Capítulo 10

No fue necesario que informara a Garzón sobre lo sucedido la noche anterior; ya lo sabía por medio de una llamada de la viceispettora. Me sorprendió que, aun reconociendo que se trataba de algo grave, no se echara las manos a la cabeza ni clamara en contra del culpable como era su costumbre. No, lo único que parecía contrariarle era que hubiera sido el ispettore y no él quien me lanzó contra el suelo. Intercambiadas unas cuantas frases, pasó a contarme lo que de verdad parecía acaparar todos los rincones de su mente: la maravillosa cena en casa de Gabriella. El esposo era un joven encantador que le había hecho los honores a la perfección, amén de demostrar un conocimiento sobresaliente sobre la liga de fútbol española. El niño, monísimo. La casa, acogedora, pero lo mejor de todo habían sido las especialidades de cocina tradicional que habían salido a la mesa: zuppa minestrone, linguine con una salsa sobrenatural, tagliata sabrosa y tierna… para acabar con una cassata siciliana que no se la saltaba un gitano. Escuché con paciencia y asentí con más paciencia aún, porque lo que de verdad me apetecía era abroncarlo por ser tan insensible a los peligros arrastrados por su jefa. Sin embargo, el subinspector había desarrollado todas aquellas actividades en su tiempo libre, de modo que no me sentía autorizada a hacerle ninguna recriminación laboral. Lo intenté con una ironía ligera:

—Espero que sus contactos con la policía italiana reviertan positivamente en el decurso de nuestra investigación.

No pareció haber recibido dardo alguno. Como si la cosa no fuera con él, prosiguió tan campante:

—¿Sabe lo que pienso, inspectora? La institución familiar es mucho más auténtica en este país que en el nuestro. Nosotros hemos perdido los valores por culpa del consumismo salvaje y la influencia americana. En Italia no es así, aquí las tradiciones siguen teniendo un gran peso específico.

Lo miré sin dar crédito a lo que oía. El jodido Garzón estaba más pendiente de analizar y comparar estilos de vida nacionales que del caso Siguán. Pero yo no podía luchar contra eso. Comprendía además que se sintiera fascinado por Italia e intentara desentrañar sus claves, y me fastidiaba el representar siempre el papel de represora. Opté por un recordatorio exento de hostilidad.

—Todo eso es muy cierto, Fermín, pero deberíamos centrarnos en el caso. No sé si se da usted cuenta de que las cosas se están poniendo muy feas.

—¡Cómo no voy a darme cuenta si está usted viva de milagro!

—¡Joder, pues no parece usted demasiado afectado! —eché por tierra mis buenos propósitos.

—No me ve afectado porque estoy compensado. Por una parte, me horroriza que le dispararan; pero por la otra me llena de felicidad que no acertaran. Mi ánimo se encuentra pues sereno y estable.

Había que admitir que si estaba pitorreándose de mí, lo hacía con cierto estilo y buen gusto.

—Pues rompa un poco la serenidad y apure su café porque llegaremos tarde al trabajo.

En el Comissariato nos aguardaba un panorama desolador. Según nos sopló Gabriella en un breve conciliábulo, el ispettore había montado en cólera nada más llegar aquella mañana. Al parecer, nadie le había avisado de una llamada recibida la noche anterior. Marianna Mazzullo había dejado un recado para él que nadie consideró importante: Rocco Catania la había visitado en las últimas horas. Su reacción al enterarse fue inmediata: mandó dos policías a casa de la mujer para comprobar que estaba bien y luego se puso como un basilisco recordándole a todo el mundo que eran una panda de incompetentes. Nosotros lo encontramos ya un tanto apaciguado, pero aún nervioso y vibrante como la varilla de un zahorí.

—Han tardado mucho en llegar —nos espetó como primera providencia.

Antes de que Garzón le pormenorizara los problemas de tráfico en la ciudad, intervine enseguida:

—Ahora ya estamos aquí. Pongámonos de acuerdo en lo que hay que hacer y hagámoslo enseguida —dije con firmeza. No iba a permitirle que espolvoreara los últimos restos de su enfado sobre nosotros y quería dejar bien claro que tampoco aceptaríamos órdenes ciegas.

