Fue un nombre propio lo primero que me vino a la mente al abrir los ojos aquella mañana: Torrisi. Estuve repitiéndolo a ratos mientras me duchaba y luego tomaba un café: Torrisi. Incluso por un pelo no le llamé Torrisi a Marcos cuando apareció en la cocina frotándose los ojos.
—¿Por qué te vas tan pronto? —me preguntó.
—Anoche me llamaron desde Roma; parece que hay novedades importantes en el caso.
—Estoy deseando que acabes con este caso.
—¿Y qué más te da?; después de este vendrá otro.
—Pero en este siempre existe el peligro de que tengas que marcharte a Italia, y no me apetece que te vayas.
—Me siento halagada, querido, pero pierde cuidado: voy a hacer lo imposible por no irme. Si alguien tiene que regresar a Roma, le pasaré la pelota a Garzón. ¿No dice que se siente más romano que Julio César? ¡Pues démosle la oportunidad de visitar de nuevo su tierra de adopción!
Me miró divertido, y yo le besé la punta de la nariz. Lo que había dicho iba completamente en serio, no pensaba, además, que Coronas se negara a mandar al subinspector como emisario, había seguido todos los detalles del caso y nuestro papel en la detención de los mafiosos era secundario. Sería Torrisi quien los interrogara y nosotros sólo deberíamos introducir precisiones en algunas preguntas. Para eso la presencia de mi compañero era más que suficiente. Fuera como fuese, yo no volvería a Roma. La conversación telefónica con Abate me había causado una alarma imprecisa. Una parte de mi fina intuición me decía que no debía verlo de nuevo. Los hombres comprenden y aceptan con naturalidad una aventura pasajera siempre que sean ellos quienes le ponen punto final. Claro que, pensándolo bien, sucede exactamente igual con las mujeres: si yo hubiera sentido el más mínimo deseo de reincidir en el encuentro amoroso, ¿no me hubiera decepcionado un poco la falta de interés por parte de Abate? Ni me atreví a pensarlo seriamente. Mi consigna era: «No volveré a Italia».
Cuando en mi despacho le conté al subinspector la llamada de nuestro homólogo italiano, se mostró impaciente por establecer nuevo contacto con él; pero había que esperar, era necesario darle tiempo a Torrisi, de modo que nos instalamos cada uno en nuestro cubículo y yo intenté poner fin al informe atrasado, pero no había manera, en cuanto iniciaba la redacción del interrogatorio de Rosario Siguán, se me paralizaba el sentido común. Había algo extraño y profundo que me impedía hacer una descripción objetiva del carácter de aquella mujer y de lo acontecido durante nuestro encuentro.
Había colocado mi teléfono móvil sobre la mesa y no podía resistirme a mirarlo de vez en cuando, como si el influjo de mi mirada pudiera hacerlo sonar en la realidad. Pero el cacharro parecía inmune a cualquier magnetismo; eran las doce menos cuarto y seguía callado. Entró el subinspector.
—Petra, ¿por qué no llama al ispettore? A ver si va a pensar que no ponemos interés.
—Vuelva a su despacho, Fermín.
—¡Joder, es que eso de esperar no está hecho para mí! ¿Por qué no vamos por lo menos a La Jarra de Oro?
—Vaya usted. Si me llama Abate cuando estemos en La Jarra, no me enteraré de un carajo, ya sabe el follón que siempre hay allí.
—Bueno; pero si surgen novedades, avíseme enseguida.
Por si yo no estaba lo suficientemente atenazada por el nerviosismo de la espera, sólo me faltaba Garzón dándome la lata. Empecé de nuevo la descripción de Rosario Siguán: «Una mujer joven pero que no parece poseer el ímpetu propio de la juventud…». Por fin sonó el teléfono, y casi me da un ataque de cólera al comprobar que era de nuevo mi compañero:
—Inspectora, que he pensado en comerme un bocadillo de jamón, pero no sé si me dará tiempo, porque si Abate llama inmediatamente…
Como fondo, se oía la algarabía típica del bar a aquellas horas. Lo interrumpí, intentando no incluir ningún insulto en mis palabras:
—Oiga, Fermín, cómase el cerdo entero si quiere, pero no vuelva a llamarme.
