La estrategia a seguir no brindaba muchas posibilidades de elección; era además una estrategia chata, a corto plazo y sin garantías de éxito. Sin embargo, abordamos el plan aparentando cierto entusiasmo, quizá para no desaprovechar el buen clima que se había creado en el equipo tras nuestro regreso.
El objetivo teórico era averiguar por qué mi carta con el falso pedido había desencadenado más visitas de Sierra a su socia, algo difícil de conseguir, y por qué Nuria Siguán había estado varias veces en un inmueble de la calle Aribau que no figuraba en sus movimientos anteriores. Ni Garzón ni yo podíamos acudir en persona al lugar porque la Siguán nos conocía y podíamos encontrarla de modo imprevisto. El protagonismo de la acción recayó pues en nuestras jóvenes agentes.
El método era necesariamente pedestre. Aquel mediodía, a plena luz y mientras el portero abandonaba su puesto para ir a comer, Yolanda se coló dentro aprovechando la entrada de un señor que no le planteó ninguna pregunta. Asegurándose de que nadie la veía, hizo una foto en la que se apreciaban con claridad los nombres escritos en los buzones para el correo.
Nuestra intuición nos decía que quizá la hija de Siguán estaba utilizando alguna empresa como tapadera de la propia, demasiado vigilada a aquellas alturas. En comisaría estudiamos con detenimiento aquellos nombres de la fotografía. Sólo dos, los dos entresuelos, pertenecían a empresas: Interdata y Fesisa. Internet nos proporcionó los detalles de sus respectivas actividades. Interdata se ocupaba de las soluciones informáticas que podía necesitar cualquier tienda, empresa o institución. Fesisa era una organizadora de fiestas y eventos. Como no pensábamos que Nuria tuviera humor para celebraciones, nuestra primera incursión se centró en Interdata.
Decidí que Yolanda y Sonia no estaban lo suficientemente inmersas en el caso como para llevar a cabo ellas solas la visita. Lo que harían sería vigilar a la Siguán y avisarnos inmediatamente si se encaminaba hacia la calle Aribau. Fue Garzón el escogido para entrar en el inmueble mientras yo lo esperaba en el coche. ¡Todo era tan clásico en aquella acción! La ciencia y la tecnología dotan de un sinfín de recursos la praxis policial, pensé; pero a la hora de la verdad, la omnipotente figura del portero de inmueble surge en todo su esplendor.
Fumé un cigarrillo, ojeé el periódico y por fin apareció en la calle Garzón negando con la cabeza.
—Ni puta idea —dijo como abrupto comienzo de su informe oral—. Les he pedido un presupuesto para montar en red los ordenadores de mi empresa. Cuando la chica estaba tomándome los datos, le he soltado que unos clientes suyos: Sierra y Siguán, me habían aconsejado sus servicios. Ninguna reacción. He vuelto a repetírselo al cabo de un rato y entonces me ha dicho que debía de estar en un error: ellos no tienen ningún cliente con esos nombres. Y no me ha parecido, inspectora, que por parte de la chica hubiera disimulo u ocultación. Simplemente no tenía ni pajolera idea de quiénes son esos dos.
—Y el portero, ¿qué tal es?
—No sé, bajito, normal.
—¿Le ha preguntado adónde iba?
—Ha saltado enseguida sobre mí, pero cuando le he dicho el nombre de la empresa me ha dejado pasar.
—¿Le ha parecido cotilla, abordable, de los que charlan si les das pie?
—No sé, inspectora, no he tenido tiempo para tanto. Tampoco era cuestión de significarme delante de él.
—De acuerdo, vamos a tomar un café y ahora iré a Fesisa.
Nos metimos en un bar gallego, O Brindis, donde la variedad y suculencia de las tapas expuestas en la barra enseguida dieron al traste con el supuesto café del subinspector. Pidió cerveza y un trozo de tortilla de aspecto glorioso para acompañarla.
—Creí que ya sólo iba a comer espagueti el resto de su vida. ¿O ya no es usted un romano? —le pinché.
—Estoy en proceso de readaptación a la patria.
—Ya veo.
