Mientras nos desplazábamos en taxi hasta nuestro hotel, mi cabeza se poblaba con imágenes del pasado en Roma. El subinspector llevaba razón; me sentía como una vieja actriz, célebre antaño, que va rememorando una ciudad al hilo de sus diferentes maridos. Con los tres había visitado Roma. Hugo, el primero, fue quien escogió Roma como destino de nuestro viaje nupcial. ¿Cuánto tiempo había pasado desde aquello? No soy buena poniendo fechas a los recuerdos, pero casi es mejor así. En aquella ocasión todos los lugares que recorrimos me remitían a asignaturas estudiadas, libros leídos, películas vistas, cuadros contemplados. Las calles, los monumentos, los museos, todo parecía extraño al corporeizarse. La presencia de la Roma auténtica luchaba por hacerse con un pedazo de realidad frente a los sueños de tantos artistas, los sueños de tantos viajeros. Todas las facetas de aquel inmenso diamante que era la ciudad devolvían la luz en forma de visiones ajenas. No era fácil formarse una idea propia de lo que se estaba viendo; interrumpiendo cualquier versión directa y personal se colaban en mi mente los delirios de Fellini, el romanticismo de Lord Byron, la grandiosidad circense de los romanos imperiales de Hollywood, las lecciones magistrales sobre el Quattrocento, el realismo de Vittorio De Sica y la imagen infalible de Audrey Hepburn junto a Gregory Peck, subidos ambos a una Vespa.
Hugo era ya al inicio de nuestro matrimonio un hombre seguro de sí mismo. Había estado anteriormente en Roma durante su época de estudiante; de modo que con la ventaja de aquel conocimiento previo me servía de guía. Era lo que más le gustaba en el mundo, guiar a los demás. Sus explicaciones resultaban tan prolijas y técnicas que a menudo yo me sentía como una alumna frente a su profesor. Semejante sensación hubiera debido hacerme atisbar nubarrones negros de cara al futuro, pero todo amor primerizo es reacio a dar crédito a las predicciones meteorológicas que anuncian tormentas. En cualquier caso, en Roma lució el sol durante nuestra estancia. Cierto que acabé el viaje un poco harta de piedras señeras y pasados imperiales, pero tomé el avión de regreso a España con una idea fija en la cabeza: «Volveré a este lugar».
Y volví unos años más tarde, esta vez con Pepe, mi segundo y joven marido. En esta oportunidad quien hacía de guía era yo, y como había aprendido que un guía no debe ser exhaustivo ni intimidarnos con su sapiencia, me limité a dar una vueltecita por los principales enclaves turísticos: el Coliseo, la Fontana de Trevi, el Vaticano y poco más. El resto del tiempo lo pasábamos comiendo o cenando en pequeños restaurantes del Trastevere, donde disfrutábamos de la pasta y el vino sin pensar demasiado si estábamos en Roma o en Estambul. A Pepe solía importarle muy poco el suelo que pisaba; llevaba su mundo con él, un mundo limitado y tranquilo, que no dejaba espacio para muchas aventuras. Era feliz con sus amigos, sus cigarrillos de grifa y un análisis simplista y gratificante de la realidad. Yo me encontraba constreñida en aquel espacio tan angosto, tan acolchado. Supongo que por eso lo abandoné. ¡Pobre Pepe!, hacía un montón de tiempo que ni siquiera lo llamaba por teléfono, y eso que me encantaba oírlo decir cuando descolgaba: «¡Petra!, ¿eres tú?», como si comprobar que, en efecto, era yo, le pareciera el colmo de lo sorprendente. Ahora vivía con una chica de su edad que había sido bailarina del Liceo y, una vez abandonada la actuación, se dedicaba a dar clases de ballet a las niñas de un colegio. Creo que era feliz.
A Marcos lo había acompañado el año anterior a un congreso de arquitectos que se celebraba en Roma. Como si cada uno de estos viajes hubiera sido una síntesis de lo que acontecía en mis matrimonios, aquel fue incompleto y lleno de trabajo. Marcos tenía que asistir a las sesiones del congreso y presentar su ponencia. Mientras tanto, yo me paseaba sin rumbo fijo por las calles de la ciudad, tomando capuchinos y cafés. Nos reuníamos por la noche para cenar. ¡Esa debía ser nuestra maldición, la falta de tiempo!
Me percaté súbitamente que, durante los minutos en que yo había regurgitado todos aquellos recuerdos de Roma, el subinspector estuvo callado como un muerto, siempre mirando a través del cristal del taxi.
—¿Le gusta lo que ve, Fermín?
—Estoy acojonado, Petra, acojonado. ¿Usted ve lo mismo que veo yo? ¿Ha visto hace un rato un pedazo de fuente enorme con caballos volando?
