Capítulo 12

A la mañana siguiente Marianna Mazzullo confirmó que colaboraría con nosotros. Abate se había encargado de convencerla. Lo felicité por haberlo conseguido con tanta facilidad, apenas una hora de conversación, pero él no quiso ni hablar del tema y le restó cualquier importancia. Según él, Marianna no tenía mucho que perder ayudándonos. No corría riesgo físico, y las posibilidades de que Catania fuera apresado resultaban elevadas. Era su ocasión para verse libre de aquel loco. Nos pusimos en marcha a toda velocidad.

A mediodía un policía subió hasta su piso disfrazado con un uniforme de mensajero y le entregó a ella otro igual. Marianna salió así vestida unos minutos después sin levantar ninguna sospecha y se dirigió hacia un coche, con otros policías al volante, que estaba aparcado varias calles más allá. Fue conducida al hotel dei Fiori, próximo a la estación Termini, donde ocupó una habitación que le había sido reservada con nombre falso. No hubo dificultad. Abate había previsto el ardid de los disfraces para garantizar la seguridad de la chica. No podíamos estar seguros de que Catania no tuviera un informador o un compinche en algún edificio contiguo a su domicilio. Nos instalamos en una habitación del dei Fiori.

A partir de ahí el tiempo empezó a pasar con una extraordinaria lentitud. Trascurrió el día entero, trascurrió la noche. Garzón, Gabriella, Abate y yo nos turnábamos para dormir. Nadie conseguía hacerlo con profundidad. Trascurrió el segundo día. Empezamos a pensar que la intuición del ispettore había fallado: Catania no llamaría. Sin embargo, él parecía no preocuparse demasiado. La fe que tenía en sus ideas o quizá en sí mismo lo mantenían relajado, como si esperar tanto tiempo fuera lo natural. A las 9.30 de la segunda noche, cuando ya íbamos a organizar el primer turno de sueño, el móvil de Marianna sonó. Abate hizo un signo con la mano y se calzó los auriculares. Abrió el sonido para toda la habitación. Era Rocco Catania, hablando desde un número no identificado.

—Marianna, soy yo.

—Rocco. ¿Qué quieres ahora?

—No contestas al teléfono de tu casa y los polis que había allí se han marchado.

—Por fin me han dejado en paz.

—¿Dónde estás?

—¿Cómo quieres que te lo diga si amenazas con matarme?

—Te han llevado a otra parte.

—No. Me he ido yo.

—¿Tienes el teléfono intervenido?

—Te digo que no, Rocco, te lo juro. Esos hijos de puta me han dejado por fin tranquila.

—No me fío de ti.

—¿Crees que hablaría así si estuvieran oyéndome?

—No me fío de ti. Voy a cambiar de cabina, te llamo de nuevo en un instante.

Colgó. Respiramos todos con intensidad, nos movimos, estiramos los miembros, tosimos, como si la tensión acumulada nos obligara a una pequeña eclosión. Yo me encontraba maravillada por las dotes de actriz de la Mazzullo. Realmente había decidido colaborar con todas las de la ley. No se limitaba a pretender su papel frente a nosotros, estaba poniendo el alma en ello. Su teléfono volvió a sonar:

—Marianna, dime dónde estás.

—Rocco, ¿por qué quieres matarme, por qué quieres matar a esa policía?

—Ellos me lo exigen como una prueba.

—¿Que me mates a mí también? Eso no es cierto, Rocco. Pero si quieres matar a esa policía, yo te ayudaré.

—¿Cómo?

—Tengo mis condiciones.

—¿Cuáles son?

—Que me dejes tranquila, que no vuelvas a amenazarme, a buscarme o a acercarte por mi casa, nunca más.

—Volveré a llamar dentro de cinco minutos.

En esta segunda interrupción, Abate se quitó los auriculares y pude observar cómo dos surcos profundos se le habían formado bajo los ojos, extendiéndose por ambos lados de la nariz. Marianna miraba al suelo, sin ocultar el asco que sentía, quizá por sí misma. Nuevo sonido en su teléfono, nueva tensión general.

—De acuerdo —dijo Catania—. ¿Cómo es esa ayuda?