En cuanto colgué, sonó el teléfono fijo. Era Abate.
—Buenas noticias, Petra, muy buenas noticias. Los interrogatorios de Torrisi ya han dado su primer fruto. El capo de la familia camorrista que tenemos detenido acaba de confesar que hace negocios con Nuria Siguán y Rafael Sierra desde tiempo atrás. Pero la cosa sigue su curso. Volveré a llamarte cuando haya más detalles.
Me mordí el labio. ¡Bien!, ya podía emplumar a aquel par de ciudadanos respetables. Fui a llamar al subinspector y de repente recordé su bocadillo. Lo dejé para más tarde y me dirigí sola a ver al comisario.
Coronas se sintió satisfecho de cómo iban las cosas, al tiempo que le horrorizaba que, efectivamente, la hija mayor de Siguán estuviera metida hasta los ojos en aquel embrollo. Como de costumbre, temía la labor cicatera de la prensa. Sabía que, dijera lo que dijese el comunicado que emitiéramos, la historia saltaría a los periódicos tergiversada y magnificada. Titulares como «El empresariado español se rinde a las mafias italianas» o «La policía barcelonesa no detecta red mafiosa operante en la ciudad» eran factibles, pero podíamos encontrarnos con otros tantos igual de espeluznantes que prometían salpicar gotas de desprestigio incluso a mucha distancia.
—Hasta que la cosa no entre en fase de jueces nosotros callados, ¿de acuerdo, inspectora?
—Pero yo debería informar ya mismo al juez Muro, necesito nuevas órdenes de detención, esta vez espero que sin fianza.
—Bueno, pero todo tarda, luego tendrá que intercambiar informes con el juez italiano… nosotros callados, ¿de acuerdo, Petra?
—Desde luego, señor.
El juez Muro se mostró asombrado tras oír las noticias que le llevaba.
—¡Increíble! Nunca sabe uno hasta dónde puede llegar la deshonestidad del ser humano.
Aquella opinión me pareció tan filosófica como genérica, así que le pregunté si pensaba imputar a los dos presuntos culpables.
—Sí, claro, pero tendrá que recibir de Italia informes más concretos. Hay que ser muy prudente cuando se halla en juego un apellido de prestigio. Pero es curioso cómo Rosalía, la viuda de Siguán, tuvo una intuición de que algo oscuro sucedía cuando vino a verme.
—Ella no se refería a las actividades económicas de la familia, señor, sino al asesinato de su esposo, que por cierto…
—No siga por ahí, inspectora, de ese asesinato no tenemos pruebas contra nadie.
—Eso me parece mucho decir, señoría, concatenando los hechos con lógica…
—La lógica no puede utilizarse en contra de ningún acusado. Son necesarias pruebas, confesiones, material judicial. Ahora todo depende de ustedes. Si hacen bien su trabajo, surgirán más hechos y yo, como juez, podré instruirlos. Ahora tengo que esperar a que mi colega italiano Cesare Bono me comunique oficialmente todas esas noticias.
—¿Por qué no le llama usted? Así ganamos tiempo.
—Para ahorrar una conferencia internacional al Estado, querida inspectora. Tal y como están los tiempos, es preferible pecar por defecto que por exceso. Además, según las reglas y la cortesía mínima, es a él a quien corresponde llamarme.
Salí del juzgado con los nervios de punta. Al parecer era yo la única que tenía prisa por saber la verdad. El estilo clásico y pomposo de aquel carcamal de juez no hacía sino ralentizar aún más los acontecimientos. ¿Qué esperaba para acusar de todo lo imaginable a aquellos dos, que se presentaran en su despacho confesando y dándose golpes de pecho? Sólo para calmarme, caminé por las calles durante un rato. Entré en un bar y tomé café. Sentía una gran aversión a volver a comisaría, enfrentarme de nuevo al informe, hablar con Garzón… era mejor seguir vagando por una Barcelona cálida y tranquila en cuyo cielo limpio lucía un sol casi primaveral. ¿A alguien, aparte de mí, le interesaba saber la verdad del caso Siguán? Empezaba a dudarlo. Mire mi teléfono, que había apagado al entrar en el despacho del juez. ¿Lo encendía de nuevo? A buen seguro me encontraría con el mensaje de un furibundo Garzón, que se sentiría abandonado tras haber dado cuenta de su bocadillo. Pero en fin, esas eran las circunstancias de mi vida y no tenía más remedio que apechugar. Lo encendí y, tras una pausa, aparecieron las llamadas y mensajes en la pantalla. Entre muchos del subinspector había una llamada de Italia. Le di preferencia inmediata. Se puso Torrisi.
