A veces resulta curioso comprobar que el grupo, por muy pequeño que sea, puede influir decisivamente en el individuo. Le sirve de caja de resonancia, de acicate para mejorar o de escondite donde sus carencias tienden a pasar desapercibidas. No sé de qué nos servía al ispettore y a mí el grupo de cuatro que habíamos formado, pero lo cierto es que cuando nos quedamos solos él y yo, cambió el ambiente que nos rodeaba. Durante el trayecto en coche hasta casa de Giannini nos mantuvimos callados. Una especie de timidez o de prudencia se había instalado entre nosotros. Era como si las escaramuzas verbales que habíamos librado, todas ellas incruentas, pudieran convertirse en batallas más arriesgadas si continuábamos con la misma actitud. Era evidente que ambos percibíamos esa circunstancia, pero al parecer no éramos capaces de encontrar otro registro en el que comunicarnos con fluidez. Como no teníamos datos nuevos del caso sobre cuyo análisis coincidir o discrepar, nos limitamos a soportar el incómodo silencio como si fuera natural.
El barrio de Centocelle era de lo más corriente. Sólo ciertos áticos porticados y los colores ocre y amarillo en los que estaban pintados algunos edificios, indicaban que nos encontrábamos en Roma. También el eco de frases musicales entonadas por niños que jugaban en la calle. Aparcamos frente a una iglesia y caminamos. El sol acababa de desaparecer, dando paso a una luz aguada. Busqué con la vista algún bar por si nos veíamos obligados a esperar, cosa más que probable, pero no había ninguno. Ahí sí se notaba que no estábamos en España; calculé que en los mismos metros cuadrados, en mi país tendríamos tres o cuatro donde escoger.
Giannini vivía en un tercer piso. Desestimamos tomar el ascensor y fuimos caminando por una escalera que estaba desierta. Llegados a la vivienda, Abate pulsó el timbre, pero nadie respondió. Entonces llamó a la puerta de enfrente. Una joven con un niño pegado a las faldas abrió por fin.
—Buscamos a los Giannini —dijo el ispettore en italiano.
La chica nos informó amablemente de que los Giannini no regresaban a casa hasta que habían acabado de trabajar, sobre las ocho. Tal y como había imaginado, habría una espera y tuvimos que buscar un bar, que no encontramos hasta varias manzanas más lejos. Era un pequeño local donde servían comidas, casi vacío a aquella hora. Nos sentamos y pedimos cerveza. Iba a ser violento seguir sin soltar palabra, así que inicié una conversación insulsa:
—De todas las cervezas italianas la que prefiero es la Moretti. Además, me hace gracia la etiqueta: un tipo con sombrero y pinta de mafioso. Es curioso que los fabricantes hayan elegido esa imagen.
Abate pareció no haber oído nada de lo que dije. De pronto, me espetó:
—¿Le caigo mal, inspectora?
Casi completamente fuera de juego a causa de la sorpresa, balbucí:
—¿Cómo, caerme mal? No, desde luego que no, en absoluto.
—Entonces le caigo bien.
Ya dueña de mi capacidad de reacción, puse cara de indiferencia para contestar:
—En fin, Maurizio, no había pensado demasiado en eso; nuestra relación es estrictamente profesional y por lo tanto…
—Sí, ya sé que nuestra relación es estrictamente profesional; pero entre colegas que están trabajando, hay momentos de cierta flexibilización en el trato.
—Claro, sin duda. ¿Le he parecido demasiado inflexible?
—Me parece alguien que estuviera siempre luchando porque nada de su interior saliera a la superficie.
—Soy reservada.
—¿Y no hay nada que la pueda hacer salir de su coraza protectora?
—Disculpe, ispettore, pero no le veo ningún sentido a esta conversación ni creo que vaya a llevarnos a ninguna parte.
—Probablemente le parezco un cínico, uno de esos italianos que figura en el imaginario de los españoles.
