Al despuntar el día me debatí con fuerza intentando abandonar el sopor en el que estaba hundida hasta el cuello. De repente comprendí que el ruido que oía era el timbre del teléfono. Marcos no estaba en su lado de la cama y el correr del agua de la ducha me indicó dónde estaba. En un acto de heroísmo descolgué el auricular. Era Marina.
—Petra, te llamo para decirte que es mi cumpleaños, y así puedes felicitarme.
Desembarazándome como pude de los restos del sueño, intenté convertir mi voz aguardentosa en un trino feliz:
—¡Marina, qué alegría, muchas felicidades! Cumples ocho, ¿verdad?
—Nueve —pronunció escuetamente en un tono que amalgamaba la decepción con las más justa de las reivindicaciones.
—¡Claro, nueve!, ¿en qué estaría yo pensando? Perdona pero es que acabo de despertarme y aún no he conectado del todo mis mecanismos cerebrales. ¿Vas a venir a cenar esta noche?
—No, mamá no me deja. Haremos una cena aquí en esta casa y vendrán todos mis primos.
—Lo pasarás muy bien.
—Papá ha pedido permiso en el colegio para que pueda salir a mediodía a comer con él. ¿No te lo ha contado?
—No, ayer estaba tan cansada cuando llegué que ni siquiera pudimos hablar. Es que estoy llevando un caso muy complicado que me toma mucho tiempo.
—¿Eso quiere decir que no podrás comer con nosotros?
—En este momento no puedo asegurártelo, Marina, pero te prometo que voy a hacer todo lo posible, de verdad.
—Bueno —monosilabeó, y esta vez el cóctel tonal estaba compuesto de decepción y escepticismo.
—¿Quieres que se ponga tu padre? Creo que ya ha acabado de ducharse.
Penetré entre las nubes de vapor que había en el cuarto de baño y vi a Marcos frotándose el cuerpo desnudo con una toalla.
—Tu hija al teléfono. Ha llamado para que la felicitemos.
Salió hacia el dormitorio con una sonrisa pintada en la cara. Aproveché para ocupar su lugar en la ducha.
Durante el desayuno el tema de charla fue la llamada de Marina.
—¿Le has comprado algún regalo? —quise saber.
—No, lo haré esta misma mañana.
—¿Qué le comprarás?
—No sé, algo caro. Ya sabes que los padres divorciados siempre tenemos que hacer regalos caros a nuestros hijos. ¿Podrás librar un rato al mediodía para venir con nosotros al restaurante?
—Lo procuraré por todos los medios.
—A ella le haría ilusión, y también a mí, comer solo con los niños en plan divorciado me deprime.
Lo observé mientras untaba mantequilla en su tostada. Desde mi asiento olía la colonia cítrica que siempre usaba.
—Hoy estás muy sentencioso sobre divorcios.
—Voy a escribir un libro de autoayuda: El padre divorciado. Trucos y recetas.
—Puede ser un best-seller.
—Si quieres colaborar, habrá un apartado sobre madrastras.
—No, yo escribiré mi propio volumen: La policía despedida. Manual de supervivencia. Me voy, es tardísimo.
Mientras conducía iba pensando en Marina. Sin pretenderlo, la pobre estaba ejerciendo una nueva presión sobre mí. Todo cariño, por pequeño que sea, genera una obligación en quien lo recibe, y esa obligación puede estar solo fundamentada en que no deseamos quebrar la buena imagen que de nosotros tiene quien nos ama. Quizá la única manera de vivir en libertad absoluta sea vivir sin ningún vínculo amoroso.
Garzón me esperaba en comisaría pues, como de costumbre, había llegado antes que yo. Tenía un día eficiente porque enseguida me contó que ya había previsto y pactado las circunstancias del interrogatorio a Rosario Siguán. Esta vez sería ella quien acudiría a nuestro territorio en evitación de posibles mansiones suntuosas que pudieran imponernos con su empaque. Había sido citada por mi compañero a las doce del mediodía, la hora que ella escogió, para que no se sintiera urgida y su testimonio resultara menos natural. Acepté el horario, pero no pude por menos que pensar en la comida con Marcos y Marina. Tendría el tiempo justo, pero tampoco esperaba grandes revelaciones en el interrogatorio de la hija pequeña de Siguán; de modo que adapté mentalmente un horario: acabaría el interrogatorio como máximo a la una treinta, a las dos me iría a comer y durante la mañana acabaría los informes escritos que ya reclamaba el juez. Me puse a ello.
