Capítulo 15

Nos dispusimos a visitar la casa de Nuria Siguán. El subinspector sostenía que su amiga Margarita no la habría avisado de nuestra charla ni de la incautación de su ordenador.

—¿Cómo puede estar tan seguro?

—Lo estoy. Margarita Roca ha decidido dejar de pensar en las consecuencias de lo que ocurrió. Si Nuria la llamara, respondería diciendo que nosotros la obligamos a callar y se pondría llorosa, jurando que había hecho lo que le parecía mejor para su amistad.

—Me deja usted estupefacta, Fermín. ¿Desde cuándo tiene tantos conocimientos de la psicología femenina de origen burgués?

—Veo a las amigas de Beatriz. ¡Son todas unas zorras!

—¡Subinspector!; supongo que no se lo dice a ella.

—¡Pues claro que se lo digo!, pero no me hace caso. Me contesta que soy un pedazo de bruto y que no se puede ir por el mundo diciendo la verdad. Lo cual me mosquea por la parte que me toca, se lo confieso.

Soltó una carcajada sonora. Lo miré y sacudí la cabeza como dejándolo por imposible.

—Me gustaría saber por qué está tan alegre. Que hayamos cazado a la Siguán en una actividad delictiva no significa que el asesinato de su padre quede automáticamente aclarado.

—¡Dios está con nosotros, inspectora! ¿Acaso no representamos el bien? ¿Y quién suele salir victorioso de la lucha del bien contra el mal?

—¡Joder, Garzón!, no creo que pueda aguantarlo todo el día en este estado. Necesito que me acompañe a casa de la sospechosa porque ser dos da más empaque, pero en cuanto la traigamos a comisaría quiero que se largue. Desarrollaré el interrogatorio yo sola.

—Soy su esclavo. ¿Qué ordena que haga mientras usted interroga?

—Vaya a Nerea y traiga a Rafael Sierra.

—¿Y qué le digo?

—No le diga nada.

—¿Cómo? No puedo prenderlo sin decirle nada, queda fatal.

—¿Prenderlo? ¡Dios! Ya que le gusta el vocabulario desfasado, dígale que lo prende por afrentas a las leyes del reino de España.

—No está mal, veré si puedo mejorarlo.

Como tantas veces en que nuestro humor difería, en mi mente brincaba una pregunta: ¿era Garzón un optimista que con su actitud intentaba mejorar las situaciones más graves?, ¿o sólo un inconsciente que podía poner en peligro nuestro trabajo con su negación de la realidad? Para colmo de dudas sobre su idoneidad profesional, el subinspector pretendía tomar un café cuando llegamos al domicilio de la sospechosa. Me negué en redondo; no hubiera podido perdonarme que una sirvienta nos dijera: «La señora ha salido» por haber perdido tiempo en un café. Sin embargo, como decía mi compañero, Dios debía haberse puesto por fin de nuestra parte, porque la puerta la abrió la propia Nuria Siguán.

Le comunicamos nuestro deseo de hacerle unas preguntas, a lo que ella contestó desabridamente con un: «Iba a salir». No dije nada, me quedé mirándola con fijeza hasta que se apartó del vano de la puerta, franqueándonos el paso con un gesto de la mano. Iba vestida con su habitual elegancia ecléctica y no parecía realizar ningún esfuerzo por erradicar de su cara un rechazo evidente. Nos condujo a través del pasillo, taconeando con decisión por delante de nosotros y cuando nos sentamos advirtió:

—No tengo mucho tiempo.

—Entonces seré muy concreta en mis preguntas. Últimamente ha visitado usted con frecuencia el domicilio de su amiga Margarita Roca; ¿puede decirnos por qué motivo?

—Margarita Roca es una buena amiga.

—Sí, pero ¿por qué motivo la ha visitado con tanta frecuencia?

—Esta conversación es estúpida. ¿Por qué se visita a una buena amiga?

—Lo cierto es que la señora Roca afirma que usted ha estado en su casa para trabajar en un ordenador personal —intervino Garzón.