—¿Sabe qué le digo, inspectora? Quizá no hemos hecho bien viniendo a hacer esta gestión personalmente. Ahora el portero nos conocerá y si hemos de volver por alguna razón… ¡Hay que joderse que después de tanta pesquisa internacional hayamos de acabar en las manos de un conserje!
—Así es la vida, Fermín, hoy tocas el cielo y mañana te estrellas. Me voy. ¿Espera aquí o en el coche?
—Aquí puedo estar un rato tranquilo.
—Sí, y metiéndose entre pecho y espalda todas las tapas del bar.
—¡Es usted Torquemada!
—Está bien, quédese; pero aplíquese un poco de contención.
Más contento que contenido me vio marchar hacia la pequeña expedición en la que ninguno de los dos confiábamos demasiado.
Me atendió una chica de unos treinta años. Ella y un muchacho de parecida edad, cada uno frente a su ordenador, daban la sensación de ser la dotación completa de la empresa. La chica, muy maquillada y sonriente, gorjeó de placer cuando le dije que quería que organizaran para mí la celebración de un cumpleaños. Como si yo no me hallara segura de por qué había ido allí, me lanzó un discurso larguísimo sobre las ventajas de organizar los cumpleaños con ayuda exterior. Puede que Garzón la hubiera cortado en seco, pero ¿cómo podía interrumpir yo a aquella oradora compulsiva cuyas frases parecían formar una barrera continua? Finalmente logré insertar en su arenga unas sílabas errantes que la obligaron a escuchar.
—Quiero que la celebración tenga unas características parecidas a la de la persona que me recomendó esta empresa.
—¿Quién era?
—Nuria Siguán, no sé si la conoce.
Ante mi pasmo absoluto, dio un gritito:
—¡La señora Siguán!, últimamente viene mucho por aquí.
—¿A Fesisa?
—No, la señora Siguán es amiga de la señora Roca, Margarita Roca, que vive en el segundo. La señora Roca nos contrató para la celebración de la boda de su hija y, como quedó tan contenta, se lo dijo a la señora Siguán cuando ella quiso celebrar la inauguración de una tienda que tiene. Pues bueno, estos días pasados me he encontrado dos veces en la portería o el ascensor con la señora Siguán que iba a ver a su amiga. ¡Me acordaba de ella y ella de mí! Y es que cuando uno ha celebrado un evento con nosotros surge mucha complicidad. Por cierto, que en la fiesta de la señora Siguán pusimos una carpa verde manzana en el patio interior. ¿A usted le gustaría?
—¿El qué?
—Pues la carpa, ¿qué va a ser? ¿Es su cumpleaños el que se celebra?
—No, el de mi marido.
—¡Qué ilusión!, ¿y cuántos cumple?
—Veintiuno —dije con una sonrisa.
Por primera vez desde que nos habíamos visto, la encargada de Fesisa se calló. Sus cálculos matemáticos y posteriores consideraciones mentales sobre la cuarentona y el veinteañero la mantuvieron en estado de silencio el tiempo suficiente como para que me levantara de la silla a todo correr.
—¿Ya se va? ¡Pero si aún no le he enseñado los menús ni hemos hablado de los detalles!
—Vendré con él para que pueda opinar, pero estoy convencida de que quedará cautivado por las carpas verdes.
A Garzón le encantó la boutade del marido de veinte años. Le gustó menos que las visitas de Nuria se realizaran a una amiga, porque podía darse el caso de que fuera una amiga sin más.
—¿Y se pone a visitarla compulsivamente después de recibir mi falso pedido? No lo creo, Fermín.
—Podría ser una abogada a la que le consulta sobre su situación.
—No lo sé; déjeme pensar y de paso piense usted también.
—Pero yo es que pienso en voz alta, inspectora. Y por cierto, ¿por qué no me comentó su feliz idea del falso pedido?
—Eso es agua pasada. Hemos de pensar cómo abordamos a Margarita Roca. No creo conveniente levantar la liebre aún, puede que lo mejor sea un primer acercamiento cauteloso.
