Capítulo 5

No pude descansar tras el viaje. Desde el mismo aeropuerto me encaminé hacia comisaría y una vez allí fui directa a la máquina de café, estaba medio muerta. Cuando iba a meter la moneda y activar el mecanismo, llegó el subinspector.

—¿Es que pretende envenenarse? Vamos a La Jarra de Oro, la invito a algo que pueda beber sin riesgo para su salud.

—No he pasado por mi casa, tampoco por el despacho.

—¿Y qué?, todo ha estado muy tranquilo por aquí mientras usted estaba fuera. Además, para intercambiar informaciones La Jarra es un lugar mucho más alegre.

Estaba en lo cierto, el follón que reinaba en el local, las órdenes cantadas en si bemol por los camareros, el ruido de la cafetera y del molinillo eléctrico de café, los platos apilados con estrépito y la desinhibición natural de los clientes, demostrada a voz en cuello, hacían de La Jarra de Oro un lugar si no más alegre, claramente más caótico. Pero el caos me vino bien para despejarme, hasta el punto de que ya no hubiera necesitado la cafeína, que sin embargo ingerí en forma de un doble expreso. También contó la enorme fuerza magmática de los bares de este país.

Le conté a Garzón mis impresiones del desplazamiento a Ronda y le hice partícipe de la sensación de que Julieta López no mintió del todo durante el juicio ni había mentido hablando conmigo.

—Puede que se guarde episodios y que tergiverse otros, pero una cosa está clara, Fermín: el italiano existió. Nuestros colegas y el juez se pasaron de listos no dándole crédito al testimonio de la chica.

—¿Cómo puede estar tan segura?

—Porque Julieta estaba aterrorizada, y sólo mencionar al italiano se le ponía cara de pánico.

—¿Y, aparte de Italia, de dónde salió ese tipo?

—Ni idea; pero todo es confuso. Pensar que buscó a un italiano para que lo sustituyera en el desvalijamiento de la casa de Siguán no me cuadra.

—Pongamos que Quiñones tuviera otra cosa importante que hacer ese día, algún delito lustroso que le coincidiera en fecha y hora con la cita de Julieta y Siguán. Temía que el viejo no volviera a recibir a la chica en su casa y no quería que se les escapara la ocasión de desplumar a un pájaro con pasta. Como ella siempre tenía que vigilar al bello durmiente, recurrió a la ayuda de un colega que se llevaría una parte del botín. Mejor eso que nada.

—¿Un colega italiano?

—¿Y por qué no? Le aseguro que no todos los italianos que pasean por Barcelona vienen a ver las obras de Gaudí. La delincuencia también se ha globalizado, inspectora. Supongo que no hace falta que le enseñe los archivos.

—No, por supuesto que no; pero es que hay algo más. Afirmé ante Julieta que el italiano quizá entró en la casa y fue directamente a matar a Siguán y ella no lo negó.

—¿Lo corroboró entonces?

—Lo dejó en un «quizá»; pero le repito que estaba aterrorizada.

—Eso no quiere decir gran cosa; es lógico que actúe así. Póngase en su lugar: está la mujer tan tranquila con su nuevo maromo en su casita de campo haciendo sillas y llega usted de improviso con la buena noticia de que el caso se ha reabierto. Por supuesto, la tipa se echa a temblar y, por si acaso, se reafirma en todas las declaraciones que hizo hace cinco años. Pero… y eso demuestra que muy tonta no es, le da a usted un «quizá» como carnaza para que se vaya contenta y la deje en paz de una vez.

—No puedo estar de acuerdo con usted. Esa chica no es tan taimada, hasta sentí auténtica lástima por ella, se lo digo en serio.

—¡No es necesario que añada nada más! Como de costumbre, ha puesto usted a funcionar su corazón oculto, ese corazón tierno y compasivo que se apiada del culpable a la menor ocasión. ¿Por qué no funda usted una ONG a favor de los chorizos del mundo, «Delincuentes sin fronteras» o algo así? No sé si se le apuntarían muchos voluntarios para colaborar, pero usted se lo pasaría de maravilla.

—¡Es usted muy gracioso!

—¡Petra, por Dios!; esa chica es una pajarraca que se dedicaba a la prostitución con chulo y todo. No contenta con eso, drogaba y robaba a viejos indefensos. Yo no me sentiría nunca conmovido por alguien de esa calaña.