—Esta noche a las once estarán ella y el policía italiano en el hotel dei Fiori, de la vía Volturno. Entrarán en el hotel por la puerta de servicio, que está en un callejón lateral a la derecha. Allí dejarán el coche. Esa es tu ocasión, antes de que salgan a la calle principal.

—¿Quién te ha dado esa información?

—Ya puedes imaginártelo, pero no me hizo falta, yo lo había oído antes de que se largaran y me dejaran en paz.

—Si me preparas una encerrona…

—No te traicionaré, Rocco. ¿Qué ganaría con eso? Nunca lo he hecho aunque creas lo contrario. Te lo juro por los viejos tiempos.

Colgó. El ispettore se quitó los auriculares e hizo entrar a un guardia que había en la puerta para que se llevara a la mujer. Cuando esta pasó por delante de él, le dijo algo que no pude comprender, pero que por su cara adiviné como un insulto. Cuando nos quedamos solos los cuatro, Garzón, que no había comprendido bien todo lo dicho, pedía explicaciones a Gabriella. Yo me dirigí hacia Abate:

—¿Cómo conseguiste que esa mujer cooperara con ese nivel de aceptación?

—Le hice comprender que Catania nunca dejaría de acosarla si no lo atrapamos.

—Hay otra cosa que quiero preguntarte, cuando Catania dijo que ellos le exigían que me matara. ¿Se refería a la mafia?

—Es posible, no lo sé.

—Marianna pareció comprenderlo enseguida.

—Le ordené que le siguiera la corriente, sin preguntar.

Asentí. Miré a mí alrededor. Todos teníamos una pinta siniestra después de aquellos dos días.

—Vámonos a descansar, lo necesitamos.

—Pero mañana a las siete de la mañana…

—Lo sé, Maurizio, lo sé. Mañana a primera hora tenemos que seguir preparando mi asesinato.

Un estremecimiento general me hizo advertir que nadie a aquella hora y en aquellas circunstancias apreciaba mi sentido del humor.

En mi mente se apelotonaban tantas dudas y reservas que temí no conciliar el sueño. Sin embargo, caí como un montón de plomo sobre mi cama y nada pudo privarme de esa cosa dulce y maravillosa que es el dormir.

A la mañana siguiente el comisario Stefano Torrisi asistió a nuestra primera reunión.

—No tengo ni idea de por qué la mafia querría matarla, inspectora —contestó a las preguntas de Abate—. Es posible que en su intento de cargarse a Catania quiera que colabore usted.

—No le entiendo.

—Si le han puesto como prueba de perdón que la mate a usted será porque saben que puede resultar muerto en el intento.

—Pero eso es arriesgarse a que lo atrapemos con vida y pueda cantar.

—Quizá no tenga gran cosa que cantar, querida Petra.

—Y entonces ¿por qué quieren matarlo?

—Como castigo por sus errores. Quizá la están utilizando como cebo.

—Debo ser una especie de cebo universal en el que pican todos los peces.

—Todo esto es muy confuso, pero por si acaso… ¿ha puesto usted vigilancia suficiente para su plan, ispettore?

—La vigilancia debe ser discreta si queremos que el plan surta efecto. Si Catania se huele algo…

—Eso me preocupa un poco, Maurizio, se lo confieso.

—No debe preocuparse, Stefano. Apostaré a dos tiradores en el primer piso del hotel.

—Como en los viejos tiempos, ¿eh? Ha tenido que venir una bella policía española para que volvamos a trabajar a lo grande.

—Es sólo para impresionarla —replicó Abate.

—En cualquier caso les recuerdo que lo necesitamos vivo para nuestra investigación en España. Y, de paso, me gustaría salir viva yo también.

—¿Cree que su comisario en Barcelona nos perdonaría devolverla en malas condiciones?

—Supongo que no y espero que mi esposo tampoco los perdonara.

Rieron los dos. Torrisi exclamó de pronto con aire de misterio:

—Para que esté contenta le diré que voy avanzando en las averiguaciones de quién estaba detrás de Elio Tramonti.

—¿Y no puede avanzarme sus avances?

