Apenas comenzada la mañana, recibí una llamada de Yolanda: Rafael Sierra había conseguido hacer una lista de todas las empresas italianas con las que habían tenido relación comercial. Le pasé la dirección electrónica a la que podía enviarla.
—Ahora hay otra cosa que debes hacer. Pásale la lista al inspector Sangüesa y que la compare con la contabilidad de Siguán que en su día ya auditó. Si hay algo que debamos saber que se ponga en contacto contigo y tú con nosotros. ¿Lo has entendido, Yolanda?
—Sí, inspectora, lo he entendido muy bien. ¿Y ustedes qué tal están?
—Estamos bien.
—Debe ser una pasada poder visitar esa ciudad.
—Yolanda, centrémonos en el trabajo, ¿de acuerdo? Eso es exactamente lo que estamos haciendo aquí: trabajar. Llámame en cuanto el inspector Sangüesa tenga conclusiones, ¿de acuerdo?
—Sí, inspectora. A sus órdenes, inspectora.
Cerré el móvil bruscamente. Empezaba a estar hasta las narices de aquella especie de acuerdo general sobre nuestro viaje. Imaginaba los comentarios en comisaría: ¡vaya privilegiados!, ¡lo nuestro sí era un buen trabajo y no patearse las calles de Barcelona!, no está mal pasar unas vacaciones en Roma… Prefería no pensar demasiado, porque lo realmente grave de aquellos cotilleos era que la actitud de Garzón los convertía en realidad. Aquella mañana me enteré de que, si nos quedaba tiempo libre a mediodía, Gabriella se había ofrecido a llevar a mi compañero a visitar la Fontana de Trevi. ¡Cielos!; estaba segura de que cuando regresáramos a Barcelona, Garzón no dudaría en contar todo aquello y se extendería sobre la grandeza del Coliseo, la belleza de las plazas romanas, de las fuentes… y en el peor de los casos igual le daba por repetir aquella gilipollez de que se sentía como un auténtico miembro del antiguo imperio con la toga virilis encasquetada. Yo nada podría hacer por evitarlo; por desgracia carezco de jurisdicción sobre la vida privada de mis ayudantes.
Abate, muy contento aquella mañana, tenía un plan de trabajo perfectamente trazado. Su primera decisión ya me resultó incómoda: acudiríamos los cuatro agentes a interrogar a Marianna Mazzullo. ¿Los cuatro? No podía acostumbrarme a investigar en grupo. Lo que más echaba de menos era la intimidad profesional con Garzón; el modo en que unas veces me hacía de sparring con sus malas ideas y otras, con las buenas, abría maravillosas posibilidades de investigación. Sin embargo, no tenía más remedio que adaptarme a las nuevas circunstancias, entre ellas, recibir órdenes de Maurizio.
Fuimos hasta un restaurante en el Testaccio donde Marianna trabajaba como pinche de cocina. Abate consideró que, estando en su lugar de trabajo, se sentiría menos coaccionada que en su domicilio. Nos llevó Gabriella, siempre chófer diligente, y el ispettore se encargó de hablar con el dueño y pedirle espacio en un rincón del comedor, vacío a aquellas horas, para poder hablar con la mujer. Sin embargo, antes de que esta llegara, mi colega se percató de que el hecho de ser cuatro agentes para interrogar a una sola persona, producía un efecto intimidatorio que no le parecía deseable. Sin pensarlo dos veces, les dio libertad a Gabriella y Garzón. Era evidente que se daba por sentada la existencia de dos grupos de investigación y que los integrantes de ambos siempre seríamos los mismos.
Cuando Marianna entró en el comedor, Abate y yo estábamos solos. Era alta, desgarbada pero esbelta, y hubiera sido hermosa si un cansancio infinito no hubiera estado impreso en su cara. Nos miró sin desconfianza, también sin interés. Maurizio la envolvió en una nube de palabras que explicaban nuestra presencia y lo que de ella queríamos. Lo escuchó con los ojos puestos en mí. Yo centraba toda su escasa atención. Al final del largo preámbulo, se me dirigió para preguntar de qué ciudad de España venía.
—De Barcelona —respondí. Entonces sonrió y repitió varias veces el nombre de la ciudad con aire de sentir una especie de ensueño. Luego dijo:
—Barcelona es una ciudad muy bella.
—¿Ha estado alguna vez allí? —pregunté en mi mal italiano.