—El monumento a Vittorio Emmanuele. A los romanos no les gusta demasiado.
—Me da igual lo que piensen los romanos, ¡es bestial! Pero lo que me ha dejado sin habla es el circo inmenso por el que hemos pasado. Lo conocía por las fotos y las películas, pero nunca hubiera podido imaginar tanta grandeza al verlo en la realidad.
—El Coliseo. Impresionante, ¿verdad?
—Impresionante es poco. Le aseguro que como cacemos enseguida a ese puto asesino y no me dé tiempo a echarle una ojeada a todo esto, soy capaz de soltarlo otra vez.
—Tendremos tiempo, no se preocupe. Mañana hemos quedado a las once en el Commissariato Generale. Si quiere, antes nos damos una vuelta por aquí.
Al día siguiente dimos la vuelta prometida antes de empezar el trabajo. Gracias a que corría el mes de noviembre, la afluencia de turistas no era excesiva. Al estar cerca del Coliseo, Garzón caminó hacia la construcción elíptica como en estado de trance. Cuando ya casi tocábamos las paredes de piedra, se volvió hacia mí:
—Estoy impresionado, Petra, casi no puedo hablar. Esto es la historia en vivo, es como volver siglos atrás. Por cierto, no comprendo cómo permiten que haya tráfico de coches alrededor de esta joya.
—Los europeos estamos acostumbrados a vivir entre nuestros restos, como los cerdos.
—No me parece una comparación muy afortunada.
Me eché a reír. Parecía evidente que aquel monumento había tocado en profundidad la sensibilidad artística del subinspector, una sensibilidad que yo ni siquiera sabía que poseyera. Al entrar en el circo volvió a extasiarse.
—¿Se da cuenta, inspectora? Entre estas piedras sucedieron cosas terribles, crueles pero grandiosas: luchas de gladiadores, fieras salvajes zampándose a cristianos, masas de gente aullando y pidiendo sangre… se me erizan los vellos sólo de pensarlo.
Dejé que se explayara en su ensoñación sin hacer ningún comentario; todos los que se me ocurrían hubieran podido ofenderlo. Él continuó con su rememoración secular de pacotilla.
—Estoy teniendo la sensación de que alguno de mis ancestros perteneció a este lugar. He notado algo muy especial al entrar aquí. Probablemente mi antepasado era un pobre mozo de cuadra de los que alimentaba a los leones, o un herrero que forjaba las armas de los que peleaban, pero algo me dice que en el pasado remoto yo estuve aquí de alguna manera.
—Es usted curioso, Fermín; cuando la gente se ubica en alguna época de la historia, siempre suele escoger los papeles de más lucimiento: un rey, el emperador, un noble o al menos algún poeta o filósofo. Sólo a usted se le ocurre imaginarse a sí mismo proviniendo de un pringado.
—Nunca me he hecho ilusiones sobre la alcurnia de mis antecesores, con toda seguridad eran clase de tropa: carpinteros, pastores, carboneros… ni un solo conde o marqués. ¡Y a mucha honra!, no crea. Siempre se lo digo a mi mujer cuando me echa en cara que no me comporto con la distinción suficiente. «Yo soy un trabajador, Beatriz, un hombre que gana el pan con el sudor de su frente. Tú eres de buena familia pero yo no, nunca lo olvides. En mi familia nadie era un perro de raza. Yo provengo de perros callejeros».
Compadecí un poco a Beatriz por ser la depositaria de semejantes reivindicaciones dinástico-caninas, pero en aquellos momentos sólo me apetecía hacer rabiar un rato al subinspector.
—Sí, Fermín, su frente está sudorosa por el trabajo, pero también por jugar al golf, y dé gracias a que yendo a la ópera o cenando en restaurantes de lujo no se suda porque si no…
—No siga con el tema de mi aburguesamiento, inspectora, o acabaremos mal. Mejor cuénteme en qué papel se vería usted de volver al imperio romano.
—¿Yo? Yo sería sin duda una emperatriz, una de esas bordes y taimadas que le echaban veneno al esposo hasta en el agua de lavarse los dientes.
—Con usted es imposible hablar en serio. Me voy a recorrer las gradas yo solo.
—Le espero a la salida. Tiene un cuarto de hora para sus expansiones históricas, ni un minuto más. No podemos llegar tarde al Comissariato, causaría una pésima impresión. Piense que representamos a toda la policía española.