—No sé a qué se refiere.
—¡Vamos, no sea tan bien educada! Mi esposa era española y yo he estado muchas veces en su país. Debe reconocer que en el fondo existe un prejuicio contra los italianos: somos poco serios, vocingleros, casanovas baratos…
Hubiera debido cortar allí mismo aquella especie de acoso al que Abate estaba sometiéndome, pero por alguna razón que aún no comprendo decidí seguirle el juego.
—Querido amigo: los españoles somos trascendentes, aburridos, creemos que la seriedad total es una virtud. Los reyes castellanos vestían como monjes cuando podían hacerlo con sedas y colores; en fin, todo eso hace que tendamos a no valorar los talantes más alegres y festivos.
Me sonrió, frunciendo sus bonitos ojos de color miel.
—Pero yo le caigo bien.
Me eché a reír; realmente era hábil derribando barreras.
—Sí, usted me cae bien.
—¡Fantástico! Ha costado un poco pero ha sido hermoso oír cómo lo decía.
Mi teléfono móvil forzó una pausa que, no sé por qué, me pareció salvadora. Era Yolanda. Antes de saber su nombre ya reconocí su tono grave y enérgico.
—Inspectora, ya he hablado con Rafael Sierra. Me dice que no se ha olvidado de la lista que usted le pidió, pero que le está resultando difícil confeccionarla. Está sacando documentos de hasta debajo de las piedras, pero dice que muchas casas de modas de las que les hacían pedidos ya han desaparecido. Le he dicho que se dé el máximo deprisa posible.
—¿No ha puesto ningún inconveniente?
—No, al contrario; parece muy colaborador. Por cierto, he visto los vestidos horribles que tiene en su tienda y que valen un pastón. ¿Usted cree que alguien se va a gastar tanto dinero para llevar esas birrias?
—Dejémoslo, Yolanda, estoy trabajando.
—Vale, pero le quería preguntar una cosa. Como Sonia y yo ya estamos en antecedentes del caso y ahora tenemos poco trabajo, ¿qué le parece si les hacemos una vigilancia a las hijas de Siguán? A la que vive fuera no, claro, pero a las dos de aquí…
—De acuerdo, pero que todo sea muy discreto, y pedid permiso al comisario antes de hacer nada.
—Muy bien, así se hará. ¿Qué tal le va por Italia, inspectora?
—Ya te lo contaré en otro momento.
—Inspectora.
—¿Y ahora qué demonio pasa, Yolanda? —perdí la paciencia.
—Pues… que estoy preñada, inspectora, de tres meses.
No podía creer que hubiera elegido aquel momento para darme la feliz nueva.
—¡Ah, qué alegría, qué bien! —solté fingiendo entusiasmo.
—Sí, el agente Domínguez y yo estamos locos de contento.
—Perfecto; recibid los dos mi felicitación.
—Será un niño del Cuerpo de Policía al cien por cien.
Colgué tras improvisar una o dos más muestras de felicidad. Abate preguntó sin ni pizca de comedimiento:
—¿Un caso resuelto?
—No, una joven policía que quizá vea frustrada su prometedora carrera.
—¿Y por eso la felicita?
—La felicito porque espera un bebé, lo cual será el desencadenante del final de su carrera.
Se quedó de pronto callado, mirándose los nudillos del puño derecho.
—Yo tengo dos hijas, de siete y cuatro años; pero desde mi divorcio no las veo demasiado. Y creo que lleva usted razón, un policía no debe tener hijos. El tipo de vida que llevamos impide la estabilidad necesaria que requiere una familia.
—Sí —musité pensando en Marcos y sus reproches. Luego me lancé enseguida sobre el caso, era el momento ideal para salir de una vez por todas del terreno de lo privado.
—Mi ayudante Yolanda, que es la del bebé, dice que el hombre fuerte de Siguán, Rafael Sierra, acabará pronto la lista de clientes italianos. De todos modos, no creo que sirva para mucho.