—¿Bella inspectora? Como no me contestaba acabo de hablar con su comisario. ¡Muy simpático Coronas, sí que lo es! Y debo decirle que acabamos de empezar una importante operación conjunta de la policía española y la italiana. Gracias a su caso, hemos destapado un montón de negocios ilegales de la Camorra en Barcelona. La tienda Nerea blanqueaba dinero proveniente del narcotráfico y estamos desenmascarando muchas tapaderas. Ahora su comisario nos ayudará.
—¿Mis sospechosos estaban implicados en más asuntos?
Oí su risa profunda.
—No, sus sospechosos, como usted dice, se limitaban a la tienda Nerea; lo cual no es poco decir. Y usted llevaba razón: Adolfo Siguán realizó negocios con la Camorra durante los últimos días de su empresa.
—¿Y su asesinato, ha indagado sobre el asesinato?
—¡No vaya tan deprisa, Petra, déjeme terminar! He dejado las cosas negativas para el final.
—¿Es que se niegan a hablar?
Me mordí la lengua tras haberlo interrumpido de nuevo. Por fortuna Torrisi era un hombre paciente.
—No se niegan a hablar, pero el capo dice que ellos nada tuvieron que ver en la muerte de Siguán. Es más, aseguran que fue una sorpresa para ellos y que, de no haber sido asesinado, hubieran seguido la colaboración con él. Niegan conocer a Catania y mucho menos que fuera sicario suyo. Cierto que asumir ese crimen implicaría más problemas legales para ellos, pero algo me dice que ese tipo no miente.
—¿Ha podido averiguar si Marianna Mazzullo pertenece a la Camorra?
—¡Por supuesto que pertenece a la Camorra! Pero el capo no quiere decirme dónde está porque eso implicaría reconocer que la sacaron del hotel donde la teníamos y que se cargaron a Catania.
—No lo entiendo. Si usted le cree cuando dice que no enviaron a matar a Siguán, ¿por qué entonces debían cargárselo en una operación tan aparatosa?
—A mí tampoco me encajan todas las piezas, Petra, pero en ese punto estamos y no hemos avanzado más. Cuando encontremos a la Mazzullo aparecerán nuevas pruebas, ya verá. De momento, no está mal con lo que tenemos porque la operación anti Camorra continúa.
—Sí, pero… el caso Siguán… temo que se enfrasquen ustedes en las investigaciones antimafia y…
—¿Olvidemos su caso? No sufra por eso. Maurizio Abate no piensa en otra cosa. Daremos con esa mujer y nos sacaremos la espina de que se nos escapara en nuestras narices. Confíe en la eficiencia de la policía italiana.
—Confío, comisario Torrisi, confío de verdad.
—¿Vendrá a Roma? A lo mejor sería conveniente que ustedes directamente hagan algunas preguntas al capo.
—Llegados a ese punto será mejor que vaya Garzón. Yo tengo que centrarme en los interrogatorios de los dos sospechosos.
Aquella era una decisión firme, una especie de regla autoimpuesta que no pensaba trasgredir. En ningún caso tenía miedo de la tentación que podía llevarme a la reincidencia, pero sí temía que fuera Abate quien llegara a cometer algún error.
Hablé con el comisario, quien no tuvo inconveniente en que fuera Garzón el enviado a Roma. Sus condiciones mínimas consistían en que los gastos estuvieran controlados. En aquel momento era el propio expedicionario el único que desconocía su destino. Me dirigí a su encuentro para darle la primicia, pero estaba enfadado conmigo.
—¡Desaparece como un fantasma y no responde mis llamadas! ¡Creí que hasta me retiraría el saludo!