Me miró con escepticismo y superioridad. Luego se alejó esquivando visitantes con la dignidad y el aplomo de un césar. Yo salí y encendí un cigarrillo junto a la entrada. Comprobé que mi espera se vería entretenida: unos individuos disfrazados de centuriones posaban previo pago para la cámara de un grupo de jóvenes americanas, muertas de risa. Pensé que los seres humanos, cuando nos enfundamos el hábito de turistas, somos capaces de humillarnos a nosotros mismos como no permitiríamos que nadie lo hiciera. Era, sin embargo, un espectáculo pintoresco que me mantuvo distraída mientras expiraba el plazo concedido al subinspector. Cuando este se presentó, puntualísimo, se sumó a la contemplación de los centuriones y las turistas con aire divertido.
—Quizá sería una buena idea que nos hiciéramos unas fotos también nosotros con esos tipos. Las podíamos llevar a Barcelona y los chicos de comisaría se reirían un rato viéndolas.
Con una estúpida carcajada hice como que tomaba a broma su sugerencia, aunque estaba convencida de que hablaba en serio. Después lo agarré del brazo y tiré de él con fuerza, arrastrándolo sin contemplaciones hasta un bar cercano. Pedí un par de cafés y, como esperaba, al tragarse de un golpe el concentradísimo contenido de la taza Garzón exclamó:
—¡Cielos, esto es capaz de resucitar a un cadáver. Una auténtica bomba de cafeína!
—Hablando de cadáveres, pongámonos en marcha. Se acabó el tiempo dedicado al turismo. Vamos a tomar un taxi.
Estábamos a punto de conocer al ispettore Maurizio Abate y a su ayudante, la viceispettora Gabriella Bertano, que se convertirían en nuestra sombra durante más tiempo del que pensábamos.
Enseguida comprendí que una de las razones por las que Abate debía haber sido escogido para aquella misión, era que hablaba español perfectamente. Tal y como nos informó, su dominio de esta lengua provenía de haber estado casado quince años con una madrileña.
—A fuerza de querer olvidarlo todo supongo que el español también se me olvidará; pero dos años desde mi divorcio aún no es tiempo suficiente —dijo con ironía.
Me miraba de arriba abajo con infinita curiosidad que no disimulaba y en su rostro se veía, como pintada, una enigmática y continuada sonrisa. Era algo más joven que yo, cabello muy corto, veteado ya en blanco, ojos color miel, complexión atlética y vestimenta muy cuidada. Sin embargo, esas características físicas no daban pistas en absoluto sobre la impresión que causaba. Ni siquiera estaba segura de cuál era esa impresión: ¿nos encontrábamos ante un escéptico, un pícaro, un hombre sarcástico y divertido? No lo sabía, si bien su actitud consiguió que me pusiera inmediatamente en guardia.
La personalidad de Gabriella Bertano, lo que podía intuir de ella, me pareció mucho más tranquilizador. Era treintañera, bonita, seria y en su mirada se adivinaba una gran discreción. Me dijo que formaba pareja profesional con Abate muy frecuentemente y yo hubiera jurado que le servía de contrapunto. No hablaba español, pero entendía y se hacía entender con frases cortas y claras en italiano, que acompañaba con una mímica elocuente por sí misma. Pensé que no tendríamos muchos problemas con la lengua, si bien el subinspector andaba un poco despistado todavía y se hacía repetir las cosas.
Ambos poliziottos se encontraban informados a la perfección sobre los pormenores del caso Siguán, que habían estudiado en cuanto llegó nuestro informe al Comissariato. El objetivo del viaje era encontrar a un hombre; pero todo lo que llevábamos investigado sobre el mismo se revelaba como importantísimo para saber dónde buscarlo. No habían tenido mucho tiempo de hacerse una idea, pero parecía evidente que habían pasado las últimas horas profundizando en todos los detalles de nuestro caso.
Sin perder mucho tiempo en prolegómenos, Abate puso frente a nosotros la ficha policial de Catania. La fotografía mostraba a un hombre fornido de rostro canallesco e inexpresivo, nariz aguileña y cuello fuerte como el de un toro.
—Se trata de un delincuente común cazado por un delito de poca importancia por el que estuvo en la cárcel —comentó. Sin embargo, después se pierde su rastro por completo. ¿Qué consecuencias extraería usted de este hecho, inspectora?
No esperaba aquel examen imprevisto y me quedé callada, en espera de que fuera una pregunta retórica. Pero no, Abate aguardaba una respuesta, mirándome como un profesor inquisitivo. Un tanto irritada, respondí:
—Podríamos pensar que se mantuvo dentro de la ley durante todo este tiempo; pero para un delincuente común que con toda seguridad acaba de cometer crímenes en España tres años de honradez es un periodo excesivo. Algo sucio debió estar haciendo durante todo ese tiempo.