—No, pero el cocinero siempre habla de Barcelona.
Sus ojos de mirada desvaída se perdieron en algún lugar lejano. Tenía el pelo estropeado, las manos descuidadas, la piel ajada. Su reinserción en la sociedad no parecía haberle aportado mucha prosperidad. Sentí una corriente de simpatía hacia ella, aunque debía tratarse sólo de piedad. Maurizio, práctico y profesional, le preguntó a bocajarro por sus vínculos con Rocco Catania.
—Era mi novio, pero de eso hace tanto tiempo que ya ni me acuerdo.
—Pero alguna vez debió verlo tras su salida de la cárcel.
—Nos vimos varias veces, pero todo se había acabado entre nosotros.
—¿Ha vuelto a verlo recientemente?
Negó con la cabeza, bajó la vista. Maurizio consideró que era el momento de apretar.
—Ese hombre ha cometido delitos muy graves, Marianna; si nos oculta información sobre él, puede verse involucrada o incluso imputada por sus fechorías. Hablo de asesinato, ¿comprende? Piense si, después de llevar una vida normal, le apetece volver a las andadas.
No hubo reacción. Abate, sentado a medias sobre una mesa, demostraba su nerviosismo agitando compulsivamente un pie. Intervine:
—¿Aún le ama?
—No.
—Pero llegó a quererlo mucho, ¿verdad?
—Sí. Cuando estaba en la cárcel, volver a verlo era lo único que me hacía soportar el encierro.
—Pero él la decepcionó.
—Nunca fue un buen hombre. Cuando los dos salimos de la prisión él ya había decidido llevar su vida y me abandonó.
—Fue una gran suerte para usted.
—No lo sé.
Oí un carraspeo impaciente saliendo de la garganta de Abate, pero no me alteré.
—¿Qué ha sido de él?
Tras un momento de silencio profundo, contestó mirando al suelo:
—Sí le he visto hace poco, hace sólo unos meses. Vino al restaurante a comer con varios hombres. Preguntó en la cocina por mí y el jefe me dejó salir un momento. Llevaba ropa buena y me dijo que todo le iba muy bien. Se sacó un fajo de billetes del bolsillo y quiso dármelo. «Por los buenos tiempos», me soltó; pero yo no se lo acepté. ¿Para qué quiero yo su dinero?
El ispettore se había quedado quieto como las piedras. No se atrevía a decir nada, casi ni a respirar. Probé a seguir, temerosa, sin embargo, de romper el mágico momento de sinceridad que se había generado. Le hablé en susurros:
—Marianna, ¿le contó él en algún momento algo de su pasado, de los crímenes cometidos, de los delitos en los que había estado envuelto?
—Rocco estaba un poco desequilibrado. Nunca contaba nada de su vida. Yo nunca supe si tenía familia y una casa a la que volver. Si le preguntaba, me decía que había nacido ayer y que un día se moriría como todo el mundo. Siempre la misma contestación.
—¿Le comentó si había estado en Barcelona?
—Un día me dijo que Barcelona tenía una calle llena de flores, que llegaba hasta el mar, que alguna vez iríamos juntos y él me compraría todas las flores. ¡Fíjese qué tontería!
—¿No le dijo nada más?
—Nada más. Pero nunca me llevó a Barcelona, ni me compró ninguna flor.
—Algún día irá usted a visitar la ciudad, estoy segura.
Hizo un amago de triste sonrisa, me miró fugazmente y musitó:
—Quizá sí. —Luego observó a mi compañero y le preguntó si podía marcharse—. Si estoy mucho tiempo con ustedes, el patrón puede pensar que aún tengo cuentas pendientes con la ley.
En cuanto ganamos la calle, Abate se manifestó con entusiasmo:
—¡Felicidades, Petra, chapeau! Ha hecho usted hablar a esa mujer, y créame que tuve la impresión de que no nos diría ni media palabra. Un interrogatorio muy bien llevado. Sólo le pondría una falta: empatiza usted demasiado con el interrogado, y eso es peligroso, puede mentirnos con más facilidad.
—¿Hay algún consejo concreto que quiera darme?
Su cara acusó mi impertinencia y negó con seriedad.
—¿Puede llamar entonces a nuestros ayudantes? —sugerí.
—Me gustaría saber por lo menos qué conclusiones saca de lo que hemos oído.
—Las mismas que usted; son muy obvias: alguien le paga un buen dinero a Catania por hacer lo que hace.