Contrajo los rasgos de su rostro varonil en un rictus violento. Quizá había supuesto que el hecho de salvarme la vida me haría cambiar de actitud. Por fortuna, el acuerdo era fácil: debíamos poner rumbo sin dilación al piso de Marianna.

En la entrada estaban haciendo guardia los dos policías que el italiano había enviado. Se reportaron afirmando que la mujer se encontraba bien y nos esperaba en su casa.

Decir que Marianna Mazzullo estaba bien era una aseveración optimista. En realidad la mujer se hallaba en un estado lamentable. Tenía la cara hinchada a causa del llanto y las manos le temblaban continuamente. Se colocó frente a Abate nada más verlo y le habló en susurros rápidos y angustiados.

—¿Por qué alguien como yo no puede tener un poco de paz?, ¡dígamelo!, ¿por qué se han metido ustedes en mi vida? Les llamé anoche al teléfono que usted me dio para decirles que Rocco había estado aquí, pero nadie me hizo caso. Ahora me arrepiento de haberles avisado. Él volverá y me matará, lo sé. Casi estuvo a punto de hacerlo anoche. Sabrá que les he llamado y me pegará un tiro, lo sé.

Maurizio la tomó por los hombros y le habló con serenidad y entereza:

—Nadie va a hacerle nada malo, Marianna. A partir de ahora tendrá vigilancia policial continua. Vamos a coger a Catania en cuestión de días, de horas, pero es preciso que se tranquilice y nos cuente todo lo que sucedió anoche con ese hombre.

El tono de autoridad moral que había empleado hizo su efecto. La Mazzullo respiró profundamente y se recompuso. Nos señaló unos sillones y nos invitó a sentarnos.

—Voy a hacer un poco de café.

—Hágalo, Marianna, nos vendrá bien a todos.

Al quedarnos solos, Abate habló en voz muy baja:

—Esa mujer hubiera podido ser asesinada esta misma noche. La llamada al Comissariato corresponde a las diez treinta, después de que Catania disparara sobre nosotros. Pudo haber llegado a esta casa loco de frustración y…

—Estuvo siguiéndonos todo el tiempo.

Marianna sirvió el café mucho menos nerviosa de lo que estaba, el temblor de sus manos había desaparecido. Inició su relato sin necesidad de preguntas.

—Llegó cuando me preparaba para acostarme. Me dio un susto de muerte. Estaba frenético, muy alterado. Sudaba y se movía sin parar por esta habitación. Desde el principio ya empezó a chillarme. Sabía que ustedes eran policías. Iba armado con una pistola y me la ponía delante de la cara. Quería saber qué me habían preguntado. Cuando le dije que preguntaron por su paradero me amenazó con matarme si abría la boca. Le hice comprender que no podía abrir la boca porque no sé dónde vive ni tengo su número de teléfono. En vez de calmarse se puso más fuera de sí que nunca y me dijo que me mataría de todas maneras. Yo creí que había llegado mi hora porque estaba como loco. Insistía en saber si alguien más había venido para preguntarme por él. Yo negaba y negaba y él insistía e insistía. Al final me creyó, pero dijo que si les contaba algo de su visita vendría para pegarme un tiro. Dijo: «Soy un hombre acosado por todas partes, Marianna, así que no me costará nada arriesgarme para darte tu merecido». Luego se fue. No estuvo aquí más de cinco minutos.

—Bien, Marianna, bien —respondió Abate a su relato—. Eres una mujer valiente y has hecho lo que debías. No va a pasarte nada, te lo garantizo. Dos de mis hombres te seguirán a todas partes. Sigue con tu vida normal y si tienes que introducir alguna variación en tus rutinas, coméntaselo.

—¿No me dejarán sola?

—Si te sucediera algo yo me suicidaría, Marianna, fíjate lo seguro que estoy.

Me quedé estupefacta ante aquella boutade, pero sorprendentemente a la Mazzullo pareció agradarle porque, por primera vez en todo aquel tiempo, sonrió. Era innegable que el italiano tenía sus propios métodos, y que no todos ellos entraban dentro de la completa ortodoxia.