—Brava! —musitó Abate, taladrándome con la mirada e incrementando la intensidad de su sonrisa. Luego recuperó el aire ecléctico para decir—: Pero hay más. Si resulta cierto, que eso parece, que Catania asesinó a Siguán y luego a Quiñones actuando como sicario hace cinco años, hay algo que no concuerda. ¿Puede decirme qué es, inspectora?
Esta vez no pude soportar por más tiempo aquella especie de interrogatorio escolar y contesté:
—Puedo decirle lo que me parece a mí, querido colega, pero le agradeceré mucho que deje de tratarme como a una concursante televisiva. Si quiere saber hasta qué punto llega mi pericia como policía y cuáles son los límites de mi mente deductiva, le ruego que pase revista a la copia de mi expediente que obra en su poder. La información contenida ahí debería bastarle.
Garzón se había quedado sin habla, Gabriella me miraba, no muy segura de haber entendido, y sólo Abate continuó sonriente y feliz, jaleándome con más énfasis que la primera vez:
—Brava, bravissima!; pero no me malinterprete, sólo quiero estar seguro de que tenemos puntos de vista parecidos con el fin de adecuar nuestros métodos de trabajo.
—En ese caso le diré que me parece extraño el comportamiento delictivo de Catania. Si es un sicario profesional que actuaba por cuenta de algún enemigo de Siguán para quitarle la vida a este y después a Quiñones, el único testigo, ¿por qué rebaja su categoría hasta el punto de tener que robar electrodomésticos en una tienda bajo el amparo de una pequeña banda? Ser sicario es muy lucrativo.
—¡Esa es la cuestión! Le diré las posibilidades que veo: es plausible que Catania no fuera un sicario sino un desgraciado sin dinero que se topara casualmente con Quiñones y quisiera sacar partido de su montaje con la prostituta. Eso choca con los datos que usted posee: fue directamente a matar a Siguán después de haberlo identificado y no cogió nada de valor del lugar del crimen. También cabría pensar que, no siendo un sicario profesional sino un tipo bastante tirado, actuó eventualmente contra Siguán y Quiñones porque alguien le pagó.
—Le recuerdo que parece haber cometido un tercer crimen.
—Sí, pero el asesinato de Julieta López está relacionado con los anteriores. Lo cual reforzaría mi sospecha de que el tipo es sólo un imbécil, y no un avezado sicario profesional, y que sólo confía en él aquel que lo contrata: el presunto enemigo de Siguán.
—En ese caso vamos mal.
—Cierto, siempre es más fácil rastrear la estela de un auténtico profesional que la de un aficionado.
—¿Y de qué ha estado viviendo Rocco Catania desde que salió de la cárcel hasta que ha cobrado por matar a Julieta?
—No lo sé.
Intervino el subinspector por primera vez:
—El tal Catania se ha cepillado ya a tres personas; lo cual demuestra que, profesional o no, es un pedazo de asesino.
El ispettore Abate empezó a reírse a carcajadas, como si hubiera oído un chiste graciosísimo. Al comprobar la estupefacción de todos los presentes, aclaró:
—Disculpen, pero eso de «un pedazo de asesino» me recuerda el español más castizo, un registro lingüístico que me encanta.
Garzón se sintió inopinado protagonista y, halagado, respondió:
—Pues si le va a dar un ataque de risa cada vez que yo digo algo castizo, va a estar usted siempre de buen humor.
Para que la parte circunstancial de nuestro encuentro no opacara la profesional, dije enseguida:
—Saquemos conclusiones finales. ¿Cuáles son las suyas, ispettore?
—Creo que aquel a quien hemos llamado «el enemigo de Siguán» debe de ser italiano. De lo contrario, ¿por qué un enemigo español viene a buscar a Italia a un sicario no profesional? En España hay buenos sicarios, señores, y tengo entendido que también operan allí magníficos sicarios colombianos. ¿No es más fácil recurrir a ellos por proximidad y por lengua? Veamos, Petra… —me llamó por mi nombre—. Según sus investigaciones, ¿qué enemigos podía tener Adolfo Siguán en Italia?
—Sus únicos contactos en Italia eran, a primera vista, los profesionales, que además se incrementaron con éxito en los últimos tiempos antes de su muerte. Ya pedí una lista de sus clientes en este país, pero insistiré para que me manden los datos lo antes posible. ¿Le parece acertado?
—Eso es justo lo que debemos hacer.
—O sea, ispettore, que lo que usted sugiere es entrar hasta el fondo del caso Siguán, y no limitarnos a la búsqueda de Rocco Catania.
—Por supuesto que buscaremos a Catania, pero estará de acuerdo conmigo en que hay que profundizar en el caso que ustedes investigan para lograr resultados convincentes.
—Supongo que es consciente de que eso nos llevará más tiempo.
—Somos muchos, exactamente cuatro investigadores al servicio del caso.