—Es un dato obvio, pero no baladí.
—¡Me encanta que conozca la palabra «baladí»!
Se quedó mirándome, absolutamente desconcertado, y se echó a reír de buena gana. El fantasma del enfrentamiento había sido ahuyentado una vez más.
Nuestros ayudantes no se habían alejado demasiado. Maurizio los localizó por teléfono en la plaza Santa María Liberatrice, visitando la iglesia. Al reencontrarnos, Garzón profirió los típicos comentarios de turista emocionado, si bien a las alabanzas arquitectónicas, añadió cosas muy de su idiosincrasia:
—No se lo pierda, inspectora, aquí al parecer las iglesias están llenas de gente. Cuando le he dicho a Gabriella que en España están siempre vacías excepto algún ratito los domingos, no podía creérselo. Pero es que aquí los curas se lo curran. Para empezar los templos están siempre abiertos, cosa que no sucede en Barcelona. Y, no se lo pierda, Petra, hemos visto a un cura ¡cantando! Y los feligreses le respondían cantando también. ¡Eso sí que son actividades eclesiásticas!
—Se dice culto, Garzón —intervine imprudentemente.
—Eso, pues en España no hay culto que valga, cuatro beatas aburridas y en paz. Una auténtica tomadura de pelo.
—Quizá eso no sea tan malo en realidad. En nuestro país la influencia de la Iglesia es excesiva —comentó Abate.
—Sí, supongo que tener al papa tan cerca debe ser un problema.
—Un día voy a llevarle al Vaticano, Garzón.
—¡Me encantaría, ispettore!
—¿Qué les parece si trabajamos un poco, señores? —interrumpí.
—¿Es que sólo piensa usted en trabajar, Petra? —inquirió Maurizio—. Ha llegado el momento de hacer una pausa. Voy a llevarles a una trattoria estupenda. Debemos reponer fuerzas.
—¡Me encantaría que fuera usted mi jefe! —exclamó el subinspector.
—Apuesto a que la inspectora es demasiado dura en el ejercicio de la profesión —soltó Abate mirándome con ironía.
El cabestro del subinspector, que se sentía coreado en sus ocurrencias, respondió poniendo cara de mártir:
—¡Es una jefa terrible! Si nuestra arma reglamentaria fuera un látigo, lo usaría sin pensarlo contra sus ayudantes.
Rieron de buena gana mientras yo no le encontraba ninguna gracia a la situación. Caminamos por el barrio hasta llegar a un pequeño restaurante en el que, al entrar, nos embargó un delicioso perfume a comida recién hecha. El subinspector seguía con su ánimo gozoso y parlanchín. Yo le hubiera asesinado, pero mis colegas italianos parecían encantados con su humor.
Pedimos ensalada de pulpo, verduras rebozadas y pasta. A instancias del ispettore, a mi compañero le sirvieron un enorme plato con diversas especialidades que él devoró como si hubiera padecido de hambre milenaria. A los postres, el propietario del establecimiento se llevó a los hombres a la bodega para mostrarles todos los tipos de grappa que atesoraba. En cuanto desaparecieron, Gabriella sacó el móvil e hizo una llamada a la cuidadora de su bebé. Hablaron un momento y después mordisqueó una galleta con aire preocupado.
—¿Sucede algo malo? —le pregunté.
—No, pero el niño es tan pequeño que siempre tengo la sensación de que puede necesitarme. Me siento culpable.
—La institución de la maternidad puede ser peor que la propia Iglesia, le advierto.
Me miró, estupefacta. Temí que fuera a enviarme al infierno por meterme donde no me llamaban, pero se limitó a comentar, sonriendo:
—Es usted una mezcla extraña de dureza y dulzura, inspectora Delicado.
—Creí que todos los policías éramos por el estilo. ¿Y su jefe cómo es, duro o dulce?
—El ispettore es muy duro consigo mismo. Se culpa del fracaso de su matrimonio y de no ver a sus hijas lo suficiente.
—¡Qué barbaridad! Yo me he casado tres veces y nunca se me ocurrió que pudiera tener culpa de nada. Supongo que mi concepto de la culpa es poco consistente. Hay que tener cuidado con la culpa, Gabriella, te puede cortar las alas sin que te enteres; y sin alas no se vuela, siempre te arrastras.
