Capítulo 13

Al llegar a mi habitación hice un inmediato asalto al mini bar y me serví un whisky. Tras un par de tragos terapéuticos me sentí mejor. Llamé a Garzón.

—¡Inspectora! Ni siquiera me atrevía a llamarla. ¿Dónde está?

—A punto de irme a la cama. ¿Dónde está usted?

—Aún en el lugar de los hechos. He seguido todas las diligencias: el levantamiento del cadáver, la llegada de Torrisi. Gabriella y yo hemos estado preguntando a todos vecinos del inmueble pero todos son ancianos y no…

—¡No me cuente ahora nada, se lo ruego! Mañana me enteraré. Hoy ha sido un día terrible y necesito descansar.

—Este país es complicado, ¿verdad, Petra?

—¡Ni me hable!, y sus ciudadanos también lo son. Tengo ganas de largarme cuanto antes.

—Buenas noches, inspectora. Descanse bien.

El pobre subinspector debía pensar que, por lo menos, él no era el destinatario de mis iras en aquella ocasión. Apuré el whisky y di varias vueltas por la estancia. Lo de irme a dormir no estaba tan claro. Me sentía despejada como una estudiante ante la inminencia de un examen. Puse la televisión, intentando dejar mi mente en blanco. Una presentadora muy bella y muy maquillada hablaba a una velocidad inverosímil mirando siempre a cámara. Sentí deseos de asesinarla y cambié de canal. Fue peor. Ahora, un político cuya cara denotaba infinitas operaciones rejuvenecedoras, sonreía haciendo afirmaciones que no comprendí. Me di cuenta de que hubiera podido dispararle sin el menor escrúpulo. Apagué la televisión y busqué más whisky en el minibar. No había más, las diversas botellitas de alcohol eran cada una de bebidas diferentes. Probé con el vodka. No estaba mal. Empecé a respirar con más calma y me vi capaz de hacerme preguntas: ¿por qué me sentía tan mal en mi piel? Supuse que yo también estaba afectada por no haberme dado cuenta de toda aquella maquinación que se había desarrollado frente a nosotros sin hacernos sospechar. Me fastidiaba también no comprender hasta los posos todos aquellos sistemas de la mafia que parecían ser trasparentes para los italianos, aunque de poco les había servido. Yo no estaba exenta de culpa por el fracaso. En todo momento me había dejado llevar por las iniciativas de Abate sin plantarle cara jamás, sin aportar novedades o ideas estimulantes. Para colmo de males, Catania estaba muerto, y se llevaba a la tumba un montón de posibles soluciones para los misterios del caso Siguán. Pero si me empeñaba en un análisis exhaustivo, concluía que mi discusión con Maurizio ocupaba el puesto puntero como desencadenante de mi malestar. Nadie me apeaba de la convicción de que él se había puesto borde, victimista, autoflagelante y faltón. Sin embargo, yo no tenía ningún derecho a soltarle una carga de profundidad sobre su vida privada. Era un compañero, que en un momento de sinceridad me había ofrecido datos personales. ¿Y qué hacía yo?: utilizar sus confidencias como munición.

Eran las tres de la mañana y aún no había pegado ojo. Descarté una nueva incursión en la nevera. Si probaba otra bebida, me haría un agujero en el estómago. De repente, perdí o quizá gané un pulso contra mí misma, cogí el móvil, marqué el número de Abate, dejé que el timbre sonara una sola vez y luego colgué. Un segundo después él me estaba llamando.

—Petra, ¿has sido tú quién…?

—Sí, perdona, pero es que no puedo dormir.

—Yo tampoco.

—Creo que no puedo dormir porque necesito pedirte disculpas. En ningún momento debí decirte lo que te he dicho.

—Yo provoqué la tensión; y en momentos de tensión uno dice cosas que en realidad no piensa. Bueno, por lo menos eso espero.

Me eché a reír.

—Claro que no pienso lo que dije; pero me ratifico en que es inútil culparse de todos los fallos profesionales. La vida nunca está al cien por cien en nuestra mano. No todo se puede prever. Si tuviéramos en nuestras manos las riendas de todo… sería terrible.

Guardó un momento de silencio. Luego, preguntó:

—¿Quieres venir a mi casa, Petra? Podemos charlar y tomar una cerveza; quizá eso nos ayude a dormir.