—¿Ah, no?, ¿por qué cree que no servirá? —preguntó de pronto un Abate incómodo y pendenciero.
—Según mis asesores en el mundo de la moda —inventé—, las empresas pequeñas cambian con frecuencia de dueños y, si sus ganancias bajan por algún motivo, suelen cerrar. Le recuerdo que esos negocios se hicieron hacen años.
—¡Nada desaparece en el aire, Petra! ¡Todo tiende a dejar huellas! Si no fuera así quizá yo viviera más feliz, pero nada desaparece, créame. ¿Qué le parece si nos vamos?
No habló más. Estaba molesto y con aire fastidiado. Quizá no toleraba que le llevaran la contraria o quizá, y eso era más probable, había sido la mención a sus hijas el detonante de su mal humor.
A las ocho y media una pareja entró en el portal de Giannini. Abate me hizo un gesto con la cabeza y abandonamos la esquina en la que estábamos apostados. Les dejamos tiempo para subir, pero no el suficiente como para que su vecina les informara de nuestra visita. Naturalmente, el ispettore llevaba la voz cantante y en cuanto una mujer, aún con el abrigo puesto, nos abrió la puerta, le plantificó su placa identificativa frente a los ojos. Ella, unos cuarenta y tantos, de aspecto vulgar y cansado, ni siquiera se inmutó, limitándose a elevar la voz llamando:
—Vincenzo.
Vincenzo Giannini, otro ser que militaba en las filas de los desheredados, nos miró con poca curiosidad. Mi compañero repitió la maniobra de la placa. El hombre asintió y nos hizo pasar a una salita que no conocía las mieles del buen gusto decorativo. Entonces comenzó el interrogatorio, del cual se me escaparon algunas cosas debido a la endiablada velocidad con la que ambos hablaban. El resumen era, sin embargo, fácil de entender: desde que había salido de la cárcel por el robo de los electrodomésticos, había visto a Catania hacía ya tiempo y una sola vez. Los dos charlaron sobre la vida y sus planes futuros. Los de Giannini estaban a la vista, según él, se dedicaba a trabajar honradamente en una fábrica de rodamientos. Allí había conocido a Rosella y, como su esposa lo había abandonado, habían empezado una nueva vida juntos y en paz. Nunca más se había metido en nada sucio y ni había intentado siquiera volver a encontrar un hueco en el mundo del delito. Había acabado harto de la cárcel, de la mala vida y de ser considerado un sospechoso habitual. Estaba limpio y así seguiría. Abate le dejó que se autoexculpara sin urgirlo ni interrumpirlo ni una sola vez. En una actitud que me pareció novedosa y que prometí emplear alguna vez, lo escuchó con la mirada baja y dando golpes de cabeza, como haría un confesor. Así el hombre, al ver el respeto con el que era tratado, fue tranquilizándose progresivamente y acabó su relato habiendo cambiado su resquemor inicial por una agradecida docilidad. Ese punto fue aprovechado por Abate, quien volvió a la afirmación inicial como si todo lo demás no hubiera existido.
—Dices que hablaste una vez con Catania sobre la vida y los planes futuros. ¿Por qué vino a verte?
Giannini enfatizó que le había negado a Catania cualquier participación en un delito y volvió a explayarse sobre su rehabilitación. Yo empezaba a sentirme impaciente, pero Abate seguía imbuido de su paz sacerdotal.
—¿Te quería Catania para algo en concreto?
El interrogado divagó un buen rato sobre el carácter atrabiliario de Catania, sobre cómo se rio de él cuando le dijo que no quería delinquir de nuevo, sobre el miedo que sintió al negarse a hacer un trabajo para él. Abate volvió a preguntar, calmado:
—Dime Vincenzo, ¿para qué te quería Catania?