A las once, en vez de salir a tomar café con Garzón, corrí a unos grandes almacenes cercanos con la intención de comprar algún regalo para Marina. Mi despiste sobre regalos a niños era total, de modo que deambulé como una zombi por las diversas secciones de juguetes sin que me llegara ninguna inspiración. Finalmente, me incliné por un valor seguro y acudí al departamento de papelería y libros. Enseguida escogí un fantástico plumier repleto de lápices de colores, que hubiera comprado para mí misma, y un libro de cuentos tradicionales agrupados por países. Empecé por los cuentos japoneses, los recordaba sanguinarios y terribles de mi lectura infantil. Cuando ya iba a salir, descubrí en los estantes para adultos una biografía: Isadora Duncan. Precursora de la danza moderna. ¿Por qué no? Siempre me había parecido una majadería que a los niños ya mayorcitos se les suministre un pienso espiritual fabricado especialmente para ellos. Lo compré.
Llegué a comisaría con los brazos cargados de paquetes. No había leído mi predicción zodiacal para aquella mañana; de haberlo hecho, un riesgo difuso me hubiera aconsejado cruzar las oficinas con menos espectacularidad. En el pasillo me topé con Coronas:
—¡Hombre, Petra!, ¿ha ido de tiendas?, ¡qué bien! Lástima que los informes que solicita el juez Muro lleven una semana de retraso.
—Lo siento, comisario; estaba en ello; pero es que hoy es el cumpleaños de mi hijastra y…
Me miró de través y siguió su marcha, rezongando:
—Antes del final del día quiero que esos informes estén sobre la mesa.
—Lo estarán —susurré, y maldije mi suerte por lo bajo.
Rosario Siguán llegó puntualmente a las doce, y lo hizo acompañada de su marido. Le indicamos que pasara a mi despacho y fue entonces cuando nos comunicó su pretensión de que el marido estuviera con ella todo el tiempo. Nos cogió por sorpresa y dudamos. Garzón me miró levantando las cejas en plan interrogativo y yo me negué. El resultado de mi negativa quedó enseguida reflejado en el aspecto de la testigo: su cuerpo ya frágil y delgaducho, se encogió un poco más. Tenía unos ojos profundos y temerosos que dirigía hacia nosotros como temiendo que la atacáramos en cualquier momento. Se sentó en el borde justo de la silla. Componía una imagen tan indefensa y patética que me pregunté cómo se las apañaba para andar por la vida. Empecé con voz suave, procurando no asustarla.
—Rosario, no sé si alguien la ha informado de que se han producido novedades en el caso del asesinato de su padre.
Permaneció callada, mirando al suelo y en una inmovilidad tan absoluta que parecía desear mimetizarse con el aire. Insistí delicadamente:
—Algo le habrá contado su hermana Nuria, ¿no es así?
—No —dijo en bajísima voz—. Me lo contó mi hermana Elisa.
—¿La que vive en Estados Unidos?
—Nos escribimos correos electrónicos de vez en cuando.
—Ignoraba que ella estuviera tan al corriente del caso.
—Se lo cuenta mi hermana Nuria.
—¿Y a usted no?
—Tiene miedo de que me impresione si hay noticias sobre mi padre. Sabe que lo quería muchísimo y que llevé su muerte muy mal.
—¿Y su hermana Elisa no teme lo mismo?
—Elisa es más práctica —dijo de forma casi inaudible.
—¿Podría hablar un poquito más alto? —preguntó cortésmente Garzón.
—Sí —soltó demasiado fuerte esta vez.
—¿Se encuentra mal, Rosario? —inquirí. Negó y yo proseguí.
—¿Ve con frecuencia a su hermana Nuria?
—No mucho.
—¿Por qué?
—Las dos tenemos mucho trabajo, pero a veces tomamos juntas un café.
—Pero no están enfadadas ni hay entre ustedes desavenencias.