—Sólo hay una cosa más impenetrable que una mafia italiana, Petra; y es la policía italiana que se ocupa de ellos.

—Italia entera tiene un punto impenetrable para un extranjero, comisario.

Bravissima!, eso es verdad.

Se despidió con besos en la mano y parabienes varios, pero sin soltar ni una palabra de información. Me conformé. El tiempo volvió a pasar despacio. Desde que conocía a Maurizio nunca lo había visto tan nervioso como aquella mañana. No se trataba de un nerviosismo electrizante de los que inducen al individuo a moverse sin motivo o hablar sin necesidad. Lo suyo era más bien una alerta, una concentración mental exacerbada. Sus ojos se veían muy vivos, muy brillantes y sus mejillas presentaban una suave coloración continua. Pensé que aquel estado de hiperconciencia lo hacía muy atractivo. Yo, por el contrario, estaba tranquila, quizá demasiado. Era como si, en el fondo, mi escepticismo natural me impidiera creer que aquel plan contaba con la más mínima posibilidad de llevarse a cabo. Todo aquel andamiaje creado con tanta precisión podía venirse abajo en cualquier momento. De hecho, durante la conversación telefónica que Marianna había mantenido con Catania, en ningún momento este había aceptado verbalmente su proposición. Era evidente que aquellos policías conocían mejor que nosotros la idiosincrasia de sus delincuentes y la del país; pero a mí seguía pareciéndome un episodio de ciencia ficción el que Catania se presentara ante nosotros dispuesto a matarme y a Maurizio o a sus tiradores les diera tiempo a disparar sobre su mano armada o sus piernas. Mi opción, con la lógica hispana que manejaba, era que el sicario no se presentaría en el callejón.

A las siete de la tarde, Abate recibió una llamada: los tiradores ya estaban en el primer piso del hotel. Faltaba menos para que nos pusiéramos en movimiento. Garzón no paraba de hacer visitas a la cafetera y yo evitaba por todos los medios quedarme a solas con él. No me interesaba que me llenara la cabeza con sus preocupaciones. Sin embargo, una vez que fui al lavabo me topé con él en un pasillo. No dudé que había estado esperándome y su primera frase me lo ratificó:

—Créame, inspectora, no puedo dejar de pensar en que va a correr usted un peligro muy serio.

—Tranquilícese, Fermín, todo está muy medido.

—¡Y todo esto se va a llevar a cabo sin que el comisario Coronas lo sepa!

—¿Para qué vamos a preocuparlo?

—¿Quién se cree que es Coronas, nuestro abuelo o algo así? No se trata de preocuparlo o no preocuparlo, ¡es nuestro superior, no podemos actuar sin su permiso!

—¡Joder, Garzón! Se supone que estamos llevando un puto caso, ¿no? Y si aquí tenemos que cargar con dos carabinas italianas que lo hacen todo, y encima tenemos que pedir permiso a España para cualquier cosa…

—¡Cualquier cosa! ¿Es cualquier cosa un plan en el que usted puede caer abatida de un tiro?

Sin poder evitarlo me eché a reír. Garzón me contemplaba con rencor creciente.

—Perdone, Fermín; no es que quiera burlarme de su inquietud, pero eso de «caer abatida» me ha sonado como si yo fuera una corza en una partida de caza.

—Sí, pitorréese todo lo que quiera; eso sólo demuestra su inconsciencia.

—En caso de caer abatida, como usted dice, quiero que me incineren aquí, y que usted mismo esparza mis cenizas desde las siete colinas de Roma. Un poco de ceniza desde cada una de las colinas, se entiende. Calcule bien la cantidad, no vaya a quedarse sin restos mortales a mitad de la operación.

—Consigue ser odiosa cuando se lo propone.

A las ocho salimos todos a cenar a una trattoria cercana. ¿Por qué no? Hasta las once no se iniciaba el plan y estábamos hasta las narices de nuestro encierro en el Comissariato. Salir, comer y charlar nos aportaría cierta distensión.