La respuesta que obtuvo fue: «No lo sé». Entonces, el policía levantó la mirada por primera vez y la clavó en aquel hombre. Su habla seguía siendo pausada:
—Vincenzo, amigo, no podía ofrecerte un trabajo sin contarte de qué se trataba.
Me di cuenta de que aquel tono reposado, que había servido para que el interrogado se tranquilizara, constituía ahora sin sufrir cambio alguno, una amenaza terrible. Giannini lo advirtió y empezó a ponerse frenético mientras se reafirmaba en su ignorancia. Entonces Abate explotó y con una violencia que me dejó francamente asustada, tomó al hombre por las solapas y lo levantó dos palmos del suelo. No gritó para decir:
—¡Basta, basta ya de tonterías! Dime todo lo que sepas o te detendré ahora mismo por complicidad en un asesinato.
Lo soltó derribándolo sobre un sofá, donde cayó sentado como un pelele. El tipo se puso a lloriquear y juntó las manos como si elevara una plegaria al cielo:
—Se lo juro, ispettore, se lo juro. Catania quería que le entregara un paquete a alguien sólo en una ocasión. No me dijo nada más aunque yo le pregunté. Dijo que era mejor que no supiera nada por mi propia seguridad. Entonces fue cuando le conté que me había rehabilitado y que no quería volver a las andadas. Se puso como una furia porque le había hecho perder el tiempo y me dio un golpe en la boca. Es un loco, ispettore, siempre lo fue.
—Si no me has dicho la verdad, se te habrá acabado la paz para siempre, para siempre. Lamentarás el día en que naciste, Giannini, te lo aseguro.
Dimos media vuelta y salimos sin decir nada. En el recibidor estaba la compañera de Giannini, llorando. Hizo ademán de escupir a nuestro paso. Abate no la miró. En la calle abrí la boca por primera vez:
—¿Está seguro de que no miente?
—¿Tú crees que miente? —me tuteó de manera imprevista.
—No lo parece.
—Eso mismo pienso yo.
Caminamos despacio en busca del coche. Yo estaba impresionada por su actuación. Aquella extraña mezcla de comprensión y enorme paciencia con la furia súbita que había explotado después, me pareció muy efectiva. Era un buen policía el tal Abate, bueno y peligroso como un volcán que de pronto entra en erupción.
—Hay un riesgo en lo que estamos haciendo —comenté—. Cualquiera de estos cómplices que estamos visitando puede avisar a Catania de que andamos tras él.
—No hay cuidado. Están los tres vigilados y les hemos intervenido el teléfono.
Me enfurecí, y apenas controlé mi enfado para soltarle:
—¿Sería demasiado pedir que me informaras sobre algo de lo que haces o piensas hacer? No está de más que te hagas cargo de mi situación: no puedo interrogar yo misma por cuestiones de idioma, desconozco los lugares de la ciudad adonde nos dirigimos, no puedo llevar mi arma reglamentaria y tengo que estar todo el día pegada a ti. Muy bien, es la ley, de acuerdo, pero te recuerdo que este caso es mío y al menos tengo derecho a saber los planes que se vayan haciendo sobre la marcha. ¿Te parece excesivo?
—Lo siento, se me pasó.
—No estoy a tus órdenes, Maurizio, debo tener en todo momento la misma información que manejas tú.
Pensé que me contestaría con un punto de inconveniencia, pero me equivoqué, lo que hizo fue emplear aquel tono melifluo que había empleado con Giannini.
—Petra, no me interpretes mal. Se me pasó y no hay en ello el más mínimo signo de desprecio o de querer controlar la información. Como estamos todavía al comienzo de nuestra colaboración pues…
Lo interrumpí a grito pelado:
—¡No me hables como un maldito cura!
Se quedó de una pieza.
—¡¿Cómo?!
—¿Acaso crees que no me he dado cuenta de tus estrategias? Me hablas como le has hablado al tipo de antes: primero, ese tonillo de sacerdote en confesión y luego, ¡mazazo en la cabeza! ¿Qué piensas hacer conmigo a continuación, pegarme un sopapo?