—Prefiero un terreno neutral.

—El bar del hotel Majestic está abierto hasta la madrugada. ¿Con media hora tienes suficiente para llegar?

—Allí estaré.

Y allí fui. Todo el mundo en el bar estaba vestido con elegancia, pero eso no me incomodó, también Maurizio llevaba la misma ropa que cuando nos habíamos separado. Pedimos dos cervezas.

—Ha sido una buena idea que nos viéramos. No hay que dejar que los malos entendidos tomen carta de naturaleza. Lo mejor para seguir adelante es el olvido.

—Más que un malentendido ha sido un absurdo —musité—. Te aseguro que yo soy poco indulgente conmigo misma, pero verte tan hundido… no sé, me deprimió.

Me miró fijamente a los ojos. Su mirada estaba preñada de ironía, de simpatía hacia mí, de juego.

—Firmaremos un acuerdo de paz —susurró.

Yo le devolví la mirada, llena la mía de descaro, de comprensión, de juego. Entonces lo oí decir:

—Eres encantadora, Petra, encantadora. Me gustaste en cuanto te vi, y cada vez me gustas más.

Sus ojos color miel se paseaban por mi cara sin escrutarla, sólo explorándola como para disfrutarla mejor. En aquel momento sentí hacia él un deseo violento, acuciante, adolescente, brutal. A mí también me gustaba aquel hombre. No sabía si me había gustado antes ni si seguiría gustándome después, pero en aquel justo momento sus labios encendidos, los ojos vivos, el pelo trigueño y la expresión gozosa me indujeron a besarlo en la boca sin esperar más. Lo deseaba, deseaba su vigor y su cuerpo, aunque en aquel instante me pareciera un desconocido. No tenía una clara noción de haberlo visto antes, ni de cuál era exactamente su identidad. Tampoco me importaba, sabía quién era yo: alguien cuya existencia se había resumido en un deseo loco, maravilloso en sí mismo, expeditivo, imbatible.

—¿Vamos a mi casa? —preguntó tras haber hecho un esfuerzo por hablar.

—Toma aquí mismo una habitación —respondí hecha fuego.

Hicimos el amor en un rapto, en un ataque de inconsciencia consciente, en un acto que era humano a fuerza de ser animal. Lo sentí en cada músculo, en cada poro, en cada roce de la piel. Me alejé de mí misma como dicen que ocurre al poco de morir. Me sacié, me vacié, me envolví en la vida y, tras apartarme de él, me sentía en total plenitud. Había renunciado a las complejidades del yo, a la fantasía de una identidad que reconocemos como propia porque los demás te dicen que lo es. Me reí para mis adentros. La vida sería más auténtica si no tuviéramos nombre, ni recuerdos, ni apoyos, ni deberes. Cuerpo nada más.

Maurizio se había dormido sobre la almohada. Allí estaba a mi lado, hermoso, rendido, abandonado a su debilidad. Permanecí un buen rato observándolo desnudo. Se había ofrecido, empleado, entregado y ahora descansaba lleno de paz.

Tras un intervalo de tiempo que no puedo concretar, volví a habitar mi cerebro de siempre. Allí estaba mi conciencia, esperando alarmada, devolviéndome todas mis circunstancias en un momento, no fuera que pudieran esfumarse en el aire. Miré el reloj. Zarandeé suavemente a Maurizio por un brazo.

—Maurizio, buenas noches. Me voy a mi hotel.

Se removió como un gato perezoso y abrió sólo un ojo para decir:

—¿Por qué te vas? Quédate a dormir esta noche conmigo.

—No.

—¿Por qué no?

—Porque lo mejor para seguir adelante es el olvido. Lo dijiste tú.

—¿Y ya quieres empezar a olvidar?

—Cuanto antes, mejor. ¿Tú te acuerdas de algo?

—De nada —dijo con tristeza.

Me vestí y salí de la habitación sin una palabra de despedida, que él tampoco pronunció. Pedí un taxi y, cuando iba a toda velocidad por las hermosas calles de Roma, me sentía bien. Tantos siglos de historia deben contener muchos olvidos, pensé, y seguí pensando que sólo la vibración intensa de dos cuerpos hace que desaparezca la sensación de fugacidad de la vida, la angustia de la muerte. Únicamente vence la muerte el vivir unos minutos sin ninguna filosofía, sin ninguna moral, negándote a ser un animal trascendido por el soplo de un presunto Dios.