Al salir, dio instrucciones a los policías. Luego se alejó un momento para hacer una llamada telefónica. En el coche, volviendo al Comissariato me habló con gravedad:

—He pedido ayuda a uno de nuestros mejores especialistas, Petra.

—¿Especialista, en qué?

—En temas de mafia.

Giré el cuerpo entero en mi asiento para verlo mejor. No bromeaba, en realidad nunca lo había visto tan serio.

—¿Por qué Catania está acosado por todas partes? ¿Por qué quería saber si alguien más andaba buscándolo en casa de Marianna? Estoy convencido de que ese tipo forma o formaba parte de alguna organización. Quizá ya formaba parte de ella al comienzo de toda esta historia.

—¿Quieres decir cuando mató a Siguán?

—La hipótesis del sicario cobra fuerza, y quizá fue una organización mafiosa quien lo envió contra ese hombre.

—No lo entiendo. ¿Por qué un viejo empresario español tendría que tener cuentas pendientes con la mafia?

—Ni idea, pero los negocios de las mafias se extienden por ramas insospechadas. Pueden tener intereses hasta en los jardines de infancia del Polo Norte, ¿quién sabe? De cualquier modo creo que necesitamos un buen asesor.

¡Dios, de la manera más tonta íbamos a liar un cisco internacional de mucho cuidado! Me fastidiaba, y no por la internacionalidad en sí misma, sino porque, aunque no lo reconozcamos, a todos los investigadores nos fastidia que un caso tome derivaciones imprevistas. Puede que aquel, que estaba revelándose como complicado y llamativo, nos hiciera apuntarnos un tanto y apuntalar nuestra reputación, pero para eso había primero que resolverlo.

Al regresar, la inactividad de la que habían gozado nuestros subalternos terminó. Abate ordenó a Gabriella llevarle al comisario Stefano Torrisi todos los informes del caso Siguán, incluidos los de reciente factura y asegurarse de que los leía. Yo, por mi parte, le pedí a Garzón que hablara con el inspector Sangüesa rogándole que incidiera en la investigación de la firma Elio Tramonti en las cuentas de la empresa Siguán.

—Una vez que se lo haya dicho —añadí—, llámele cada veinte minutos para recordárselo.

—Lo de los veinte minutos será un decir —replicó.

—Ni hablar, cada veinte minutos de reloj.

—Me mandará al infierno.

—Dígale que es orden mía.

—Entonces la mandará a usted.

—Da igual, no estaré al teléfono para oírlo.

—¡Pero yo sí!

—¿Quiere hacer el favor de cumplir mis órdenes y largarse ya?

—Vale, pero eso puedo hacerlo acompañando a la agente Bertano.

—¡Lárguese!

Dio media vuelta y salió, esbozando un saludo militar en plan bufo. Por el rabillo del ojo vi como Abate se reía. Puse cara de resignación.

—Increíble, ¿verdad? Sería capaz de discutir hasta el borde de la tumba.

—A mí el subinspector me parece muy gracioso, y una buena persona, además.

—No encontrarás en el mundo mejor persona que él. Lo malo es que nos conocemos demasiado, solemos investigar siempre en pareja.

—¿Os ataca el típico aburrimiento de la pareja?

—No es fácil aburrirse junto a Fermín; el problema radica en que ambos conocemos los puntos flacos del otro. Eso a veces es divertido, pero otras puede ser demoledor.

—Todo lo que estás diciendo me suena a matrimonio.

—No quiero traerte malos recuerdos.

En cuanto hube pronunciado esa frase me arrepentí. Abate se quedó mirándome con sorpresa. Luego sonrió desmayadamente.

—A veces los recuerdos buenos hacen más daño.

Me encogí de hombros. Miré el reloj por hacer algo.

—¿Qué hacemos ahora? —pregunté.

—Ir al bar de la esquina a tomar una copa.

—¿Y si mientras tanto llega el comisario Torrisi?

—¿No tenéis en Barcelona ningún sistema para que alguien te avise cuando estás en el bar?

—Sí, el policía de guardia en la puerta viene a buscarnos.

