Capítulo 11

A la mañana siguiente Garzón no bajó a desayunar. Lo hice yo sola y, al terminar, pregunté por él en recepción. Me dijeron que se había marchado temprano, dejando un mensaje para mí. Mi intriga era total cuando leí: «Inspectora: estoy atendiendo a un asunto privado y llegaré un poco más tarde al Comissariato. No se inquiete, será poco rato. Un abrazo: Fermín Garzón». Naturalmente me inquieté, si bien mi inquietud estaba tornasolada por los rayos de un incipiente cabreo. ¿Un asunto privado?, ¿qué asuntos privados podían reclamar en Roma la presencia de mi compañero? Telefoneé a Abate.

—Maurizio, ¿ha llegado ya el subinspector?

—Todavía no.

—¿Y Gabriella, ha llegado Gabriella?

—Sí, está en el despacho. ¿Hay algo que vaya mal?

—Nada; sólo que me reuniré un poco más tarde con vosotros.

—Que no sea demasiado, hay una incidencia que debemos comentar. Pero, Petra, quizá sería mejor que te acompañara adonde quiera que pienses ir.

—No es necesario, hasta luego.

Colgué a toda prisa y me prometí a mí misma que si Abate me llamaba, no le contestaría. Aquella cooperación policial estaba virando hacia una especie de custodia perpetua que empezaba a soliviantarme.

Salí a la calle y el aire fresco me despejó, al menos lo suficiente como para que mi intuición y conocimiento del ser humano se pusieran a funcionar a pleno rendimiento. Tomé un taxi.

—Al Coliseo —le indiqué al conductor.

Cuando llegamos, le pedí que diera una vuelta alrededor de todo el circo. Y sí, al lado del Arco de Constantino le hice parar. Pagué, bajé y me acerqué al lugar procurando quedar emboscada por las nubes de turistas que a aquellas horas ya abarrotaban los aledaños del monumento. Aprovechando el lento y borreguil avance de un grupo de japoneses que se aproximaba a mi objetivo, me planté a pocos metros de Garzón sin que él lo advirtiera. Allí estaba, había supuesto bien. Iba tocado con un yelmo romano tan brillante como recién salido de un bazar oriental y a sus dos costados se veía a un par de astrosos gladiadores que se fotografiaban con él. En la mano blandía una lanza con orgullo manifiesto y exhibía en el rostro una sonrisa triunfal. Era un triunvirato estremecedor.

En ese momento los japoneses siguieron mansamente y en manada a su guía y yo me quedé sola, a pocos metros de aquel cuadro siniestro. Garzón tardó un poco en percatarse de mi presencia; pero al final comprendí que me había visto al comprobar que su sonrisa de combatiente victorioso trocaba en la cara de angustia de un condenado a muerte por decisión imperial. Con casco y todo, vino hacia mí y me dijo:

—¡Inspectora, ¿puede saberse qué demonios hace aquí?!

—¡Atrás, no se me acerque con esa pinta! —exclamé como si repeliera a toda una legión.

Retrocedió. Fue a buscar las fotos que habían hecho sus miserables conmilitones y les pagó. Luego se puso de nuevo a mi lado aparentando que la situación era de lo más natural. No dudé en pedirle explicaciones.

—¿Ha perdido usted la chaveta, Garzón?

Se enfurruñó al instante. Miró más allá de mi hombro como si yo fuese un mineral y habló con la dignidad de un procónsul a quien se ha intentado ofender:

—Sólo pretendía compartir una pequeña actividad lúdica con mis compañeros de Barcelona.

—Espero que en ningún momento haya tenido la tentación de enviar esas fotos por internet.

—No, pero las enseñaré en el Comissariato cuando volvamos.

—Y a Beatriz, ¿también se las enseñará?

Me lanzó una mirada aviesa.

—Usted no tiene autoridad para preguntarme lo que hago o dejo de hacer en mi vida privada.

—¡No está en Roma para un viaje privado, sino para trabajar!