—Entonces es que no cree usted en nuestro trabajo. La cadena de la que formamos parte consiste en nuestro caso en llevar a una persona frente a un juez, y este dictamina según la ley si es culpable o inocente. Si sale culpable, es condenado a cárcel con el objetivo de que se rehabilite. Y algunas veces lo consigue, ¿comprende?

—Ya, y se vuelve bueno de repente.

—¿Usted cree que uno nace bueno o malo, Garzón?

—¡No pienso dejarme liar en filosofías!; ahí me gana usted con los ojos vendados y una mano atada a la espalda. Dejemos aparte el lado humano del asunto y cuénteme qué teoría ha elaborado con las novedades de Ronda, porque o poco la conozco, o ha elaborado una teoría.

Tragué saliva para serenarme. Lo que me apetecía en aquel momento era arrearle al subinspector con un taburete del bar en la coronilla, pero reprimido el impulso, argumenté:

—Alguien, por alguna razón que ignoramos, quería ver muerto a Siguán. Una venganza, una deuda no cobrada… es pronto para hacer afirmaciones de ese calibre. Quienquiera que fuera busca a un sicario, porque ese italiano alto y fuerte que mata sin preguntar después de haberse cerciorado de la identidad de su víctima tiene toda la pinta de ser un sicario. El sicario sigue instrucciones y contacta con Quiñones, porque sabe que se dedica con una joven prostituta a desvalijar casas de viejos. Le pide suplantarlo la noche de autos. Le promete que le pagará bien, muy bien, mucho más de lo que pueda obtener por cualquier robo. Además, le dará la oportunidad de esconderse una temporada en Marbella hasta que pase un tiempo y todo se haya difuminado. Es muy posible que no le confiese su intención de cargarse al empresario para que no se asuste. Le dice que quiere darle una paliza, un escarmiento, acojonarlo… no lo sé. Si sucedió de este modo, Julieta López no contactó con Siguán por casualidad, sino que iba claramente a por él, conociendo sus aficiones putanescas. Además, si sucedió de este modo, quedaría explicada la muerte de Abelardo Quiñones en Marbella, un tiempo después para disimular. La misma persona que lo utilizó se ocupó de mantenerlo callado a perpetuidad. Un plan perfecto.

Se quedó pensando un buen rato en silencio, apuró su café. Luego me miró con cara de preocupación.

—Hágame un favor, Petra: no le cuente nada de eso al comisario. Como teoría es impecable, pero no tiene ni una sola prueba que la avale. Si el italiano existió, y aceptarlo ya es un acto de fe, es más fácil pensar que era un colega de Quiñones y que le pidió que lo sustituyera esa noche porque él debía estar en otra parte, sin más adornos.

—No es lógico que un delincuente le encargue un delito a otro y tampoco es lógico que Quiñones no le cuente a la novia por qué va a ir otro tipo a hacer el trabajo, a no ser que desee mantenerla ignorante para protegerla de algo grave.

—La inteligencia es lógica, inspectora; pero la vida no. Parece mentira que no lo sepa. Y ahora sugiero que volvamos a comisaría. Coronas ha preguntado por usted de buena mañana porque quería que le diera el parte de su viaje a Ronda.

—¡Coño, Garzón!, ¿por qué no lo ha dicho antes?

—¿Desde cuándo un jefe ha de tener la información de un caso antes que un subordinado, sería eso lógico?

El comisario escuchó mi relato de modo rutinario, echando miradas nada disimuladas a la pantalla de su ordenador. Yo seguí el consejo de Garzón, que era de libro: nunca subas un escalón sin haber puesto los dos pies en el anterior. Sin pruebas no hay teorías, de modo que mi relación de los hechos de Ronda resultó breve. Lo único en lo que me aventuré fue al resaltar mi convicción de que Julieta López no mentía en torno al italiano, y tuve la clara percepción de que a Coronas le traía completamente sin cuidado.

—Muy bien, Petra, muy bien. Estamos haciendo lo que tenemos que hacer: todo bien revisado y paso a paso. ¿Ha escrito ya su informe?

—Aún no he tenido tiempo, señor.

—Pues hágalo en cuanto pueda, no vaya a ser que el juez lo solicite en cualquier momento. Me da en la nariz que este juez va a resultarnos un tanto puñetero. ¡Y páseme la lista de sus gastos de viaje, que tengo que firmársela!

Levantó la vista de mi persona, si es que alguna vez la había posado de verdad, pero volvió a mirarme al comprobar que no me iba.