Estaba tan atónito que no lograba reaccionar. Para cuando desplegó los labios yo ya me había arrepentido de haber sido tan brusca y, sobre todo, tan trasparente.
—Pero, Petra, ¿cómo puedes pensar que te hablo de la misma manera que a un sospechoso?
—¡Porque no soy sorda! —reincidí en el error colérico. Intenté rectificar—: Pongamos un poco de sentido común en todo esto, Maurizio. Te ruego que me informes de todo lo que vayas decidiendo, y si encima me preguntas mi opinión antes de decidir, tanto mejor.
—Lo haré, y te pido disculpas por mi despiste.
Entramos en el coche. Sus manos de dedos largos y fuertes agarraron el volante. Se volvió con calma hacia mí:
—Si te parece correcto, llamamos a Gabriella y a Garzón para preguntar cómo van con lo suyo. Si han acabado, nos vemos todos juntos en el Comissariato, donde intercambiaremos informaciones.
—Perfecto —respondí.
No nos dirigimos la palabra en todo el trayecto, pero en el aire no había tensión. Yo, en el fondo, estaba contenta de haber dicho lo que tenía que decir, si bien un tanto pesarosa por haberlo dicho de malos modos. A él debía sucederle justo al revés.
En el despacho de Abate nos esperaban los otros dos expedicionarios. Ambos exhibían una sonrisa abierta y feliz, que enseguida contrastó con nuestra hosquedad. Para que empezaran a adaptarse a ella pregunté secamente:
—¿Qué tal con Piero Rossi?
Garzón sacó su tradicional bloc de notas y en el estilo oficialista que yo tan bien conocía leyó:
—El sujeto vive solo en un apartamento pequeño. Confiesa que, con anterioridad al robo en la tienda de electrodomésticos, siempre se había dedicado al pillaje, si bien nunca había sido atrapado por la policía. A raíz de su estancia en la cárcel, se siente profundamente traumatizado tanto más cuanto su familia, que nunca ha tenido relación con el mundo del hampa, le niega su apoyo, rechazándolo abiertamente. A resultas del daño moral que estos hechos le producen decide no volver a delinquir. Acude a los servicios sociales del Ayuntamiento de Roma para aprender el oficio de cerrajero. Obtenida una cualificación profesional, el propio Ayuntamiento le había buscado un puesto de trabajo en una empresa en la que continúa aún. Su historia es fácilmente comprobable porque tenemos la dirección y el teléfono de su patrón.
—Otro delincuente rehabilitado —comentó Maurizio.
El subinspector pasó del estilo oficial al coloquial desharrapado, que yo conocía igualmente.
—¡Hay que joderse, señores, cuánta alma cándida! Debemos haber topado con una vena de rehabilitados de las que no proliferan.
—Eso indica que ninguno de ellos era un delincuente demasiado serio —dijo el ispettore—. ¿Ha admitido haber visto a Rocco Catania en alguna ocasión?
—Nunca ha vuelto a verlo ni a saber nada de él.
Cuando el informe parecía haber concluido, Gabriella levantó un dedo como pidiendo permiso para hablar. Entonces contó que Rossi les había dado un dato importante: en la época del robo, Marianna Mazzullo y Rocco Catania estaban liados sentimentalmente. Abrí los ojos de par en par y el ispettore emitió un silbido.
—Es una buena razón para que se hayan visto a la salida de la cárcel, ¿no les parece? Creo que la visita de mañana a Mazzullo será muy interesante.
Yo estaba sorprendida por la torpeza de Garzón al no haber mencionado en su informe aquella precisión tan decisiva; pero al fijarme en él de modo más detenido, descubrí que miraba con arrobo a Gabriella mientras esta hablaba. Parecía orgulloso con su intervención. Entonces comprendí que él se la había brindado, había callado lo más significativo para que la chica pudiera exhibirse un poco frente a nosotros. ¡Vaya con el subinspector!, ¿se estaba volviendo un viejo verde, o le había dado una vena paternal?
