Dormí bien aquella noche, como un tronco, como una marmota, como un adolescente en una conferencia sobre heráldica. Sin embargo, esa reparadora desconexión que es el sueño no tiene las propiedades suficientes como para cambiar la realidad. Cuando sonó el despertador, la perspectiva de otro tenso interrogatorio hizo que el cielo me pareciera cavernoso aunque lucía el sol. Rafael Sierra. ¿Por dónde meterle mano? ¿Intentar intimidarlo, buscar su complicidad, despertar su deseo de expiar culpas o su instinto de huir de la quema? Lo realmente infernal de un interrogatorio es desconocer por completo el suelo que se pisa; eso obliga a caminar a tientas por un pasillo oscuro con el miedo perpetuo de tropezar, y Rafael Sierra era un desconocido absoluto para mí. Las ocasiones en las que nos habíamos encontrado, siempre me parecieron anodinas, como si aquel hombre careciera por completo de personalidad. Nuria Siguán era el polo opuesto: autoritaria, seca, reticente, con un dominio asombroso de sus emociones… una tipa de armas tomar. En su caso resultaba fácil elaborar una estrategia; pero Sierra… educado, inexpresivo, políticamente correcto y aburrido a morir. Tenía la esperanza de que esos mínimos rasgos apreciables a simple vista se correspondieran con los tópicos que a ellos solemos asociar: miedo al qué dirán, cobardía, falta de imaginación y autoestima baja. Pero ¡quién podía saber!, le dispararía desde todos los ángulos hasta que el ruido de los tiros le hiciera temblar. Me daba pereza empezar un nuevo día así, pero si cuando era joven las dificultades me enardecían, en aquellos momentos de mi vida subir pendientes excesivas sólo me provocaba desmotivación. Para colmo de males, mientras nos encaminábamos a la sala de interrogatorios, Garzón me lanzaba consignas pretendiendo animarme:
—¡Dele caña, inspectora! Este tipo tiene que cantar. ¡No se corte ni un pelo, acogótelo!
—¡Por Dios, Fermín!; parece usted un entrenador de fútbol.
—Únicamente pretendo infundirle coraje.
—Inténtelo por trasmisión de pensamiento, funcionará mejor.
Rafael Sierra se puso en pie al vernos, como un alumno respetuoso con el profesor. No emitió ni una sola protesta por haber pasado la noche detenido sin explicaciones. Le hice una indicación para que se sentara y nos sentamos nosotros frente a él.
—¿Insiste en no desear la presencia de un abogado? —inicié.
—No creo que vaya a necesitarlo —respondió.
—Eso ya se verá —cuchicheó Garzón, y yo le dirigí una mirada severa para que se moderara.
—Señor Sierra: ¿la contabilidad de la tienda Nerea, que usted nos facilitó, es la única que existe?
—Sí, claro está.
—La impresión que produce su negocio es que no entran muchos clientes a comprar. ¿Se mantienen ustedes bien a pesar de ello?
—Nuestros géneros son muy selectos y nuestras clientas, también. Se realizan muchas compras on line, como habrá visto en las cuentas, porque las compradoras son mujeres importantes con trabajos de responsabilidad que no pueden abandonar para venir a visitarnos personalmente. De ahí habrá sacado usted la impresión de que la tienda está muy vacía.
—Comprendo. Y dígame una cosa, Rafael, en los días recientes, ¿ha tenido usted la sensación de estar siendo vigilado?
La pregunta le desconcertó. Titubeó levemente, luego contestó con firmeza:
—No, en ningún momento he tenido esa sensación.
—Se entrevistó usted varias veces seguidas con su socia la señora Siguán y después dejaron de verse por completo y no hubo entre ustedes ni siquiera comunicación telefónica.
—Son cosas del trabajo. Mi socia y yo sólo nos reunimos cuando hay una razón empresarial concreta.
—¿No estaba usted intentando esquivar la vigilancia de la policía ni evadir una interceptación en su teléfono?
—Ni se me hubiera ocurrido una cosa así.
—Señor Sierra, ¿no le sorprendió a usted recibir un pedido desde Italia a nombre de la empresa Elio Tramonti? Tengo entendido que dicha empresa trabajaba con ustedes en la época del señor Siguán y se habían roto todos los contactos.
—Hay veces que ocurren esas cosas, pedidos de antiguos clientes que se traspapelan… no le di más importancia, la verdad.
—Durante los años que trabajó para Adolfo Siguán, ¿alguna vez le pareció que este llevaba a cabo negocios ilegales?
—Jamás. Ya les dije que don Adolfo era un empresario honesto y cabal.
—Sin embargo, según nuestras investigaciones, la empresa Elio Tramonti nunca existió. Era una tapadera, como también lo era Tejidos Siguán. Detrás había un negocio de blanqueo del dinero que la Camorra ganaba en Barcelona con sus manejos ilegales.
—Eso es absurdo.