—Ninguna desavenencia. Todo es normal.
—Cambiemos de tema. Antes de la muerte de su padre ¿tuvo usted la impresión de que algo le iba mal? Si lo quería usted mucho, supongo que se encontraba al tanto de sus problemas y estados de ánimo.
—Papá, quiero decir mi padre, quería cerrar la fábrica porque estaba cansado.
—No quería cerrarla porque le fuera mal económicamente.
—La fábrica iba bien, pero él estaba cansado.
—¿Alguna vez pensaron en la posibilidad de heredar las tres hermanas la fábrica en funcionamiento?
—Mi padre quería cerrar.
—¿Y sus hermanas no estaban de acuerdo?
—No lo sé.
—¿No lo sabe?
—Yo no me interesé nunca por la empresa familiar. Era el trabajo de mi padre y punto.
—¿Sus hermanas tampoco se interesaban?
—Ellas hablaban a veces, como eran las mayores…
La cara de niña aturdida no parecía ser un artificio para eludir responsabilidades. Su inocencia y desvalimiento eran probablemente auténticos y hubieran debido moverme a piedad; sin embargo, estaban empezando a soliviantarme. ¿De dónde había salido semejante mosquita muerta? ¿Cómo se las apañaba para mantenerse tan desvinculada de la realidad? «Era el trabajo de mi papá. Yo quería mucho a mi papá…». ¡Con gusto le hubiera dado un par de sacudidas como se hace con un árbol para que caiga la fruta madura! Decidí pegarle al menos una arremetida.
—Rosario, ¿cuántos años tiene usted?
—Treinta y cinco.
—¿Y no se da cuenta de que, a su edad, no resulta creíble que no se entere de nada ni nada le interese?
Hubo un momento de estupefacción, del que el más afectado fue el subinspector. Me miraba como si me hubiera cargado un pajarito a mordiscos. Un instante después, Rosario se echó a llorar, pero no lo hizo de manera silenciosa y dolorida, sino con una parafernalia de hipidos, llantos y suspiros berrendos que alborotó el espacio de la sala como la sirena de una alarma. Entonces se abrió la puerta abruptamente, y vimos cómo el policía de vigilancia interceptaba el paso a un hombre furioso que forcejeaba con él. Garzón clamó:
—Pero ¿qué coño pasa ahí?
El policía, que tenía asido al hombre por los hombros, respondió entrecortadamente:
—¡Es el esposo, subinspector, quiere entrar!
—Déjelo —ordené.
El marido, bastante mayor que Rosario, se precipitó al interior como un basilisco y acunó a la mujer entre sus brazos con palabras susurrantes. Después me dirigió una mirada de odio y preguntó:
—¿Qué le han hecho?
—Preguntas —contesté, procurando no alterarme—. Y ninguna justifica que se haya puesto en ese estado.
Dio la impresión de tranquilizarse. Besó a la mujer y me dijo en un tono del que había desaparecido cualquier agresividad:
—¿Podemos hablar un momento a solas?
—Mi compañero también trabaja en el caso.
—Me refiero a mi esposa. ¿Puede salir un momento para calmarse?
Asentí. Él le pidió a Rosario que le esperara fuera con expresiones cariñosas. Cuando hubo desaparecido, se pasó las manos por el escaso cabello y por la cara como si quisiera borrar su estado de ánimo sustituyéndolo por otro más sereno.
—Perdonen la manera de entrar; pero cuando he oído llorar a Rosario he sufrido un ataque de preocupación.
—Se ha preocupado innecesariamente, aquí no maltratamos a las personas. Su mujer ha tenido una reacción por completo imprevisible.
—Lo sé, inspectora, lo sé. Rosario es una persona especial, muy sensible, muy frágil. Por eso quería estar yo presente cuando hablara con ustedes. En realidad ella no sabe nada del asesinato de su padre porque siempre hemos intentado preservarla al máximo de las cosas malas.
—¿Es que los demás saben algo que ella ignora?
—¡No, no, inspectora! Ninguno de nosotros sabemos nada, lo que quiero decir es que con ella siempre se procuró en la familia hablar poco sobre el tema.
—Ya le entiendo.