Al día siguiente tenía un sueño de mil demonios, pero desayuné a la hora en punto con Garzón. Lo primero que hice fue pedirle que no comentáramos los hechos de la noche anterior. Se quedó sorprendido, pero respetó mi voluntad. La emprendió con el futuro:

—¿Y ahora qué hacemos, inspectora?

—Atar cuatro cabos sueltos y regresar a Barcelona.

—Me siento fatal, las cosas no han salido como debían. Aunque por lo menos ese hijo de puta de Catania ha pagado por sus crímenes.

—Ahora es un cadáver silencioso que de nada nos sirve.

—¿Usted cree que los mafiosos que se lo cargaron quedarán impunes?

—Hay que confiar en los colegas italianos, ahora todo queda en sus manos.

—Procuraré confiar —dijo, y se atizó un cruasán relleno de crema, poniendo un poco de dulzura en sus amargos pensamientos—. ¿Qué órdenes hay para hoy? —preguntó después, mojando el bigote en su denso capuchino.

—No hay órdenes, pero sí un favor personal. ¿Por qué no llama usted a Coronas y le cuenta todo lo que ha sucedido? Yo no me encuentro con ánimos.

—¡Joder, inspectora, mucho favor es ese! Se pondrá como un basilisco y la emprenderá conmigo.

—Usted sabe tratarlo mejor que yo.

—Pero un tema tan complicado, y sin haberlo puesto en antecedentes con anterioridad… me va a caer una bronca del copón.

—Cuando acabe de hablar con él, tómese la mañana libre para hacer turismo.

Aquella compensación que le ofrecía tuvo el efecto deseado, si bien Garzón intentó disimular su gozosa aquiescencia.

—Es cierto que usted tiene la virtud de poner al comisario un tanto nervioso; quizá yo consiga que no se suba tanto a la parra. Además, me vendrá bien un tiempo libre para ir de compras.

—Muy bien, Fermín, organice su tiempo.

Gabriella me esperaba para advertirme de que el comisario Testi quería hablar conmigo. Me pregunté si, habiéndome librado de la bronca de mi propio jefe, iba a caer en las fauces de uno ajeno. Pero no, el comisario sólo quería decirme que desde aquel momento iban a empezar a buscar a los culpables de la muerte de Catania, también Marianna Mazzullo se había convertido en objeto de búsqueda y captura. Seguiríamos en contacto ambas policías, seríamos informados de cualquier novedad. Se lo agradecí. Una vez cumplimentadas todas las reglas de la diplomacia, en el pasillo me encontré de nuevo con los ojos inquisitivos de Gabriella.

—El ispettore Abate está en la morgue. Van a hacerle la autopsia a Catania. Me ha pedido que la acompañe si quiere usted echarle una ojeada al cadáver.

—Sí, vámonos. Aquí ya no tengo nada que hacer.

Llegamos a tiempo de ver a aquel hombre entero todavía. Lo miré con aprensión y curiosidad. Desnudo sobre una camilla metálica, era un enigmático mensajero de la muerte. Me fijé en los rasgos duros de su cara, en la piel bruñida y gruesa, en las toscas manos de dedos fuertes. ¿Así de rudo era un asesino despiadado, o yo lo veía así porque sabía que había matado sin el menor atisbo de piedad? Maurizio se acercó por detrás y me dijo al oído:

—Terrible pinta, ¿verdad?; es como una especie de bárbaro. Hemos pasado el dato de su identidad y su muerte a los periódicos, pero dudo de que alguien venga a reclamar su cuerpo. Con ese aspecto parece que estuviera predestinado a ser un matón.

—Eso no lo hace menos culpable. Necesitaré fotografías para llevármelas a España.

—Ya las tienes preparadas.

Le sonreí y me sonrió, pero nuestras sonrisas eran neutras, amables, carecían de connivencia secreta o segunda intención. Ambos estábamos en proceso de olvido, dispuestos a seguir nuestras vidas en líneas paralelas que nunca volverían a encontrarse. Sentí una corriente de camaradería hacia él, deseé que todo le fuera bien, que encontrara la felicidad allí donde creyera que le estaba esperando. Abate debía estar experimentando sensaciones parecidas, porque su mirada me trasmitía autenticidad y emoción.

