Eran casi las once de la mañana y no lograba ponerle fin al maldito informe. Me levanté de mi mesa para ir en busca de Garzón; una pausa y un café me vendrían bien. Mi compañero se dejó ganar fácilmente por la tentación y nos disponíamos a cruzar la calle hasta La Jarra de Oro cuando mi móvil empezó a sonar. Mi primer impulso fue no contestar, pero el sentido del deber prevaleció. Oí la voz de un hombre que, convulsa e histérica, se puso a chillar:
—¡La han matado!, ¿me oye?, ¡la han matado!
—¿Quién es usted?
—¡La han matado, está muerta, muerta!
—Dígame con quién hablo.
—Soy Juan Moreno. Han matado a Julieta, la tengo delante, está muerta.
—Tranquilícese. ¿Ha llamado a la policía?
—La estoy llamando a usted, ella tenía su número.
—Llame inmediatamente a la Guardia Civil de Ronda. Llegaré lo antes que pueda, pero no me espere, llame ahora.
—La han matado por su culpa, ¡maldita zorra!, ¿por qué tuvo que venir aquí?
Lo oí llorar, dar gritos desgarradores y después silencio, había colgado. Llamaba desde un móvil. Marqué el número pero nadie contestó.
—¿Se encuentra mal, inspectora? Se ha puesto usted más blanca que una sábana.
—Estoy bien. Acompáñeme al despacho de Coronas.
El comisario enseguida tomó cartas en el asunto. Telefoneó a la Guardia Civil de Ronda para que se personaran en el lugar del presunto crimen. Le contó al jefe en plaza las circunstancias de nuestro caso y mi visita a Ronda. Llamó al juez Muro para ponerlo al corriente y sacó en internet dos billetes de AVE para Garzón y para mí. Después de desplegar toda aquella actividad oficial, se volvió hacia nosotros:
—Bien, Petra, parece que sus impresiones eran ciertas: aquí hay caso, y además es muy grave. Caben dos posibilidades para explicar lo que ha pasado: o el presunto asesino la siguió a usted hasta la casa de Julieta López o la fuente que le dio la información de donde estaba esa chica ha vuelto a cantarla a alguien más. De cualquier modo debemos concluir que hemos levantado la liebre, de una manera sangrienta, pero la hemos levantado.
—No puedo decir que me alegre.
—¡No se monte historias, Petra!; no es la primera vez ni será la última en que una investigación provoca el efecto colateral de una muerte.
—De esta me siento algo responsable.
—Si se deja llevar por la sensibilidad tendré que relevarla. Parece mentira que tenga que decirle estas cosas a usted, que ya es una veterana, pero en este trabajo no hay lugar para los sentimientos. Si lo mira de modo desapasionado, verá que la muerte de esta chica es en el fondo providencial para el desarrollo del caso Siguán. De momento, nos ha demostrado sin lugar a dudas que hay algo sin resolver en esta historia del pasado. Pónganse en marcha los dos ahora mismo, su tren sale a las tres.
—Hay tiempo para volver a Wad Ras y ver si esa mujer se ha ido de la lengua —apuntó el subinspector.
—Apresúrense; estaremos en contacto.
Una vez en Wad Ras, tras un trayecto en coche en el que no intercambiamos ni una palabra, Lola juró y perjuró que no había hablado del paradero de Julieta López con nadie más que con nosotros. Las funcionarias de prisiones nos confirmaron que no había hecho ni recibido llamadas y que nadie había ido a visitarla. Dimos por descartada la posibilidad. Obviamente alguien me había seguido hasta la granja rehabilitada sin que yo me percatara ni albergara la más mínima sospecha.
Al llegar a casa disparé sobre Marcos la noticia de que me iba de nuevo a Ronda, antes de que él pudiera comunicarme ningún plan para la noche. Me pareció un sistema de abortar los reproches, pero los reproches surgieron igual: «¿Es que no hay policía en Ronda?, ¿acaso todos tus compañeros están de vacaciones?». Yo iba contestándole bobadas en tono jocoso a fin de evitar un encontronazo mientras, a toda prisa, iba metiendo un mínimo de ropa en mi bolsa. Al concluir, sellé su boca con un beso y le sonreí.
—Te llamaré desde Ronda. Estaré de vuelta enseguida.
—Pero no te acordarás ni un minuto de mí.
—Me acordaré todo el tiempo.
Hizo un mohín de escepticismo y me besó. Lo más difícil para mí fue el instante de cerrar la puerta. Es curioso, las protestas amorosas deberían ser halagadoras para quien las recibe, pero a menudo sólo consiguen cargarnos de culpabilidad.
Garzón me esperaba en la estación de Sants cargado con una mochilita de piel muy elegante. Se había cambiado de ropa y presentaba el aspecto de un perfecto gentleman a punto de embarcar hacia las colonias de ultramar: pantalones deportivos de lona, cazadora a juego y unos lustrosos botines de cordones. Intenté recuperar el buen humor.