De vuelta a comisaría me di cuenta de que no tenía la menor seguridad en cuanto a cómo obrar. Estábamos varados: los indicios de criminalidad económica en la tienda Nerea eran más que evidentes, pero dar un paso en falso en aquellos momentos podía comportar un fracaso final. Añoré a Maurizio Abate; de buena gana le hubiera preguntado qué hacer. Había sido agradable que alguien a mi lado asumiera la responsabilidad. Pero no, ahora detentaba al cien por cien un mando estúpidamente deseado días atrás; era la capitana de la nave y mis tres marineros esperaban órdenes reunidos en torno a una mesa. Les pedí ideas. Sonia, los tontos son más atrevidos, sugirió hacerse pasar por vendedora puerta a puerta, ganarse la confianza de la señora Roca y sonsacarla después. De buena gana me hubiera quitado un zapato para golpearla con él en la cabeza. Preferí seguir calzada y taparle la boca con una ironía:
—Podrías hacerte pasar por testigo de Jehová y decirle que si habla su alma quedará pura; pero dudo que funcione.
—¿Y si voy yo diciendo que soy inspectora de gas y le echo al menos una ojeada a la casa? —Intentó Yolanda disimular la torpeza de su compañera con una torpeza casi mayor.
—¿Qué piensas sacar con una ojeada? O la señora tiene montada una casa de juego clandestino con tapetes verdes y todo o mirar de poco servirá.
—¿Qué me dice de ir yo a ver al portero y, apretándole las clavijas…?
Interrumpí aquella lluvia de incongruencias con un suspiro y un gesto de la mano:
—No, sólo tenemos un camino y, en el fondo, todos sabemos cuál es. Iremos a casa de Margarita Roca a cara descubierta como policías y la interrogaremos sobre las visitas de su amiga Nuria Siguán. Registraremos la casa. Si no tiene nada que ocultar, mejor para ella y peor para nosotros; pero es un riesgo que debemos correr.
—¿Y si esperamos a una nueva visita de la Siguán para pescarlas a las dos in fraganti? —apuntó Yolanda.
—No creo que sea una buena idea, será mejor pillar sola a la señora Roca y analizar sus reacciones, aparte de lo que pueda decir; ya sabemos que la otra resiste bien cualquier presión. Pero vayamos sobre seguro. Subinspector, vaya usted a ver al juez Muro y pídale una orden de registro.
—¿Y si no ve suficientes indicios sospechosos como para dármela?
—Entonces cuéntele que nos las estamos viendo con toda la maldita mafia internacional: la Camorra, la ’Ndrangheta, la Cosa Nostra y el Copón divino. Lo que quiera, pero traiga la orden.
—¡La traeré! —afirmó con el vigor de un converso.
—Yolanda y Sonia, seguiréis vigilando a Sierra y a Siguán; no vaya a ser que sean ellos quienes nos pesquen in fraganti en la calle Aribau. Procederemos por la mañana si la orden está lista. ¿Entendido?
Yolanda y Garzón dieron un cabezazo afirmativo, pero Sonia soltó uno de aquellos «a sus órdenes, inspectora» que tanto me crispaban los nervios. Me callé, me puse la gabardina y salí por la puerta con aire de derrota. «Adiós, muchachos —pensé—, quizá mañana pueda aguantaros de nuevo, pero es suficiente por hoy».
Al llegar a casa me esperaba una sorpresa: Marina estaba allí. Aunque habitualmente era una niña poco expresiva que contenía sus impulsos de cariño, se lanzó a mis brazos en cuanto me vio. La apreté con fuerza. Pasados los primeros momentos de emoción, ambas nos asentamos en nuestros estados habituales de sobriedad.
—Has tardado mucho en volver —me dijo con un punto de desaprobación.
—Era un trabajo muy complicado.
—¿Y ya lo has terminado?
—La parte de Italia, sí.
—¿Y la de Barcelona?
—Estamos en ello.
Caminamos hasta la cocina y, mientras yo me servía una cerveza, Marina me miraba con sus ojos azules y curiosos.
—¿Italia es muy cultural, Petra?
—Mucho, muy cultural —dije sin saber a qué estaba contestando exactamente.