—No lo es. Le explicaré algo más: cuando la Camorra llegó a un desencuentro con su jefe el señor Siguán, los mafiosos decidieron asesinarlo con el fin de que sus asuntos tuvieran continuidad en las personas de Rafael Sierra y Nuria Siguán. Una vez eliminado el obstáculo, la nueva tapadera se llamó Nerea.
—No sé de qué está hablando.
—Iré un poco más allá para ver si consigo hacerme inteligible. Si la Camorra mató al señor Siguán y siguió operando con ustedes, sólo cabe una explicación: ustedes fueron cómplices en el crimen. Es posible incluso que Nuria y usted contrataran personalmente al sicario italiano que vino a hacerse cargo del viejo.
En aquel momento, la relativa tranquilidad de la que había hecho gala le abandonó. Las mejillas se le colorearon de un rojo intenso y asió los reposabrazos de su asiento con ambas manos.
—¡Eso es una infamia! —balbució con furia.
—¿Infamia? ¡Te va a caer una acusación de asesinato que te vas a quedar acojonado! —intervino breve pero contundentemente Garzón.
—¡Quiero llamar a mi abogado!
—¡Ahora sí necesitas un abogado!, ¿eh, gilipollas? —siguió mi compañero en tono carcelario. Lo reconvine con la mirada.
—Ahora podrá llamarlo. Hemos terminado por hoy. Le aconsejo que medite detenidamente sobre su situación.
Fuera de la sala, mi subalterno dio rienda suelta a su enfado.
—¡Joder con este tío! ¡Ya está bien de ser educados y comedidos; hubiera tenido que darle un par de leches! ¡Este caso me tiene hasta las bolas, inspectora! ¿Hay que tratarlos con guante blanco porque son gente bien? ¡Un poco de marcha es lo que necesitan estos tipos!
—Cálmese un poco, Fermín, no vayamos a joderla al final.
—¿Al final, a qué final, inspectora? Como a uno de estos dos hijos de puta no le dé por cantar, nos enredaremos en cuestiones legales y el final será el nuestro porque estaremos como al principio.
—Bonito juego de palabras. Vamos a La Jarra de Oro a ver si se tranquiliza de una vez. ¿Qué se toma a esta hora del día?
—¡Cicuta!
—Veo que ha seguido con La vida de los emperadores romanos. ¿Qué conclusiones va sacando?
—Pues que para crear y mantener un imperio hay que ser más bestia que la madre que te parió. También que siempre ha habido clase de tropa y privilegiados.
—Y usted se siente como uno de los privilegiados.
—Ya no. Justo ahora me siento como el pobre desgraciado que limpiaba las boñigas de los leones en el circo.
—¡Garzón, no sea tan basto!
—Perdóneme, estoy en un mal momento. A ver si el café me hace un poco de efecto.
Mientras disolvíamos el azúcar con nuestras cucharillas pensé que también el subinspector era víctima de los estados de ánimo cambiantes propiciados por el trabajo. Le molestaba la inacción, ver cómo algo evidente se deslizaba entre sus manos como arena imposible de asir. No lo había visto, sin embargo, rozar nunca los extremos: ni se desesperaba ni se ponía eufórico. Sus enfados sí los había presenciado mil veces, y procuraba compensarlos. Para eso se trabaja en equipo, para ir equilibrando las subidas o bajadas anímicas de tus compañeros. De repente, alguien me sacó de mis cavilaciones tocándome un hombro con suavidad. Era Domínguez.
—Inspectora Delicado, dice el comisario que cuando tengan a bien salir del bar, pase a verlo por su despacho.
—Gracias, Domínguez. ¿Quiere un café?
—No puedo faltar de la puerta, inspectora. Gracias de todos modos.
En cuanto nos dio la espalda, Garzón rezongó:
—Ya sólo nos faltaba el jefe tocando los cojones. ¿No puede llamarla a usted por el móvil? ¡No, tiene que enviar a Domínguez con el recado socarrón de «cuando tengan a bien salir del bar»! ¡Debería darse cuenta de que eso nos resta autoridad!
—Fermín, por favor; no vale la pena ponerse como una hidra cada dos por tres.
—¿Una hidra, qué es una hidra? ¡Usted siempre soltándome términos cultos para comerme la moral!
—Una hidra es un animal mitológico. Tenía siete cabezas, y si le cortaban una, volvía a crecerle de nuevo.
Se quedó pensando y luego soltó la carcajada tontorrona de un crío.
—¡Jo, pues se le dispararía el presupuesto con las aspirinas! ¡Y en peluquería también! ¿Tenía pelos la hidra, inspectora?
—Esperaba un comentario más inteligente de un hombre que lee la vida de los emperadores —comenté aparentando desdén—. Quédese aquí comiendo un bocadillo mientras yo me las ingenio con Coronas.
Esperaba que la ingesta de un bocadillo, junto a la mención de la hidra peluda, acabara de mejorar su humor. Era más que probable que necesitara su compensación emocional después de haber hablado con el comisario.