—¡Caramba, Fermín, viene equipado para una especie de safari!
—Es cosa de Beatriz. Cuando le dije que íbamos a una zona rural de Andalucía me preparó esta ropa.
—¿Siempre le prepara la ropa que se pone?
Su cara reflejó en un destello el fastidio que le producía haber sido cogido en falta de una manera tan tonta.
—Bueno, a ella le hace ilusión. Lo cierto es que opina que tengo muy mal gusto para vestir: no combino bien los colores, me pongo corbata cuando no toca, no sé distinguir el tipo de vestimenta que requiere cada ocasión… ya sabe, todas esas zarandajas.
—Y usted se deja querer.
—Para eso me casé, para querer y ser querido.
Le lancé una mirada irónica que él captó y dejamos el tema como estaba. De todas maneras, era ya la hora de subir al tren.
Al arrancar, el subinspector se extasió observando que lo hacíamos a la hora en punto. Lanzó diversas loas a la modernización del ferrocarril y del país entero. Me contó cómo, en sus tiempos, un tren tardaba horas y horas en llegar al punto de destino y se remontó a las máquinas de vapor, que también había conocido en aquellos tiempos suyos. De ahí al hambre ancestral padecida por los españoles había un solo paso, que intenté esquivar con una pregunta hecha al desgaire:
—¿Se ha traído algo para leer?
Echó mano de su mochila y me mostró las poesías completas de García Lorca.
—¡Más apropiado no puede ser! —exclamé.
—Las lecturas también me las prepara Beatriz. Dice que como tengo tantas lagunas en mi formación hay que ir rellenándolas aprovechando las ocasiones. ¿Que tenemos un caso en Andalucía?… leo a García Lorca y todo eso que me llevo por delante. ¿Que bebemos un vino un poco especial? Pues me proporciona información geográfica sobre la zona de crianza.
—¡Es un sistema espléndido!
—Un poco coñazo, si he de decirle la verdad. Nunca imaginé que la cultura estuviera por todas partes.
—Todo es cultura, ¡hasta comer!
—Pero saberlo todo sobre todo resulta un poco agobiante. Se disfruta más de lo que no se sabe. Pongamos como por ejemplo el comer, como usted dice: pues si voy a comerme un trozo de cordero al horno y conozco la raza del cordero, y las montañas en las que pace, y que es un símbolo cristiano, como me enseñó una vez Beatriz, y el número de proteínas que contiene su carne, y su ciclo reproductivo y todo lo demás, al final es como si le tomara cariño al puto cordero y me da cargo de conciencia hincarle el diente.
—Lo dudo —apostillé con maldad.
—Es un decir —ni se inmutó él.
—¿Sabe de lo que siempre se disfruta aunque no se sepa nada de ello?
—¡De echar un polvo! —exclamó a voz en grito.
—¡Por todos los demonios, subinspector, baje la voz que aquí se oye todo!
—Ya la bajo, pero ¿a qué era eso?
—Sí, era eso; pero la expresión ideal es: hacer el amor.
—Es verdad, ya sólo faltaría que en pleno acto tuviéramos que pensar en los espermatozoides y toda la hostia.
Se rio por lo bajo, como un escolar malicioso al que se le ocurren miles de burradas que decir. Yo, un tanto horrorizada por haber destapado el tema sin saber hacia dónde podía derivar, saqué enseguida mi libro y me puse a reír. De vez en cuando, él me interrumpía brevemente, casi siempre para asombrarse sobre lo poco que habíamos tardado en llegar a las escasas estaciones en las que paraba el tren de alta velocidad. Por fin, harto de glosar el progreso de nuestra patria, se durmió.
Despertó cuando aún faltaba media hora para completar nuestro viaje y, como debían hacer los hombres primitivos cuando abrían los ojos en sus cuevas, declaró:
—Tengo hambre. —Y, levantándose, se encaminó a entablar algún tipo de lucha por la subsistencia. Unos minutos más tarde, ya lo tenía allí con dos cervezas, un sándwich vegetal y un tremendo bocadillo de chorizo.
—Me he imaginado que este sándwich tan asqueroso sería lo que le apetecería.
—No debería haberse molestado, Fermín.
—Yo soy así, pura delicadeza, aunque diga «echar un polvo» en vez de «hacer el amor». —Me devolvió la puya, de nuevo en voz demasiado alta. Luego le arreó tal mordisco al bocadillo, que de haber sido un vampiro en acción, le hubiera seccionado el cuello a su víctima. Degustando mi sándwich le pregunté:
—¿Su esposa le hace reproches cuando tiene que viajar por trabajo?
—¡Qué va, le encanta! Eso le produce la sensación de que soy muy importante. ¿Marcos se los hace a usted?
—Me temo que sí; son reproches amorosos, quejas porque pasamos poco tiempo juntos… no le gusta que me vaya.