—¿Se le ofrece algo más, inspectora?

—Usted cree que estamos perdiendo el tiempo porque aquí en realidad no hay caso; ¿es así, señor?

Elevó ambas cejas con el mismo escepticismo filosófico con el que debía hacerlo el propio Schopenhauer.

—En fin, mi querida Petra, ¿qué puedo decirle? Un comisario es un ser atribulado por mil y una obligaciones diferentes: hay que ser legalista, diplomático, justo con los subordinados, respetuoso con los superiores, cauto con los medios de comunicación y complaciente con los jueces. Cuando yo estaba en su puesto, como investigador de Homicidios, sí me planteaba muchas dudas y me hacía muchas preguntas sobre los casos que llevaba entre manos. Ahora, en el lugar que ocupo, prefiero dejar de lado cualquier especulación que me obligue a pensar demasiado. ¿Me comprende?

—Le comprendo muy bien.

—Y sin embargo, usted piensa que aquí hay caso, ¿verdad, inspectora?

—Cada vez lo creo con más firmeza.

—Entonces, todo lo que le he dicho sométalo a cuarentena, porque yo le aseguro que si me aporta pruebas de que estamos frente a un caso que en su día no se resolvió o se resolvió mal, pondré en sus manos todos los recursos necesarios para que atrape al asesino. Se lo prometo.

Quizá esperaba que me pusiera a aullar de placer ante semejante postura altruista, pero me limité a despedirme y salir, sintiéndome más sola que la una. A nadie parecía importarle la verdad, y si yo hubiera sido medianamente lista, la hubiera esquivado también. Pero a veces las intuiciones se forman en la mente con tal fuerza, con tal claridad, que debemos concederles espacio y crédito, aunque hacerlo vaya contra la racionalidad, un concepto lleno de buena reputación.

Empecé a redactar el informe de las narices que, cercenadas las subjetividades a las que me había librado sin medida, se convertiría en un inútil y sangriento muñón. Cuando estaba, ya resignada, cumpliendo con mi deber, apareció de nuevo Garzón.

—¿Qué tal le ha ido con el jefe?

—Me ha prometido que, si me porto bien, me dará un caramelo, aunque pequeño; recuerde que tenemos el presupuesto recortado.

—Un caramelo pequeño bien administrado puede endulzar muchas amarguras; todo consiste en chupetearlo con moderación.

Lo miré de través.

—¿Y a usted, cómo le ha ido con Rosario Siguán?

Se sentó frotándose las manos, como si se dispusiera a hincar el tenedor en un plato sabroso.

—Para empezar debo decirle que tiene usted una mente privilegiada. ¿Se acuerda de lo que me advirtió sobre las tres hijas del rey Lear? ¡Pues ha resultado exacto! La pequeña adoraba a su padre.

—Eso es algo de cajón. ¿Le ha parecido bien al menos a esta que se haya reabierto el caso?

—Para nada. No tiene el más mínimo interés en la investigación. Dice que lo pasado es mejor no tocarlo para no sufrir.

—¿Y con respecto a su madrastra?

—No es mucho más misericordiosa con ella que la hermana mayor. No critica que su padre volviera a casarse, pero la Piñeiro no le cae bien. Hace un análisis idéntico al de Nuria: una mujer demasiado joven que se unió al padre por interés. Comentó que pasaba el tiempo haciendo cosas frívolas: salir de compras, jugar al tenis en un club, ir a la peluquería…

—Muchas mujeres ricas con el marido inmerso en el trabajo hacen cosas así. Tampoco veo en ello una excesiva crueldad mental.

—Pero una madrastra es una madrastra, inspectora. ¿No escribió Shakespeare nada sobre ellas?

—¡Joder si escribió! Y dígame, ¿cómo es Rosario Siguán?

—Nada que ver con la hermana mayor. Esta es muy apocada, de aspecto insignificante, con vocecita de niña. Nunca te mira a la cara, baja los ojos al hablar y tiene tendencia a estrujarse los dedos de las manos. Al principio me pareció que estaba asustada, pero luego vi que era simple timidez. Me aseguró que no tenía ni idea de los negocios de su padre, pero insistió en que era un hombre íntegro y dijo algo que no sabíamos: Adolfo Siguán hacía obras de caridad.

—¡Hay que joderse!, no comprendo cómo a este tío no lo han beatificado ya. ¿Le preguntó sobre la afición a las putas jóvenes de su padre?