De los ojos de la interrogada surgió un destello de sorpresa y preocupación que neutralizó inmediatamente entornando los párpados.

—¿Hay algo ilegal en eso?

—Señora Siguán, dejémonos de historias. Su ordenador está en nuestro poder y hemos leído sus correos electrónicos. ¿Le suena la frase: «No enviéis correspondencia a mi dirección habitual ni a Nerea?».

—Espero que tuvieran ustedes permiso para quedarse con mi ordenador personal porque de lo contrario…

—¿Puede decirnos qué significa esa frase, por favor?

—No, no puedo decirles nada. Quiero llamar a mi abogado.

—Puede hacerlo. Dígale que estará en comisaría, allí puede reunirse con usted.

—¿Estoy detenida?

—Por el momento, sí.

Me parecía mentira estar llevándome a la hija de Siguán en el coche policial. La observaba por el retrovisor: estaba tensa, miraba a la gente con aire de humillada superioridad, como una reina destronada a la que condujeran al patíbulo. Si no hubiera sido por evitar problemas con el comisario, le hubiera puesto las esposas alrededor de las manos. Eso hubiera minado un poco más sus defensas de dama intocable.

La instalamos en la sala de interrogatorios y Garzón fue en busca de Rafael Sierra.

—¿Qué hago con él cuando lo traiga?

—Métalo en un despacho y que espere. Procure que no se vean las caras con la Siguán ni siquiera en un pasillo.

Me lavé la cara, me peiné y procuré que mi personalidad empezara a salir de plano. Aquella mujer tenía un carácter fuerte y frío y yo debía tratar con ella como inspectora de policía; como Petra Delicado persona corría el riesgo de agredirla. Sin saber por qué, los conceptos que había aprendido en la Academia volvían a mi mente como si fuera una joven estudiante todavía: atacar por el flanco más débil, no perder la calma, variar la estrategia cuando fuera necesario…

Entré en la sala de interrogatorios fresca como una flor. Esperaba que el mundo de la Siguán hubiera dado un vuelco tal al verse privada de privilegios, que estaría dispuesta a ponerse a mi merced. No sentía piedad por ella, no me gustan los que siempre ganan.

—¿Se encuentra a gusto aquí, Nuria?

—Mi abogado aún no ha tenido tiempo de llegar.

—Bien, pues mientras se presenta, tenemos tiempo de charlar un rato.

—No tengo nada que hablar con usted.

Era fuerte y había decidido hacerme frente. Me apetecía un cigarrillo que no podía fumar. Sonreí, segura de que mi boca dibujaba una mueca desagradable.

—Hablaré yo.

—No se prive. Supongo que después de tanto tiempo de buscar infructuosamente a un supuesto asesino, tiene muchas cosas que contar.

El embarazo que había demostrado durante la detención se había evaporado por completo. Ahora su rostro era una máscara inexpresiva. Sonreí de nuevo y procuré que mis palabras sonaran con total neutralidad.

—Así es, tengo muchas cosas que contar. Mis conclusiones después de todo este tiempo de investigación son las siguientes: cuando don Adolfo Siguán empezó a encontrarse con serias dificultades económicas en su empresa, tomó contacto con la mafia más operativa en Barcelona: la Camorra napolitana. O quizá me equivoco y fueron ellos quienes fueron en busca de su padre, da igual. Sea como fuere, ambos llegaron a lo que podríamos denominar un acuerdo de cooperación: los mafiosos blanqueaban el dinero de sus negocios ilegales en Barcelona amparados en la honorabilidad empresarial de Tejidos Siguán y dicha firma recibía una aportación económica que la mantenía viva. ¿Me sigue?

—Sí, la sigo. Es muy entretenido. Una novela policiaca con mafia y todo es más de lo que podía esperar.

Parecía representar el papel de cínica ingeniosa con desenvoltura natural. Me puse a su altura.