—Muy normal.
El pan se me quedó un tanto atascado en el esófago.
—¿Por qué es normal?
—Porque los hombres estamos acostumbrados a que sea la esposa quien pasa más tiempo en el hogar.
—Acaba usted de joderla, subinspector.
—No diga tacos tan alto que la van a oír; ¡y no me malinterprete!, he dicho que es una costumbre heredada del pasado, no que me parezca bien. Además, esos reproches no tienen la menor importancia y si Marcos se los hace, es porque está enamorado de usted.
No respondí. El próximo viaje lo haríamos en avión, hay menos ocasiones de entablar largas conversaciones reveladoras.
En la casa cuartel de Ronda nos esperaba el capitán Ricardo Frutos, que se había encargado de la muerte de Julieta hasta nuestra llegada. Nos informó rápidamente: había sido asesinada mediante un tiro certero entre ambos ojos disparado a pequeña distancia, unos veinte metros. Por el mismo procedimiento, esta vez a menor distancia, había sido muerto su perro, que tenía el disparo en el pecho. La teoría era que ama y perro habían sido sorprendidos cuando el asesino ya estaba muy cerca. Julieta se hallaba probablemente arrodillada, recogiendo astillas que metía en un saco. No oyeron al asaltante y, cuando el perro lo vio, se abalanzó sobre él y recibió el disparo en movimiento. Ella parecía haber permanecido en la misma posición. Cayó de espaldas, con las piernas encogidas. Ya habían realizado la autopsia y estaban analizando la munición, aunque según la opinión del capitán Frutos, era un 9 mm parabellum, proyectil habitual en el mercado negro. El novio la encontró al volver de la ciudad, adonde había ido a entregar unos muebles. Un detalle inquietante: el asesino había llegado al parecer caminando. Había tomado una escoba de la casa y había borrado las huellas de sus pies en la tierra, que se veía removida hasta la carretera, donde obviamente, había aparcado el coche en el que llegó. Ni una huella dactilar en el mango de la escoba. Todo parecía obra de un auténtico profesional del crimen.
—¿Dónde está el novio? —pregunté.
—En nuestras dependencias. No le hemos dejado marchar hasta que llegara usted. Nosotros ya lo hemos interrogado y creo que no tiene nada que ver. Está muy afectado.
Frutos era un hombre cabal. No tendríamos problemas de competencias con él, ni lucharía por llevarse el asesinato a su terreno ni me reprocharía mi visita anterior a Ronda sin haberle avisado. Colaboraba, eso era todo. Nos llevó hasta la sala en la que estaba Juan Moreno. Había un hombre sentado junto a la puerta. Se presentó como el cura que ayudaba a Moreno y me pidió que lo tratáramos bien, que no lo presionáramos. Se ofreció como garante de la inocencia y honradez del chico y aseguró que, al encontrarse destrozado moralmente por la muerte de su novia, volvía a ser una presa fácil para las drogas. Me lo quité de encima como pude, era un pelmazo. Dos guardias custodiaban la puerta y, en cuanto uno de ellos la abrió, vi cómo los ojos desquiciados de Juan Moreno se clavaban en mí. Dio un salto rápido y vino en dirección a mí con el puño levantado, dispuesto a golpearme. Garzón se movió con más celeridad que él y le agarró el brazo en el aire. Después, los dos guardias y el capitán Frutos se lanzaron sobre el chico en una auténtica mêlée y lo aplastaron contra el suelo. También el cura entró en la habitación y comenzó a implorar que lo soltaran con gritos lastimeros, mientras Garzón le tironeaba de la manga para que saliera. Ante semejante desbarajuste di un fuerte grito:
—¡Quietos, quietos, por favor. Déjenlo!
Me obedecieron. Los dos guardias levantaron a Moreno y lo mantuvieron en pie, atenazándole ambos brazos.
—Déjenme sola con él —pedí, ya más calmada.
—¡Ni pensarlo! —exclamó Frutos—. No podemos arriesgarnos a una agresión.
—Insisto Frutos, no pasa nada. Ha sido una reacción momentánea.
El cura estaba en medio, dándole consignas a Moreno:
—Juan, hijo, te lo ruego, tranquilízate. No te harán ningún daño, pero debes demostrarles tu buena voluntad. No hagas ninguna tontería.
—¿Quiere salir de una vez, padre? —le solté bastante fuera de mis casillas—. Espere fuera si lo desea, pero lárguese ya. Todos pueden marcharse, la situación está controlada.
Frutos les hizo un gesto a los dos guardias, que soltaron su presa. Moreno se convirtió entonces en el centro de atención: caminó hacia la silla donde estaba sentado al principio y se dejó caer pesadamente. Parecía profundamente conmocionado, ni siquiera recompuso su ropa, alterada en el rifirrafe. No miraba a nadie, se quedó muy quieto. El capitán le habló con la típica dureza policial:
—Te quedas solo con la inspectora porque ella me lo pide, pero recuerda que estamos todos ahí fuera; a la mínima gilipollez se te cae el pelo, ¿comprendes? Supongo que no hace falta que te lo repita.