—¿Entonces no es normal de la cabeza? —preguntó Garzón utilizando un eufemismo que sonaba mil veces peor que el término al que intentaba suplir. El hombre se revolvió como picado por un escorpión.
—¡Por supuesto que es normal, es una mujer muy inteligente! Lo único que ocurre es que su equilibrio psicológico no es consistente, tiende a la depresión. Visita a un psiquiatra regularmente y la medicación que toma le permite llevar una vida normal. La única salvedad es que las emociones fuertes no le sientan bien.
—¿Puede trabajar sin problemas?
—Sí, da clases en una guardería de niños desfavorecidos. No cobra por ello y su labor es excelente. Se vuelca en esos pobres niños, y ellos la adoran. Y yo… —bajó la voz—, yo la adoro también.
Se hizo un silencio embarazoso. Él continuó, ya en tono completamente confidencial.
—Mi esposa y yo somos muy felices. Procuro que nada la altere y ella me da toda la esperanza de su juventud.
—¿A qué se dedica?
—Soy médico, especialista en pediatría. Me llamo Roberto Cortés. Si quieren seguir interrogando a Rosario yo puedo estar presente. Se encontrará más tranquila y les responderá.
—No creo que sea necesario, señor Cortés. Y dígame, ¿hace mucho tiempo que su esposa tiene esas tendencias depresivas?
—Desde jovencita. Yo ya la conocí con su enfermedad. Sin embargo, mejoró mucho cuando nos casamos. En nuestra casa hemos conseguido que reine un ambiente muy sereno.
—¿No era sereno su ambiente familiar?
—En fin, inspectora, ¿cómo puedo contestarle a eso? Nunca he frecuentado mucho a mi familia política y Rosario nunca habla sobre ella. Sin embargo, es fácil deducir que mi esposa vivió en su casa paterna situaciones especiales: la muerte de su madre, el carácter difícil de mi suegro, las tensiones en el negocio familiar… supongo que nada de eso le hacía ningún bien.
Cuando le dimos suelta a Cortés me quedé absorta en mis pensamientos que oscilaban entre la duda y la estupefacción. Garzón me sacó de ellos con su voz campanuda, en la que la duda no encontraba lugar:
—¡No me fío ni un pelo de este tío!
—¿Puede saberse por qué?
—La historia que nos ha contado es muy bonita: amor, buenos sentimientos, atención desinteresada a los niños desvalidos… pero los hechos son que Cortés ha irrumpido en la sala hecho una furia y nos ha quitado a la testigo de delante de nuestras narices justo cuando la voluntad de ella empezaba a flaquear.
—Yo no lo veo tan claro. A mí sí me ha parecido que ese hombre deseaba protegerla de sí misma más que de nosotros, y mi pregunta es ¿por qué?, ¿por qué Rosario es cómo es?
—¡Coño, pues porque está como un puto cencerro! ¡Su mismo marido se lo ha dicho! A mí ya me lo pareció cuando la interrogué yo solo.
—Amigo Garzón, tiene usted la misma sensibilidad que un burro muerto.
—¡Son los hechos, inspectora, los hechos!
—Pero usted no me había comentado que esta chica estuviera tan mal después de haberla interrogado la primera vez.
—No se puso tan fuera de sí como hoy. Pero desde luego yo no la presioné como ha hecho usted.
—¿Yo?
—¡Los hechos, inspectora, los hechos!
—No se olvide de que es la mente quien manda sobre los hechos.
—Se me olvidará todo si no como algo inmediatamente. Con tanto follón se han hecho las dos y media y estoy muerto de hambre.
—¿Las dos y media? ¡Me largo inmediatamente, Fermín!
—¿No viene conmigo? Qué pasa, ¿le disgusta comer con burros muertos?
—¡Como con Marina. Es su cumpleaños!
Tomé un taxi a la carrera y cuando pasábamos por delante de una pastelería hice parar al conductor. Compré una mastodóntica caja de bombones y seguimos hasta el restaurante. Al entrar, vi que Marcos y la niña estaban ya comiendo el primer plato; pero las prisas habían valido la pena, porque la cara de Marina se iluminó con una sonrisa.