—Pero como debemos ir juntos a todas partes según la legalidad internacional, nos veremos muy limitados.
Me miró sonriendo y no respondió. Dijo simplemente:
—Antes de dar el pistoletazo de salida hay algo que debemos hacer. El juez encargado del caso en Roma quiere conocerles. Propongo que vayamos al juzgado ahora mismo, y que después nos pongamos a trabajar.
Gabriella Bertano, que no había abierto la boca en todo el rato, se puso en pie y nos indicó el camino del aparcamiento.
Todos los fantasmas que se me habían aparecido desde que supe que investigaríamos en compañía de dos agentes romanos, se habían vuelto reales de golpe y porrazo. A aquellas alturas de mi vida profesional no hubiera debido dudar de que los problemas que se presentan como posibles, siempre acaban por suceder. ¿Cómo evitar que un inspector de policía que está en su propio país y se hace cargo parcial de un caso no intente imponer sus propios criterios? Abate quería meter cuchara en nuestro caso y no limitarse a una simple búsqueda. Yo nada podía hacer en contra de eso. Si protestaba o le enmendaba la plana con ahínco excesivo, le resultaría muy fácil no ayudarme como debía. Aquel jodido italiano iba a complicarnos la vida más de lo que yo había previsto. Y no sería culpa suya al cien por cien, sino de aquel sistema perverso que duplicaba esfuerzos sin ninguna necesidad. ¿No hubiera sido suficiente con que Garzón y yo informáramos de nuestros avances a la policía local y les solicitáramos ayuda puntualmente? ¡Pues no, allí estábamos como gilipollas privados de las armas reglamentarias y custodiados todo el día! En un momento en que tuve a tiro a Garzón se lo comenté en voz baja, pero él se limitó a bufar como un bisonte, encogiéndose de hombros.
Después vino el numerito del juez. Cierto es que en España los policías pecamos de querer mantener la máxima independencia con respecto al poder judicial, y tenemos la figura del juez un tanto desmitificada. Pues bien, en Italia no es así. En Italia un juez es el sursum corda y el rien va plus todo en uno. Como a una figura totémica, se le rendía pleitesía, tratándolo con un respeto reverencial. Allí nos esperaba, con más años que Matusalén y un traje negro blindado, igual que los que llevaba Garzón en sus tiempos de viudedad.
Fue por supuesto Abate quien dirigió la reunión por la parte policial, informando de todos los detalles que el magistrado quiso conocer sobre el caso. Lo curioso era que aquel impulsivo inspector no se impacientaba en absoluto, y en ningún momento pretendió acelerar el ritmo parsimonioso en el que se desarrollaba el encuentro. Yo empezaba a estar un poco hasta las narices de tanto formalismo, pero no tenía más remedio que seguir callada frente al rosario de preguntas que formulaba el anciano Cesare Bono. Al final, empezó a firmar una serie interminable de papeles y, antes de hacerlo, sacó del bolsillo superior de su terno unas gafas de lunares color pistacho fosforescente. ¡Cielos, ningún juez en España, joven o viejo, rápido o cachazudo, hubiera sido capaz de calzarse unas antiparras tan atrevidas en pleno acto profesional! Aquello fue una enseñanza clave de aquel viaje: los italianos adoptan la uniformización que un cargo impone, pero siempre introducen un detalle divertido, juguetón, que les hace desmarcarse un poco de las convenciones abrumadoras. Eso estaba bien, pensé, ojalá Coronas fuera capaz de hacer lo mismo.
Pero aún no habíamos acabado; vino entonces el capítulo de las recomendaciones. El juez Bono nos rogó que fuéramos prudentes, que respetáramos en lo posible la presunción de inocencia, que no forzáramos las situaciones, que tomáramos las cosas con calma y que lo informáramos bien. Creo que ni un padre tradicional se hubiera mostrado tan puntilloso con sus hijos díscolos. Cuando creí que ya había terminado, se puso a rememorar sus diversas estancias en Barcelona a lo largo del tiempo. Contrapunteaba sus recuerdos con profundos suspiros de nostalgia. Parecía echar de menos más a una amante que a una ciudad, lo cual no descarté. Luego empezó a hacernos preguntas: ¿Seguía palpitando en Las Ramblas aquel espíritu bohemio y sensual que él había conocido? Me privé de decirle que manadas de turistas habían convertido aquel paseo y todo el centro de Barcelona en un lugar intransitable y que, bordeando las aceras de las Ramblas había ahora tiendas de souvenirs y locales de fast food. No pude evitar, sin embargo, que Garzón le soltara lo cara que se había puesto la vida y hasta qué punto resultaba difícil aparcar. Por fortuna, creo que no lo entendió o no quiso entenderlo. Mejor así, no teníamos ningún derecho a pinchar el globo de la ilusión que aquel buen hombre había ido hinchando año tras año.