Por fin enfilaron la puerta en una absurda procesión silenciosa, el cura iba en la retaguardia. Vi que Garzón hacía amago de quedarse conmigo y con un gesto firme de la cabeza le indiqué que saliera con los otros. Ya estábamos Moreno y yo solos. Él miraba fijamente las puntas de sus viejas zapatillas deportivas. En ese momento me di cuenta de lo nerviosa que me encontraba. Intenté respirar profundamente varias veces. Luego dije con voz aparentemente serena:
—Muy bien, Juan, si quieres pegarme ahora, ya puedes hacerlo. No gritaré, los de fuera no entrarán. Adelante. Quizá eso haga que te sientas mejor y podamos hablar con un poco de tranquilidad.
No me miró ni se movió y yo no hablé más, limitándome a esperar. Al cabo de un minuto eterno lo oí decir:
—No voy a pegarle, ¿para qué?; pero no debió venir nunca a nuestra casa. Si no hubiera venido, Julieta estaría viva aún, eso quiero que le quede claro.
—A lo mejor el culpable de su muerte eres tú. Voy a hacerte una pregunta: ¿arrastras problemas de cuando te movías en el mundo de la droga?
Levantó la cabeza con brusquedad.
—¿Qué coño está diciendo?
—Lo que has oído. Quizá te quedaste con algún alijo que no era tuyo, quizá alguien te está buscando para ajustarte las cuentas del pasado y lo ha pagado la chica.
—Yo nunca trafiqué; estaba enganchado, nada más.
—Cuando uno está enganchado, las fronteras son difíciles de delimitar. Haces un favor a cambio de droga, empiezas a moverte en ese ambiente… ¿Te ganaste algún enemigo?
Se puso en pie, vino hacia mí. Temí que de nuevo intentara golpearme, pero se limitó a poner su cara muy cerca de la mía. Habló con furia:
—¿De verdad piensa que si hubiera una pequeña posibilidad de que alguien que estuviera en mi contra hubiera matado a Julieta, yo no se lo diría? ¿De verdad es capaz de pensar eso? Esa mujer era mi vida, inspectora, lo único que quería en el mundo. Si pudiera encontrar al asesino lo mataría con mis propias manos.
—¡Entonces ayúdame, Juan, ayúdame! —lo conminé vehementemente—. Ando tras el tipo que la ha asesinado. Quizá si me hubiera contado todo lo que sabía hubiera podido librarla de la muerte. Si a ti te contó algo sobre el asesinato de Siguán, debes decírmelo. Es la única posibilidad de que cacemos a su asesino. Piénsalo bien.
Miró de nuevo al suelo, desanduvo sus pasos, se sentó. Con cada uno de sus movimientos de repliegue sentía cómo iban desapareciendo mis esperanzas. Adiós a la pista principal del caso, pensé con desazón. Esperé más tiempo del lógico y por fin caminé hacia la puerta. Justo en ese momento pude oír su voz:
—Rocco Catania —musitó. Me volví hacia él:
—¿Qué has dicho?
—El nombre del italiano que se cargó a Siguán era Rocco Catania.
—Cuéntame más.
—No puedo contarle lo que no sé. Cuando sucedió todo, Abelardo Quiñones le dijo a Julieta que esta vez, para robar en casa de Siguán, iría un italiano llamado Rocco Catania. No le dio ninguna razón, «ya te lo explicaré», creo que fue lo que le dijo. También le pidió que mantuviera la boca cerrada porque aquel tipo era capaz de cargárselos a los dos. Ella no sabía que el italiano pensaba matar al viejo; pero fue directamente a por él. Miró sus documentos y lo golpeó en la cabeza hasta que estuvo muerto. Julieta siempre vivió aterrorizada por que el italiano volviera a por ella, aún más cuando Quiñones apareció asesinado en Marbella. Por eso nadie, ni usted, pudo sacarle el nombre. Pero Julieta era inocente de aquel crimen; aunque al final ha dado lo mismo, ahora la han matado. Ese hijo de puta debió de seguirla a usted cuando vino a vernos.
Se tapó la cara y se echó a llorar. Las convulsiones agitaban sus hombros. Me acerqué pero no me atreví a tocarlo. Él levantó la vista, me miró con fiereza:
—¡Encuéntrelo, inspectora! Yo no puedo hacer nada, pero usted sí. Encuéntrelo.
—Lo encontraré, Juan, y pagará por lo que hizo, te lo aseguro.
Salí de allí, atesorando el nuevo dato con alegría, pero desfondada y triste por la escena que acababa de presenciar. Me dirigí hacia el cura:
—Padre, ¿puede llevarse a Juan un tiempo para que esté en un sitio seguro?