—A usted no le importa nada el tiempo que haya podido perder, lo que le molesta es que haga el hortera. Y supongo que Beatriz piensa igual. Pero quiero dejar una cosa bien clara: ¡yo soy hortera, sí! Me gusta comer a dos carrillos, hacer el turista típico y ver partidos de fútbol por televisión. ¡Y me jode la cultura tragada a grandes dosis! Además, me revientan los museos, para que lo sepa, me hacen pensar en que todos los que están allí ya se han muerto. De modo que no pienso visitar ningún maldito museo de esta ciudad. A la mismísima Beatriz se lo diré esta noche cuando la llame.

Se quedó casi jadeante y elevó los ojos al cielo en una aparatosa pausa final. Como me pareció que estaba seriamente alterado, procuré quitar hierro al asunto.

—Deje en paz a su esposa y no se me ponga reivindicativo. ¡Y salgamos de aquí de una maldita vez!

Su silencio en el taxi hizo que me sintiera culpable. Al fin y al cabo, el pobre subinspector no hacía daño a nadie siguiendo sus impulsos naturales. Incluso era posible que tuviera algo de razón cuando se sentía un tanto acosado por los intentos varios de convertirlo en un ser lleno de refinamiento y distinción. Claro que yo no podía permitir que se largara libremente a disfrazarse de «miles gloriosus» cada vez que le pasara por las narices. Decidí permanecer yo también callada, y no contar nada de lo sucedido a nuestros compañeros italianos.

A Maurizio se le veía deseoso de controlar su impaciencia. Nos hizo sentarnos alrededor de una mesa y comenzamos la reunión de trabajo que, sin dudarlo ni un momento, dirigió él.

—Lo primero es poner en su conocimiento algo que, no por esperado, es menos importante. Los departamentos de balística de Barcelona y Roma han determinado que la pistola que mató a Julieta López y la que usó el motorista el otro día es la misma. Eso nos demuestra con toda fiabilidad que fue Rocco Catania quien intentó matar a la inspectora. Hay otra novedad, el teléfono de Marianna Mazzullo, que tenemos intervenido, registró esta mañana una llamada de Catania. Por desgracia la hizo desde una cabina pública, de manera que no ha podido darnos pistas.

—¿Qué le dijo? —se adelantó Garzón sin poder contenerse.

—Estaba muy nervioso. Yo diría que sonaba como un tipo que ha perdido la razón. Acusó a la Mazzullo de estar conchabada con nosotros. Dijo que tarde o temprano la mataría. También dijo que mataría a la policía española que está siguiéndolo. Vamos a oírlo.

Activó una grabadora. Una voz sibilante y agitada se extendió por el aire de la habitación, enrareciéndolo al instante. Me estremecí. Casi no entendía su italiano cerrado y rapidísimo, pero podía advertir la vibración encrespada que produce el odio, o la desesperación. Fue un mensaje breve, escupido más que pronunciado.

—¿Por qué hace esto si con toda probabilidad sabe que tenemos el teléfono pinchado?

—No lo sé, Petra, yo creo que nos enfrentamos a un loco.

—Nunca se había comportado como un loco. Es listo y tiene sangre fría. Me siguió hasta Ronda, se cargó a Julieta…

—Que sea taimado no significa que no esté loco. Puede que la presión a la que se ve sometido ahora haya puesto en marcha algún mecanismo patológico en su mente. Voy a pasar esta grabación a algunos de los psiquiatras que colaboran con nosotros para que la analice. Puede ser una aportación interesante.

—¡Dejémonos de aportaciones teóricas, ispettore! —dije con vehemencia—. Es hora de pasar a la acción. Estamos estancados.

—El comisario Torrisi cuenta con muchos confidentes en el mundo de la mafia y…

—Puede que Torrisi nos desvele un montón de detalles importantes, pero eso no nos hará atrapar antes a Catania.

—Muy bien, inspectora, ¿qué sugiere?

—Hay que ponerle a Catania un caramelo cerca de la boca y dejar que se acerque para comérselo. Y ese caramelo muy bien puedo ser yo.