Aquella noche cenamos solos los dos en nuestro hotel y Garzón continuaba siendo presa de una suerte de euforia que yo no conseguía comprender. Al parecer había sufrido un flechazo descomunal con aquel país y el proceso de enamoramiento seguía adelante, cargándose de razones. Se pasó media hora diciendo que Italia era la cuna de la civilización, como si eso fuera algo que hubiera descubierto él y luego salió a relucir el motivo inmediato de su excitación. Como el interrogatorio de Rossi había resultado tan sencillo, Gabriella había empleado el tiempo restante en llevarlo a ver el Panteón y las Termas de Caracalla. Pues bien, mi amable subalterno había encontrado allí no sólo las raíces de la civilización, sino las suyas propias también.
—Es curioso lo que me ha sucedido, Petra, algo que ya advertí desde que aterrizamos en esta ciudad. He llegado a la conclusión de que soy un romano más. Todo esto me suena, es como si lo conociera desde hace mucho tiempo. Me siento muy cerca de la manera de concebir la vida de estas gentes, de su idea de la belleza, de sus logros arquitectónicos y su modo de organizarse.
—No es extraño. España estuvo completamente romanizada.
—Es algo más que eso lo que siento.
Lo observé con calma y escepticismo. Le lancé mi primer torpedo:
—¡Caramba, temo que de un momento a otro empiece a expresarse usted en latín!
No mordió el anzuelo envenenado; de hecho, creo que ni siquiera me oyó, enzarzado como estaba en loas, ahora más cercanas que las del imperio.
—¿Y de Gabriella qué le voy a contar? Aparte de ser lista, es dulce, cariñosa, trabajadora… ¡y guapísima! ¡Ojalá todas las chicas españolas fueran así! ¡Y cómo se desenvuelve en los interrogatorios, y de qué modo amoroso habla de su bebé!
—Está usted envejeciendo, Fermín, ya han empezado a subyugarlo las jovencitas.
Creí que se pondría como un basilisco, pero no fue así. Se quedó callado y su rostro se ensombreció un poco. Después asintió y dijo sonriendo melancólicamente:
—No piense que me gustaría ligar con esa chica, inspectora. No hay nada más lejano a mi intención. Me entusiasma su belleza, y su juventud, y la tomaría de la mano y me pondría a correr; aunque al mismo tiempo siento perfectamente cómo el tiempo de la belleza y la juventud ya se han pasado para mí.
Se quedó ligeramente compungido y yo, muy seria también, continué con su razonamiento:
—Sí, el mundo es cada vez menos tuyo, poco a poco le vas diciendo adiós. Las cosas hermosas, el deseo… Luego supongo que te despides de elementos menos sensuales… la comprensión del mundo, la curiosidad… Al final debe llegar un punto en que no entiendes un carajo y nada echas de menos. Es el momento de que cada uno tome el camino elegido.
—¿Cuál es su camino?
—Cuando sea muy vieja me iré a vivir al campo y allí me fundiré con la naturaleza y con los animales, procurando hallar la esencia de lo que soy: nada, un instante en la vida de un planeta.
Ambos nos encontrábamos sobrecogidos por las ciénagas profundas a las que nos había arrastrado nuestra conversación. Yo lo superé enseguida, no en vano era más joven que él, pero Garzón parecía haber caído en una sima hasta cuyo borde yo lo había conducido sin querer. Arrepentida, me pregunté con qué argumentos filosóficos o vitales podía sacarlo del agujero. Por fortuna, el camarero me los brindó con su llegada, y cuando nos preguntó si queríamos postre, le respondí:
—No, tráiganos dos grappas.