Sentados a la mesa, el subinspector Garzón, aquejado de un interminable ataque de prudencia, planteó una cuestión imprevista:

—Quizá Gabriella debería quedarse en su casa o en el Comissariato durante la ejecución del plan. No sabemos exactamente qué puede pasar, y si usted, inspectora, tiene que hacer uso de su arma, luego ella es posible que tenga problemas.

Lo miré sin dar crédito a lo que oía.

—Pero Garzón, que esté cerca de mí forma parte del plan.

—Lo sé, y eso es lo que me hace dudar. Debemos tener en cuenta que ella tiene un bebé en quien pensar. Quizá el ispettore podría…

Su alegato extemporáneo llegó justo hasta ahí, porque de repente la joven policía rugió en un italiano difícil de entender:

—¿Cree que voy a irme ahora a cambiar pañales? ¡Ni en sueños! Formo parte de este plan como cualquier otro policía y si tengo un bebé es una cuestión privada que para nada atañe al servicio.

Me miró como buscando mi aprobación y yo no correspondí a su gesto. El subinspector tenía la boca abierta.

—¡Pero bueno!, ¿qué he dicho que sea tan afrentoso? No sé si a usted le pasará lo mismo, ispettore Abate, pero yo cada vez entiendo menos a las mujeres. Cuanto más intentas estar de su lado, más agresivas se vuelven. Da igual que sean jóvenes, viejas o de mediana edad, nunca sabes a qué atenerte con ellas.

Maurizio esperaba que fuera yo quien pusiera paz, pero al toparse con mi sonrisa irónica, comprendió que le estaba pasando un testigo envenenado.

—Les ruego que se calmen un poco. Todos estamos nerviosos, pero no podemos consentir que una tontería ponga en peligro la cohesión de nuestro equipo.

Fue una intervención demasiado convencional, pero al menos sirvió para que acabara la cena sin ninguna otra agresión. Mientras regresábamos al Comissariato, Abate y Garzón iban delante, Gabriella y yo, detrás. Por los gestos de mi subalterno deducía que su catilinaria contra el eterno femenino seguía su curso. Abate, por su parte, asentía dando golpes de cabeza con la pesadez de un buey. A aquellas alturas debía de estar preguntándole a Dios por qué había permitido que aquellos locos españoles entraran en su mundo profesional.

De pronto, Gabriella me dijo muy seria:

—¿Ha visto, inspectora? He comprendido que usted tenía razón, el hecho de que tengas un bebé no puede convertirse en el centro de tu vida.

Di un respingo y respondí con frialdad.

—Yo doy opiniones propias, Gabriella, en ningún caso consejos, y no quiero cargar con la responsabilidad de que alguien confunda las dos cosas.

Me miró como si fuera a echarse a llorar, pero no lo hizo. Fijó la vista en el infinito y no hablamos más.

A las nueve treinta, Gabriella y Garzón salieron hacia el hotel dei Fiori. Repasamos en última instancia su sencillo papel en el plan: quedarse en una habitación, haciendo especial hincapié en que no saldrían de allí hasta que no recibieran alguna llamada nuestra.

Abate y yo seguimos charlando, procurando no dejarnos arrastrar por la tensión.

—Es raro que tu jefe no haya insistido en venir —comenté.

—Ni siquiera lo propuso. Que haya autorizado este plan no significa que lo apruebe.

—¿Tú asumes la responsabilidad?

—Sólo si sale mal.

—Conozco el sistema. Espero que esto no vaya a causarte problemas. Es nuestro caso, nosotros hemos llegado hasta aquí y…

—Cambiemos de tema.

Preferí dejar de hablar y esperar sola en la sala de juntas. Estaba desierta, alguien había dejado sobre la mesa un par de vasitos de café vacíos. La luz fluorescente del techo ronroneaba. ¿Y si resultaba verdad que alguien me quitaba de en medio?, pensé. No era muy probable, pero no había nada seguro cuando un plan con armas se pone en movimiento. Llamé a Marcos.

—¡Qué raro que me llames a estas horas! Te esperaba más tarde. ¿Algo va mal?

—Todo va bien; es sólo que he tenido un rato libre y quería oír tu voz. Te parecerá una tontería pero de repente no me acordaba de cómo suena exactamente tu voz.