—¿Qué quiere decir con eso, Petra? —intervino Garzón dando muestras de alarma.

—Quiero decir que si Catania quiere matarme hay que darle la oportunidad de hacerlo. Una oportunidad controlada, por supuesto.

Hubo un silencio absoluto que evidenció el interés que habían creado mis palabras. Abate, serio como la muerte, apuntó:

—Ya lo había pensado. Quizá la mafia está presionando a Catania para que te mate con el único propósito de que el muerto sea él.

—Matar, matar… ¿y todas esas muertes hasta dónde nos conducen? —preguntó el subinspector, bastante fuera de sí.

—Tanto la mafia como nosotros andamos tras ese hombre; la única diferencia es que nosotros lo queremos vivo y ellos, muerto.

—¡Eso ya lo sé, ispettore, no soy tonto! —replicó Garzón, perdiendo las formas—. Lo que quiero decir es que en ningún momento se le habrá pasado a usted por la mente arriesgar la vida de la inspectora Delicado.

—Por supuesto que no —dijo Abate con tono enfadado—. La protección de la inspectora me compete más que a nadie, incluso más que a usted.

Deshice aquel absurdo pique sin ocultar mi mal humor.

—Señores, me veo en la obligación de informarles de que mi padre murió hace mucho tiempo. Lloré mucho su pérdida pero nunca he sentido el deseo de tener ningún padre más.

Gabriella debió entenderme perfectamente porque se le escapó una risita, que enseguida estranguló. Yo proseguí, procurando no parecer impulsiva ni inquieta.

—No piensen que me ha dado un ataque de heroísmo policial y que estoy dispuesta a morir por la causa. Lo que pido es que se fragüe un plan lo suficientemente perfecto como para que yo sirva de cebo al pez, pero sin que el pez se me zampe.

—¡Me niego! —fue la dramática expresión del subinspector.

—¡Pero, Fermín, ¿quién se cree que es, Superman?!

Gabriella volvió a reír, abiertamente esta vez.

—Al menos tendremos que llamar al comisario Coronas para pedirle permiso antes de hacer cualquier plan.

—¡Ni lo sueñe, subinspector! Oigan, ¿por qué no nos dejamos de discusiones ociosas y pensamos en algo concreto?

Abate ya debía de llevar algo en mente, porque se arrancó con rapidez:

—Parece un hecho que Catania se acerca de algún modo a casa de Marianna y ve nuestra vigilancia policial. Cómo lo hace, no lo sé. Quizá se disfraza, quizá pasa en coche a cierta velocidad… Propongo que traslademos a la mujer a un hotel, donde permanecerá custodiada, y que quitemos el retén policial que hay frente a su casa. Si Catania actúa como imagino, al ver que ha desaparecido la vigilancia, la llamará. Entonces habrá que pedirle a la Mazzullo que colabore con nosotros. Fingirá querer pactar con él: si la deja en paz definitivamente, ella le dirá dónde la hemos trasladado y le dará el lugar y la hora exacta en la que pedirá a la inspectora que vaya a verla. Allí lo esperaremos con un operativo especial.

—Me parece demasiado arriesgado —objetó Garzón—. Además, es posible que él no la llame.

—¿Usted nunca tiene intuiciones, Fermín? —replicó Abate.

—Sí, pero lucho contra ellas. El trabajo policial no consiste en correr peligros gratuitos.

Ambos hombres me miraron, como si fuera yo quien debiera dirimir sus diferencias de criterio.

—Haremos lo que dice el ispettore —sentencié.

Levantamos la sesión y me fui al lavabo. Al salir, encontré a Gabriella secándose las manos.

—Ha sido muy divertido cuando los dos compañeros pretendían protegerla —dijo sonriendo.

—Sí, a los hombres les encanta protegernos cuando la protección consiste en prohibir: «Cuidado, no hagas esto, no hagas lo otro…». Si la protección consiste en hacer algo, lo llevan mucho peor.