Me observaba con atención, abducida por mis palabras. Iba a preguntar algo pero llegaron los señores y Abate dispuso:
—¡Ahora sí es momento de ponerse a trabajar! Con el estómago lleno, las fuerzas repuestas y toda la tarde a nuestra disposición para analizar esa lista de empresas que les han enviado desde España. Andiamo?
—Yo me hubiera tomado una grappa —protestó Garzón.
—¡Ah, subinspector, es increíble lo pronto que interioriza usted las costumbres de nuestro país!
Reímos todos. Era cierto que la camaradería que brota de comer en compañía de tus colegas suele crear un clima provechoso para una investigación, pero yo empezaba a ponerme nerviosa por el ritmo lento con el que todo se iba desarrollando. Así se lo comenté a mi subalterno en un aparte, pero él me contestó con desfachatez: «El ritmo le parece lento porque no lo marca usted». Me quedé tiesa ante tamaño desacato; aunque en el fondo llevaba razón: Abate hacía y deshacía a su aire y yo le seguía sin poder comprobar que sus pasos eran los que hubiera marcado yo.
En el Comissariato estudiamos la lista de empresas que Rafael Sierra había facilitado y repasado el inspector Sangüesa. Eran cinco en total. Abate nos repartió un papel y tomó la palabra.
—Estuve consultando en la Cámara de Comercio. Una de las empresas clientes de Siguán corresponde a unos grandes almacenes muy conocidos en Italia. Otras tres son empresas pertenecientes a diseñadores con tienda propia. La quinta, que ven ustedes subrayada, viene a nombre de Elio Tramonti. Consultada su ficha en la Cámara, hemos comprobado que dio de baja su actividad en el mismo año del asesinato de Siguán, un dato interesante. Su emplazamiento comercial figura en la Piazza Copérnico, en el barrio del Pigneto. La viceispettora Bertano ha llamado al teléfono que se facilita y ha contestado una voz de la compañía telefónica avisando de que ese número ya no existe.
¡No podía creerlo, lo había hecho otra vez! ¡Había adelantado la investigación por su cuenta y sin avisar! Guardé silencio, me contuve. Si protestaba, sería evidente que era mi amor propio lo que me preocupaba, no el bien de la investigación. Abate canturreaba ojeando papeles, mientras iba mordisqueando sus labios carnosos.
—Veamos, veamos… creo que deberíamos indagar en los grandes almacenes y los negocios de los dos diseñadores que aún están en activo. Y por supuesto, hay que darse una vuelta por la dirección del diseñador desaparecido. No creo que encontremos nada, pero nunca se sabe. Para no perder mucho tiempo en estas pesquisas, propongo que nos dividamos en nuestros dos equipos habituales.
—¿Habituales? —pregunté con sarcasmo—. Nunca hubiera imaginado que en Italia se crearan los hábitos con tanta rapidez.
—Pues así es desde tiempo inmemorial, mi querida inspectora, ¿para qué ir acumulando experiencias si con una o dos tenemos bastante?
Después de aquella demostración de desparpajo, vi cómo Gabriella y Garzón partían, encantados, hacia los establecimientos aún abiertos, mientras Abate y yo íbamos tras las huellas del misterioso Elio Tramonti.
El barrio de Pigneto no me pareció notable por ninguna característica. No era miserable ni tenía pinta de lugar de perdición, pero nadie hubiera dicho que era el emplazamiento ideal para abrir un negocio de moda. Cuando estuvimos frente a la casa en la que figuraba la antigua sede de la firma, la impresión de falta de idoneidad se vio corroborada. Se trataba de un pequeño edificio de dos pisos, vetusto y deteriorado, en el que no se veía ninguna traza de un antiguo glamour. Sin embargo, el ispettore se negó a descartar por completo que allí hubiera existido un almacén de ropa elegante.
—Durante estos últimos años, Petra, los diseñadores han proliferado en Italia como hongos tras la lluvia. Sería infantil pensar que todos eran como Armani o Ferré. No, a veces pequeños talleres del extrarradio cobijados en locales no mucho mejores que esta casa, probaban fortuna e incluso lograban ser competitivos. Más me sorprende que Elio Tramonti no figure en internet, que el hecho de que hubiera ocupado este edificio.
—Nunca hubiera imaginado que sabía usted tanto sobre el mundo de la moda.
—Un policía, como un periodista o un buen conversador, debe saber un poco de todo.
—Pues esta casa tiene aspecto de llevar mucho tiempo abandonada.