—No hay problema. Se quedará en la casa de rehabilitación. Allí estará siempre acompañado. Aún conserva amigos de cuando él estuvo acogido.
Asentí. Le pedí a Frutos que me acompañara. Juntos fuimos a la tienda de muebles donde había recibido la información. La dueña se quedó atónita cuando me vio entrar en compañía de la Guardia Civil.
—¿Le ha pasado algo a su prima? —preguntó. El atónito fue entonces Frutos.
—Soy policía —atajé—. Pídale a Abdul que venga, por favor.
Lo hizo en auténtico estado de shock. Cuando llegó el marroquí, les pregunté a ambos si alguien más había venido a husmear por la tienda. Negaron sin entender nada. Estaban tan sorprendidos y despistados que sin duda decían la verdad. Me aseguré inquiriendo de nuevo: ¿habían hablado con alguien sobre mi primera visita a la tienda?, ¿habían pasado a alguien más el dato de dónde vivía Moreno? Volvieron a negar, si bien la dueña afirmó, horrorizada:
—Yo le comenté a mi marido en la cena que una señora había venido preguntando por su prima y le conté la historia familiar; pero de la casa de Juan Moreno no le dije nada porque como no lo conoce…
—Está bien —dije y salimos sin más explicación.
Frutos, intrigado, quiso sonsacarme:
—¿Esa historia de la prima?…
—Cosas mías, no haga caso; quería conservar el anonimato. Puede ejercer una discreta vigilancia sobre esos dos durante unos días, aunque no creo que oculten nada.
—Son gente de Ronda de toda la vida, si supieran algo se lo hubieran dicho. ¿Quiere ver el cadáver de la chica?
—No me apetece demasiado.
—Hace bien, impresiona. Como era tan menudita de cuerpo parece un pajarito al que hubieran acabado de cazar. Era prostituta, ¿no?
—Lo fue, Frutos, lo fue, ya no lo era.
Garzón sí había visto el cadáver de Julieta mientras yo estaba con Frutos. Me lo contó en el viaje de vuelta a Barcelona.
—La pobre chica… casi se me saltaron las lágrimas al verla, y eso que no la conocía. Era tan frágil, y con aquel agujero atroz en la frente… ¡Dios, qué hijo de puta!
—Rocco Catania. Ahora tenemos su nombre. He pedido a Coronas que busquen antecedentes en España.
—Puede ser un nombre falso.
—Puede ser.
—Me siguió sin que me enterara. Debe ser hábil.
—Pero no la siguió desde Barcelona; eso es casi imposible, ¿cómo supo que iba a viajar a Ronda?
—La reapertura del caso Siguán ha salido en todos los periódicos; quizá nos ha seguido desde que empezamos a investigar.
—No sé qué piensa usted, Petra, pero yo este caso lo veo cada vez más complicado.
No respondí. Me dejé llevar por el paisaje que desfilaba a toda velocidad a través de la ventanilla: extensiones, montañas, valles… toda la belleza quedaba reducida a un simple instante. Abstraída en mí misma, me dormí. Al despertar vi que Garzón estaba dando cuenta de un enorme bocadillo. Me sonrió.
—No le he traído nada del bar porque dormía como una bendita. ¿Tiene hambre?
—No. ¿Se da cuenta, Fermín? De los protagonistas de aquella historia de Siguán ya no queda nadie vivo. Excepto el asesino, claro está.
—Veo que ha tenido malos sueños. No se preocupe Petra, lo encontraremos. Encontraremos a ese hijo de la gran puta aunque tengamos que viajar a Italia y poner patas arriba el Partenón.
—En Italia no hay ningún Partenón.
—Bueno, pues el Vaticano.
—No creo que se esconda allí; aunque sería interesante, lo confieso.
Horas más tarde y sin haber pasado por nuestras casas respectivas, el comisario nos hacía entrar en su despacho. Casi sin saludarnos, tecleó el nombre del italiano en el archivo común que comparte la Policía Nacional con la autonómica y la Guardia Civil. Nos mostró la pantalla vacía.
—Con ese nombre, ese tipo no tiene antecedentes en España. Pónganse inmediatamente a trabajar. Necesitamos saber si con ese nombre ha viajado desde Italia hasta aquí en las fechas que nos interesan. Empiecen con las compañías aéreas nacionales: Alitalia e Iberia. Si no hay resultados, sigan con las privadas. Utilicen el protocolo habitual, pero por el procedimiento de urgencia. Si hay datos, comuníquenmelos enseguida. Se trata de una absoluta prioridad.