Se reía a carcajadas, y a mí me hacía gracia verla reír con tan poco disimulo. Cuando se recompuso, exclamó:

—¡Ah, inspectora, me gustaría pensar cómo piensa usted!

—Ese es el pensamiento de las mujeres de mi generación.

—Cierto, las chicas de mi edad en Italia somos demasiado convencionales.

—Las jóvenes españolas también lo son. Habéis vuelto a creer en el amor y la familia como los auténticos valores que mueven a la sociedad y eso os mantiene en el redil. En fin, sois más equilibradas, menos impetuosas, mejor preparadas profesionalmente… algún defecto tendríais que tener.

Esta vez no rio, sino que me miró con una cierta tristeza. Supongo que se compadecía de mí: una mujer de mediana edad privada de cosas tan básicas como ser madre… Entonces, para no permitirle que se recreara en mis desgracias, le pedí que me hiciera un favor.

—Vamos a tu despacho, Gabriella.

Una vez allí le pedí que buscara uno de los pedidos de Elio Tramonti en su ordenador. Lo miré con atención y no me pareció algo demasiado difícil de falsificar. Naturalmente, pensaba en Gabriella, porque mis habilidades informáticas dejan mucho que desear. La italiana se lo encontró hecho: copió, pegó, duplicó, añadió un falso pedido de telas y finalmente lo editó. Era perfecto. Buscamos un sobre en blanco y ella puso la dirección de la tienda Nerea y el remite de Elio Tramonti. Grabriella metió aquella maravilla en su bolso y, ambas unidas y contentas, fuimos a reencontrarnos con Abate y Garzón.

Seguían peleando, por supuesto, esta vez sobre los detalles del plan recién nacido. Hubiera debido imaginar que así sería porque Garzón estaba genuinamente preocupado por mi seguridad. No atribuí, sin embargo, todas sus inquietudes al cariño que por mí sentía sino a una posibilidad que debía helarle la sangre: regresar a Barcelona acompañado de mi cadáver y enfrentarse a todos en esa tesitura.

—Señores, ¿qué les parece si vamos a tomar algo? —interrumpí—. Nos ayudará a aliviar tensiones.

Milagrosamente me hicieron caso. Gabriella, al volante, condujo hasta un buzón de correos y depositó allí la carta que habíamos falsificado. Nadie preguntó qué hacía. Al llegar a la pizzería que habíamos escogido para comer, me quedé un poco atrás y llamé a Yolanda con disimulo. El mensaje: extremar la vigilancia sobre Rafael Sierra en los próximos días. Luego, tomamos una pizza en santa paz.

La paz duró poco, y mientras empezamos a elaborar el plan aquella misma tarde, surgió el inevitable tema de las armas, sacado a colación por el subinspector. ¿Con qué autoridad moral pretendía Abate ponerme al alcance de Catania con una diana pintada en la frente y sin pistola? Discutimos, contradiscutimos y finalmente conseguimos que Abate aceptara una solución idónea, aunque completamente ilegal: Garzón y Gabriella se mantendrían cerca del lugar del encuentro. Yo llevaría encima la pistola de Gabriella. En caso de que me viera obligada a utilizarla, cosa que debía evitar más allá de lo razonable, ella se personaría inmediatamente y asumiría la autoría del disparo.

Fue una tarde larguísima, llena de palabras, discusiones y café. Pero por fin el plan quedó listo para ser intentado. Todo dependía de que Marianna Mazzullo quisiera colaborar con nosotros. Y todo dependía de que Catania reaccionara llamando a Marianna Mazzullo al ver que la vigilancia policial había desaparecido de su calle. Todo dependía, en suma, de cosas ajenas a nosotros: del ansia de verse libre que sintiera la chica, de los deseos de matar que tuviera el sicario, de que las secuencias se ordenaran y realizaran a nuestro favor. Recé porque la Mazzullo quisiera de corazón volver a su vida tranquila. Recé porque aquel loco lo estuviera de verdad y se metiera en la boca del lobo. Recé por quedar viva al final. Mucho rezo, debía ser la influencia del Vaticano, que había empezado a gravitar sobre mí.