—En cinco años de descuido un inmueble antiguo se deteriora más de lo esperable. ¿Ve?, también tengo nociones de construcción. Ya que estamos aquí intentaremos preguntar a algún vecino, pero lo más probable es que nos toque recurrir al padrón para averiguar quién es el dueño.
—¡Vaya, es raro que no lo haya hecho usted ya!
—No tuve tiempo.
—Pues lo lamento, detesto todo ese tipo de gestiones oficiales.
—Tiene la suerte de que alguien las hará por usted.
—Me siento como una artista invitada.
—En cierto modo lo es.
Preferí no incidir más en las ironías; Maurizio Abate daba la sensación de no querer comprenderlas. Hicimos una primera batida, siempre juntos, entre los vecinos de los pisos contiguos al edificio. Nadie recordaba haber visto actividad alguna en el lugar: ni camionetas de carga, ni gente entrando o saliendo, ni luz en el interior. Un anciano que ocupaba el principal fue incluso más categórico que el resto de inquilinos:
—Llevo más de treinta años viviendo aquí y puedo asegurarle que esta casa hace más de quince que está deshabitada.
—Alguien nos aseguró que estuvo un tiempo alquilada.
—Intentaron alquilarla, durante unos meses estuvo colgado el cartel de una inmobiliaria, pero luego desapareció. Supongo que los dueños esperarán a que vengan tiempos mejores para probar de nuevo.
—Supongo que no recuerda el nombre de la inmobiliaria —afirmó Abate.
—¡Pues claro que me acuerdo! Cavalieri, la agencia se llama Cavalieri. Si dan una vuelta por el barrio verán que tienen más pisos en venta o alquiler. Yo, desde que hace poco murió mi esposa, doy un paseo cada mañana y siempre los veo aquí y allá.
Abate, impasible, apuntó el nombre. Yo miré al viejo con cara de circunstancias y le susurré:
—Lamento lo de su esposa.
—Gracias. ¿Usted también es policía?
—Formo parte de la policía española.
—¿De qué ciudad?
—Barcelona.
—¡Ah, Barcelona, una bellísima ciudad! Yo estuve cuando era joven, pero debe de estar muy cambiada.
—Supongo que así es. ¿Cómo hace para conservar tan buena memoria?
—La gente es estúpida, señora. A menudo me tratan como si fuera Matusalén, pero me acuerdo de todo. En mi juventud fui partisano, y no digo que ahora pudiera dirigir el país, pero aún lo haría mejor que algunos de los políticos que tenemos. Y es que…
Abate lo interrumpió con una carcajada ficticia y le palmeó la espalda como a un viejo amigo:
—Sí, sí señor, su mente es extraordinaria. Le agradecemos mucho su ayuda. Ha hecho usted un gran servicio a España y a este país.
—Lo de España me alegra, pero en cuanto a este país…
El ispettore volvió a cortar su discurso por lo sano:
—Buenas tardes, querido amigo, y mil gracias otra vez.
Como el viejo vio que Abate daba media vuelta y se disponía a levantar el vuelo, se acercó con rapidez hacia mí y me besó la mano.
—Ha sido un placer, señora. Es usted un ejemplo de la belleza de las españolas.
Sonreí tontamente y tuve que correr para alcanzar a mi compañero. Este me recibió con mal humor.
—¿Se ha vuelto loca, Petra? ¡A quién se le ocurre darle conversación a ese buen hombre! Los viejos italianos se pirran por hablar de política y poner verde el país.
—Yo no veo el problema, ha sido muy amable.
—Muy amable, sí; pero hemos corrido el riesgo de que nos contara todas sus experiencias en un rato, incluida la guerra. Decididamente es usted una especie de Teresa de Calcuta policial.
—¿Y no será, ispettore, que lo que le molesta es que haya tomado una simple iniciativa, aunque sea pequeña? He llegado a la conclusión de que no le gusta a usted trabajar junto a mujeres. Sólo viendo cómo trata a Gabriella ya lo sospeché.
En aquel momento el ispettore Maurizio Abate perdió la compostura, se puso rojo como la grana y gritó a viva voz en medio de la acera:
—¡No tiene ni idea de lo que está diciendo, ¿me oye?, ni idea! ¡Da la casualidad de que casi siempre he trabajado con policías mujeres y nunca he tenido ninguna queja ni he hecho el menor distingo con los varones! ¡Es usted quién saca las cosas de quicio, quien ve fantasmas y me acusa de todo lo que le pasa por la cabeza!