—No me atreví. ¡Parecía una chica tan frágil!

—No importa; por ahora es una toma de contacto suficiente. Nos queda la hija número dos. ¿Cómo se llama?

—Elisa. Pero le recuerdo que esta vive en Nueva York; de modo que para hablar con ella tendríamos que viajar a Estados Unidos. ¿Cree que el presupuesto de comisaría dará para tanto?

—Pregúnteselo al comisario, hace tiempo que no lo oigo reír.

—A lo mejor la manda a usted sola.

—Sí, en primera clase. Vaya a verle y pregúntele qué métodos estamos autorizados a utilizar: teléfono, videoconferencia… Yo seguiré con el maldito informe.

Regresó al cabo de media hora. Las indicaciones oficiales determinaban que debíamos utilizar internet para comunicarnos con Elisa Siguán. El comisario se saltaba las reglas criminológicas que aconsejan llevar a cabo los interrogatorios siempre cara a cara con el fin de apreciar todos los estados de ánimo del interrogado. Como no se trataba de una sospechosa ni su testimonio podía considerarse básico, el chat bastaría. Garzón se encargó de organizarlo todo.

Las diferencias horarias entorpecieron un tanto el proceso, pero finalmente la psiquiatra se avino a concertar con nosotros una conversación en línea desde su despacho profesional. Garzón estaba encantado con todos aquellos adelantos tecnológicos, y cuando nos sentamos a chatear, glosó las virtudes del sistema desde su siempre estrafalario punto de vista:

—Esto del interrogatorio virtual tiene muchas ventajas, inspectora. Por ejemplo, no hay que disimular frente a la persona. Si se nos ocurre cualquier comentario sobre lo que va contestando la interrogada, pues lo soltamos y en paz. ¿Y qué me dice de la libertad de movimientos que nos proporciona? Podemos ir comiendo algún tentempié e incluso si hubiera un partido de fútbol interesante, tener una pantalla de televisión al lado de la del ordenador e ir dándole una miradita de vez en cuando.

—¿Quiere dejar de decir chorradas? Supongo que tendremos que ponernos mínimamente en situación, y no se me ocurre cómo puedo hacerlo con usted hablando de fútbol y arreándole al tentempié.

—Es usted aburrida, Petra. ¡Mire, ya estamos en línea!

El inicio de la conversación se desarrolló entre las convencionales fórmulas de saludo y cortesía. Luego vinieron las preguntas rutinarias, que resultaban mucho más absurdas en el lenguaje escrito. Garzón, sentado a mi lado, alargaba exageradamente el cuello hacia el ordenador. Arranqué la primera cuestión de cierto interés:

¿Cree usted que se justifica la reapertura del caso por el asesinato de su padre?

No tengo ni la menor idea.

¿Piensa que la versión que se hace de Abelardo Quiñones, el asesino de su padre, es cierta? ¿Opina que la muerte de este en Marbella se produjo a manos de algún otro delincuente y nada tiene que ver con el crimen del señor Siguán?

Ya le digo que no tengo ni idea. Eso es lo que dijo en su momento la policía y yo lo creí. ¿De qué me habría servido hacer otro tipo de conjeturas?

—Oiga, Petra, esta chica parece de pocas palabras, por lo menos mediante internet.

Hice como si no hubiera oído al subinspector, pero sólo porque pensaba lo mismo que él. Había empezado a ponerme nerviosa, aunque disimulé. Escribí:

¿Qué clase de hombre era su padre? ¿Puede describirnos un poco su carácter, su forma de ser?

Pasaron casi cinco minutos sin que en la pantalla apareciera respuesta alguna. Garzón se movía incómodo en su asiento, consiguiendo que mi nerviosismo se acentuara. Maldije que estuviera prohibido fumar en el interior de la comisaría, un cigarrillo hubiera hecho más livianas las esperas. Encima, mi compañero tomó la inoportuna decisión de hablar.

—Yo creo que se está cachondeando de nosotros.

—¿Quiere hacer el puto favor de mantenerse en silencio? —exploté. En aquel momento, un largo mensaje iluminó el espacio:

Inspectora Delicado: Veo que es mejor que sea sincera con ustedes porque, de lo contrario, vamos a estar dándole vueltas a temas que no tienen ningún interés. Perdonen que vaya tan al grano, pero después de haber vivido muchos años en América, me he vuelto práctica como los americanos. Hay dos preguntas a las que puedo contestarle y que considero muy ilustrativas: ¿por qué me hice psiquiatra? Es una, y la otra: ¿Por qué me vine a vivir a Estados Unidos? Me hice psiquiatra porque mi familia siempre ha sido patológica y yo abandoné Barcelona porque deseaba estar lo más lejos posible de ella. Si sirve para su investigación puedo darle más explicaciones.