Fuimos al aeropuerto de El Prat. Afortunadamente, Garzón, siempre más avezado que yo en protocolos oficiales, sabía muy bien los pasos que debíamos dar. No fue demasiado difícil; el tal Rocco Catania había viajado en Alitalia hasta Barcelona y luego en Iberia hasta Málaga el mismo día que lo hice yo. Luego había regresado a Roma un día después del asesinato de Julieta. No se había arriesgado a utilizar una identidad falsa y el nombre que conocía la chica era el auténtico. Un fallo cometido por el asesino se convierte siempre en una ventaja que debemos utilizar. Di gracias al cielo. Garzón opinaba que no había falseado su nombre porque nunca llegó a pensar que Quiñones se lo diría a su novia.
—Este tipo es un sicario, Fermín, estoy casi segura. Y me siguió, estuvo siguiéndome todo el tiempo. Desde que llegó a Barcelona ese fue su cometido: seguirme; de modo que alguien le avisó. Sabía que usted y yo llevábamos el caso.
—Eso es algo que sabía demasiada gente. Coronas hizo declaraciones a los periodistas.
—Pero nunca dio nuestros nombres.
—Da igual, un tipo apostado junto a la comisaría pudo atar cabos al ver quiénes iban a según qué lugares. Le sugiero que vayamos a poner esto en conocimiento del comisario sin que trascurra ni un minuto más. Si tardamos demasiado, igual se pone como un tigre de Bengala; porque en Bengala hay tigres, ¿no?
—Eso creo.
—Es que después del patinazo del Partenón he perdido mucha seguridad.
—No se angustie, en Italia hay tantos monumentos que es casi seguro que tienen un Partenón en alguna parte.
El comisario Coronas estaba lanzado en esta oportunidad. Oyó nuestras informaciones sin cambiar de expresión y centró su mirada en la pantalla del ordenador, recitando como para sí mismo las decisiones que iba a tomar:
—Bien, hay que ponerse en contacto con el juez Juan Muro para que busque un juez corresponsal del caso en Roma. Luego hablaré con la policía romana para que busquen los antecedentes de este tío, si los tiene, que los tendrá. Luego seguiremos el protocolo habitual de investigación en el extranjero.
—¿En qué consiste? —preguntó el subinspector, cuya cultura protocolaria fallaba esta vez.
—Les asignarán una comisaría en Roma, y dentro de ella a dos agentes de la misma graduación que tienen ustedes. Deberán acompañarlos en todas sus gestiones, en todas. Eso significa que, sin ellos, no pueden dar ni un paso, ¿comprenden? No vayamos a liarla. ¡Ah y muy importante!, ustedes no pueden ir armados.
—¿Y ellos sí?
—Ellos, sí.
—Pues vaya —dijo Garzón a modo de escueta protesta. Luego preguntó absurdamente—: ¿Eso significa que viajamos a Roma?
Coronas lo miró con cara de pocos amigos:
—Eso parece, subinspector. ¡Y yo que no quería que este caso comportara muchos gastos! Me van a joder el presupuesto entre los dos. Pero viajarán en compañías de bajo coste, se hospedarán en un hotel normalito y quiero que me hagan cuenta de gastos diaria y detallada. Ahora, mientras les preparo el terreno italiano, váyanse a sus casas, descansen y comuniquen a sus familias que estarán un tiempo fuera por cuestiones de servicio. Ya les llamaré.
—¿Y si la policía italiana no encuentra a Catania en sus archivos viajaremos también? —preguntó mi compañero sin venir a cuento.
—¡Sí, también viajarán! —afirmó Coronas, empezando a cabrearse.
Al salir, Garzón se comportaba como un boxeador sonado, caminando en silencio y con cara de ensimismamiento. Yo no me encontraba en un estado mucho más satisfactorio. Sin embargo, los motivos de nuestras preocupaciones no eran parejos: yo pensaba en el caso y él en el viaje. Lo supe en cuanto empezó a hablar.
—No estaba preparado para este cambio de rumbo —confesó.
—Eso de buscar a alguien en un lugar que no conoces parece empresa difícil.
—Justamente Beatriz me dijo hace poco que este año, durante mis vacaciones, teníamos que ir a Italia. Le parece una barbaridad que a mi edad no haya visitado ese país. Espero que no se tome a mal que vaya por mi cuenta.
—Volverán juntos. No creo que tenga usted mucho tiempo libre para hacer turismo.
—¿Usted ya ha estado en Italia, Petra?
—Sí, varias veces.
—¿Con sus diferentes maridos?
—¡Carajo, Fermín; preguntado de esa forma parece que yo fuera una especie de Elisabeth Taylor!
—¿Ha estado con Marcos?
—Sólo en una oportunidad, un viaje corto. ¿Cuántas veces ha salido al extranjero, Garzón?
—¿Yo?, bueno, pocas. Aparte de ir a Moscú con usted por motivos de trabajo, una vez estuve en Lourdes acompañando a mi primera mujer, que ya sabe que era muy beata. Con Beatriz fuimos a Burdeos, a Londres y el año pasado estuvimos en Estoril. Pero en Italia, nunca.
—No se preocupe, su esposa comprenderá que son sus circunstancias de trabajo.