—Entonces, ¿soy yo el problema? —chillé a mi vez.
Una señora que caminaba por la calle junto a su hijo pequeño aceleró el paso con cara de susto. Maurizio se pasó las manos por el pelo en un gesto desesperado y bajó el tono de voz:
—Inspectora, por favor, esto es ridículo. Comprendo que no aprueba usted mi modo de trabajar, que le incomoda mi trato, que no le gusto. Lo acepto, hay cosas que no se pueden evitar. Pero estamos encadenados el uno al otro por este caso. Le aseguro que si vamos a ver al comisario y le pedimos que me cambie porque nos llevamos mal, sólo conseguiremos soliviantarlo. Debemos tolerarnos el uno al otro lo mejor que podamos, firmar un pacto de no agresión.
—No tengo ningún inconveniente; pero antes retire lo de Teresa de Calcuta.
—Lo retiro, reconozco que ha sido un comentario fuera de lugar.
Nos quedamos callados. Abate sacudió la cabeza como intentando volver en sí. Suspiró imperceptiblemente y se me dirigió con gran respeto:
—¿Le parece que vayamos a la agencia inmobiliaria antes de que cierren?
—Me parece muy bien —musité, un poco exhausta tras la breve pero intensa discusión.
Sacó su tableta electrónica y buscó la dirección en internet. Un minuto más tarde íbamos ambos en el coche, charlando sobre el tráfico y el tiempo atmosférico. El silencio nos resultaba demasiado violento de soportar.
La empleada de la agencia Cavalieri buscó el dato por el que nos interesábamos y su respuesta nos dejó perplejos: la casa se había alquilado siete años atrás a un tal Elio Tramonti para un taller de costura. Estuvo alquilada dos años, después el contrato quedó rescindido. El dueño del inmueble era un viejo señor milanés con muchas propiedades en Roma que no se interesaba demasiado en la suerte que corrían sus negocios inmobiliarios con tal de que las cantidades del alquiler fueran satisfechas. En este caso siempre lo habían sido, con toda puntualidad.
—¿En efectivo? —preguntó Abate.
—Sí, el dinero se ingresaba desde bancos diferentes, pero nunca falló.
—¿Hay algún registro de todas esas transacciones?
—Bueno, tengo la fotocopia del carné de identidad de Elio Tramonti y el número de la licencia de actividades empresariales. Como ven, todo es legal.
Buscó los documentos y los fotocopió para nosotros. Luego cometió el error de preguntar:
—¿Hay algo más que pueda hacer por ustedes?
Quizá intentando demostrar que no era tan condescendiente como Abate pretendía, le solté a aquella chica con sequedad:
—Sí, acompáñenos a ver el local.
La pobre se quedó petrificada. Balbució:
—Pero señores, ya casi vamos a cerrar, quizá si vuelven mañana…
—Una investigación policial no tiene horarios —sentencié.
La recepcionista buscó ayuda en Abate con la mirada, pero él remachó:
—Vaya en busca de la llave. Si no puede acompañarnos iremos nosotros solos. Se trata de una simple inspección ocular. Se la devolveremos esta misma tarde.
—Tengo que consultar con mi jefe.
—Hágalo.
Desapareció, reapareciendo tras un minuto con cara de alivio:
—Mi jefe dice que hagan lo que tengan que hacer; él no tiene inconveniente.
Nos pasó la llave y salimos de allí. Abate apuntó:
—Sean los que sean los asuntos que se han cocido en ese local, la agencia inmobiliaria no parece estar implicada.
—Tampoco el dueño.
—Tampoco el señor milanés.
La calle me pareció más lóbrega que antes porque estaba anocheciendo. El ispettore aparcó frente al local con dos ruedas subidas a la acera y me pidió la llave, que guardaba en mi bolso. Abrimos la puerta con cierta dificultad; el interior estaba oscuro como el estómago de una ballena. Buscamos a tientas el cuadro de luces, pero la luz había sido cortada. Abate echó mano a su pantalón y del bolsillo sacó una linternita que me pareció el colmo de lo previsor. Extendió el pequeño haz de luz en todas direcciones. La habitación estaba vacía. Subimos al piso superior, donde vimos un par de cajas de madera, vacías. Olía a rata muerta y a humedad. Las paredes, ennegrecidas por el tiempo y el moho, armonizaban con un suelo desgastado y cubierto de mugre. Abate se frotaba las manos, intentando desembarazarse del polvo que se le había adherido al abrir la puerta principal.