—Me parece una tontería maravillosa. ¿Cuándo vuelves a casa?

—Pronto, muy pronto. Te lo diré mañana con más seguridad. Marcos, ¿crees que podría llamar a Marina a su casa?

—Pues claro, ¿por qué no?

—¿Y si su madre se cabrea?

—Nunca contesta ella al teléfono. Llama a Marina, se pondrá muy contenta. Petra, tengo unas ganas locas de verte.

Recordé sus ojos sinceros y profundos, el suave olor a colonia que siempre desprendía, la holgura de sus chaquetas de punto, en las que yo solía meter las manos al abrazarlo.

—Yo también —musité.

Llamé a casa de Marina, pero se puso su hermano Teo, que debía estar de visita.

—¡Petra!, ¿aún sigues en el extranjero?

—Volveré pronto. Cuéntame novedades.

—A Hugo lo han seleccionado en el equipo de baloncesto del colegio.

—¡Fantástico!, ¿y tú?

—A mí me han escogido para representar un fragmento teatral en la función de Navidad.

—¿Qué personaje tienes?

—Antes era obligado que fueran clásicos españoles o catalanes; pero hay una nueva profesora que nos deja elegir lo que queramos.

—¿Y qué has escogido?

—Haré de Ricardo III, de William Shakespeare.

—¡Demonio, Teo!, ¿tú has leído esa obra?

—Vi un trozo representado en televisión y la leí. Ricardo III es cojo, manco, jorobado, y se carga a todo el mundo. ¡Me encanta!

Reí de buena gana. Muy en su línea. Le pedí que Marina se pusiera al teléfono. Tras unos segundos me emocionó distinguir su tono pausado, reflexivo.

—¿Hoy tienes tiempo de hablar conmigo, Petra?

—Hoy, sí. ¿Cómo va todo?

—¿Te acuerdas de que te dije que el ballet era una cursilada? ¡Pues es verdad! No me gusta nada, nada. Claro que por lo menos no vamos con tutú, sino con mallas negras.

—Te equivocas, ya te irá gustando; y al final podrás bailar cosas preciosas como El lago de los cisnes, Cascanueces, Copelia. Te imagino saltando por los aires como si pesaras menos que una pluma.

—Sí, pero las compañeras me dicen que se te hacen bolas en las piernas, y yo no quiero tener bolas en las piernas.

En ese momento Maurizio abrió la puerta.

—Petra, hay que salir ya.

Me quedé en suspenso, ¿quién era aquel hombre? Como siempre que me ensimismaba en una de las facetas de mi vida, el resto parecía no existir. Lo miré como si no comprendiera de qué me hablaba. Repitió con un deje de preocupación:

—Petra, hay que salir ya.

Balbucí un par de frases de despedida con gran esfuerzo, y a la pregunta reiterada de la niña: «¿Cuándo volverás?, ¿cuándo volverás?», sólo pude responder: «Pronto».

Antes de salir hacia el hotel, Maurizio comprobó por teléfono que todo el operativo estuviera listo. Luego, sin la más leve sonrisa, pero sin aparentar tensión me dijo:

—Es la hora, vámonos.

Condujo en silencio. Yo tampoco abrí la boca. Aparcamos en el callejón contiguo al hotel dei Fiori. Eran las once menos cinco. No había ni un alma. Descendió del coche y tras él lo hice yo. Caminamos despacio hacia la puerta de servicio, de espaldas a la calle principal, sin mirarnos. Dos pasos, tres, cuatro… al quinto oímos un pequeño rumor. Abate giró en redondo, con la pistola ya en la mano. Giré yo también. Un hombre alto, fuerte, del que sólo distinguía la silueta por culpa de la oscuridad, apalancó las piernas, uniendo las manos frente a sí.

—¡Alto, tira el arma! —gritó Maurizio y casi al mismo tiempo, disparó. El estruendo fue terrible. Saqué la pistola. Únicamente tuve la mirada en mi bolsillo un segundo, pero al levantar los ojos otra vez, vi que el hombre yacía en el suelo. Mi compañero salió corriendo hacia él. Lo imité. Nos arrodillamos junto al cuerpo exánime.