Todo mi pesimismo se confirmó cuando nada más poner un pie en el despacho del comisario le oí graznar:
—Usted a su aire, ¿eh, inspectora Delicado? Ni pruebas legales, ni ilegales ni pollas en su tinta. Y cuando le parece que hay que enchironar a un sospechoso se le enchirona y en paz.
—Tengo la orden del juez Muro.
—No quiero ni preguntarle cómo la consiguió. De todos modos, va a servirle de poco si todas las acusaciones contra esos dos provienen de la incautación del ordenador personal de Nuria Siguán.
—Tenía una orden de registro.
—¡Cojonudo! Pero parece que incautarse del objeto y rastrear en su interior presenta problemas legales y que la defensa va a impugnar la prueba. De modo que, a lo mejor, nos quedamos con las manos vacías. No lo comprendo, Petra, de verdad. Si ha obtenido datos secretos de modo dudoso, ¡guárdeselos y úselos en la investigación, pero no abra el juego como lo ha hecho! ¿En qué estaba pensando?
—Era consciente de lo que hacía, señor. Mi apuesta se centraba en que exhibiendo el contenido del ordenador frente a la sospechosa, esta se derrumbaría bajo la presión y acabaría confesando en los interrogatorios.
—¿Ah, sí? ¿Y qué ha obtenido en esos interrogatorios?
Tenía sus ojos fijos en los míos. No los bajé.
—He observado que cuando les hablo a los dos sospechosos sobre sus presuntos delitos económicos y asociación con organización criminal, aguantan bien la presión. Sin embargo, cuando paso al tema de la posible implicación en el asesinato de Siguán, pierden completamente los estribos.
—Sí, es extraño. Cuando a uno lo acusan de haber asesinado a su padre o a su benefactor la reacción lógica es un aleteo de pestañas y quizá un suspirito de impaciencia. ¡Abra bien los oídos, Petra, escúcheme con atención!: haga un último intento con esos dos y, si no ocurre nada, suéltelos. Cuando se tiene a un pelagatos detenido al borde de la legalidad, la cosa tiene una importancia relativa; pero estos tíos no son pelagatos, pueden causarnos problemas. No agote el tiempo de detención. Ahora puede marcharse.
Detestaba a Coronas cuando se ponía en plan cínico y gracioso, aunque no podía negar que llevaba unas moléculas de razón. Yo había pecado de un exceso de confianza en mis conocimientos sobre la psicología humana, y debía evitar la reincidencia. Llamé al subinspector y, por su forma rumiante de contestar, deduje que aún estaba con el bocadillo.
—Fermín, acabe de comer y prepárelo todo para un careo entre Sierra y Siguán.
—A la orden, inspectora.
El careo, como toda técnica policial, tiene sus reglas teóricas que uno debe ir adaptando a la acción. La principal es saber qué tipo de relación existe entre ambos sospechosos. De ese modo, la primera regla se convertía en la primera dificultad. No teníamos ni idea de cómo se trataban aquellos dos tipos. ¿Sierra seguía viendo a Nuria como la hija del gran jefe, sintiéndose subordinado a ella?, ¿quizá esa subordinación de tantos años le había causado un rencor casi inconsciente que podía rebrotar en un momento de máxima tensión? Y Nuria, ¿consideraba a aquel hombre como un vínculo con el mundo de los negocios, o lo ninguneaba por su falta de carácter? Cualquier combinación psicológica era posible, incluso aquellas en las que no habíamos pensado. Había que fiarlo todo a la intuición, y mi intuición, mal nutrida de indicios (nunca los había visto juntos a los dos), se presentaba escuálida como la muerte.
Garzón lo había preparado todo como era prescriptivo: los detenidos no se verían antes de entrar en la sala y se había advertido a sendos abogados. Al de Siguán ya lo conocía y el de su socio no me sorprendió. Se trataba de un hombre de bastante edad, trajeado a la antigua y con un bigote de los que pueden ser atusados sin carencia de vellos. Bien, por lo menos no era un lechuguino con corbata de Hermès.
Tuve tentaciones de dejar fuera de juego al subinspector, pero me di cuenta de que sus salidas de tono, su vocabulario a veces grosero y su falta de diplomacia podían funcionar como contrapunto entre gente tan circunspecta.
Cuando Nuria entró en la sala, yo ya me encontraba en el interior. La taladré con la mirada y ella me correspondió con un taladro de idéntico calibre. Intercambiamos saludos, ella acompañó el suyo con una sonrisa sardónica. No parecía que una noche encerrada hubiera socavado su gélida fortaleza. Tras un instante entró Sierra, custodiado por el subinspector. Parecía despistado, tenía mala cara, lanzaba miradas en todas direcciones como si buscara un cabo al que asirse. La Siguán deslizó sus ojos sobre él con un punto de desprecio.
—¿Desde cuándo se conocen ustedes? —fue mi primera pregunta. Sierra la contestó al instante:
—Conocí a Nuria cuando ya hacía años que trabajaba para su padre. El mismo señor Siguán nos presentó un día que ella visitaba la fábrica con sus hermanas. Entonces las conocí a las tres.