Dos horas más tarde salíamos de los juzgados. Me quejé a mi colega italiano pensando que opinaba lo mismo que yo.
—¡Hemos perdido un tiempo precioso!; creí que nunca iba a dejarnos marchar.
Abate me miró con suficiencia y noté cómo mi comentario le parecía inoportuno y superficial. Enseguida replicó:
—¡No hemos perdido el tiempo en absoluto! Para subir una escalera sin riesgo de caída no hay que saltarse ningún peldaño.
—¿El peldaño de Barcelona también era necesario?
—Ese era el principal. Los italianos, inspectora, confiamos mucho en la charla y el trato directo. Tras este agradable intercambio de impresiones, el juez Bono confiará en nosotros y no se permitirá a sí mismo ninguna intromisión. Ganaremos mucho tiempo porque no nos pedirá precisiones sobre nuestros avances y no reclamará informes cada dos por tres.
Lo miré de reojo: sonreía. ¿Qué había que decirle a aquel tipo para que se cabreara alguna vez? Mientras Gabriella iba en busca del coche, él seguía sonriendo como un bendito. Intenté de nuevo sacarlo de su beatitud.
—Veo que su asistente femenina le hace los recados de maravilla. ¿Es también buena policía?
Recogió perfectamente la pelota y, sin inmutarse, me la rebotó:
—Gabriella es la primera de su promoción. Domina la informática, ha hecho un máster en criminología y es cinturón negro. Si no la ha oído hablar mucho es porque estos días anda preocupada. Acaba de reincorporarse al servicio tras una baja de maternidad y esta semana es la primera que deja a su bebé con una babysiter. Como mujer ya sabrá de estas cosas. Las mujeres cambian después de ser madres, pasan una época fieras con la sociedad y sólo son dulces con su hijo.
Estuve a punto de decirle que aquello me parecía una soberana gilipollez pero me contuve. Una cosa era tocarle un poco las narices y otra caer en una confrontación directa e innecesaria antes de haber empezado a trabajar. Me contenté con responder:
—Puede que lleve razón, yo nunca he tenido hijos.
—¿Es usted soltera? —preguntó exagerando su presunta sorpresa.
Garzón tuvo que meter la pata y contestó por mí.
—¿Soltera? La inspectora Delicado se ha casado tres veces, tres. Aunque su tercer esposo aún le dura.
Rio un poco. Afortunadamente no tenía mi arma conmigo, de lo contrario Garzón no hubiera salido vivo de aquel trance. Hice un gesto enérgico con la mano:
—¿Qué les parece si cambiamos de tema?
Abate sonreía de oreja a oreja y tuve la impresión de que una especie de guerra fría se había desatado entre nosotros. Por fin llegó Gabriella, conduciendo, y subimos al coche casi en marcha. Garzón, no contento con haber hecho el ridículo a costa de mis matrimonios, abundó en su deseo de tocar temas personales y dirigiéndose a la joven policía, hecho un mar de zalamerías, le espetó:
—Bambino, un piccolo bambino?
La chica reaccionó con una carcajada y soltando una larga parrafada en italiano a toda velocidad de la que sólo pude comprender que el piccolo bambino se llamaba Lorenzo. El subinspector asintió varias veces y repitió, como un perfecto disminuido psíquico:
—¡Lorenzo, ah, Lorenzo, bello, bello!
Abate dijo que nos íbamos a comer, pero mi subalterno estaba dispuesto a echar el resto idiomático y, dirigiéndose a Gabriella, canturreó:
—Si, mangiare, mangiare. Spaghetti, macarroni.
No pude permanecer callada por más tiempo.
—Fermín, ¿qué tal si deja que Dante siga tranquilo en su tumba?
—Usted creía que no sabía decir ni una palabra en italiano, ¿eh, inspectora? ¿A que he conseguido sorprenderla?
—Sí, de hecho estoy más sorprendida que Carter en la tumba de Tutankamón; pero le ruego que deje de sorprenderme ya. No es bueno para mi salud.
Abate soltó una carcajada y vi cómo sus ojos color miel se clavaban en mí con malicia. Estaba pensando que era una borde rematada y probablemente llevaba razón.
Comimos en un pequeño restaurante de aspecto modesto en la Via dei Neofiti. Los platos de pasta estaban deliciosos. Garzón disfrutó como un cosaco frente a un vodka. Gabriella le mostró cómo anudarse la servilleta alrededor del cuello para no macharse de tomate, era una práctica permitida en el país. Ni que decir tiene que a mi compañero le encantó la modalidad y la siguió al instante. Mientras comía y, salvando todas las barreras idiomáticas, la bella italiana contestaba a sus preguntas sobre las diferencias entre los spaghetti al pesto y a la amatriciana. A partir de ahí tuve ya la seguridad de que una de las dificultades que ofrecería aquella investigación sería la tendencia fuertemente turística del subinspector.