—¿Y qué te hace pensar que aquí es diferente?

Un minuto después, dos cervezas heladas se presentaron ante nosotros con su promesa de frescor y suave atontamiento. Metí los labios en la mía como una ávida abeja libando una flor. Cerré los ojos a causa del placer que sentía y cuando los abrí, me di cuenta de que Abate me miraba con una sonrisa.

—El corazón de hielo de la enérgica inspectora sólo se derrite ante una cerveza.

—Eso significa que te parezco una especie de sargento de caballería, ¿verdad?

—Quizá, pero se adivina una gran ternura detrás de los galones.

—Te equivocas, no soy una mujer tierna. Puede que lo fuera en mi juventud, pero enseguida comprendí que la vida no acepta debilidades.

—¿La ternura es una debilidad?

—Sin duda alguna. El pan tierno es maleable y yo no quiero que nadie haga una pelotita conmigo y me tire a un rincón.

—Pero mientras alguien te moldea te está acariciando.

—¿Desde cuándo los hombres reivindicáis la ternura? Eso es nuevo; me temo que los tiempos corren demasiado deprisa para mí.

—Te gustan los tipos duros, ¿eh?

—Como rocas.

Se bebió toda la cerveza que le quedaba de un tirón. Dio un golpe con el vaso en la mesa y me miró con cara de broma:

—¿Así de duros?

Me eché a reír. Llamó al camarero y pidió más bebida.

—¿Y si no estás en condiciones cuando llegue Torrisi? —pregunté.

—Aguanto el alcohol como un vikingo, conduzco a toda castaña por la carretera, no doy limosna a los mendigos y siempre les gano a mis amigos cuando echamos un pulso. ¿Crees que es suficiente dureza como para que te caiga al menos un poco bien?

El sonido del móvil interrumpió mi carcajada. Era Marina, mi hijastra de ocho años.

—Petra, ¿puedes hablar conmigo?

La sorpresa y aquella vocecita de tono formal me emocionaron:

—¡Marina, cariño, qué alegría! ¿Cómo está mi pequeña?

—Bien. Como hace mucho tiempo que estás de viaje y nunca me llamas quería saber qué haces.

—¡Cielo!; es verdad que no te he llamado pero…

Mientras mis palabras surgían espontáneamente, proporcionándome un placer mayor que el de la cerveza, advertí que Maurizio tenía los ojos fijos en mí. ¡Joder, podía haberse apartado de la mesa, ir al lavabo…! Pero no, allí estaba con una sonrisita irónica presenciando cómo el sargento de caballería con las botas lustradas se despepitaba ante una niña, mostrando una cara inédita de mujer bobalicona. Frené al instante mis desvaríos cariñosos.

—… pero pensaba que tu padre ya te habría contado que tengo mucho trabajo.

—Sí, nos ha contado a mí y a los chicos que estás en una misión muy importante en el extranjero. Hugo y Teo también querían llamarte para ver si te sacaban información sobre la misión esa, porque como papá no cuenta nada…

—Pues espero que no me llamen porque, como te digo, tengo mucho trabajo.

—Petra: mi madre es idiota. Ahora quiere apuntarme a clases de ballet, y las clases de ballet son un palo y una cursilada. Te hacen vestirte con unas mallas que pareces una salchicha cruda y…

La interrumpí con frialdad:

—Marina, no puedo hablar ahora. Lo siento.

Con gran dolor de corazón, vi cómo su voz reflejaba la decepción y la tristeza:

—Bien, Petra. Me voy, adiós.

Durante un instante odié al italiano por el simple hecho de su presencia. Sin embargo, enseguida desvié hacia mí misma el objetivo de los reproches. ¿Por qué me importaba lo que aquel hombre pudiera pensar de mí? Encontré una respuesta: porque demostrarle que era una mujer fría lo mantendría alejado. Surgió otra pregunta: ¿por qué debía mantenerlo alejado? A eso no pude contestarme racionalmente porque se trataba de una intuición, pero era una intuición que se presentaba con gran fuerza. Ahora Maurizio estaba mirándome, de modo que me vi obligada a darle una explicación:

—Era Marina, mi hijastra. La hija menor de mi marido.