—¿Ves como sí ha venido? —le dijo a su padre evidenciando la falta de fe de este en mis promesas. La besé, le estiré nueve veces de la oreja como es prescriptivo en un cumpleaños y, dejándome caer en el asiento, pronuncié mi primera palabra:
—¡Cerveza!
El trago inicial fue largo e intenso como un beso de pasión. Luego respiré, sonreí y pedí una pizza de setas.
—¿Cómo llevas tu cumpleaños?
—Bien. Me han regalado muchas cosas.
—¿Qué te han regalado tus hermanos?
—Federico me ha enviado un cuento en inglés. Hugo, unas zapatillas de deporte y Teo una camiseta con un letrero que pone: «NO».
—¿No, así por las buenas? ¡Muy típico de él!
—Ha estudiado a Gandhi en clase de Historia y dice que siempre hay que contestar «no», aunque sea sin enfadarse.
—¡Dios nos coja confesados!
—Eso mismo dije yo —apuntó su padre.
Le di todas las bolsas que había llevado conmigo y ella fue abriéndolas entre exclamaciones placenteras.
—Los bombones son para que los compartas con los chicos —dije en evitación de conflictos de intereses. Abrió y cerró varias veces el plumier, ojeó los cuentos japoneses y al llegar al libro sobre Isadora Duncan, preguntó:
—¿Quién es?
—Una bailarina que ya murió. Se la considera una adelantada de la danza moderna. Esta es la historia de su vida.
—¿Es una adaptación para niños? —preguntó Marcos con síntomas de alarma en la voz.
—No —me limité a decir, un tanto incómoda. A mi marido le entró de pronto un ataque de locuacidad.
—Las biografías son muy instructivas y están muy bien. Hay muchos personajes cuyas vidas merecen ser conocidas. ¿Sabes qué podemos hacer, Marina? Dejaremos este libro en nuestra casa y así vas leyéndolo cuando vengas. De ese modo no te aburrirá y si te surgen preguntas, Petra podrá contestártelas.
—Sí, y así mamá no lo verá —echó la niña por tierra los ardides diplomáticos de su padre—. Si ya se puso histérica cuando le hablé de la danza moderna, no te digo nada si sabe que Petra me ha regalado un libro sobre quien la inventó.
Marcos y yo intercambiamos irónicas miradas adultas. Marina seguía impresionada por el tema Isadora. Pronunció su nombre en un susurro y luego preguntó:
—¿Creéis que Hugo y Teo saben quién era?
—Lo dudo —contestó Marcos.
—¡Estupendo, así me vengaré! Cuando ellos estudiaron a Gandhi y les pregunté quién era, me soltaron que un tipo que llevaba pañales. Me enfadé. Luego busqué el nombre en internet y no entendí muy bien lo que había hecho Gandhi, pero desde luego no ponía que llevara pañales.
—Bueno… —intervino su padre, conciliador—, Gandhi era indio y vestía un traje típico de allí que consiste en unos pantalones que podrían confundirse con lo que nosotros entendemos por pañales.
El desencanto de la pequeña se convirtió enseguida en firme determinación:
—Pero no llevaba pañales.
—Naturalmente que no.
—¿Qué te ha regalado tu padre? —me interesé por salir de aquella historia.
—Un chándal blanco muy bonito.
—¡Vaya regalo tan genial! —exclamé, valorando sinceramente la falta de conflictividad de un regalo neutro.
No hubo tiempo para mucho más. Tomamos un tiramisú y devolvimos a Marina a su colegio. Luego, Marcos me llevó a comisaría. Antes de salir de su coche me dijo:
—Espero que Marina tenga el discernimiento necesario para leer el libro que le has regalado.
—Cuando tomas el hábito de padre te vuelves tremendamente puritano —le respondí.