—Esta tarde les presentaremos a nuestro comisario —dijo Abate.
Con una mirada de alarma, pregunté:
—¿Será una entrevista tan larga como la de Cesare Bono?
—No, será sólo un momento. Una cuestión de mera cortesía; pero una cortesía que no podemos evitar. Le recuerdo que el comisario Testi es nuestro jefe. —Aquí hizo una pausa significativa y me miró—. El suyo, también. Eventualmente, claro está.
Cada vez me parecía más evidente que aquel condenado Maurizio había emprendido conmigo la misma estrategia que yo había probado con él: procurar que me enfadara. Sin duda me lanzaba pequeñas y sibilinas provocaciones con el fin de que saltara sobre él. Por eso sonreí con aceptación absoluta y hablé con toda la calma que me fue posible.
—Espero que su comisario no haya visitado Barcelona con anterioridad; aunque me encanta servir de embajadora a mi bella ciudad, creo que no sería mala idea ponernos a trabajar cuanto antes.
—Así lo haremos, mi querida colega; no sufra por eso.
En su respuesta no se advertía ningún indicio de ironía, lo cual casi lamenté, porque me estaba acostumbrando a aquella floreada esgrima verbal.
El comisario Testi era un clon de Coronas: serio pero cordial, distendido pero con gesto de verse acuciado por una permanente responsabilidad. Supuse que a veces también sería malhumorado y faltón. Todos los comisarios del mundo deben parecerse entre sí. Nos atendió con amabilidad y puso todos sus recursos a nuestra disposición. Luego alabó las cualidades profesionales de Abate y Bertano. Bajo tanta diplomacia no conseguí saber si nuestra presencia le gustaba, le incomodaba o le resultaba indiferente; aunque era lógico pensar que verse privado de dos agentes por un asunto exterior no debía hacerle mucha gracia. Al final del encuentro, naturalmente, cantó las bondades de Barcelona asegurando que le parecía, sin duda, la ciudad más bella del mundo.
Recé para que las formalidades hubieran concluido y, en cuanto tuve un momento libre, llamé a Coronas. Tal y como había intuido, la petición que le formulé no lo volvió loco de alegría.
—¿Cómo, y para qué necesita ahora a Yolanda o a Sonia?
—Señor, se ha revelado como imprescindible tener la lista de clientes italianos con los que trabajaba Siguán. Se la pedimos a Rafael Sierra cuando lo visitamos por segunda vez, pero si no va nadie a darle la lata no creo que cumpla con el encargo.
—¿Y esa lista va a ayudarles a encontrar a Catania?
—Facilitará la búsqueda.
—Pues no lo entiendo, la verdad. Bien, usted sabrá lo que hace, Petra. Mandaré a Yolanda para que recoja esa lista, pero quiero que sea consciente de una cosa: están en Roma para buscar a Rocco Catania, no para llevar la investigación del caso desde ahí. ¿Me explico?
—Sí, señor, descuide. Ahora si no le importa, yo misma le daré indicaciones a Yolanda.
—Haga lo que tenga que hacer, pero centrando el tiro y sin perder tiempo.
Colgué con una enorme sensación de estupidez. Coronas llevaba toda la razón del mundo. Por una vez, las puntualizaciones que me hacía me parecían llenas de sentido común. «No están en Roma para llevar el caso desde ahí —yo hubiera podido incluso añadir—: Ni para que otros lo lleven por ustedes». Me llené de propósitos e iniciativas: no podía seguirle la corriente a Abate y hacer lo que él juzgara necesario. Era yo quien debía llevar la voz cantante. Enardecida por mis propias consignas, entré en su despacho hecha una exhalación.
—Y bien, Maurizio, el asunto de la lista de clientes italianos está en marcha. Pero debe saber que ya se hizo en España una cumplida auditoría de las cuentas de la empresa de Siguán y no apareció nada relevante.
Abate asintió y como si oliera un peligro indefinido, se ofreció enseguida.
—Empezaremos a buscar a Rocco Catania ahora mismo.
En la misma amplia estancia estaba sentada Gabriella frente al ordenador, tecleando con furia. Garzón, colocado junto a ella y con síntomas de estar haciendo la digestión, pugnaba por mostrar algún interés. Al fin, la chica giró la pantalla hacia nosotros y exclamó:
—Ecco Rocco Catania.