Miré a la encartada, que permanecía con una media sonrisa en el rostro, como si no acabara de tomar en serio todo aquello.
—¿Cómo reaccionaron ustedes al saber que la empresa Tejidos Siguán estaba en dificultades? Esta es una pregunta que deben contestar los dos.
—Me limité a esperar las órdenes de mi jefe, como era mi costumbre —dijo Rafael.
—Yo le aconsejé a mi padre que se deshiciera de la empresa y se retirara a disfrutar de un descanso merecido. No me hizo caso, por supuesto.
—¿Cuándo y cómo decidieron asociarse para montar un negocio juntos?
—Cuando mataron al señor Siguán y las hijas decidieron liquidarlo todo, yo pensé en montar una tienda y le brindé a Nuria la posibilidad de asociarse conmigo. De las hijas del señor Siguán era la única interesada en los temas empresariales. A mí me venía bien una aportación de capital y me hacía ilusión no desvincularme del todo de la familia Siguán.
—¿Por qué aceptó usted el ofrecimiento del señor Sierra?
Hizo un vago ademán de no comprender el motivo de la pregunta, luego dijo en tono casual:
—Inspectora, soy hija de un hombre que levantó una gran empresa; formar parte de un pequeño negocio no es una decisión que deba meditar demasiado.
Observé si Rafael Sierra se sentía ofendido ante semejante afirmación desdeñosa, pero lo único que hizo fue parpadear varias veces seguidas como si fuera imbécil. Empezó a cargarme el sometimiento de Sierra hacia el clan Siguán.
—O sea, que para usted ser socia de la tienda Nerea carece de la menor importancia —remaché por si conseguía hacer reaccionar a aquel hombre.
—Así es —dijo ella, y él no reaccionó.
—No se ocupa usted del día a día.
—Sólo de vez en cuando.
—De manera que si el señor Sierra cometiera alguna irregularidad en el trabajo o hiciera alianzas con quien no debe, usted no se enteraría.
El viejo abogado enseguida saltó:
—Inspectora Delicado, esa pregunta no me parece pertinente; parece hacer a mi defendido culpable de algo.
—Está bien, haré la pregunta de otra manera: ¿estaba usted al corriente de los contactos y citas que el señor Sierra tenía en su trabajo diario?
—Inspectora… —volvió a interrumpir el abogado de Sierra—, después de la pregunta anterior, esta viene teñida por…
—Le ruego que me deje interrogar a la sospechosa sin presiones, abogado, de lo contrario me veré obligada a…
—Con el debido respeto, inspectora, creo que…
—¡Cierre el pico! —exclamó inopinadamente Garzón—. ¡Aún no estamos en ningún maldito juicio!
La asamblea en pleno sufrió un escalofrío de escándalo. Sólo Nuria Siguán ponía cara de estar riéndose interiormente. Adoré al subinspector por aquella cuña tan bien calzada, nadie como él dominaba el registro de guripa bochornoso. Aproveché el pasmo general para recalcar:
—Si cualquiera de los dos abogados vuelve a interrumpirme, los expulsaré a ambos de la sala y seguiremos el interrogatorio sin su presencia.
La distracción general había propiciado una relajación en el crescendo de preguntas que aproveché para atacar por sorpresa:
—Las pruebas que hemos ido acumulando en nuestra investigación nos han llevado a pensar que alguno de ustedes dos colaboró en el asesinato de Rafael Siguán.
Se hizo un silencio durante el que devoré las expresiones de sus caras, ignorando las de horror en los abogados. Nuria estaba seria, Rafael, triste.
—No responda, Nuria —tronó Mestres.
—¡Usted tampoco! —secundó el otro abogado.
—¡Cállense! —aulló el subinspector.
Me armé de valor:
—Tengan la bondad de salir al pasillo; el interrogatorio continuará sin ustedes.
Formaron un dueto de protestas no ensayadas; pero me importaba un cuerno que me acusaran de ilegalidad. Hasta aquel momento había intentado hacerlo todo con el mayor respeto hacia los protocolos legales y aun así, habían surgido dudas sobre mis métodos. Pues bien, en esta ocasión lo haría mal a sabiendas. El último consejo cantado a dos voces por los letrados había sido no contestar a nuestras preguntas; pero algo me decía que podían no seguirlo. Ataqué de nuevo:
—Un sicario contratado por la Camorra mató a Adolfo Siguán. La versión de que el chulo de la prostituta que estaba con él acabó con su vida hace mucho tiempo que la hemos descartado. Fue la mafia quien no toleró que Siguán cumpliera sus deseos, quizá salir de la organización. Ustedes tenían entonces tratos con la Camorra. Siguen teniéndolos ahora mediante la tienda Nerea. Uno de ustedes dos colaboró con los italianos para que Siguán permaneciera definitivamente callado, quizá fueron los dos. Una confesión es la única salida que tienen ahora, la mejor para ustedes.