—Mi madre quiere que un año de estos vayamos a Italia para hacer un viaje cultural. Parece que en Italia hay más cultura que en todos los demás países juntos; pero mi madre dice que mucha gente viaja allí y no se entera de nada porque se pasan el tiempo comiendo espaguetis y comprando souvenirs horribles.
—Supongo que tu madre lleva razón.
—Tú no compraste ningún recuerdo de esos horribles, ¿verdad, Petra?
—No, pero espaguetis comí un montón; están buenísimos.
—Pero por comer no pasa nada, ¡no te ibas a llevar un bocadillo desde Barcelona!
—¿Le contaste a tu madre que yo estaba en Roma?
—Sí que se lo conté, y fue entonces cuando empezó a darme la paliza con lo cultural.
—La cultura nunca es una paliza —maticé para no convertirme en su cómplice de críticas maternas.
—¡Si te oyera mi madre! Ella cree que todos los policías son como los de las películas, que se pasan el día diciendo tacos y bebiendo cerveza.
De repente fijó la vista en mi vaso y puso cara de apuro, como si no encontrara la manera de rectificar. La ayudé un poco: bebí un buen sorbo, me limpié la boca con la mano de modo grosero y solté:
—¡Ah, cojones!, pues eso sí que no es verdad.
Marina se echó a reír. Yo lo hice también y le di un beso en la mejilla. Sin embargo, no estaba dispuesta a soltar el hueso de la crítica con facilidad.
—¿Y lo del ballet, qué te parece lo del ballet? Hugo y Teo me dicen que estoy ridícula con las mallas y que el ballet clásico es una payasada.
—¿Desde cuándo haces caso a las bromas de tus hermanos?
—¡Pero es que es verdad, estoy ridícula y no tengo ninguna gracia para moverme! Hasta la profesora me lo dice.
—Bueno, eso suele pasar con el ballet clásico, pero cuando sepas un poco más podrás pasarte a la danza contemporánea.
—¿Danza contemporánea?
—Sí, seguro que lo has visto en televisión. Hacen movimientos raros pero muy bellos. Es lo más moderno que hay.
—¿Y tú crees que mi madre sabe eso de la danza contemporánea?
—Claro que lo sabe.
No respondió; al oír cómo se abría la puerta de la casa, salió corriendo y gritando: «¡Ya están aquí!». Segundos después, Marcos, Hugo y Teo entraban cargados de paquetes. Tras los besos y saludos fui informada de que aquella noche celebrábamos una cena para darme la bienvenida. Habían pasado por una tienda italiana donde se habían aprovisionado de todo tipo de comestibles típicos: lasaña preparada, mortadela, pizza, quesos… Me sometí entonces a la tradicional rueda de preguntas de mis hijastros gemelos que, como era también tradicional, versaba sobre los pormenores policiales del caso que llevara entre manos. Marcos se impacientó:
—¡Siempre la misma historia! Sabéis perfectamente que Petra no puede contar nada de su trabajo, pero insistís e insistís.
—Un día que esté durmiendo la siesta le preguntaremos cosas por si habla en sueños —bromeó Teo.
Padre e hijos varones organizaron un zafarrancho importante en la cocina porque querían ocuparse de todo. Marina y yo pusimos la mesa. Cuando nos sentamos a cenar los ánimos rozaban la euforia, y la conversación giró inevitablemente sobre Italia.
—Mi profesora dice que todo el mundo tendría que ir a Italia una vez en la vida para ver el arte —afirmó Teo.
—Lo que yo no entiendo es por qué a los pintores del siglo XVI se les llama del Quinquecento —comentó Hugo—. ¿No tendrían que ser los del XV?
—¡Porque los siglos van así, burro! —puntualizó Teo—. Por eso los años mil novecientos eran el siglo XX.
—¡Yo no soy ningún burro!
Marcos lanzó una amenaza nada velada:
—Sería una lástima que en la cena de bienvenida de Petra alguien tuviera que irse a cenar a la cocina.
Pero su intento de restablecer la paz fue infructuoso porque Teo comentó:
—Las chicas de mi clase leen libros de un italiano que se llama Federico Mora.
—¡Hablando de burros!, se llama Moccia, no Mora —se apuntó un tanto Hugo.