—Me ocupaba de asuntos importantes, Fermín.
—¡Vaya, gracias, acaba de arreglarlo!
—Yo, de usted, me quedaría callado. Estaba haciendo las diligencias para que sea usted quien viaje a Roma. Quiero que le haga preguntas al capo de la Camorra que tienen detenido.
Se quedó boquiabierto.
—Pero inspectora, ¿está segura de que es buena idea? Yo no hablo italiano.
—Yo tampoco.
—Su italiano no se puede comparar con el mío.
—Tiene al ispettore Abate para que le sirva de intérprete. ¡Tampoco va usted a Roma para dar una conferencia!, ¿o es que no quiere ir?
—¿Cómo no voy a querer, inspectora? ¡Estoy encantado!
—Pues deje de poner objeciones y hagamos una reunión.
Asintió sumisamente. En mi despacho le conté la conversación telefónica con Torrisi y estudiamos qué tipo de pregunta debía formularle al mafioso. Como no sabíamos en qué punto estaban los interrogatorios, deberíamos confiar en su intuición. Yo le di un consejo que debía ser un foco de inspiración permanente.
—Centre el tiro en Catania, Garzón. Tengo miedo de que las pesquisas de los colegas italianos sobre los asuntos mafiosos acaben arrumbando el asesinato de Siguán. Usted insista una y mil veces en la relación de esos tipos con Tejidos Siguán. Machaque también sobre el paradero de Marianna Mazzullo.
—No se preocupe, inspectora, procuraré centrarme sólo en nuestro asunto.
—Hágalo. Puede sonar muy mal, pero a nosotros que cacen a toda la Camorra en pleno nos tiene sin cuidado; lo que nos interesa es otra cosa.
Partió al día siguiente. Yo me quedé sola, pero no en paz; aunque los trámites judiciales se hicieron a buen ritmo, tardé un día más en poder interrogar a los dos sospechosos. Llegaron desde Italia copias de ajustes contables que demostraban la implicación de la tienda Nerea en el blanqueo de dinero. Sangüesa iba redactando informes económicos, pero mi importancia en aquel caso estaba casi a punto de desaparecer. Coronas, de acuerdo con sus superiores, había volcado todos los recursos de comisaría en favor del caso mafioso, que era ahora un caso internacional de cooperación con la policía italiana con un seguimiento periodístico de primera magnitud. El asesinato de Adolfo Siguán, aquel caso reabierto que no conseguíamos cerrar, parecía haber dejado de interesar a nadie. Daba igual, yo seguiría con él.
Tenía que iniciar aquel interrogatorio con algún tipo de plan que me encaminara a una posible confesión, pero mis estrategias se habían acabado hacía tiempo. Decidí que hablaría con ellos por separado y que el primero sería Rafael Sierra.
Nada más verlo comprobé que su aspecto era malo. La preocupación se había alimentado de sus ya menguadas carnes y el insomnio había jugado a pintarle de negro los surcos bajo los ojos. En la sala de interrogatorios estaba también su abogado. Los miré con cara de ningún amigo. Luego eché la abultada copia de los informes de Sangüesa frente a sus caras.
—Todo esto indica bien a las claras la culpabilidad de Nerea en el blanqueo de dinero de la Camorra napolitana.
—El comisario nos ha indicado que mi cliente será interrogado mañana. No creo que sea necesario duplicar tal interrogatorio con usted.
Miré al abogado como se mira a un insecto molesto y de morfología desagradable.
—Bien, en ese caso puede marcharse. Su cliente y yo charlaremos mano a mano. Incluso creo que sería beneficioso para su cliente que lo hagamos así.
Intercambiaron una mirada y, para mi sorpresa, el abogado se levantó y salió. Al quedarnos a solas, Sierra susurró:
—El abogado me ha dicho que va a dejar mi caso. No quiere estar implicado en ningún tema de mafia.
—¿Quiere pedir otro abogado, uno de oficio, quizá? Tiene derecho a ello.
Negó con la cabeza, tristemente. Todo daba a entender que estaba dispuesto a hablar. Me senté y, sin necesidad de formular ninguna pregunta, comenzó:
—Fue don Adolfo quien comenzó con toda esta locura. Yo no me resistí, le seguí como había hecho toda la vida.