Se ensombreció de pronto, miró al suelo.

—Al principio de nuestro divorcio mis hijas me llamaban a cualquier hora. A veces me interrumpían en el trabajo y no podía contestarles como hubiera querido. Dejaron de llamarme con tanta frecuencia. Ahora no lo hacen casi nunca. Voy a recogerlas algún fin de semana, comemos en restaurantes… ¿Tú crees que nuestra profesión permite llevar una vida familiar como la de todo el mundo, Petra?

—No lo sé. Yo nunca he tenido problemas porque mis sucesivas familias no tenían una estructura convencional. No he tenido hijos. No he pretendido fundar algo trascendente.

—Yo sí lo intenté, pero salió mal; mi esposa me abandonó.

—¿Por qué te abandonó?

—Por las razones más obvias, pero no por obvias menos importantes: mis horarios anárquicos, mi poca disponibilidad como padre, mi descuido como marido.

—Pero ella tampoco lo haría todo bien.

—Me temo que sí. Era buena profesional, buena madre, una esposa atenta y comprensiva… hasta que se hartó y siguió harta una buena temporada, pero yo no cambié. Se dio cuenta de que había llegado al límite del hartazgo cuando se enamoró de otro hombre. Y se largó, claro; ahora las mujeres no tenéis los problemas de conciencia que antes teníais.

—¿Te hubiera gustado que se quedara junto a ti por problemas de conciencia?

—No, pero un abandono duele mucho.

—Debería doler sólo la ruptura, con independencia de quién la decida.

—Como teoría está muy bien. Dime una cosa, Petra, ¿te sientes más mujer que policía?

—¡Vaya pregunta, por supuesto que sí! Primero soy mujer, luego viene todo lo demás.

—Yo no lo tengo tan claro. El hecho de ser policía invade mi vida por completo.

—Los hombres compartimentáis mal. Las mujeres solemos cumplir con muchos papeles a la vez, estamos acostumbradas a poner fronteras entre unas cosas y otras.

—¿Y el orden de prioridades?

—Ese es nuestro talón de Aquiles. Nos creemos con fuerzas para hacerlo todo al mismo tiempo, sin introducir un orden de prioridades; y claro, la mayor parte de las veces eso no es verdad.

—¿Y…?

—Pues nada, acabamos todas medio locas; pero hace falta estar un tanto loco para vivir.

Soltó una carcajada, me miró. Era atractivo. Me sentía a gusto en aquel momento. No podía decirle lo que pensaba de verdad: que los hombres pivotan toda su vida en torno al trabajo porque necesitan el triunfo social para creer en sí mismos mínimamente. Por eso él se aferraba al mando, por eso intentaba llevar con mano de hierro el caso Siguán. Por eso, también, me había tratado como a una niña tonta al conocernos. Le sonreí y nos quedamos un rato en silencio, disfrutando del escalón de intimidad que acabábamos de ascender.

—Tenemos que marcharnos —dijo por fin—. El comisario Torrisi debe de estar al caer.

Stefano Torrisi había caído ya. Nos esperaba en una sala de juntas, acompañado de Gabriella y Garzón. Era un hombre fornido y muy alto, bastante calvo, de unos cincuenta y tantos, con ojos bondadosos y, según me informaron, un fuerte acento de su tierra natal, Sicilia, que yo no era capaz de detectar. Parecía cansado pero, aun así, estuvo bromeando un buen rato con Abate. Luego, desmoronó su cuerpo en una silla y me sonrió:

—He estado preguntando al subinspector Garzón por Barcelona. ¡Ah, qué bella ciudad! También le he preguntado por el Barça, antes de que llegara usted. No sé si a las mujeres españolas les gusta el fútbol.

—Les gusta a las que son más jóvenes que yo.

—¡Nadie puede ser más joven que usted, inspectora! Las mujeres bellas no tienen edad.