—Esta es la otra foto que conservamos de él. Pertenece al archivo de la prisión de Regina Coeli —comentó el ispettore.
Un individuo de unos cuarenta años, fuerte y de aspecto villanesco, nos miraba con ojos despiadados desde el ordenador. No encontré nada que decir, pero el locuaz Garzón, como si reinara entre nosotros una larga confianza ganada desde la infancia, exclamó:
—¡Vaya pinta de hijoputa!
Aquello hizo reír a toda la asamblea excepto a mí. Miré a mi compañero con censura y él se excusó, levantando ambas manos a la vez:
—Es sólo un modo de hablar, inspectora.
—Lo hemos entendido muy bien —terció Abate—. Y lo cierto es que el amigo Fermín lleva razón. Me gustaría que leyeran el informe del grupo policial que lo apresó. Cuando sus tres compinches y él mismo fueron interrumpidos por la policía mientras cargaban una camioneta con los electrodomésticos robados, Catania fue el único que se enfrentó a los agentes. Dio muestras de gran ferocidad cuando se le reducía y cuando, ya en el Comissariato, descendía del furgón, intentó atacar a patadas a un agente.
—Estamos pues frente a un hombre violento.
—Así era hace tiempo y no veo motivos para que haya cambiado. Un auténtico hijoputa, como muy bien ha señalado el subinspector. Ahora, Gabriella les mostrará las fichas y fotografías de sus cómplices en el robo.
El ordenador siguió emitiendo fotos y textos de dos hombres más y una mujer.
—¿Estaban constituidos en banda? —pregunté.
—No lo creemos. Hemos concluido que eran delincuentes menores que se unieron únicamente para dar ese golpe. Todos estaban fichados con anterioridad, pero no formaban parte de ninguna organización.
—Desde la época del robo, ¿han vuelto a detener a alguno de ellos?
—No, a ninguno.
—Me pregunto qué habrán estado haciendo todos estos después de salir de la cárcel —dijo Garzón.
—Las visitas que nos disponemos a realizar pueden dar respuesta a esa pregunta. La preinvestigación que hemos llevado a cabo muestra que, excepto Catania, todos siguen viviendo en los lugares donde indicaron que tenían su domicilio.
Una lucecita de sorpresa se encendió en mis ojos.
—¡Vaya, Maurizio!, no me había dicho que había existido una investigación previa a nuestra llegada.
—Lo contrario hubiera sido falta de previsión, Petra. Simplemente hemos preparado el terreno para que ahora podamos caminar por él todos juntos y en unión. Supongo que no le parece mal.
—¡Me parece estupendo!, sólo que estoy impresionada.
—Quizá se había dejado llevar por los tópicos sobre los italianos.
—No sé a qué tópicos se refiere —afirmé con fingida inocencia.
—Los tópicos que nos califican como un pueblo lleno de desorganización, de improvisación, de informalidad.
—Tiraría piedras sobre mi propio tejado. Me temo que italianos y españoles compartimos muchos tópicos frente al resto del mundo.
Sonrió, luego dinamizó nuestro pequeño grupo con una propuesta:
—Creo que deberíamos repartirnos el trabajo. Dos de nosotros buscaremos al primer hombre y otros dos al segundo. La mujer quedará pendiente para mañana.
—Buena idea —afirmé—. Yo formaré equipo con Gabriella.
—Será mejor que Gabriella y el subinspector vayan juntos. De ese modo si hay esperas u otro tipo de tiempos muertos, usted y yo podremos aprovecharlos para avanzar nuevas estrategias.
—Pero está el problema del idioma —contesté un poco alterada.
—Por mí no hay ningún problema —replicó Garzón—. Me he dado cuenta de que comprendo el italiano casi perfectamente.
Mi primer impulso fue decirle a mi subalterno que se dejara de chorradas, pero tuve miedo de los comentarios irónicos que pudiera hacer Abate sobre mi sentido de la autoridad, de modo que me mostré comedida y amable.
Elaboramos un protocolo de preguntas que se extendió por más de dos horas. Por fin, todos con las ideas claras sobre lo que debíamos indagar, Bertano y Garzón fueron en busca de Piero Rossi, que vivía en el barrio de Testaccio, mientras Abate y yo nos desplazábamos a el de Centocelle para ocuparnos de Vincenzo Giannini.
Nunca en mis anteriores viajes a Roma hubiera pensado que visitaría zonas que nada tendrían que ver con la grandeza clásica, ni con el elegante Renacimiento, ni con el bello Barroco. Tampoco entonces hubiera podido atisbar que vería la parte más fea de la ciudad en compañía de un apuesto italiano. Pero la vida es así, sorprendente a cada paso: cuanto más crees haber descifrado sus claves, más puedes perderte en un laberinto.