—Es evidente que aquí no se han realizado actividades comerciales ni de ningún otro tipo desde hace muchos años —comentó.
—¿Más de siete?
—Y más de veinte también. El viejo llevaba razón. Aquí no ha habido ningún taller de costura, ni mucho menos el almacén de un sofisticado diseñador. Elio Tramonti es una tapadera; aún no sabemos de qué, pero lo es. Puede estar segura de que el carné de identidad será falso y el número de licencia fiscal también. Salgamos de aquí, este lugar apesta.
Sonó mi móvil en cuanto ganamos la calle. Era Garzón.
—Inspectora, aquí reportándose el equipo B. Ya hemos terminado con todas las empresas. Hemos ido deprisa porque no se han presentado contratiempos. La agente Bertano ha tomado nota de todo, como yo no hablo italiano… En principio todo parece legal, pero hemos cogido una copia de la contabilidad de la época.
—Perfecto, Garzón. Nos vemos en el hotel dentro de un rato.
—Con respecto a eso, inspectora… resulta que Gabriella es tan amable que me invita a cenar a su casa. Dice que así conoceré al bebé y a su marido. ¿A usted no le importa cenar sola?
—En absoluto. Mañana nos veremos.
Busqué a Maurizio con la mirada. Batallaba con la llave, intentando cerrar. Di un paso hacia el coche y en ese momento observé que una moto con la luz apagada venía hacia mí. Me quedé contemplándola como embobada. Cuando estaba muy cerca advertí que el motorista, un hombre cubierto con su casco, llevaba en la mano una pistola. Mi reacción fue sacar la mía inmediatamente, pero mi mano se encontró con un cinturón vacío. Entonces el tipo disparó y, casi al mismo tiempo, alguien me agarró por las piernas y me tiró al suelo. El cuerpo de Maurizio pesaba sobre mí y el ruido de los disparos de su pistola resultaba ensordecedor junto a mi oído. La moto huía. Abate se levantó y corrió tras ella disparando, pero el hombre desapareció en la esquina a toda velocidad. En ese momento el italiano regresó hasta donde yo estaba y se arrodilló junto a mí.
—¿Está bien, Petra, está bien?
—Estoy bien, no se preocupe.
Hubiera debido decir relativamente bien, porque el placaje de mi compañero me había dejado bastante magullada. Me puse en pie.
—¿Y esto, qué significa esto?
—No lo sé —me respondió y se sentó en el bordillo de la acera. Me senté a su lado.
—¿Ha podido ver algo?
—Sólo que era un hombre corpulento. ¿Y usted, Petra?
—Me pareció que llevaba la matrícula tapada. De todos modos, Maurizio, ya ve hasta qué punto es ridículo que yo ande sin mi pistola. Me he sentido indefensa, desnuda.
—Lo sé, Petra; pero la ley es la ley.
—¿Es Catania quién ha intentado matarme?
—Eso creo. Pero si un delincuente se atreve a tirotear a un policía en plena calle, sólo hay dos razones: o está desesperado o tiene una organización detrás.
—Lo positivo es que hemos hecho salir al conejo de la madriguera. Ahora únicamente falta cazarlo. A no ser que él nos cace antes a nosotros.
Abate se puso a buscar los casquillos de bala. El tipo había disparado dos veces. Creyó ver los impactos en nuestro coche. Llamó a balística y, en cuanto llegaron y recuperaron los proyectiles, parabellum, nos marchamos.
—No sé usted, pero yo necesito una copa —dijo mi colega.
Nos dirigimos a una coctelería cercana a mi hotel. Pedí un whisky y me lo bebí de un trago. Permanecimos en silencio.
—Me voy a dormir, ha sido un día muy largo.
—¿Puedo pedirle un favor, Petra?
—Siempre que no tenga que hacérselo ahora mismo…
—¿Por qué no nos hablamos de tú de una maldita vez? Yo he hecho algún intento, pero usted…
—Considerando que me has salvado la vida, no me parece mal.
Sus ojos de color miel sonrieron con un destello de simpatía. Yo hice un gesto de despedida con la mano y volví al hotel.
Antes de meterme en la cama llamé a Marcos para darle el parte amoroso del día; un parte del que fue completamente expurgado el capítulo del tiroteo. No me gusta preocupar a la gente. Mucho menos tener que tranquilizarla después.