—Adolfo Siguán ya estaba muerto cuando Nuria y usted abrieron Nerea. Cuénteme todo lo que sucedió, Rafael, es su última oportunidad de contar la verdad. Tenemos todas las pruebas que los inculpan.
Perdió los nervios y respondió de manera brusca y lastimera:
—¡Y si tienen todas las pruebas, ¿qué quieren de mí?!
—Su explicación de los hechos. Eso le beneficiará en el juicio, se lo aseguro.
—A usted no le importa nada lo que pueda sucederme en el juicio.
—Ese juicio va a ser muy duro para usted, Rafael, van a acusarle de asesinato.
—¡Está usted loca!
—¡Cuidado con lo que dice, no estoy loca! Sabemos qué sucedió: Siguán, acuciado por las deudas de su empresa, empezó a colaborar con la mafia. Tiempo después, por alguna razón, decidió abandonar esa colaboración. La Camorra no aceptó ese abandono y lo mató. Tanto usted como Nuria estuvieron al corriente del asesinato y pudieron continuar los negocios mafiosos con toda tranquilidad. Al reabrirse el caso hubo complicaciones y tuvieron que seguir matando para asegurar el silencio, hasta que se llegó a Catania y su silencio puso punto final.
Había empezado a llorar y negaba compulsivamente con la cabeza, de modo que las lágrimas que se desprendían de sus ojos volaban impulsadas a derecha e izquierda.
—¡Jamás, jamás hubiéramos permitido que mataran a don Adolfo! ¡No fue la Camorra, no fueron ellos! Todo coincidió, don Adolfo se hizo matar de la manera más absurda por un chulo sin importancia. Nadie intervino en eso, nadie.
—¿Cómo tiene la desfachatez de seguir con esa versión? ¿Ya no recuerda que el «chulo sin importancia», como le llama usted, fue sustituido por un hombre italiano la noche del asesinato?
—No sé nada de eso, se lo aseguro, nada. Cuando me enteré de lo del italiano no podía comprender…
—Quizá su socia sí comprendió.
Le había escandalizado, me miraba con horror:
—¿Cómo puede decir eso?, ¡era su padre! Y Nuria lo adoraba, lo adoraba.
—Pues no parece haber tenido mucha prisa porque se esclarezca su muerte.
—¿Qué podía hacer? Se quedaba tan estupefacta como yo cada vez que ustedes encontraban un dato nuevo al reabrir el caso.
—¿De verdad va a cargar con una acusación de asesinato por salvar a la hija de su jefe?
—Nuria no sabía nada, inspectora, le doy mi palabra de honor.
Me levanté y salí sin decir palabra. Aquel imbécil no quería decir nada que pudiera importarme. Haber confesado que había hecho negocios con la Camorra a aquellas alturas ya no era un dato de interés. Me preguntaba por qué se empeñaba en no implicar a su socia, cuando eso hubiera sido lo más socorrido para cualquier malhechor. ¿Eran amantes como yo había intuido? Pensé incluso en la posibilidad de que Sierra no estuviera mintiendo. ¿Desconocía él que la mafia había planeado el crimen de su jefe? Pero era imposible que tanto él como Nuria aceptaran la infumable primera versión de los hechos sin dar resquicio a la sospecha.
Como necesitaba estar fría y no lo estaba, decidí dejar el interrogatorio de la mujer para el día siguiente. Nadie se daría cuenta; en realidad se encontraban todos tan absortos en el asunto de la camorra barcelonesa que bien hubiera podido marcharme a casa ya. Miré a mí alrededor, yo parecía no existir. Me puse la gabardina con cierta discreción y emprendí la marcha.
Aún no había llegado Marcos cuando abrí la puerta de casa. Me encontraba bastante cansada, pero tenía unas inexplicables ganas de cocinar. Miré qué contenía la nevera: puerros, tomates, berenjenas, maíz… No estaba mal, algo saldría de allí. Mientras cortaba las verduras corté también con los pensamientos de trabajo. Canturreé, sintiéndome mejor. Cuando metí todos los ingredientes en una olla con agua hirviendo, el teléfono sonó. Era Hugo, mi hijastro.