—Está muerto —dijo como para sí mismo—. ¿Cómo es posible?, ¡he apuntado a las piernas!, ¿cómo es posible?

—Alguien más ha disparado —dije.

Se puso en pie de golpe y corrió hacia las ventanas laterales del hotel. Los dos tiradores de la policía estaban asomados a la del primer piso.

—¿Habéis disparado vosotros? —preguntó.

—Negativo, ispettore. Creemos que un par de tiros pudieron venir de allí. —El policía señaló a las ventanas del edificio frente al hotel.

Al volverme, me di cuenta de que Gabriella y Garzón estaban a nuestro lado. Gabriella me pidió la pistola con urgencia. Se la devolví lanzándola por el aire. La cogió y salió corriendo hacia la calle principal con la velocidad de una ráfaga de viento. Garzón intentó seguirla con su pesado cuerpo. Descendieron los dos tiradores, se colocaron a nuestro lado. Abate había vuelto a arrodillarse junto al cadáver.

—Es Rocco Catania —musitó—. Pero ¿cómo es posible que…?

Estaba totalmente ido, como si su mente vagara muy lejos de allí. Hubiera jurado que no era capaz de ver ni de oír. De pronto se llevó las manos a los ojos con un gesto de horror y me cogió del brazo.

—Vamos, date prisa.

—¿Adónde?

—A la puerta principal del hotel. —Se volvió hacia los policías—. Llamad a una ambulancia, al forense, al juez, ¡y al comisario Torrisi! ¿Habéis entendido?

Empezamos a correr. En la esquina sonó mi móvil. Era Gabriella. Hice parar a Abate, contesté:

—No llegué a tiempo, inspectora. El edificio de al lado es una vieja casa de vecindad. Las ventanas que dan al callejón corresponden a los rellanos de la escalera. La del segundo piso estaba abierta. La puerta principal se queda abierta hasta las doce, cualquiera puede entrar. El subinspector y yo estamos preguntando a los vecinos. La volveré a llamar.

Se lo conté al ispettore, pero no me dejó acabar. Volvió a estirar de mi brazo. Corrí tras él. Al llegar a la puerta principal no tardamos en descubrir a los dos centinelas de la Mazzullo. Abate se dirigió a ellos con extrema dureza, como si fuera a guillotinarlos al hablar.

—¿Sigue la Mazzullo en el hotel?

—Pues claro, ispettore, no ha salido de su habitación —respondió uno de ellos, pero enseguida sus rasgos se tensaron.

—Número de la habitación —inquirió Maurizio imperativamente.

—La trescientos doce.

Los policías hicieron ademán de seguirnos cuando empezamos a caminar, pero su superior los detuvo con un gesto:

—Permaneced aquí, con los ojos abiertos.

Tomamos el ascensor. Ni siquiera en aquel pequeño espacio nos miramos. Al llegar al tercer piso Abate se precipitó hacia la habitación. Llamó repetidas veces con la mano, aporreó la puerta con el puño.

—Naturalmente ya no está aquí —dijo a media voz, como anunciando una evidente fatalidad.

Fuimos a la recepción. Abate enseñó su placa policial a la recepcionista. No había visto a Marianna Mazzullo ni nadie había preguntado por ella, ni siquiera sabía de qué le estaba hablando. Pidió una llave de la trescientos doce. Ordenó reunir en recepción a todas las personas que hubieran estado de guardia aquella noche. Regresamos a la habitación y el ispettore abrió la puerta con el mismo ímpetu con que hubiera podido derribarla a patadas. Entré tras él. La cama estaba deshecha y por todas partes se veían, diseminadas, prendas de mujer. Hizo una breve inspección en el lavabo y salió de allí portando un hermoso ramo de flores.

—Ha volado —fue su único comentario.

Regresamos a recepción, portando las flores, que no llevaban ninguna etiqueta de floristería. Allí había sido reunido el personal de guardia: dos muchachos jóvenes que aún no habían abandonado el hotel después de su turno de servicio. Abate les preguntó:

—Alguien trajo estas flores para la habitación trescientos doce, ¿cierto?