Rafael Sierra miró al suelo, sacudió la cabeza con tristeza:
—Nunca, en todos los días de mi vida, hubiera llegado a pensar que alguien me acusara de la muerte del hombre que más he respetado. Es terrible, con gusto me echaría a llorar con solo oírla, inspectora.
Nuria Siguán hizo un movimiento brusco con el cuerpo, luego increpó a su socio, escupiéndole las palabras con desprecio:
—¿Que te echarías a llorar? ¡Despierta, Rafael! Están acusándonos de asesinato y lo único que se te ocurre decir es que te echarías a llorar. No tienen la más mínimo prueba contra nosotros, todo esto es una trampa asquerosa, ¿no te das cuenta?
Sierra continuaba cabizbajo y en silencio. La mujer subió un punto su tono de voz:
—¡Haz el favor de negar que hayamos tenido nada que ver con la muerte de mi padre!
—Todo esto es demasiado para mí, Nuria. ¿De verdad crees necesario que niegue algo semejante?
—¡Sí, y con energía!, a no ser que… a no ser que tú…
Sierra levantó la vista y se quedó mirando a su compañera con auténtico horror.
—Pero ¿qué dices, Nuria, qué dices?
La Siguán se serenó de pronto y guardó silencio. Yo estaba esperando una frase más, una palabra; pero ella sólo balbució:
—Lo siento, perdóname. —Después se volvió hacia mí—. Se arrepentirá de este acoso al que nos somete, inspectora, no sé cómo pero conseguiré que se arrepienta.
—¿Me amenaza?
—No, sólo quiero que tenga algo muy claro: ni este hombre ni yo hubiéramos consentido jamás que alguien le hiciera daño a mi padre.
—Muy bien, pueden regresar a sus casas.
Les sorprendió el permiso súbito para marcharse. Salieron. Cuando la Siguán pasó frente a mí, su mirada hubiera podido matarme. Le sonreí cínicamente.
Garzón se levantó y dio un paseíto por la sala; por fin se puso a mi lado, en actitud pensativa.
—¿Qué le ha parecido? —pregunté.
—No sé qué pensar. Quizá si usted hubiera seguido presionándolos un poco más…
—Sin pruebas concluyentes y con los abogados en el pasillo era difícil. Pero que no estén detenidos no significa que no podamos interrogarlos cien veces más. En cualquier caso, dudo de que el hombre esté implicado. Ella… démosle tiempo; parece tenerlo todo bajo control pero salta de vez en cuando. Si llenamos el globo de suficiente aire, al final explotará.
Miré por la ventana, se había nublado. Suspiré en un rapto melancólico. Garzón bostezó en un rapto difícil de identificar.
—¿Por dónde vamos a seguir ahora? —inquirió.
—Alguien dijo: «Si no quieres que todo continúe igual, no hagas siempre lo mismo»; pero no recuerdo quién.
—Sería Shakespeare.
—Quizá.
—Fuera quien fuese, ¿qué significa la frase?
—Significa que vamos a introducir un cambio de sesgo interrogando al marido de Nuria Siguán. Es posible que debiéramos haberlo hecho hace tiempo. Voy a buscar mi gabardina.
—Oiga jefa, creo que también fue Shakespeare quien dijo: «Cualquier cosa que quieras hacer, no la hagas sin comer».
—Dudo de que el genio hubiera compuesto una cosa tan ramplona; pero de acuerdo, tenemos tiempo para un sándwich.
No tenía hambre, la tensión del interrogatorio y los cafés ingeridos me habían dejado un difuso dolor de estómago. Estaba segura de que con un poco de relajación me sentiría mejor, de modo que le pedí al subinspector que no fuéramos a la bulliciosa La Jarra de Oro. Acabamos en un local ecléctico en el que él se tragó un sándwich de tres pisos sin el menor cargo de conciencia. Entre bocado y bocado, y mientras regueros de mayonesa se precipitaban sobre su plato en caída libre, quiso saber por qué me había dado de pronto por interrogar a Juan Codina, marido de nuestra sospechosa número uno. No supe darle demasiadas razones que fueran lógicas, quizá había visto algo inusual en el modo en el que se trataban Rafael y Nuria, una especie de familiaridad que me pareció ir más allá de la que dos socios usaban en sus relaciones. Además, me llamaba la atención que durante los dos días que su esposa estuvo detenida, aquel próspero ejecutivo no hubiera hecho acto de presencia jamás, ni siquiera para saber cómo estaba. Aquella iniciativa hacía que Garzón se encogiera de hombros, para él solo con más presión se abrirían las bocas de los sospechosos, y hablar con Juan Codina era una estrategia inútil que nos desviaba de nuestro camino. Aun sin estar de acuerdo, fue a buscar la dirección de Codina mientras yo telefoneaba al juez Muro. Ya que no le había enviado informes últimamente, al menos debía mantenerlo informado sobre la situación. En cuanto oyó mi resumen dio los primeros síntomas de desánimo:
—No sé, Petra, no sé. Todo esto no está conduciéndonos a ninguna parte. ¿Está usted segura de lo que hace?