Fue Marcos quien no comprendió las mías. Entró en el dormitorio justamente cuando yo preparaba la maleta y su cara de pasmo ya me alertó sobre lo que iba a ocurrir.
—¿Te vas otra vez a Ronda?
—No, esta vez me voy a Italia.
—¿Qué? —exclamó como si hubiera recibido un insulto.
Le expliqué todas las circunstancias profesionales del viaje lo más resumidas que supe; pero no sirvió. Dijo:
—¡Pues me fastidia!, ¿qué quieres que te diga?, me fastidia que te vayas ahora, de repente y sin avisar.
—¡No puedo hacer otra cosa, Marcos, son órdenes del comisario! De todos modos, no comprendo por qué justamente ahora es un momento tan especial.
—Petra, en la convivencia de los matrimonios hay épocas buenas y épocas malas. Pues bien, creo sinceramente que ahora estamos en una mala. Nada importante, por supuesto, lo único que pasa es que no nos comunicamos lo suficiente. Tú vas a tus cosas, yo a las mías… a veces surgen malos entendidos… deberíamos hacer una pausa y descansar, estar más tiempo juntos, charlar, preguntarnos si está sucediéndonos algo fuera de lo normal…
Me invadió una ola de indignación que casi me ahogaba.
—¡Y me dices eso cuando estoy con un pie en el avión y no puedo hacer nada! ¿Qué pretendes, que me vaya preocupada, que siga estándolo todo el tiempo que pase fuera?
—¿Y cuándo coño quieres que te lo diga si no nos vemos el pelo?
—¿Es culpa mía que no nos veamos el pelo? ¡Claro!, quizá debería quedarme en casa todo el día por si a ti se te ocurre aparecer por aquí. A lo mejor debería sentarme a tus pies mientras trabajas en el estudio.
Sus ojos me observaron con dureza. Estaba muy serio. Dominó la ira que sin duda sentía y se dirigió a la puerta.
—Que te vaya muy bien el viaje. Ya nos hablaremos por teléfono.
Salió quedamente, caminando despacio. Soy una persona malhablada, casi todos los policías lo somos. Sin embargo, en mi boca los tacos son meras interjecciones sin sentido ofensivo. Por el contrario, Marcos nunca los usa. Por eso oírlo decir «coño», me parecía lo más grave que acababa de suceder. Me percaté de que llevaba un zapato en la mano, con la intención de meterlo en la maleta, y lo estampé contra la pared. Estaba confusa porque en mí afloraban sentimientos muy distintos que pugnaban por ocupar el lugar principal en mi mente. Por un lado, me embargaba un cabreo supino al percibirme a mí misma como víctima de una injusticia. No era el momento de que mi marido me soltara recriminaciones amorosas ni de ningún otro tipo. Si lo había hecho era porque palpitaban en él resabios machistas al ver que yo volaba por mi cuenta. Por otro lado, me encontraba triste. ¿Cómo hacían los matrimonios que llevan juntos más de treinta o cuarenta años para conseguir que su convivencia no les hiciera arrojar llamas por la boca cada dos por tres? ¿Y Marcos y yo, por qué nos enzarzábamos en discusiones absurdas sobre cosas que teóricamente estaban muy claras? Por último, habitaba en mí un sentimiento puramente práctico: después de aquel broncazo ridículo, mi estado de ánimo estaría alterado unos días y de esa circunstancia podía resentirse la investigación. Ante tal avalancha de pensamientos fúnebres, tomé una determinación: busqué el zapato pareja del anterior, y lo estampé de nuevo, esta vez contra el armario. Me sentí mucho mejor.
Como era de esperar, Rocco Catania tenía antecedentes penales en Italia. Nada, sin embargo, demasiado llamativo. Lo habían trincado robando en una tienda de electrodomésticos hacía cinco años, en compañía de otros delincuentes de poca monta. Había cumplido una condena breve, por ser la primera vez que se veía envuelto en problemas. Tenía cuarenta años, y su domicilio figuraba en una calle romana.
El comisario seguía en el mismo estado de actividad febril en el que lo habíamos dejado: todos los trámites para nuestro desplazamiento a Italia estaban en curso. Se le veía satisfecho y como con ganas de ponernos en órbita de una vez.