—Petra Delicado, generala de caballería —dijo riendo.

Ispettore Maurizio Abate, policía hasta el tuétano —reí yo.

Sólo entonces advertí de que estábamos intercambiando muestras de afabilidad frente a un cadáver desnudo. No me escandalicé, así es la vida. Aquel rústico de Catania podía considerarlo como un homenaje.

—¿Puedo hacer algo antes de volver a Barcelona? —pregunté humildemente.

—Nada, Petra. Vete a dar una vuelta por Roma. Yo tengo trabajo, pero a mediodía podemos encontrarnos todo el equipo y comer juntos como despedida. ¿Te parece bien?

—Siempre que no sea una orden… —bromeé.

Callejeé por Roma, lentamente, sin ninguna premura por ver, visitar o recordar. Observé a la gente, los contrastes. Turistas disfrazados de turistas junto a viandantes locales. Un repartidor en una esquina hablando con el portero de un inmueble. Ejecutivos apresurados con el telefonino insertado en la oreja. Bellísimas mujeres jóvenes. Elegantísimas mujeres mayores. Motocicletas circulando a toda velocidad. El olor a café. Un pueblo que comparte su historia con todo el orbe. Curioso. El papa. Las tiendas de helados.

Compré una corbata de seda para Marcos, dulces para los niños… no me olvidé de los encargos de las chicas de comisaría. Me senté en la terraza de un bar. Fui feliz un buen rato, sin pensar en nada.

A mediodía nos encontramos en el Comissariato Garzón y yo. Estaba muy orgulloso por la pericia que había demostrado como comprador y lo bien que se había desenvuelto en italiano. Pasó revista a sus compras.

—No sé si le parecerá bien, pero he comprado un par de cosas para los hijos de nuestros compañeros italianos.

—¡Fermín, es una idea magnífica! ¿Me dejará participar en los gastos?

—Sí, pero no sé si he sido muy original. Al bambino de Gabriella le he comprado un osito de peluche, y como no conozco los gustos de las hijas de Abate he optado por una gran caja de bombones. En mi época a los críos les encantaban los dulces.

—Eso no ha variado, y en cuanto al osito, muy acertado, los bebés se pirran por las especies en extinción. Supongo que le habrá comprado algo a Beatriz.

—Un perfume muy caro.

—¿De qué marca?

—No me acuerdo, pero se llama «Notte d’amore». Me pareció muy sugerente.

Al rato llegaron los italianos y fuimos los cuatro a una trattoria. Se habían disipado los malos efluvios de la investigación, y si alguno quedaba, estábamos dispuestos a ahogarlo en alcohol. El primero en alzar la copa para un brindis fue el subinspector:

—¡Por nuestros queridos compañeros de la policía italiana! Agradezco su ayuda en esta misión y prometo no olvidarlos jamás. ¡Salud!

Dimos un buen tiento al excelente vino que Abate había hecho traer. Entonces fue Gabriella quien levantó su copa:

—Yo sólo diré que voy a echarlos de menos a los dos. Mucho, de verdad.

Si hubiera utilizado una frase más larga, creo que hubiera acabado llorando. Como Abate no hizo ademán de lanzarse al ruedo, consideré que era mi turno.

—Por dos magníficos profesionales en los que hemos descubierto magníficas personas.

Quedó ecléctico, pero era la síntesis de lo que realmente pensaba. En ese momento Maurizio tomó la palabra:

—No quiero elevar más el tono emocional de esta despedida porque vamos a acabar todos entre lágrimas. Pasaré a lo profesional para darles una buena noticia: el comisario Torrisi acaba de enviar un informe en el que dice que cree estar seguro de que la mafia que ha operado en el caso Siguán es la Camorra napolitana. Como última prueba nos informa de que el proyectil extraído del cuerpo de Catania pertenece al tipo de munición que utiliza este grupo criminal que es, por otra parte, el más presente en Barcelona. Por lo tanto, considera que la ayuda que puede prestar la policía italiana en el caso Siguán no ha acabado ni mucho menos. Por lo tanto, no se despidan demasiado porque seguiremos en contacto.

Era en verdad una buena noticia y brindamos por ella. Ya un poco achispados, comenzamos una comida espectacular: ensaladas, encurtidos, pasta con trufa y tagliata de cerdo. Como postre, un surtido de dulces que nos llevaron a soltar exclamaciones de placer.