Pasé el resto de la tarde acabando de poner al día los informes, pero el sueño me embargaba. Me ponía en pie, luchando contra la somnolencia, hacía viajes hasta la máquina de café, cambiaba una y mil veces de posición en mi asiento… me hubiera tumbado con gusto en el suelo adoptando la posición fetal con tal de dormir un rato. Sólo me despejé cuando mis resúmenes escritos llegaron al interrogatorio de Rosario Siguán. Ahí mi mente volvió a cavilar: ¿qué tipo de familia era aquella? Ninguna de las tres hijas parecía demasiado normal. La mayor, un témpano de hielo metida en sucios negocios. La mediana, huye al otro extremo del mundo llena de odio hacia su padre. La pequeña, psicológicamente incapaz de vivir una vida normal. Y sin embargo, aquella familia tenía todas las características que, tradicionalmente, deben llevar a la felicidad: dinero, educación, costumbres organizadas, enraizamiento total en la sociedad… ¿Qué causaba entonces todos aquellos desarreglos de carácter: el autoritarismo del padre, la sumisión de la madre o el hecho de que Siguán frecuentara de mayor jóvenes prostitutas? ¿Tanto influía en los hijos el comportamiento paterno? ¿Tanta razón llevaba el jodido Freud? En aquel momento cruzó por mi mente el recuerdo de mi hijastra. ¿Y si le daba por volverse alocada y pasional tras leer el libro sobre Isadora? ¿Tendría eso una influencia nefasta en su formación, sería yo la culpable, me perseguiría por los siglos la madre de Marina con un bate de béisbol en la mano para darme mi merecido? ¡Al infierno!, pensé, la obligación de ser correcta con los hijos de Marcos estaba pesando demasiado sobre mí. ¡No sería yo quien se volviera intransigente por causa de un decálogo moral que en el fondo detestaba en su mayor parte! Mi conciencia estaba tranquila.
Miré el ordenador. El cursor seguía pidiéndome datos y más datos mientras mi mente había volado hacia mi vida personal. No me sentía capaz de seguir con el trabajo, al día siguiente continuaría con la descripción de aquella triste criatura que era Rosario Siguán.
Llegué exhausta a casa. Recordaba que Marcos me avisó de que aquella noche tenía una cena. No lo lamenté demasiado, mi único deseo seguía siendo dormir, así que tomé el libro que estaba leyendo y me metí en la cama. El contacto con las sábanas suaves me deparó un momento de extrema felicidad. En aquel momento nadie me reclamaba, ningún ser humano pensaba en mí, no se suponía que debía estar haciendo nada en ninguna parte. Puede que los ascetas lo pasaran fatal en el desierto comiendo insectos crudos a pleno sol, pero nadie podía negarles la felicidad de las noches solitarias, despanzurrados en su cueva como unos marajás.
Tras aproximadamente media hora de lectura, me encontraba tan relajada que el libro empezaba a caérseme de las manos. Entonces, como si el destino jugara con mis pensamientos, burlándose de ellos, sonó mi teléfono móvil. Miré la pantalla: era Abate.
—Petra, lamento mucho llamarte por la noche, pero es que tengo una buena noticia para ti.
—Adelante —dije saliendo de todo sopor.
—El equipo de Torrisi ha localizado por fin al destinatario de los mails de Nuria Siguán. Ya están detenidos: es Camorra pura.
—Sigue.
—Mañana tendremos la orden del juez Cesare Bono y procederemos al interrogatorio de esos tipos.
—¡Es una noticia magnífica! Me pregunto cómo podré dormir ahora.
—¿Ya estabas en la cama?
—Sí.
—¿Estás sola?
—Sí —respondí esta segunda vez con cierta reserva.
—Te imagino perfectamente —dijo en un tono soñador que no hizo sino intensificar mis resquemores—. Petra, me gustaría que supieras que he pensado mucho en ti y en lo que sucedió entre nosotros.
—Maurizio —le interrumpí—. ¿Sabes lo que más me gustó de lo que sucedió entre nosotros? Pues que parecías haberlo olvidado por completo.
—Pero no era así.
—Pues entonces lo que me gustó fue tu interpretación perfecta de que lo habías olvidado.
—¿Podemos negar la realidad?
—Sí cuando es intrascendente.
Rio un poco del otro lado del hilo, con un deje divertido y burlón:
—Brava!, ma… dura comme una pietra.
—Buona notte, caro amico, ciao.
Colgué y, aunque parezca mentira, a los cinco minutos ya estaba durmiendo, y es que tengo la conciencia más blindada que el coche de un gánster.