Me eché a reír. Me costaba comprender cómo aquel ser que emanaba bonhomía y calma por los cuatro costados, podía ser el mejor especialista en un tema tan espinoso como las mafias. ¿Cómo se las apañaba para conciliar aquella paz que trasmitía con la brega diaria de los delitos? Había leído a vuelapluma el informe Siguán y la viceispettora lo había informado de algunos pormenores. Lo primero que hizo fue plantearle sus dudas a Abate, que completaba las lagunas con respuestas cortas y concretas. Él le escuchaba como un viejo médico rural escucha a su paciente: concentrado, inmerso en su ciencia, intentando colocar cada pieza del diagnóstico en su lugar. Cuando se vio en condiciones de emitir una opinión, su cabeza potente afirmó:

—Sí, el asunto tiene muchos visos de estar relacionado con alguna mafia. Es posible que ese individuo, ¿cómo se llama?

—Rocco Catania.

—Es posible que Rocco Catania haya sido utilizado por alguna mafia como sicario sin pertenecer a la organización.

—¿Una organización mafiosa se permite hacer uso de un tipo que no pertenece a ella? ¿Y si luego se va de la lengua? —pregunté.

—El tipo no suele saber nada de para quién trabaja ni de qué está haciendo. Se limita a matar y a cobrar.

—¿Por qué habría contratado la mafia a un tipo externo? —volví a inquirir.

—La razón más común es que la misión que debe llevar a cabo sea demasiado arriesgada para uno de ellos. Por ejemplo, asesinar a alguien fuera del país podría ser algo considerado como muy peligroso. Recurren entonces a un delincuente común y le ofrecen una cantidad suculenta. Si la policía lo caza… el sicario sabe poco que pueda contar. Si tiene éxito, le pagan y adiós.

—¿Es factible que el mismo hombre sea contratado para dos misiones? —quiso saber Abate.

—Es factible si ambas misiones están relacionadas entre sí. Es menos arriesgado que contratar a un nuevo hombre. —Nos miró con su aspecto sereno de profesor universitario. Luego blandió su índice en el aire, reconviniéndonos—. Pero ustedes, queridos colegas, no me hacen la pregunta que yo quiero contestar: ¿qué pasa si al sicario contratado no lo coge la policía y va acumulando error sobre error hasta que se hace peligroso para la seguridad de la organización?

—No le entiendo —saltó de pronto Garzón, y ninguno de nosotros sabíamos si se refería a sus dificultades con el italiano o la intención de Torrisi. Gabriella, su intérprete personal, le dijo en voz baja:

Sciocchezza, stupidaggine.

Capisco, capisco —chapurreó el subinspector—. Lo que no capisco es qué tipo de stupiditàs pudo hacer Catania.

—Supongo que la primera… —respondió Torrisi— fue dejar con vida al novio de la chica que asesinó en Ronda y que les ha dado su nombre. Debía haber sabido que vivía con alguien, esperar su regreso y matarlo también. Y después viene el error garrafal, la madre de todas las stupidaggines: intentar matar a la inspectora Delicado. Eso apunta directamente a la mafia, pocos delincuentes comunes se atreverían a una cosa así. Los ha señalado con el dedo, probablemente sin querer.

—¿Y ahora?

—Ahora la mafia busca la ocasión de cargárselo y si no lo detienen ustedes, estén seguros de que lo hará.

—¿No pudo ser directamente la mafia quien quisiera liquidar a la inspectora?

—De momento, es improbable; pero si los errores de Catania siguen sucediéndose…

—¿Por qué una mafia organizada querría hacer desaparecer a un empresario catalán, aparentemente intachable? —intervino Garzón.

Torrisi sonrió de modo autosuficiente.

—Ustedes no ignoran que las mafias italianas ya están introducidas de modo muy estable en España. Para instalarse allí necesitan empresas falsas que blanquean su dinero. Lo más habitual es que compren restaurantes, hoteles, discotecas. Piensen que desde España acceden con más facilidad al narcotráfico hispanoamericano y… muy importante: dominan el mundo de la cocaína en el sur de Europa. España, señores, es un punto estratégico muy codiciado. En cuanto a su empresario intachable… bien, si los mafiosos no tienen necesidad de comprar nada sino que actúan desde el interior de una empresa ya constituida cuyo dueño sigue al frente… la posibilidad de que alguien sospeche se reduce enormemente.