—Sí —contestó uno de los chicos—. Sobre las ocho de la tarde. Yo estaba aquí. No era el empleado de una floristería, era un mensajero de uniforme.

—¿De alguna mensajería conocida?

—No creo; bueno, no lo sé, era una especie de mono rojo. Preguntó por la señorita Rimini. Yo llamé a la habitación advirtiendo que había un mensajero con un ramo. La señora dijo: «Déjelo subir». Y eso fue lo que hice, dejarlo subir.

—¿Lo vio salir después?

—Desde lejos, vi que atravesaba la puerta de la entrada. Llevaba el casco de motorista ya puesto.

—¿Quiere comprobar si hubo llamadas telefónicas desde o para la habitación?

Su jefa buscó en la pantalla. Al cabo de un momento anunció:

—El teléfono de la trescientos doce no se usó.

Mi compañero volvió la espalda a los presentes. Ni siquiera les dio las gracias, lo hice yo. Regresamos a la habitación. Abate dirigió la mirada al desorden reinante. Advirtió entonces que todavía llevaba las flores en la mano y en un acceso de cólera, las estampó contra el suelo. Se esparcieron en todas direcciones. Entonces llegó hasta la cama y se dejó caer como un fardo. Sentado, se tapó la cara con ambas manos.

—Maurizio, ¿por qué no intentas calmarte un poco?

—Estoy calmado, lo suficiente como para darme cuenta de la estupidez cometida.

—Ha sido un exceso de confianza, no una estupidez.

—Ante nuestras propias narices, Petra. La mafia nos ha utilizado de manera brillante.

—Pero ¿quién podía saber que Marianna…?

—¡Yo debería haberlo sabido! Soy italiano, trabajo en Italia y debería haber sospechado.

—Lo único que puedo decirte es que me sorprendió que confiaras en que la Mazzullo nos ayudara con tanta facilidad.

—Hay algo que tú no sabes: jugué sucio con ella. La amenacé, le dije que habíamos acumulado pruebas falsas contra ella que la harían volver a la cárcel. ¡Por eso confiaba tanto en su participación!

—Maurizio, déjalo, no pienses más.

—¿Cómo quieres que no piense, Petra? Desde que me hice policía me enseñaron que no hay que confiar nunca en nadie. Me he comportado como un imbécil. Ha sido un juego de niños para ellos.

—Pero ¿cómo pudo Marianna avisar a sus compinches de la mafia? Estaba vigilada y su teléfono intervenido.

—Es obvio que tenía otro teléfono que no localizamos.

—En cualquier caso, era imposible sospechar que Marianna perteneciera a ninguna mafia. La encontramos en su casa, trabajando por un pequeño sueldo.

—Eso no tiene nada que ver, Torrisi te explicará ese tipo de detalles; pero te ruego que no intentes restar importancia a lo que ha sido un fracaso en toda regla. Y, encima, como final irónico, la han sacado del hotel por el mismo método con el que la metimos nosotros: disfrazada de mensajero. Me siento como un imbécil, créeme.

—Muy bien, ispettore, pues sigue ahí tildándote a ti mismo de imbécil, de fracasado, lo que quieras. Si eso te hace sentir mejor… Pero yo estoy convencida de que no podíamos hacer nada más. A veces existen dificultades insuperables contra las que no se puede luchar.

Se levantó violentamente, le propinó un puntapié a varias flores que estaban tronchadas sobre el parquet. Luego me gritó como un loco:

—¡Quizá para ti esas fueran dificultades insuperables, pero yo suelo ser más inteligente en mi trabajo!

Sentí que la sangre se me agolpaba en la cara. Tragué saliva y, procurando que mi voz no subiera de tono ni un instante, respondí:

—Si es así como encaras la vida y cómo tratas a las personas que intentan ayudarte, no me extraña que tu esposa te abandonara. Me voy a mi hotel. Buenas noches.

No sé cómo reaccionó porque no le miré a la cara. Bajé la escalera a toda prisa. Al salir, pasé por delante de varios policías. Caminé hasta que vi un taxi libre y lo cogí.