Detesto las despedidas. Las suprimiría de la lista de acciones de mi vida. Demostrar sentimientos siempre tiene un punto impúdico para mí. Mientras Garzón se fundía en abrazos eternos y ruidosos con los italianos, yo me limité a besarlos en las mejillas de modo simétrico. Y eso fue todo. Después corrimos a recoger nuestras maletas en el hotel porque nuestro vuelo salía aquella misma tarde.

En el aeropuerto, mi mente ya estaba situada en Barcelona. Llamé a Yolanda.

—Sí, inspectora; ha habido actividad por estos andurriales. Sierra ha visitado a su socia cuatro veces en dos días, poco rato. Nos hemos dividido el trabajo entre Sonia y yo. Yo vigilo a Sierra y ella a Nuria Siguán. Sierra se queda todo el tiempo en Nerea, y luego vuelve a su casa. La Siguán es más complicada, como todas las mujeres: va a la peluquería, al gimnasio, de compras… ha ido tres veces a un bloque de pisos de la calle Aribau.

—¿Sabéis qué hace allí?

—No, pero se queda al menos un par de horas. No hemos podido averiguar a qué piso sube porque la finca tiene portero. Sonia lo intentó una vez cuando la sujeto tomó el ascensor, pero el tipo enseguida le cortó el paso para preguntar adónde iba.

—¿Y llamadas telefónicas?

—Ni una. Ni siquiera se llaman entre ellos dos.

—Está bien, mañana quiero que hagamos una reunión.

Garzón dormitaba a mi lado, con la cabeza vencida sobre el pecho. No comprendí cómo lo conseguía, con todo aquel barullo a nuestro alrededor. Yo intenté relajarme hasta la hora del embarque, pero fue inútil, mi mente se hallaba demasiado llena de hipótesis, de descartes, de interrogantes que se estrellaban contra el muro de la ignorancia, una y otra vez. Rafael Sierra y Nuria Siguán tenían muchas cosas ocultas bajo la alfombra, pero ¿por dónde levantarla al menos un poco para poder vislumbrar la porquería? Advertía con dolorosa claridad que regresaba al lugar de los hechos con las manos vacías de certezas. Encima, una apatía abrumadora lastraba mi ánimo. Es importante para cualquier investigación que las pruebas vayan aflorando, pero la fuerza mental del investigador, su resolución y su rabia son imprescindibles para que las cosas vayan adelante, y yo no me encontraba en ese estado de gracia. La aventura italiana me había desubicado, había insuflado en mí un aire de irrealidad.

El subinspector se despertó de repente, sobresaltado. Miró hacia todas partes como si no supiera dónde estaba.

—He tenido una pesadilla —dijo al descubrirme junto a él—. Yo era un gladiador en medio de la arena y de repente me soltaban un pedazo de león de aquí te espero. Los dos nos mirábamos a los ojos y girábamos el uno en torno al otro; pero entonces el león…

Lo interrumpí, de un humor infernal:

—¿Por qué no vuelve a la realidad de una maldita vez? El viaje se acabó, Fermín, y usted no es un romano sino un poli de Salamanca.

—¡Era un sueño, inspectora!

—Pues manténgase despierto y así no soñará. Puede que su cerebro no sea la clave para la resolución de los casos, pero lo necesito en el trabajo. Así que olvídese de Roma, de Nerón y de Italia entera y regrese a su vida normal.

Para mi sorpresa, no se enfadó, ni se rebeló ni me dijo que era injusta con él. Se quedó callado, y al cabo de un rato dijo con voz doliente:

—Reconozco que en Italia no he estado todo lo atento al trabajo que hubiera debido, pero también es cierto que no se me dio demasiado protagonismo. Usted y Abate lo hacían todo. De cualquier modo, inspectora, si cree que he desatendido mis obligaciones y que debe dar cuenta al comisario de mi proceder, lo entenderé y lo asumiré.

—¡Váyase al infierno, Fermín! Me duele la cabeza y los aeropuertos me revientan. Deje de darme la tabarra o soy capaz de volver a Barcelona en tren.