—¿Siguán prestó su empresa para los manejos de la mafia, eso piensa?

—Vivimos tiempos convulsos, inspectora. Los vaivenes económicos pueden llevar a la ruina a cualquier empresa y una inyección continuada de dinero siempre es bienvenida; si no se es de verdad intachable, por supuesto.

—¿Y cuál sería entonces el motivo de cargarse a Siguán?

—Cualquiera, Petra, cualquiera. Un desacuerdo en las cifras, un deseo de abandonar… Esos hombres no dudan demasiado si una muerte les parece necesaria para sus intereses. Además ni siquiera arriesgan su propio pellejo, ya lo ve, contratan a un desgraciado y…

—Todo cuadra —dije—. Detrás de Elio Tramonti hay una mafia; por eso la empresa de Siguán había remontado en los últimos tiempos.

—Sí, pero el hecho de que cuadre no nos ayuda de momento a cazar a los culpables —argumentó Maurizio con cierto desespero.

—Cierto, ispettore. En primer lugar pueden ser tres las organizaciones mafiosas responsables: la Cosa Nostra, la Camorra y la ’Ndrangheta. Las tres tienen métodos similares y las tres operan en España, si bien la Cosa Nostra en menor medida ya que prefieren su propio terreno. Sin embargo, las otras dos son muy expansivas. En teoría la ’Ndrangheta prefiere Madrid y la Camorra, Barcelona; pero eso son aproximaciones teóricas que no siempre resultan exactas. Para que se hagan una idea de la envergadura del problema: ¿saben cuántos jefes mafiosos de diversas organizaciones han detenido en España conjuntamente nuestras dos policías? ¡Treinta y seis desde el año 2000! No está mal, ¿verdad?

—Eso demuestra que no es imposible echarles el guante.

—¡Por supuesto que no es imposible, subinspector! ¿Qué cree que hago yo día a día, cocinar platos de pasta? Pero necesito más datos para poder actuar. Investiguen a fondo el entorno de Siguán. Sigan con su caso y cualquier pista que surja: una carta, un fragmento de contabilidad, un testimonio de última hora… llámenme inmediatamente, debemos seguir en contacto.

—Antes hay que atrapar a Rocco Catania —susurré como si recitara un mantra obsesivo.

Torrisi se puso en pie, hizo un gesto amplio con ambas manos a modo de conclusión y sonrió beatíficamente:

—De momento, poco más puedo hacer por ustedes. A no ser que… a no ser que acepten cenar esta noche en mi casa. Mi esposa se pondrá loca de contento si le llevo a dos ciudadanos de Barcelona. Y, por supuesto, mis colegas italianos también están invitados.

Sorprendida ante tanta hospitalidad balbucí excusas poco creíbles:

—Pero comisario, somos muchos, no podemos cargar a su esposa con tanto trabajo.

—¡En ningún momento voy a dejar sola a mi esposa! Antes he dicho que no me paso la vida cocinando, pero muy bien podría ganarme la vida haciéndolo. Deben saber que hago la mejor pasta de toda Sicilia; lo cual quiere decir de toda Italia, porque en ninguna parte se come mejor que en mi querido lugar de origen.

La cena fue una fiesta, una auténtica fiesta donde sobresalieron la gastronomía y la amabilidad. La esposa de Torrisi, Nada, era encantadora y hermosa y ambos conseguían que los invitados nos sintiéramos acogidos y felices. Parecían francamente enamorados y, después de la conversación con Maurizio, me pregunté cómo se las apañaban, siendo Torrisi un policía con tanta responsabilidad. La comida también era espléndida y el único peaje que tuvimos que pagar por tanta delicia fue la inevitable glosa sobre Barcelona y sus múltiples bellezas. Como todo no podía ser perfecto, en medio de la sobremesa sonó mi móvil. ¿Sangüesa a aquellas horas? Pedí excusas y salí al pasillo.

—¡Joder, Petra. El cabronazo de tu subalterno ha estado llamándome todo el día cada veinte minutos!

—Ya lo sé, fui yo quien le ordenó que lo hiciera.