—Vayamos pues al segundo capítulo. En el acuerdo entre ambas partes hubo algo que se rompió. No sabemos todavía en qué consistió el desencuentro: quizá el dueño de Tejidos Siguán necesitaba aumentar las cantidades que recibía o quizá simplemente se cansó de aquella estresante colaboración. En cualquier caso, el señor Siguán manifestó el deseo de ser libre de nuevo; pero como usted sabe por su afición a las novelas policiales, de una mafia no se sale así como así. Es posible que el señor Siguán, enconado en su postura, se permitiera amenazar a los mafiosos con denunciar sus actividades en un acto de pública contrición. Si así fue, en ese momento firmó su sentencia de muerte. ¿Puedo seguir?

—Puede hacer lo que quiera, inspectora; pero ¿qué tengo yo que ver en todo ese cuento de hadas?

—Tenemos pruebas de que la colaboración mafiosa no fue abortada tras la muerte de su padre sino que fue recogida por la tienda Nerea que ahora blanquea dinero para la Camorra con puntualidad.

Se tensó ligeramente pero no perdió el control. Me miró con desprecio:

—Eso es absurdo. Nuestra facturación y todos los documentos de la empresa están claros como el agua.

—De eso ya hablaremos, Nuria. Déjeme terminar con la novela porque el desenlace es la parte más grave. Según el orden lógico de las cosas cabe pensar que si su socio y usted siguieron con el negocio mafioso es porque estuvieron de acuerdo con el asesinato de Adolfo Siguán y quizá incluso tuvieron complicidad en él.

En ese momento su calma aparente se quebró y su rostro impenetrable se convirtió en una temible representación de la Gorgona: los ojos se le agrandaron, se le dislocó la boca y toda su tez adquirió una fuerte tonalidad grana.

—¿Cómo ha dicho? ¿Es posible que tenga la indecencia de insinuar que yo participé en la muerte de mi propio padre?

—Estoy haciendo algo más que insinuarlo, señora Siguán. Estoy afirmándolo.

—¿Por qué no ha llegado aún mi abogado? ¡Usted no tiene derecho a acusarme de nada! ¿Dónde está mi abogado? ¡Quiero que venga ya! —chilló.

—No se preocupe, estará al llegar —dije con voz suave, y salí de la habitación.

Crucé inmediatamente a La Jarra de Oro con la intención de tomar algo que me tranquilizara o estimulara, no estaba muy segura. De todas las labores que comporta la investigación de un crimen, la que me somete a una mayor presión psicológica es el interrogatorio de sospechosos. Nunca lo he llevado bien. La lucha soterrada de personalidades, la búsqueda de contradicciones, la observación de los más mínimos cambios en la cara del otro, el intento de abrir pequeños resquicios por los que penetrar, la continua alerta interior… me dolía la cabeza, las cervicales… Opté por un café que me ayudara a tragar una pastilla de ibuprofeno. Durante un buen rato, sentada en la barra del bar, no fui consciente de lo que sucedía a mí alrededor. Las voces de los parroquianos me sonaban lejanas, incomprensibles las órdenes del camarero. Por fin, el contacto de una mano en el hombro me sacó de aquel estado de irrealidad. Era Garzón.

—Ya estoy de vuelta, inspectora.

—¿Dónde está Sierra?

—Lo he dejado en un despacho. Ha dicho que no quiere abogado por el momento.

—¿Cómo reaccionó cuando lo detuvo?

—Hizo como si no comprendiera nada, pero se puso muy nervioso. Yo lo dejaría un rato reflexionando antes de interrogarlo.

—Bien. Voy a hablar con el juez. Necesitamos una orden de detención que nos permita mantenerlos un tiempo bajo nuestros amables cuidados. Habrá que interrogarlos varias veces.

—¿No le ha ido bien con la Siguán?

—Le contestaré con dos frases hechas: dura como una piedra, fría como un témpano. Aguantó perfectamente el tirón, pero cuando la acusé del asesinato de su padre, perdió el norte por completo.

—No es para menos, que le acusen a uno de haberse cargado a su padre debe ser brutal; no es algo que ocurra todos los días.