Empezó a citar una lista infinita de posibilidades, pero le hice parar:
—Dos grappas mórbidas.
Garzón, que seguía cabizbajo, se reanimó ante el talismán del vocablo.
—¿Mórbidas, y eso qué es?
—Eso es la hostia, Fermín; ahora mismo tendrá una nueva oportunidad de comprobar hasta qué cotas se elevó el imperio romano.
Nos arreamos tres mórbidas cada uno, y cuando subíamos a nuestras habitaciones, mi compañero se sentía otra vez como César Augusto, lo cual celebré. Yo, por mi parte, me sentía como Gala Placidia, y sólo salí de mi ensueño ante la necesidad de telefonear a Marcos antes de dormir.
—¡Petra!, ¿me echas de menos?
Aquel inicio de conversación me cogió desprevenida. ¿No quería mi marido saber qué tal estaba, cómo me iban las cosas?
—Claro, claro que te echo de menos.
—No es verdad.
Su segunda intervención hubiera debido mosquearme, pero enseguida me di cuenta de que en ella había más mimo que enfado. Obré en consecuencia:
—¡Qué más quisiera yo que estar mintiendo! He pasado un día espantoso, todo el tiempo pensando dónde estarías y qué harías.
Debía de estar sonriendo muy satisfecho, porque oí un ruido que recordaba el zureo de una paloma.
—Pues no te digo cómo lo he pasado yo, horrible. Sólo pensar en que cuando regresara a casa no te encontraría allí, me ponía melancólico.
Nunca se me han dado bien las palabras de amor que suenan a adolescente, es decir, todas; de modo que me quedé sin saber qué decir. Entonces pensé que las entonaciones adolescentes también servían, y arrastrando las sílabas como una niña tonta, pregunté:
—¿Qué has estado haciendo hoy?
—Una jornada de no parar: reunión general en el despacho, visita de varios clientes… y luego he estado toda la tarde rectificando unos planos y calculando las cargas de un edificio.
—Yo también he trabajado mucho.
—¿Va el caso adelante?
—No es tan fácil como parecía, pero la ayuda con la que contamos es muy competente.
—¿Y Roma está hermosa?
—Como una joya.
—¿Tienes idea de cuándo volverás?
—Todavía no.
—Marina está muy enfadada contigo. Dice que no te despediste de ella ni de los chicos.
—Espero que le contaras que tuve que irme con precipitación.
—Para que se quedara más conforme le dije que, prácticamente, tampoco te habías despedido de mí.
—Eso debió ser muy consolador.
Distinguí su risa a través del auricular, me reí yo también.
—No te enfades conmigo, Petra. Sólo dime que volverás pronto y que no te arriesgarás demasiado buscando malhechores.
—Te lo prometo.
—Y lo más importante, dime que estarás fastidiada y hecha unos zorros hasta que me veas.
—Estaré hecha un guiñapo, no te preocupes.
—Bueno, sin exagerar.
—Estaré destrozada en su justa medida.
—Bien. Te quiero.
—Yo también a ti.
—No, así no vale. Tienes que decirlo con todas las letras.
—Te quiero, mi amor.
Me había enamorado de Marcos y me había casado con él por muchas razones: era inteligente, formal, guapo, sereno… pero su virtud más importante siempre me había parecido su madurez. Lo veía como a un hombre seguro de sí mismo, poco proclive a dejarse llevar por sensiblerías y subjetividades. Y sin embargo, ahí estaba, diciendo tonterías impropias de nuestra edad y comportándose como un escolar. Me pregunté qué pensaría yo de haberse mostrado frío y ecuánime al teléfono. Tampoco me hubiera gustado. El amor es un desastre, pensé, y reaccionamos frente a él como suele hacerse frente a un pastel demasiado dulce. Lo deseamos al verlo, pero al probarlo nos empalaga y, sin embargo, volvemos a desearlo aun sabiendo que nos empalagará. Un desastre.