—Me lo imaginaba. He intuido tu fino estilo detrás de esa insistencia. Bueno, te llamo tan tarde porque he estado escarbando en las cuentas de Elio Tramonti con Siguán. Veamos, Petra, me ratifico en lo dicho: no hay nada ilegal, tampoco nada que llame especialmente la atención. Es verdad que aparece como el cliente que más pedidos hace durante los últimos dos años de vida de la empresa, con una diferencia abismal con respecto a las otras tres que también facturan. Pero… no existe nada ilegal, insisto.

—¿Y si te dijera que Elio Tramonti no existe?

—¿Es una tapadera?

—Sí.

—Pues te diría que es una tapadera contablemente muy bien diseñada, y te diría más, si Elio Tramonti es una tapadera, toda la empresa Siguán lo es también ya que de ningún modo podría haber subsistido sin los contratos con Tramonti. Y si no fabricaba telas para Tramonti… ¿qué carajo hacía?

—Como ves, no te he dado la lata por las buenas.

—Lo sé, sé que tú siempre das la lata por motivos justificados pero ¡qué bien la das, Petra, con cuánto empeño y sofisticación!

—Vete al infierno, Sangüesa.

—Yo también te quiero. ¿Volveréis pronto a Barcelona?

—Eso creo; no parece que esta investigación vaya a durar mucho más.

Desde el pasillo de los Torrisi oía las alegres voces del comedor cuando colgué. No estaba tan claro que aquel asunto fuera a durar poco. De hecho, estaba complicándose tan endiabladamente que quizá tendríamos que trasladarnos a Roma para siempre. Miré el reloj: eran las once de la noche; no demasiado tarde para llamar a España. Marqué su número de móvil y, por el modo soñoliento en que me contestó Yolanda, comprendí que debía de estar ya en la cama. Preferí no averiguarlo.

—Yolanda, desde mañana por la mañana a primera hora, tú y Sonia debéis hacer una vigilancia continuada sobre Rafael Sierra y Nuria Siguán. A excepción de las noches, debéis seguirlos todo el tiempo. Yo avisaré al comisario Coronas para que os autorice y no os encargue ningún trabajo más.

Estuvo casi un minuto farfullando frases inconexas que casi me llevaron a la exasperación.

—¡Yolanda, por todos los demonios! ¿Te has enterado de lo que te he dicho o te llamo en algún momento en el que tengas todas tus neuronas en su lugar?

—Me he enterado, inspectora; pero es que como a veces tengo náuseas me había acostado temprano y…

Corté de raíz cualquier noticia sobre su embarazo.

—¿Te encuentras en condiciones de prestar servicio? Si no estás al cien por cien será mejor que pidas una baja temporal. Este es un asunto muy importante.

—Estoy bien, inspectora Delicado, y me he enterado de todo. Llevaremos a cabo esas vigilancias. ¿Desea que la informe día a día?

—Sí, por escrito. Buenas noches.

¡Ah, no estaba dispuesta a ceder frente a las debilidades maternales! Justamente el día anterior lo había comentado con Gabriella, como aviso de navegantes. Las chicas actuales tienen su primer hijo a los treinta y tantos e inmediatamente autogeneran la conciencia de que la sociedad les debe una especie de gratitud. ¡Ah, no!, conmigo pinchaban en hueso. Parir siempre me había parecido una actividad femenina ancestral y cotidiana; de modo que no veía ninguna necesidad de tratar a las neomadres como si fueran una especie en extinción.

Aquella noche en el hotel, intentando recuperar mi cara amable, llamé por teléfono a Marcos. Me hubiera apetecido descargar todas las tensiones del día sobre él. Finalmente, esa es una de las principales utilidades del matrimonio. Sin embargo, me abstuve. ¿Qué podía decirme mi marido si le trasmitía mis inquietudes sobre el caso Siguán? «No te preocupes, cariño, todo se arreglará». Una respuesta así me hubiera puesto mucho más nerviosa. Tampoco creo en las condiciones terapéuticas de la conversión. Contar algo no te libera por las buenas. Lo mejor era callarse y cuando él me preguntara cómo iban las cosas, responder: bien. Y eso fue lo que dije: Bien.