Puso cara de Dolorosa y abrió una Repubblica que alguien había abandonado en un asiento. Enseguida pareció que las noticias en italiano le interesaban más que nada en el mundo. Lo dejé en paz. Siempre sería un misterio para mí de dónde sacaba la paciencia para soportarme.

Llegamos a Barcelona con puntualidad, recogimos nuestras maletas y salimos de la zona internacional de El Prat. Allí estaba Marcos esperándome y a su lado Beatriz, que sonreía como una niña encantada de dar una sorpresa. ¡Y la dio!, el subinspector, como si fuera un personaje de comedia musical, corrió hacia ella, y rodeando su talle, que ya no era muy esbelto, la elevó por los aires. Ella reía y se ruborizaba:

—¡Suéltame, Fermín!, ¿estás loco? ¡Todo el mundo nos mira!

—Pues les dedico esto —soltó, triunfal y, acto seguido, estampó un largo beso en los labios de su esposa.

Marcos y yo reíamos tanto que nos faltaba tiempo para arrumacos. Por fin él me abrazó y yo hundí la cara en su pecho. Reconocí enseguida la calidez de sus brazos, su perfume tranquilizador, el roce picante de su barba y me sentí feliz, mucho más feliz de lo que nunca había pensado.

En casa ni siquiera cenamos. Pasamos inmediatamente a hacer el amor. Después me dormí profundamente y al despertarme me di cuenta de que ni un día había descansado tan bien durante el tiempo pasado en Italia. Miré el reloj: eran la siete de la mañana. Fui a darme una ducha. Al volver a la habitación, Marcos se frotaba los ojos con fuerza.

—No sé cómo voy a apañármelas para trabajar hoy. Creo que los planos de una casa van a parecerme una especie de arcano —dijo.

—Por lo menos entenderás algo cuando te hayas despejado. Yo me enfrentaré a un caso del que cada vez entiendo menos.

—Observarás que he tenido el detalle de no preguntarte nada sobre el caso ni sobre tu estancia en Roma.

—Has hecho muy bien. Sólo pensar en ese asunto me saca de quicio.

—¿Tan complicado es?

—Exasperantemente complicado.

—Petra, ¿eres feliz?

—Soy feliz cuando las investigaciones se me resisten menos.

—Mi pregunta va por otro lado; ¿eres feliz conmigo?

—Claro que soy feliz. Tú me das las dos cosas que más necesito: amor y libertad.

Se quedó un momento valorando mi respuesta y saltó de la cama con brío. Por fortuna no pidió ninguna explicación sobre mis necesidades vitales.

En comisaría encontré al equipo completo. Yolanda y Sonia corrieron a saludarme. Garzón había estado enseñándoles fotografías y se precipitó a cerrar el ordenador antes de dar los buenos días.

—¿Qué tal, inspectora, lo ha pasado bien en Roma? —preguntaron las chicas.

—Hemos avanzado un poco en el caso —respondí para centrarme en el trabajo desde el principio—. Supongo que el subinspector ya os ha informado de todo.

—Estaba en ello —musitó Garzón con gesto culpable.

—Pues siga ocupándose del tema mientras yo despacho con Coronas.

No había previsto ninguna estrategia concreta frente al comisario. Si se ponía furioso conmigo aguantaría el chaparrón sin rechistar. Finalmente había vulnerado un montón de normas y merecía una reprimenda oficial. Sin embargo, los caminos del Señor son inescrutables, y los de los superiores en ejercicio, mucho más. Coronas, que era un hombre proclive al nerviosismo, no emitió berridos cuando entré. Tampoco dejó caer indirectas ni sarcasmos. Me hizo indicación de que me sentara y continuó leyendo un papel que sostenía en la mano. Como mi conciencia no estaba tranquila, comencé un rito autoinculpatorio:

—Comisario, sé que la información que hemos enviado a España durante estos días no ha sido uno de los puntos fuertes de nuestra misión en Roma, pero…

Me interrumpió en un tono inusitadamente sereno.

—No es necesario que diga nada, Petra. Mi homólogo italiano me ha informado profusamente. Un gran profesional, el tal Testi, hemos quedado muy amigos. De todos modos, el que usted interviniera en una escaramuza peligrosa sin decírmelo fue una decisión excesiva por su parte. Sé, sin embargo, que cumplía órdenes de Testi. Sería polémico determinar si él tenía mando sobre usted y si ese mando anulaba el mío, pero en cualquier caso usted hizo bien aceptando su autoridad. No queremos conflictos diplomáticos con ninguna policía europea, pero mucho menos con la italiana, con la que colaboramos a menudo en asuntos de mafias.