Mientras cogía la documentación del caso en mi despacho, pude comprobar que en aquella comisaría las noticias corrían como gamos. Llamaron a la puerta con los nudillos y se personaron Yolanda y Sonia, las dos jóvenes policías que en tantas ocasiones habían colaborado conmigo en distintas investigaciones. Venían a comunicarme su deseo de que les comprara in situ alguna cosa de diseño italiano. No importaba qué: una blusa, un bolso, un pañuelo… lo importante parecía residir en que el objeto adquirido exhibiera una de esas marcas que se habían convertido en mitos en el mundo entero: Dolce & Gabbana, Armani, Versace, Prada… Inútilmente intenté convencerlas de que todos esos modistos tenían comercios abiertos en Barcelona. «No es lo mismo», fue su respuesta. Querían diseño italiano comprado en Italia, aspiraban a una italianidad absoluta y radical que les garantizara sumergirse en el mundo del lujo y el buen gusto con los ojos cerrados. La intención era darme el dinero que tenían ahorrado: trescientos euros cada una, para que realizara las compras. Como no quería llevar todo ese dinero encima, les dije que yo adelantaría la pasta y luego ya me la restituirían. Además, les insistí en que no podía asegurarles que tuviera tiempo libre para recados de esa índole. Todo esto se lo dije con paciencia y buenos modos, si bien mi primera reacción cuando me contaron sus intenciones había sido enviarlas al cuerno. No me parecía de recibo que dos profesionales al servicio de la ley, hechas y derechas, confundieran una misión en pos de un más que seguro asesino, con un viaje en el que se podían realizar compras frívolas. Sin embargo, habiendo visto la luz que brillaba en sus ojos cuando citaban marcas y bolsos, comprendí que aquello era más que pura frivolidad. Para ellas, aquellos nombres representaban la misma idea de mundo nuevo y libertad que había sentido yo de joven frente a la idea de las democracias europeas, lejos del influjo franquista. Los tiempos cambian y los mitos varían. Pero no pensaba abismarme en comparaciones críticas ni acusar a las nuevas generaciones de superficialidad. Todos, en cualquier época, queremos huir de una cotidianeidad que nos parece pequeña, asfixiante, estúpida. Lo de menos es dónde pongamos las miras para autoconvencernos de que respiramos un soplo de aire fresco. Les prometí a las dos chicas, que si me resultaba factible, volvería con dos pedazos de glamour etiquetado con los gloriosos nombres.
Toda aquella tolerancia que desplegué y la consiguiente complacencia que sentí hacia mí misma al ponerla en práctica se vinieron abajo cuando me encontré con Garzón, que llegaba algo tarde a comisaría. Mientras mi equipaje constaba de una única maleta mediana, el suyo se diversificaba en una maletita pequeña y un enorme mochilón que pesaba como un pecado.
—¿Qué demonio lleva ahí? —sentí curiosidad.
—La mochila son libros de Arte e Historia: la Roma Imperial, la Roma Republicana, las esculturas de Miguel Ángel, Vidas de los emperadores… sí, ya sé lo que va a decir, pero le sugiero que coja el teléfono y se lo diga a Beatriz. Suya ha sido la idea. Me ha puesto la cabeza como un bombo con las cosas que debo saber sobre la Ciudad Eterna. La maletita es la ropa. No llevo casi nada: mudas interiores, un par de camisas y un pantalón. El que vaya casi en pelotas también es cosa de mi mujer, sostiene que en Italia está la mejor ropa de caballero del mundo y que debo comprarme todo lo que necesite.
—¡Cojonudo! —exclamé—. Aquí por lo visto todo el mundo se cree que nos largamos a Italia en viaje de placer.
—¿Y qué quiere que haga, salir de casa en pleno cabreo conyugal?
—¡No!, eso no se lo aconsejo, Fermín.
Se encogió de hombros y me sonrió. Formando la extraña pareja que siempre formábamos, el policía Domínguez nos llevó en coche hasta el aeropuerto.
Mientras esperábamos que saliera nuestro vuelo, dimos unas cuantas vueltas por la mastodóntica terminal 1 de El Prat. Volví a sentir lo que siempre siento en los aeropuertos: una enorme sensación de absurdo. Matrimonios ancianos de aspecto anglosajón, jóvenes ruidosos en pequeños grupos, hombres solitarios siempre consultando un ordenador, peruanos ataviados con su ropa étnica, un par de curas meditabundos, alguna mujer con dos o tres niños que se revuelcan por el suelo… ¿adónde va toda esa gente, qué les llama a sus lugares de destino? Nada, mi impresión es que no hay nada real que les haga tomar un avión, y que si se hubieran quedado quietos en sus lugares de origen, la vida y el mundo seguirían exactamente igual. Incluso nosotros, Garzón y yo, viajábamos sin un motivo plenamente justificado. Si en Roma teníamos que estar acompañados continuamente de dos policías, ¿por qué no podían hacer ellos solos el trabajo? ¿Por qué la presencia física de alguien parece ser tan importante en un mundo que se mueve a golpes de virtualidad? No quería comunicarle al subinspector mis pensamientos porque eran vacuos y fuera de lugar. Además parecía distraído. Ni siquiera dentro del avión habló. Cogió su tomo sobre la vida de los emperadores romanos y se puso a leer. Yo ni siquiera pude empezar la lectura que había llevado conmigo, enseguida me dormí.
Me despertó la voz del piloto anunciando que aterrizaríamos en un cuarto de hora. El subinspector miraba por la ventanilla con avidez. Empezaba nuestra aventura romana.