—Bueno, como se llame. El caso es que los libros son una plasta espantosa llena de amores, bodas y novios. —Hizo un gesto de vómito.
—Papá dice que no se hacen cosas que den asco en la mesa —intervino Marina. Teo imitó su tono de voz, ridiculizándolo. En ese momento Marcos se puso en pie y levantó su copa:
—Propongo un brindis: «Por los días de calma y felicidad que Petra ha pasado en Italia, rodeada de los más terribles mafiosos y despiadados malhechores. Seguro que, comparado con los hermanos Artigas, hasta el propio Provenzano debe parecerle hoy una compañía de mesa agradable».
Reímos todos y brindamos. Tras los postres se produjo la dispersión general típica de los ágapes comunitarios en nuestra casa. Hugo se levantó y encendió la tele. Teo fue a tumbarse en un sofá y Marina corrió a un rincón con su teléfono móvil. Los retazos de su conversación que pude captar me pusieron los pelos de punta.
—Sí, es lo más moderno que hay…, hacen movimientos raros… si no enseñan esa danza en el colegio, podrías apuntarme en una academia.
Al cabo de un momento vi que asentía de mal humor e iba a sentarse frente a la tele. Sólo a la hora de las despedidas vino a darme el parte sobre su charla telefónica.
—Dice mi madre que no le complique la vida con tonterías, y que mientras sea pequeña haré lo que ella me mande.
—¿Y sobre qué hablaba tu madre?
—Sobre la danza contemporánea.
Hubiera podido soltarle un discursito moralizante, recordarle que lo de la danza contemporánea era sólo una opción en el futuro; pero a aquellas alturas ya estaba convencida de que lo mejor era callar en lo tocante a las relaciones de Marina con su madre. Y eso hice. A pesar de todo, la noche me había parecido maravillosa.
Aquella mañana no pasamos por comisaría sino que fuimos directamente a la calle Aribau. Garzón llevaba la orden del juez en el bolsillo. Llegamos a las nueve y media, hora que al subinspector le parecía demasiado temprana para irrumpir en un hogar. Según su teoría, si queríamos entrar de buen talante en casa de Margarita Roca, no debíamos sorprenderla a una hora inconveniente. De la aplicación de aquella teoría, que no discutí, se deducía que teníamos tiempo de tomar un café, así que entramos de nuevo en O Brindis, donde bullía una animada clientela matinal. El dueño, un gallego enjuto y de gran bigote negro, se acordaba de nosotros:
—Buenos días, señores. ¿Qué van a tomar?
—Dos cortados bien calientes —decidió mi compañero.
—Si quieren algo bien caliente también tengo caldo gallego. Acaba de hacerlo el cocinero.
—¡Hombre si me lo pone usted tan a mano!
Miré a Garzón como si se hubiera vuelto loco y él me dijo por lo bajo:
—Tardo lo mismo en tomar un café que un caldito.
—Imposible; el caldo lleva patata, alubias, grelos, tocino, chorizo…
—¡Bah, cuatro tropezones que me engullo en un momento!
El dueño colocó un tazón humeante frente a él:
—¡Que le aproveche; esto puede revivir a un muerto!
—¡Mientras el muerto no sea Franco…! —soltó el subinspector, y ambos rieron ruidosamente su ocurrencia. Miré cómo se dedicaba al caldo con placer sensual y me vino al pensamiento su capacidad tradicional para desconectar la mente del trabajo. Lo admiré y envidié. Quizá por esa característica suya había podido salir indemne de tantos años de práctica policial. Yo no era así; de hecho, aquella noche había tomado la determinación de pedirle a Coronas que me relevara del caso si no se producían avances sustanciales. Habían sucedido demasiadas cosas en el maldito asunto Siguán y, sin embargo, siempre nos encontrábamos embarrancados en el mismo hoyo. La frustración empezaba a parecerme intolerable. Comprendí que mi modo de ser me impediría llegar a la jubilación dentro del Cuerpo de Policía; y no supe si debía tomar aquel anticipo de futuro como maldición o bendición.