—Todo lo que se puede estar en un caso tan endiablado como este.
—¡Sí, y pensar que era un caso que descansaba en una cajón desde hacía cinco años! No pierda usted ni un minuto, Petra, acelere cuanto pueda las investigaciones; aunque los hechos vengan del pasado, el factor tiempo siempre es de importancia supina. La viuda, con su intuición, ha hecho que el delito salga de nuevo a la superficie.
—¿A qué viuda se refiere?
—¡Pero bueno, inspectora!, ¿a qué viuda voy a referirme? ¡A la de Adolfo Siguán! Si ella no hubiera venido un día a verme, el caso seguiría durmiendo el sueño de los justos.
—Es cierto, y quizá hoy Julieta López seguiría viva.
—¿Quién era Julieta López?
—Déjelo, juez, está visto que cada uno olvida y recuerda según su sensibilidad.
—Oiga, Petra, por cierto; yo aprecio mucho sus llamadas telefónicas para ponerme al día, pero no estaría de más que me enviara un informe escrito de vez en cuando. ¡Hace la intemerata que no recibo ninguno!
—Lo haré, juez, lo haré.
El trabajo moderno en equipo, de cualquier especialidad, consiste en que los unos vayan ejerciendo presión sobre los otros de manera continua o intermitente. El juez lo sabía y yo también, sólo me hacía falta que se acumulara la cantidad de presión necesaria para ponerme en marcha.
Juan Codina trabajaba como gerente en una gran compañía. Un alto ejecutivo que, como tal, tenía su despacho en el último piso del edificio World Trade Center, junto al puerto de Barcelona. Nuestras placas policiales fueron abriendo los muchos controles de seguridad que se oponían al paso de extraños. Únicamente la última barrera, consistente en una joven recepcionista, se nos resistió.
—¿Tienen cita con el señor Codina?
El subinspector, harto ya de la carrera de obstáculos y quizá sensibilizado por la cara de asco con que la chica nos dio la bienvenida, se impacientó:
—La policía sólo pide cita cuando va al dentista, señorita.
—Pero…
—Si no avisa inmediatamente al señor Codina de que queremos verle, volveremos dentro de una hora con la orden de un juez. ¿Me capta?
La chica, inexperta en aquellas cuestiones y probablemente en otras muchas más, se puso en pie, sofocada pero digna. Abrió una puerta que había tras ella y antes de desaparecer dijo mirando al tendido:
—Veré si el señor Codina quiere recibirles.
Garzón se encendió como un líquido inflamable:
—¿Ha oído eso, inspectora? ¡Tres cojones le importa que seamos policías! Estoy convencido de que si vinieran el papa o el rey a ver a su jefe, les diría lo mismo: «Veré si el señor Codina quiere recibirles».
La voz atiplada que puso para imitar a la de la chica me hizo reír.
—Las grandes empresas privadas son otro mundo, Fermín. Dentro de ellas rigen otras leyes e imperan otros valores. Aquí el jefe es el único dios.
—¡Pues que esa nena se ande con cuidado! ¡Si vuelve a mirarnos con cara de repugnancia voy a pegarle un bufido en toda regla!
Aquellos cabreos espontáneos de Garzón seguían tomándome por sorpresa y divirtiéndome al mismo tiempo. Nunca podía afirmar cuáles serían los estímulos que lo pondrían en estado tonante, y resultaba bien cierto que semejantes reacciones podían ser peligrosas según dónde y qué circunstancias se produjeran, pero verlo enojado frente al mundo me parecía tonificante.
La chica reapareció seguida de otra, esta de más edad y maneras más estudiadas. Nos hizo saber que era la secretaria personal de Codina.
—Tienen suerte; el señor Codina les recibirá enseguida.
—¿Suerte? —preguntó mi compañero—. ¿Es que recibe por sorteo?
La secretaria soltó una risita desganada:
—No, pero tienen suerte de que el señor Codina no esté de viaje; suele ser lo habitual.
Nos dejó aposentados en el tresillo de una antesala moderna, entró en un despacho y, segundos después, hizo un gesto con la mano para que la siguiéramos. Al hacerlo, me arrepentí enseguida de haber escogido el terreno de juego del contrario para interrogarlo. El despacho de Codina era impactante, descomunal, amenazador. Si las catedrales góticas fueron construidas para que el pobre feligrés se sintiera tan anonadado como en presencia del gran Dios, el despacho de Codina conseguía al instante disminuirte psíquicamente. Era un lugar donde no se iba a exigir sino a implorar, no a charlar sino a escuchar, no a mandar sino a sugerir. Detrás de la enorme mesa de madera maciza, un ventanal se abría al mar. En aquel marco, Codina aparecía como la figura imponente de un ser superior. Quizá semejante montaje le hacía falta, porque cuando se puso en pie para recibirnos se hizo evidente que era un hombre bajito y de aspecto insignificante. Nos dio la mano y de modo exquisitamente cortés nos invitó a sentarnos.