—Pero ocurre, Fermín, está en la naturaleza humana. Veo que aún no ha leído a Shakespeare.

—¿También eso está en Shakespeare, como lo de las tres hijas?

—Todo está en Shakespeare, subinspector, lo bueno y lo malo de lo que el ser humano es capaz.

—Habrá que leerlo, sí, aunque luego tenga pesadillas.

Tal y como maliciaba, la visita al juez Muro se movió entre altibajos. No consideraba que las pruebas fueran suficientes como para que los dos sospechosos ingresaran en prisión. Tampoco podíamos mantenerlos más de cuarenta y ocho horas retenidos. La única promesa que pude arrancarle fue que, según como se desarrollaran los interrogatorios, podía meterlos en chirona con una fianza. Y, por supuesto, la acusación se fundamentaría en la colaboración mafiosa, de asesinato Muro no quería ni oír hablar. Me conformé y, tal y como estaban las cosas, incluso consideré aquellas cuarenta y ocho horas como una victoria. Blandiéndola me presenté ante Garzón.

—Voy a interrogar de nuevo a Nuria Siguán, y esta vez quiero que esté conmigo. ¿Ha llegado ya su abogado?

—Está ahí dentro, con ella. Se llama Octavio Mestres y es del tipo capullín: miembro de un importante bufete corporativo, no más de cuarenta años, engominado, traje bueno y cuando habla contigo arruga la nariz como si hubiera olido amoniaco.

—Bien, ese prototipo lo tengo clasificado. Llevaré yo la voz cantante, pero participe cuando quiera.

Al entrar vi que Octavio Mestres estaba de pie, hablando por un móvil de última generación, mientras la Siguán se encontraba sentada y, hubiera jurado que, abatida. Interrumpió enseguida su conversación y vino hacia nosotros:

—Señores, me temo que aquí ha habido una seria irregularidad. No se le ha mostrado a mi cliente ninguna orden de detención y además…

Lo interrumpí, elevando con suavidad una mano en el aire:

—Abogado Mestres, soy la inspectora Petra Delicado y él mi compañero el subinspector Fermín Garzón. Acabo de hablar con el juez Muro, del juzgado número once, y todo es perfectamente legal. Póngase en contacto con él si quiere estar seguro.

Como todos los abogados a quienes Garzón había englobado en el grupo «capullín», se sorprendió al ver que no le hablaba de modo zafio y desconsiderado como debía pensar que la bofia siempre hacía. Siguió con su protesta:

—Puede que sea legal, pero el modo en el que ustedes se han incautado del ordenador personal de mi cliente presenta dificultades de forma sobre las que pienso presentar impugnaciones.

—Hágalo, abogado; si cree que el protocolo de la detención o cualquier otro asunto no han sido correctos está en su derecho; pero ahora siéntese, por favor. Está usted autorizado a estar aquí para presenciar el interrogatorio de su defendida, no para charlar conmigo.

Me dirigí a la mujer. Parecía cansada, pero se recompuso hasta recuperar cierto brío y descaro.

—Señora Siguán. Repasemos algunos conceptos. ¿Es cierto que fue usted a visitar varios días seguidos a su amiga Margarita Roca que vive en el número 214 de la calle Aribau?

—Sí, es verdad, la visito con cierta frecuencia.

—¿Incluso con una frecuencia de varios días seguidos?

—No lo sé. No suelo contar las visitas que hago a mis amigos ni las que ellos me hacen a mí.

—De acuerdo y, dígame ¿con qué objetivo visitaba a la señora Roca?

—Con el objetivo con el que se suele visitar a cualquier amigo: charlar, intercambiar impresiones, tomar un café…

—¿No iba usted allí con el objetivo de trabajar?

—Tengo otros sitios en los que trabajar.

—La señora Roca nos indicó que usted iba a trabajar a su casa durante un tiempo porque en su domicilio habían recibido visitas familiares que le robaban tranquilidad, parientes de su marido más concretamente. ¿Es eso cierto? —intervino Garzón con buen tino.