Eran las diez y media cuando entrábamos en el inmueble de la calle Aribau. El temido conserje nos aseguró que la señora Roca aún estaba en casa; de modo que subimos al segundo y llamamos a la puerta. Nos abrió una mujer de cincuenta y muchos, bella todavía, elegantemente vestida como para salir. Cuando nos presentamos como policías, evidenció la sorpresa habitual en estos casos.
—¿Unas preguntas? —farfulló sin saber qué pensar.
—Sobre su amiga Nuria Siguán. Porque es su amiga, ¿verdad?
—Sí, claro que es mi amiga. Lo que pasa es que yo ya me iba a la tienda, soy anticuaria. Abrimos a las once y a las diez y media suelo llegar.
—Son preguntas de trámite, no tardaremos mucho. Como debe saber, se ha reabierto el caso por el asesinato del padre de su amiga.
—Sí, lo sé. Pero pasen, por favor.
Nos instaló en un vasto salón lleno de cuadros y tallas de épocas diversas. Se sentó, mirándonos con curiosidad, sin el más mínimo resquemor. Por la manera en que iba reaccionando yo estaba casi segura de que no tenía nada que ocultar. Hablé en tono amable.
—Señora Roca: hemos sabido que Nuria ha venido a verla muchas veces últimamente.
—Sí, es verdad.
—¿Puede decirnos por qué motivo?
—¿No se lo ha dicho ella?
—No la hemos visto aún. Primero se interroga al testigo y luego al interesado —inventé sobre la marcha.
—¡Ah, pues es muy sencillo! Nuria se quejaba de que estos días hay familiares de su esposo alojados en su casa. Armaban mucho jaleo y no podía trabajar. Me pidió que le prestara una habitación para poner su ordenador hasta que volviera la calma a su domicilio. Naturalmente le dije que sí y hasta le di una llave para que viniera aunque yo estuviera en la tienda.
—¿Podemos ver esa habitación?
Nos llevó a una habitación de invitados con una cama y una mesa de trabajo. Sobre ella, refulgiendo como una joya, había un ordenador portátil. Garzón y yo nos miramos fugazmente, con los ojos desorbitados por la sorpresa y la excitación. Él dijo, aparentando naturalidad:
—¿Es ese el ordenador?
—Sí, me dijo que no valía la pena andar trayéndolo y llevándolo. Lo dejó aquí.
Nunca un objeto inanimado me había causado tanta conmoción. Seguí quieta y callada como una estúpida. Fue Garzón quien se adelantó, goloso, hacia la máquina.
—Vamos a tener que llevárnoslo.
La señora se puso tensa por primera vez:
—¡Hombre, sin permiso de la interesada…!
—Tenemos una orden de registro del juez —objetó mi compañero, alargándole el documento.
—Pero una cosa es que registren mi casa y otra que se lleven una cosa que una amiga me ha confiado. ¿Qué dirá cuando vuelva por aquí? ¿Saben qué podemos hacer?: ¡vamos a llamarla por teléfono y le pedimos permiso!
Mi compañero, rápido de reacciones, se puso muy serio y digno:
—No, señora; eso no puede hacerse así. Si tenemos que consultar a alguien debe ser al juez. Le llamaré y le diré que estamos en su casa, que venga por aquí, le tome a usted declaración y dictamine qué es lo correcto.
Margarita Roca puso la misma cara de asco que si le hubiéramos propuesto meter un buey putrefacto en su salón. Sonrió con evidente falsedad:
—No creo que sea necesario. Miren, hagan lo que tengan que hacer. No quisiera que nadie interpretara mi actitud como un intento de poner trabas a la justicia. Además, estoy segura de que Nuria estará encantada de que se ocupen del esclarecimiento del caso de su padre.
—Eso puede darlo usted por sentado —enfatizó Garzón, poniendo punto final a una conversación donde nada era lo que parecía. Acto seguido, tomó el ordenador bajo el brazo y nos despedimos entre muestras de cortesía.
Mi compañero había estado sembrado hasta el último momento. En la calle, yo me sentía como si saliera del Louvre llevando la Monna Lisa en el bolso. Él se mostraba mucho más tranquilo.
