se libró de algún bufido gratuito. Había dejado la nevera llena de comida; cierto, aquel fin de semana los niños estaban con nosotros.
Empezaron a llegar sobre las seis. Primero, los gemelos, después, Marina. Yo estaba leyendo una novela, pero cuando extendieron un enorme puzle sobre la alfombra del salón, me sumé a sus cavilaciones por casar las piezas entre sí. Aquella actividad me relajó, también la música absurda que Teo puso en el CD. Canturreé y me serví una cerveza para que me ayudara a comprender mejor los intríngulis del rompecabezas. Suspiré, empezaba a encontrarme bastante más tranquila.
A las nueve, Marcos ya estaba en casa y juntos empezamos a preparar la cena. Cocinamos hamburguesas, arroz con verduras y preparamos una gran fuente de ensalada. En la mesa todo se desenvolvió con normalidad. El único tema que hubiera podido crear tensiones era el de Isadora Duncan, pero sólo surgió a los postres y en un aparte entre Marina y yo.
—¿Puedes explicarme otra vez cómo murió la bailarina? —me preguntó. Lo hice, le narré de nuevo el episodio del fular sin recrearme demasiado en los detalles. Observaba cómo mis palabras iban generando en su rostro curiosidad, perplejidad, horror, admiración. Comprendí que en su imaginario había aparecido el personaje femenino ideal, aun sin saber muy bien quién era.
El sábado trascurrió sin incidentes, abrigado en las tranquilizadoras rutinas familiares, y el domingo salimos al campo y comimos en un restaurante. Por la tarde, cada uno de los chicos regresó a su casa. Marcos y yo nos servimos una copa y nos sentamos a leer. Los primeros sorbos del gin-tonic me supieron a gloria, pero poco a poco, la inminencia del lunes y los recuerdos punzantes de la realidad empezaron a realizar su labor de zapa: perdía el hilo de lo que estaba leyendo, me abstraía en pensamientos confusos y acabé haciendo hipótesis incongruentes. ¿Y si había habido novedades en el caso y Coronas había impedido que me llamaran?, ¿y si el comisario había decidido cerrarlo ya? Llena de inquietud me puse en pie y tiré el libro bruscamente sobre el sofá. Marcos me miró por encima de sus gafas:
—¿Qué pasa, Petra?
—Nada.
—No puedes seguir así, querida, la inquietud que te genera este caso es excesiva.
—¿Alguna sugerencia? —pregunté con retintín.
—Si no eres capaz de llevar a término este trabajo con calma, deberías pedir el relevo.
Un calor intenso me subió a la cara.
—Yo no soy como tú, Marcos. No tengo ese talante frío e imparcial que te hace vivir la vida como si fueras un juez de tenis: impávido, subido a tu banqueta desde donde ves y señalas los errores con elegancia y en plan inapelable. Te envidio, no creas, ¿cuál es tu sistema: la superioridad, la indiferencia?
—¿Te apetece una pelea?
—No, me apetece que me contestes.
Hizo un esfuerzo por no levantarse y marcharse, que hubiera sido su reacción natural. Estaba serio, incómodo, fastidiado.
—Un arquitecto se basa en el equilibrio. Los cimientos sostienen el edificio, las paredes lo aíslan del mundo, el techo lo protege de la inclemencia. Todo tiene que ser armónico, estar bien medido, nada puede pesar más que el resto, cualquier elemento se apoya en el de al lado. Ese suele ser mi secreto para ir por la vida.
—O sea, que todo está al mismo nivel para ti: el trabajo, tus hijos, yo e incluso los ratos de ocio.
—Hay cosas más importantes que otras, aunque desde luego puedo afirmar que no eres tú precisamente quien me protege de las inclemencias.
—Muchas gracias, ya me lo imaginaba. Pero yo soy policía, y los elementos con los que tengo que bregar no tienen nada que ver con el equilibrio: pruebas que no aparecen, tipos que se niegan a hablar, comportamientos humanos basados en la locura, en intereses, en la misma maldad… ¿qué edificio crees que se puede construir con eso, un burdel? No, Marcos, mi vida profesional no consiste en sentarme a calcular en la soledad de un estudio, sino en tratar con lo peor de la sociedad; así que no me hables de equilibrio porque simplemente no sé a qué te refieres.
Solté aquel párrafo con las mandíbulas apretadas y los ojos centelleantes. Marcos cerró su libro, se levantó y dijo en voz baja:
—Me voy a la cama, ¿vienes?
—¡No! —aullé.
Sola, me serví otra copa y puse un disco de jazz. Como no me encontraba con el ánimo proclive a meditar, intenté concentrarme en la música. Sorprendentemente una oleada de sueño vino a librarme de la desesperación. Noté cómo iba durmiéndome y me dejé llevar. No sé cuánto tiempo más tarde el sonido del móvil vino a despertarme. Miré el reloj: eran las tres de la madrugada. Reconocí la voz de Abate:
—¿Petra? Lo he pensado mucho antes de llamarte, pero tienes que volar mañana temprano a Roma, no veo otra solución.
—¿Qué pasa?
—Hemos atrapado a Marianna Mazzullo. Está detenida, supongo que quieres…
—Tomaré el primer avión —le interrumpí.
Caminando como una zombi, me dirigí hacia la alcoba. Me incliné sobre Marcos, que dormía, y lo besé. Medio atontado por el súbito despertar dijo:
—Lo de las inclemencias no lo pienso de verdad —farfulló.
—Déjate de inclemencias —le susurré al oído—. Quiero hacer el amor.
Él, inmediatamente, echó a un lado la ropa de cama y me dejó un hueco a su lado. Luego, me abrazó. Sus brazos eran un elemento arquitectónico de primera, una techumbre recia y resistente que resguardaba de lluvias, tormentas, tornados y todo tipo de furias desatadas.