—¿Puedo ofrecerles café?
—Es una buena idea.
Pidió café por un interfono y se volvió hacia nosotros. Era curioso comprobar cómo su rostro adolecía de la misma impavidez que el de su esposa. Ni se mostraba molesto ni sonreía. Llevado por las dotes de mando que sin duda practicaba ampliamente en su vida profesional, fue él quien empezó a hablar.
—Vienen ustedes a visitarme en relación con el caso reabierto del asesinato de mi suegro. ¿Cierto?
—Cierto. ¿Está usted al corriente de los acontecimientos, señor Codina?
—Sí, más o menos. He hablado con mi mujer.
—¿Y qué le parece todo esto?
Me miró con cierta sorpresa, probablemente no esperaba un planteamiento tan coloquial.
—¿Puedo hablar con franqueza? —inquirió.
—Se lo ruego.
—La reapertura de este caso me parece una manera de tirar el dinero del contribuyente.
—Es extraño que diga eso, tras haberse reabierto el caso dos personas han sido asesinadas. Eso demuestra hasta qué punto fue cerrado en falso.
—Lo sé, inspectora, lo sé; pero todas esas personas que han muerto pertenecen a un mundo marginal en el que morir no es nada tan extraordinario. Prostitutas, maleantes… Son gente que se expone a ello. Puede que mis palabras les suenen duras, pero son la realidad.
—¿No está interesado en saber quién mató a su suegro y por qué lo hizo? Su suegro no pertenecía al mundo marginal ni se exponía a ser liquidado.
—Eso es algo que afirma usted, inspectora, no yo.
Entró la secretaria con el café, dejó una bandeja sobre la mesa. Codina permaneció callado durante toda la operación. Cuando la mujer hubo salido y mientras él llenaba las tazas, le pedí una aclaración de sus últimas palabras.
—Mi suegro, en sus buenos tiempos, fue un empresario estupendo, de los mejores de España; pero su época de decadencia resultó desastrosa. Abandonó poco a poco el cuidado de su negocio, y aquella costumbre suya de frecuentar jóvenes prostitutas de ínfima condición… en fin, lamentable. No piensen que soy un hombre chapado a la antigua; creo que una persona puede dejar de lado las normas morales, pero siempre con la discreción con la que le obliga su puesto en la sociedad. Hay mujeres profesionales, bellas y discretas, a las que él hubiera podido recurrir. No tenía ninguna necesidad de descender a los infiernos.
Garzón me lanzó una mirada cómplice que decidí ignorar. Continué con mis preguntas, procurando no mostrar ninguna emoción.
—Señor Codina, ¿no cree que su suegro, aparte de esas… lamentables inclinaciones, pudo haberse metido en algún asunto sucio de tipo profesional?
—Nuria me ha contado que ustedes lo acusan de haber estado en tratos con la Camorra. También que la acusan a ella y a Sierra de haber seguido con esas supuestas actividades en la tienda Nerea. Pues bien, les diré que, si así fuera, yo no tuve ni tengo el más mínimo conocimiento.
—Discúlpeme, pero eso se me hace difícil de creer, Nuria Siguán es su esposa.
Apuró su café de un sorbo y se limpió pulcramente la boca con una servilleta de papel. Suspiró.
—Inspectora Delicado, no sé cómo ser claro, pero estoy seguro de que, sin entrar en detalles embarazosos, ustedes me comprenderán. Digamos que el contacto íntimo entre mi esposa y yo hace tiempo que se cortó de mutuo acuerdo. Seguimos casados porque eso nos ayuda a ambos desde el punto de vista social, pero hace muchos, muchos años que Nuria no me comunica los pormenores de su vida, y yo hago otro tanto.
—¿Tampoco estaba al corriente en su día de las actividades de su suegro aun dedicándose ambos al mundo empresarial?
—Para contestarle me veo obligado a seguir con las explicaciones familiares y personales; no me gusta, pero supongo que es necesario. Yo soy un hombre hecho a sí mismo, como suele decirse. No contaba con fortuna ni herencias cuando inicié mi vida. No negaré que cuando me casé con Nuria tenía muy presente que emparentar con una familia conocida en Barcelona le iría bien a mi carrera. Pero nunca quise entrar a formar parte de Tejidos Siguán. Tenía mis propias ambiciones.
—Eso no excluye que supiera usted algo sobre las actividades de Tejidos Siguán.
—No, es verdad, pero digamos que fue una intuición que, cuando conocí más profundamente a la familia de mi esposa, se confirmó.
—¿Puede explicarse?