—No lo recuerdo.

—¿No es capaz de recordar una cosa tan reciente?

—Quiero decir que no recuerdo qué le dije a Margarita. Necesitaba paz y ella tiene una casa muy silenciosa. Supongo que inventé una excusa para que no pensara que estaba abusando de su hospitalidad.

—Comprendo. —Cogí el testigo admirando su habilidad, y añadí—: ¿No es tranquila su casa, Nuria? A mí me lo pareció cuando estuve allí.

—Hay veces, inspectora, en las que una mujer precisa variar completamente de ambiente para no pensar en las cosas cotidianas. Nuestra casa no deja de ser una prolongación de nuestros deberes diarios.

—Cierto, a mí me sucede exactamente igual, aunque suelo solucionarlo acudiendo a alguna cafetería. Quizá a partir de ahora acuda también a casa de una amiga. Y dígame, ¿en qué trabajaba durante sus estancias en casa de Margarita Roca?

—Exactamente no era trabajar lo que hacía. Escribía algunos retazos de ficción, siempre me ha gustado escribir y navegaba por internet, me relaja.

—Y los textos que descubrimos en su ordenador eran trozos de ficción que enviaba a algún amigo italiano para que juzgara su calidad literaria. ¿Cierto?

—Cierto.

—Señora Siguán, hemos podido observar que hay un paralelismo curioso entre dos hechos: desde que usted recibió una carta de Elio Tramonti proveniente de Italia, empezó a necesitar la paz que le ofrecía la casa de su amiga.

El abogado saltó como un felino que avista una presa:

—¡Vaya, esto es lo que me faltaba por oír! ¡Han violado ustedes la privacidad del correo electrónico de mi cliente!

—Lo siento, señor Mestres, pero no me refería al correo electrónico sino al postal y no existe ningún problema de privacidad porque esa carta la envié yo desde Roma. Me permití hacer un pedido imaginario suplantando el nombre de un cliente del señor Siguán que, por supuesto, nunca existió: Elio Tramonti. Un bonito nombre bajo el cual se escondía con toda seguridad la Camorra. Pensé que ese fantasma del pasado inquietaría un poco a su defendida. ¿Y sabe cuál fue su reacción al recibir la carta? Dejó de utilizar los medios de comunicación de los que habitualmente se servía: su conexión de internet, su teléfono… y fue a esconderse en casa de una amiga para iniciar una correspondencia que no fuera rastreable.

El abogado lanzó una mirada fulminante sobre la Siguán, que permanecía impasible.

—Todo esto me parece muy irregular, inspectora Delicado, y mucho me temo que será usted quien tenga que responder varias preguntas ante el juez.

—No se preocupe, señor Mestres, responderé a todo lo que sea necesario; pero ahora quiero saber por qué sintió su clienta tal pánico al recibir la carta que incluso se escondió en casa de la señora Roca con un nuevo ordenador. ¿A quién le escribía desde allí, Nuria? Dígamelo.

Mestres había perdido bastante de su contundencia y seguridad, alguna duda parecía haberse instalado sobre su férrea actitud inicial. Era evidente que su clienta no le había hablado de la carta. Nervioso, se puso a gritar:

—¡No contestes a nada, Nuria, no contestes!

—¡No grites, Octavio! —lo increpó ella—. ¡Ya te he entendido!

—Quiero hablar a solas con mi clienta.

La situación tomó un giro que no esperaba. Nuria Siguán me pidió que no me fuera aún y dirigiéndose a su abogado, le dijo con impaciencia mal contenida:

—No has dejado claro lo que te dije. Habla ahora.

Mestres parecía haber perdido los papeles. Se sentía bailoteando sobre un terreno que ya no era firme. Miró a la mujer con crispación y, controlándose, se dirigió a mí para recitar como una lección aprendida:

—Mi clienta quiere hacer hincapié en que su familia es muy influyente en Barcelona; de modo que si vuelve usted a insinuar siquiera que ella tiene algo que ver en el asesinato de su padre, puede verse en problemas. Es más, una acusación semejante sin pruebas puede significar el fin de su carrera profesional.