—No falla con los burgueses, Petra; en cuanto ven la menor posibilidad de verse implicados en un asunto legal, son capaces de regalarte a su madre envuelta y con un lazo.
—Por lo pronto ya nos ha regalado a su amiga. Estoy deseando llegar a comisaría para ver qué contiene este chisme. ¿Está seguro de que podíamos llevárnoslo sin pedir un permiso específico?
—¡Los valientes viven sin permisos, Petra!
—¡Y los expedientados sin cobrar!
Rio entre dientes, muy satisfecho de sí mismo. En cuanto llegamos a comisaría pasamos el ordenador al equipo de informática, que lo abrió con facilidad. Había una sola carpeta con contenidos y una conexión de correo electrónico, el resto estaba en blanco. Me temblaba la mano cuando abrí la carpeta, pero lo primero que leí casi me hizo cantar de felicidad:
«Cuidado. Estamos siendo controlados por la policía española. Escribidme siempre aquí; de momento, es seguro. Seguid sin enviar ninguna contabilidad a Nerea. Aquí os paso las cifras de este mes».
Seguían unas cifras y la Siguán se despedía en italiano: «Ciao. Grazie». La dirección a la que enviaba el correo acababa en «.it». Me volví al subinspector, que miraba por encima de mi hombro.
—Envíe inmediatamente una copia de este correo a Torrisi y Abate. Explíqueles brevemente cómo ha llegado a nuestro poder.
Corrí en busca de Sangüesa, que me acompañó al despacho con total rapidez. Observó el mensaje, inspeccionó las cuentas en él incluidas y dictaminó:
—Está muy claro: han aplicado un diez por ciento a determinadas cantidades con el resultado final de quince mil euros. No puedo saber si es la cantidad que les adeudan o que ellos adeudan. Toda la factura corresponde al mes pasado.
—¿Y las cantidades de dónde salen?
—¿Cómo voy a saberlo, Petra? No figura concepto alguno. ¡No soy Dios!
—Pues yo llevo muchos años rezándote.
—Sin motivo. Cualquiera sin formación económica hubiera podido interpretar estas cuentas. Lo que ocurre es que todos os ponéis muy nerviosos cuando se trata de números o informática, como si no acabarais nunca de fiaros de lo que tenéis ante a los ojos.
—Informáticos y economistas sois los nuevos chamanes de la tribu.
—Pues ser chamán a sueldo no es ninguna bicoca, te lo juro.
Salió con una carcajada, mientras el subinspector tenía pintada en la cara una sonrisa de circunstancias:
—Lo que ha querido decir es que otro día no lo llamemos para chorradas.
—Olvídelo, Fermín. Voy a informar al comisario.
Coronas, tras leer el mensaje, sopesó la situación. No parecía muy seguro de cuáles debían de ser sus instrucciones. Le horrorizaba la posibilidad de meter la pata en un asunto con semejantes implicaciones.
—Pedir ya una orden de detención es prematuro.
—A mí no me lo parece, pero si lo prefiere podemos proceder a un interrogatorio inmediato y obrar en consecuencia.
—¿Usted cree que Nuria Siguán se cargó a su propio padre, inspectora? A mí eso me parece demasiado fuerte.
—Yo no he dicho tal cosa, comisario, pero lo que sí es cierto es que disponemos de indicios más que suficientes para imputar a la Siguán y su socio de tratos con la mafia.
Se mesó los cabellos como en una tragedia griega.
—¡No quiero ni pensar en el cristo que puede armarse! ¡Todos los periodistas del país vendrán a mojar pan en esta salsa! Hay que ir con cuidado, Petra, paso a paso y ninguno en falso. Si la cagamos, nos lloverán las bofetadas.
—Asumo la responsabilidad, señor.
—Usted no asume un carajo que yo no le permita asumir. La policía es un colectivo y nadie puede hablar a título personal. Si hay fracaso, es de todos y si éxito, también. Pero los grandes marrones me los como yo. ¿Lo ha entendido?
Salí de allí preguntándome si realmente valía la pena pertenecer a un colectivo cuyo jefe era tan grosero. Preferí no hacerme ninguna pregunta más.