—Como hombre de origen humilde no he perdido dos características básicas en mi forma de actuar: soy práctico y amante de la sencillez. Ambas me han ayudado en mi carrera. Por eso cuando descubrí las características de aquella familia: el autoritarismo de mi suegro, la dolorosa sumisión de su esposa, el odio feroz de mi cuñada Elisa hacia su padre, la admiración teñida de resentimiento que le profesaba mi propia mujer, la naturaleza temerosa de la hermana pequeña… En fin, no me parecieron la familia ideal y decidí mantenerme al margen de todos ellos. El tiempo me ha dado la razón. Tampoco quise estar informado de la empresa de Adolfo Siguán, ni posteriormente de la tienda Nerea. ¿Me comprende?
—Creo que sí. Hay una pregunta que quiero hacerle; es un tanto subjetiva, pero… ¿Se sorprendió usted ante la acusación de pertenecer a la Camorra que hemos lanzado sobre Adolfo Siguán?
Hizo una pausa. Miró en el fondo de su taza de café. Se mordió el labio inferior. Luego dijo con voz fuerte y clara:
—No. Él hubiera hecho cualquier cosa por mantener viva su empresa. No me sorprendió.
—¿Y si acusáramos a su esposa del asesinato de su propio padre, eso le sorprendería?
Por primera vez su rostro fue denotativo de una emoción que no supe discernir con claridad: miedo, escándalo, horror… Sin embargo, dijo con firmeza:
—A eso no voy a contestarle.
—Está usted en su derecho.
—¿Lo pregunta porque hay algún indicio que así lo indique?
—A eso no voy a contestarle yo.
Nos quedamos mirándonos mutuamente, seguros de haber agotado todas nuestras posibilidades de comunicación. Le sonreí, pero él no me devolvió la sonrisa. Garzón no había dicho ni una palabra. Carraspeó entonces oportunamente llenando el incómodo momento de silencio.
—Gracias por su cooperación, señor Codina.
—Pediré que los acompañen a la puerta de salida.
En el aire fresco de la calle Garzón sacudió con fuerza la cabeza, como un perro recién mojado. Luego sonorizó unas gárgaras extrañas, soltó un berrido. Sólo entonces hizo uso del lenguaje humano para decir:
—¡Vaya tipo! ¿Se ha fijado qué displicencia, qué frialdad? Nunca había visto a nadie tan calculador. ¡Es un trepador social!
—Que sea un trepador no significa que mienta. A mí todo lo que ha dicho me ha sonado a verdad, aparte de ayudarnos muchísimo.
—¿Ayudarnos, en qué?
—Nos ha señalado un camino por el que, con tanto asesinato y tanta mafia, no habíamos podido transitar con calma.
—Pues no caigo.
—La familia, Fermín, la familia. No hemos indagado lo suficiente en esa familia oscura, asfixiante, siniestra. Quizá saben más de lo que dicen. Hoy, pulsando una tecla familiar, hemos sacado un acorde inesperado: los Siguán están separados de hecho.
—No tan inesperado, usted se lo maliciaba, por eso hemos interrogado a este tipo, ¿no?
—Lo hemos interrogado por el modo en que se trataron Nuria y Rafael en el careo.
—Yo no vi nada especial.
—Yo creí intuir algo. No me sorprendería que fueran amantes.
—¡Joder, vaya familia!
—¡Toda familia esconde un pequeño o gran estercolero bajo la alfombra!
—¿Eso también lo dijo Shakespeare?
—¡En fin, Garzón, tampoco en Shakespeare va a encontrar usted hasta la receta de la fabada!
—¡Pues lo siento, seguro que era mejor que la de Asturias! ¡Shakespeare es mucho Shakespeare!
Nos despedimos riendo hasta el día siguiente. Cuando me puse al volante del coche y dejé de estar pendiente de lo externo, tuve una desagradable toma de conciencia: el dolor. Me dolía la cabeza, los ojos, los oídos, todos los huesos del cuerpo. Debía tomar un analgésico en cuanto llegara a casa, y descansar: al día siguiente había decidido interrogar a la hija menor de Siguán y había que hacerlo temprano.
Mi espectacular cansancio fue captado inmediatamente por Marcos:
—Pareces un trasgo —me espetó al verme.
—Ya lo sé —respondí.
—¿Hay algo que pueda hacer por ti? —preguntó con sorna.
—No decirme que debería cuidarme un poco. No hablarme demasiado ni en voz demasiado fuerte. No preguntarme si me apetece algo para cenar. No ejercer sobre mí la más mínima presión, amorosa o de cualquier tipo.
—Bien, ya voy comprendiendo la situación. Al menos podré proponerte que tomemos una copa.
—Eso sí, y un par de aspirinas también. Pero sin hablar, todo sin hablar. Sólo besos, abrazos, caricias y, si te apetece, hacer el amor.
—Es un plan que me gusta.
Seguimos el plan, que consiguió quitarme cualquier resto de mal humor pero aumentó mi cansancio. Aun así, el sueño tardó en llegar. Yací mucho tiempo boca arriba con los ojos abiertos. En mi cabeza resonaba una sola palabra: familia, familia, familia…