—Yo, comisario… —empecé humildemente sin saber qué iba a decir, pero mi jefe volvió a interrumpirme:

—También sé que el sospechoso al que andaban buscando ha muerto sin poder ser interrogado. Sin embargo, Testi me ha asegurado que gracias a la intervención del comisario Torrisi, máximo experto en mafias, las perspectivas de nuevos datos que lleven a una resolución del caso quedan abiertas. Con un poco de suerte, nuestras dos comisarías pueden marcarse un importante tanto internacional.

—Sí, eso pienso yo también —dije, creyendo en la providencia de Dios, de Buda y Alá, todos juntos.

Mi salida de un despacho, que momentos antes me había parecido funesto para mis intereses, fue por completo triunfal. No era lógico pensar que Testi, con quien apenas había tratado, hubiera mentido a mi favor sobre aquella historia de las órdenes. No, supuse que el ala protectora de Maurizio Abate había encontrado la manera de enderezar las cosas para que nadie me pidiera responsabilidades al llegar a Barcelona. Dejé para más tarde la decisión de llamarle y darle las gracias.

El segundo encuentro con mi equipo no se pareció para nada al primero. Al entrar en la sala vi a las dos chicas enfrascadas en las explicaciones que mi subalterno les estaba dando. Todos parecían volcados en su labor y yo, de un humor espléndido, exclamé:

—¿Es que vamos a ponernos a trabajar sin abrir siquiera los paquetes que hemos traído de Italia?

Yolanda y Sonia se miraron entre sí, intercambiando sus serias dudas sobre mi salud mental. Garzón, más acostumbrado a la imprevisibilidad de la vida, se limitó a rascarse una oreja y susurrar: «¡joder!», en voz casi inaudible. Fui a buscar la bolsa que había llevado conmigo y de ahí saqué lo comprado para Sonia: una bufanda de minúsculos lunares verdes que hacía juego con unas medias de lana. Se quedó mirándolas como si formaran parte del vestuario de un buzo.

—La marca es Marnie, un icono de la Italia chic —anuncié. Sólo entonces lanzó una sonora exclamación de júbilo y se enroscó la bufanda en torno al cuello.

—¡Maravilloso!, ¡es lo más bonito que nunca he tenido en la mano!

Acto seguido, le pasé a Yolanda un discreto envoltorio que ella abrió sin pronunciar palabra. Eran unos guantes de finísimo tafilete en un despiadado color pistacho. Se echó a reír, complacida:

—Sólo en Italia se pueden fabricar unos guantes así —declaró con suficiencia.

—Hay algo más —dije, dándole un segundo paquete.

Lo desenvolvió con extrañeza y casi se echó a llorar al descubrir un pijama de bebé estampado en manchas de jirafa.

—¡Dios mío, inspectora, cómo se lo agradezco! Mucho más viniendo de usted.

—¿Eso qué significa, que tengo fama de Herodes femenina?

—No, en absoluto, es que me he expresado mal.

Sonia intentó sacarla del apuro metiendo la pata según su costumbre.

—Yolanda quiere decir que a usted los niños ni fu ni fa; como no ha tenido hijos propios…

—Tampoco hace falta criar un cerdo para que te guste el jamón —dije con mala uva.

Yolanda, oliendo el peligro, derivó la cuestión hacia otros derroteros.

—El subinspector nos ha traído crema corporal perfumada y unas cajas de dulces que se llaman «Dolci baci», que quiere decir dulces besos.

—¿A que tiene gracia? —subrayó Sonia.

—Infinita —sentencié.

—Ahora es el momento de que nos digan cuánto ha costado todo esto para pagarles cuanto antes.

—Lo mío son regalos —dijo Garzón—. No hay nada que pagar.

—Y lo mío también.

—¡Pero eran encargos! —protestaba Yolanda muy digna.

—¡Se acabó el tiempo de ocio y frivolidades. Ahora todos a trabajar! —concluí, y empezamos a trabajar con el ánimo festivo y la cabeza en otra parte, condiciones fatídicas donde las haya para iniciar cualquier tipo de dilucidación.