Sonreí, me rasqué el mentón.

—Les agradezco infinitamente su interés por mi carrera profesional, aunque yo, de ustedes, no me preocuparía. Hemos terminado por hoy.

—Me quedaré unos minutos hablando con mi defendida.

—No más de media hora, abogado. Después, su clienta será conducida a nuestras dependencias.

—¿Qué son sus dependencias? —preguntó la Siguán con alarma.

—No se inquiete —soltó Garzón—. No se trata de una mazmorra ni de un foso de tortura. Estará muy cómoda.

Salimos al pasillo. Ordené a Domínguez que interrumpiera la entrevista del abogado tras media hora justa. El subinspector me miró.

—¿A La Jarra de Oro? —fue su escueta pregunta. Asentí.

En el bar afloró todo mi cansancio. Me senté sobre un taburete y pedí un whisky sin hielo. El ardor que sentí al beberlo fue colocando todas mis neuronas en su lugar habitual. Mi compañero tragaba un gran vaso de cerveza como si acabara de llegar de una expedición por el desierto. En cuanto su boca estuvo libre, exclamó:

—¡Todo va bien, inspectora! El tal Octavio no tiene ni puta idea de los manejos de su clienta con la Camorra.

—Yo he tenido la misma impresión. ¿Y eso le parece positivo?

—Muy positivo. No hay muchos abogados de prestigio que quieran defender una causa mafiosa. Yo diría que incluso puede dimitir.

—No lance las campanas al vuelo. Si es hábil podría buscarnos las cosquillas con la obtención ilegal de pruebas y atrincherarse ahí.

—¿Enviar una carta trampa es ilegal?

—No tengo ni idea. Creí que mentar la carta frente a ella sería suficiente para que se derrumbara; pero lleva una coraza inexpugnable. Le aseguro que me encantaría meterle mi pistola en la boca y hacerla cantar de puro terror.

—Aún nos quedan veinticuatro horas para resquebrajarle la coraza, ¡y nos falta interrogar a Rafael Sierra!

—En cuanto acabemos de beber iremos a por él.

—¿No será mejor esperar a mañana, inspectora?

—Márchese si quiere, puedo hacerlo yo sola.

—Justamente no pensaba en mí, sino en usted. No creo que se encuentre en las mejores condiciones para continuar con los interrogatorios. La veo alterada y un tanto agresiva. Es capaz de arrearle dos hostias al sospechoso y dadas las circunstancias…

—Puede que lleve razón; dejémoslo para mañana. Sólo me faltaría que me cayera una demanda por malos tratos. ¿Tomamos una copa en otro sitio?

—A esta la invito yo. Voy a decirle a Domínguez que lleve a Sierra a las dependencias. A lo mejor es bueno hacerlo esperar un día más; puede que eso vaya comiéndole la moral.

Hacía tiempo que Garzón y yo no tomábamos copas después del trabajo. Escogimos para hacerlo una whiskería cutre que no había conocido las mieles del diseño minimalista. Estaba tan desconchada y era tan deprimente que hacía juego con la habitual desesperanza del bebedor nocturno, lo cual me pareció adecuado a mi estado anímico. El subinspector me caló enseguida:

—La veo un tanto hundida, Petra.

—Lo estoy. Este caso reabierto esta pudiendo conmigo.

—Creí que con usted no podía ni dios.

—Pues se equivocó. Seguimos empantanados y pendientes de un hilo y todo después de haber corrido tras los acontecimientos llegando siempre tarde. Me siento humillada y ofendida.

—Pues Coronas ni se ha planteado sustituirnos por otro equipo.

—A veces creo que no quiere que se sepa la verdad.

—No permita que el trabajo la influya tanto, jefa.

—Usted es un campeón en eso, algún día me contará cómo lo hace.