—Perdona que te moleste, Petra; pero es que se ha montado un pollo y Marina está llorando. A ver si tú puedes consolarla.
—¿Qué tipo de pollo, en pepitoria, al ajillo?
—Oye, Petra; que esto va en serio. La madre de Marina ha encontrado en su casa el libro ese de la cantante que le regalaste y se ha puesto como una moto.
—Bailarina.
—¿Cómo?
—Que el libro era de una bailarina, no de una cantante.
—Bueno, de lo que sea; el caso es que se lo ha quitado y encima le ha reñido por leer una cosa así. La pobre Marina ha pasado la tarde con nosotros y no para de llorar. A ver si tú le dices algo y se calma.
—De acuerdo, pásamela.
Tardó un poco en ponerse, y durante esa espera yo no paré de hacerme reproches del tipo: «¿Quién te manda meterte en dibujos? Eres una imbécil, Petra». De pronto oí cómo alguien se sorbía los mocos a través del auricular.
—Marina, ¿qué pasa?
—Nada.
—¿Estás disgustada?
—Mi madre es una histérica.
Apreté el botón de la prudencia, el de la corrección, el de las fórmulas burguesas biempensantes y esto fue lo que apareció:
—Tu madre lleva razón; creo que me equivoqué comprándote esa biografía. No es muy adecuada para tus años.
—¡Pero si ya iba por la mitad y me estaba gustando muchísimo!
—Es la vida de una mujer muy desgraciada que tuvo muchos amores y que todos acabaron mal.
—¿Y por eso me quita mi madre el libro? ¡Pero si a mí los chicos no me importan!
—Sí, pero las vidas desgraciadas no son un buen tema para tu edad.
—¡Pero si era una bailarina buenísima!
—¡Que estaba como una maldita cabra, eso no podemos negarlo!
—¿Tú has leído ese libro, Petra?
—Sí.
—Pues cuéntame por lo menos cómo acaba.
Dudé un momento, debía ser moderada incluso en mi tono de voz. Dije por fin, cargada de razones:
—Fíjate si la Duncan estaba cabra, que murió ahorcada por su propio fular, que se enganchó en la rueda del descapotable en el que viajaba.
—¡Jo! —fue su único comentario.
—Una muerte absurda, ya ves.
—¡Me he perdido lo mejor! —exclamó con fastidio. Decidí mostrarme más expeditiva:
—Marina: las cosas son como son y tu madre es tu madre. Ya acabarás el libro más adelante. Ahora prométeme que dejarás de llorar.
—Vale —dijo en plan concesión.
—Nos veremos este fin de semana.
Corrí a la cocina temerosa de que el agua se hubiera derramado, pero todo estaba bien. Acabé de hacer la cena, si bien los alegres canturreos se vieron remplazados por refunfuños contra la infancia, el matrimonio con padres divorciados y la danza moderna en general.
A las nueve y media Marcos entró en la cocina siguiendo un rastro olfativo que parecía ponerlo en trance.
—No sé cuál es la delicia que huele así, pero voy a poner la mesa enseguida.
—Antes de empezar a cenar deberías saber que he hablado con Marina y…
—Lo sé, sé lo que vas a decirme: Silvia se ha incautado del libro de Isadora Duncan y se organizado un drama en tres actos. ¿Es eso?
—Sí, ¿cómo lo sabes?
—Porque me ha llamado la propia madre de la criatura para informarme de todos los detalles.
—¿Y qué le has dicho?
—No había dicho gran cosa hasta que ella ha cometido el error de preguntar cómo había sido capaz de casarme con alguien tan irresponsable como tú. Entonces yo le he contestado que si hubiera deseado a alguien responsable y aburrido, hubiera seguido con ella.
—Lo siento, Marcos, yo…
—Petra, esta tarde he firmado un buen contrato con un buen cliente. Estoy contento, y la cena huele bien. No pienso amargarme por nada. Esto es una declaración de principios de la que no pienso abjurar.
Me eché a reír y cenamos. Aquella serenidad inconsciente y libre de culpa era un atributo típicamente masculino.