—Puedo hacerlo ahora mismo. Es muy simple: todo consiste en no perder de vista la realidad, y nuestra realidad es la de dos privilegiados. Gozamos de buena salud, vivimos más que holgadamente, nuestro trabajo nos absorbe, señal de que nos gusta y además contamos con nuestro sentido del humor, que es lo ideal para ir tirando. Todas esas cosas por sí mismas no están mal, pero es que encima tenemos dos parejas estupendas. Beatriz es un sueño y Marcos siempre me ha parecido un hombre cabal que la adora. ¿Qué más podemos pedir? Formamos dos matrimonios leales el uno con el otro. La tranquilidad de conciencia que eso proporciona no puede compararse con ninguna otra felicidad.

Noté una fuerte punzada en el estómago. El maldito y odioso y jodido Garzón había golpeado en un clavo intacto hasta el momento: mi culpabilidad. Yo no había sido leal con Marcos. Sin embargo, encontraba montones de razonamientos con los que podía eludir la culpabilidad de cara a él: no pertenecemos a nadie, nuestra vida es nuestra, un encuentro sexual carece de importancia… era frente a mi compañero con quien me sentía culpable. Todos aquellos argumentos quedaban en nada con un hombre sencillo como él. Si le hubiera contado a Marcos mi escarceo con Abate, hubiera podido comprenderlo. Garzón, jamás. Es lo malo de alternar con personas que no tienen tus mismos planteamientos vitales: temes escandalizarlos, y es peor el escándalo que la callada deslealtad. Arranqué mis pensamientos de raíz: la culpabilidad para los culpables, yo soy como soy. Decidí engolfarme en la broma como toda contestación:

—¡Sí, mucha felicidad conyugal y mucha leche!, pero cuando no estábamos casados, usted y yo nos pegábamos nuestros buenos copazos después del trabajo y ahora fíjese, lo de hoy es por completo excepcional.

—En eso lleva más razón que un santo; claro que siempre podemos rectificar. Quizá deberíamos fijar un día a la semana para una libación a la hora del cierre.

—Lo que yo echo de menos no es la libación en sí, sino la libertad de poder libar cuando me pase por las narices, sin miedo a que estén esperándonos y sin dar explicaciones al llegar a casa.

—¡Ah, pero esa es la libertad del solitario! Uno sólo es libre de verdad si al llegar a casa únicamente le esperan las paredes. ¿Eso le gustaría?

—Es obvio que no porque he vuelto a casarme; pero lo que ha planteado es una simplificación, porque donde decimos «paredes» bien puede haber un buen libro, el disco favorito, una película o una mascota.

—Mire, inspectora, amor o libertad, las dos cosas a la vez es imposible. Y la soledad es muy jodida cuando no se ha buscado.

Me eché a reír, tanta condensación filosófica me había dado dolor de cabeza, o quizá fuera el segundo whisky.

—Vámonos a casa, Fermín. Quiero dormir bien para seguir interrogando mañana.

—¿Interrogándose sobre la libertad?

—No, interrogando a esos hijos de puta que me tienen hasta el moño.

—¡Menos mal, ya me voy más tranquilo! ¡He aquí de nuevo a la auténtica e indestructible Petra Delicado!

La auténtica e indestructible Petra Delicado llegó a casa a medio destruir. Allí la esperaba su esposo, que habiendo acabado de trabajar, tomaba un aperitivo tranquilamente.

—¿Quieres que salgamos a cenar por ahí? —fue su primera pregunta.

—Preferiría que nos quedáramos en casa, querido. Estoy cansada, frustrada por el día que he llevado y, en consecuencia, me siento de pésimo humor.

—Nada más fácil de arreglar. Nos quedamos en casa tan ricamente y pedimos una pizza por teléfono. Mientras nos la comemos me cuentas, si te apetece, los motivos de tu frustración. Luego, descansas un rato, charlamos y así tu humor se va poniendo cada vez mejor hasta llegar a ser óptimo. ¿Qué te parece?

Lo amé sinceramente y con plena convicción. Comparado a un buen libro, mi disco favorito o incluso una mascota, aquella noche llevaba todas las de ganar.