—¡Toma! —exclamó por lo bajo Garzón, haciendo caso omiso de mi petición de silencio.

Esas explicaciones resultarán de gran interés para mí; por lo tanto, le ruego que sean lo más claras y extensas posible.

Esperamos de nuevo, esta vez con auténtica impaciencia. El subinspector, como un eco retardado de mis pensamientos, murmuró:

—¡Qué putada que ya no se pueda fumar en el trabajo!

Le contesté con un leve gruñido, pero al ver que no le mandaba callar de nuevo, se animó y dijo:

—Parece que esto va tomando un cariz interesante, ¿verdad, inspectora?

—¿Por qué no se va a fumar un cigarrillo a la calle?

—¡No diré nada más! Pensé que si hablaba reduciría su tensión nerviosa, pero veo que me he equivocado.

—Pruebe a hacer lo contrario, seguro que acertará.

Automáticamente irguió la espalda y forzó una cara de palo por completo antinatural. Lo miré con desesperación por el rabillo del ojo; era una mezcla perfecta entre Buster Keaton y un poste telefónico. Me juré a mí misma no volver a realizar ningún otro interrogatorio de aquel tipo a su lado. Entonces los dioses oyeron mis plegarias y la pantalla se llenó con un texto de nuevo.

Mi padre siempre fue un hombre dominante y autoritario. Su familia le importaba bien poco, lo único que tenía valor para él era el trabajo, su sacrosanta empresa. A mi madre, una mujer insignificante y dócil, la machacó a conciencia. La trataba como se trata, o mejor dicho como se trataba en el pasado remoto, a una criada. Creo que se casó con ella sólo porque era la norma y para que le diera hijos que pudieran heredar la fábrica. Mi madre tuvo la desdicha de que no naciera ningún varón, y a partir de ahí el desprecio de mi padre por ella se hizo aún más patente. En general tenía una opinión pobre y anticuada sobre las mujeres. Frecuentaba putas, jóvenes a ser posible. No sé qué le habrán dicho mis hermanas al respecto, pero yo le aseguro que mientras tuve noticias suyas, nunca abandonó su afición por las señoritas. Mi hermana mayor es parecida a él, le hubiera encantado participar en el negocio familiar, pero él nunca se lo consintió porque no confiaba en nadie, sólo en Rafael Sierra, que era como su perro. A Nuria únicamente le interesa el dinero, dudo que sienta cariño por alguien, incluido su marido. Rosario, la pequeña, ha sido la más perjudicada por el ambiente de mi familia. Ha crecido en un aire irrespirable, lleno de tensiones y desamor. No ha sabido sobreponerse a esa influencia nefasta. Siempre está triste, es pusilánime, se siente culpable. Creo que por esa razón ha escogido los temas sociales como salida profesional, para expiar una culpa que para nada le corresponde. Como puede deducir, yo me rebelé contra mi padre. Estudié Psiquiatría para intentar comprender lo que sucedía a mi alrededor y, en cuanto acabé la universidad, me largué a Estados Unidos. Le he dicho que Rosario no es culpable pero, en realidad, las tres hermanas lo somos porque nunca defendimos adecuadamente a nuestra madre, que murió amargada y psicológicamente hecha una piltrafa. Espero haberla ayudado con estos comentarios. ¿Quiere saber algo más?

Tecleé a toda prisa:

Dígame algo sobre la segunda esposa de su padre. ¿Qué opinión le merece?

Esta vez la espera fue más corta.

Carece de todo interés para mí. Sé que mis hermanas la detestan y que nunca fueron amables con ella. Piensan que se casó por razones materiales y supongo que llevan razón; pero cualquiera que haya sido esposa de mi padre lleva en el pecado la penitencia. Aunque debo decir que, al parecer, mi padre no se portó demasiado mal con ella, excepción hecha de la infidelidad sistemática que siempre practicó. Si me pregunta por qué Rosalía Piñeiro ha hecho que el caso del asesinato se reabra, le diré que no tengo ni idea, aunque quizá se pueda pensar que, pasado un tiempo, ha decidido perturbar la vida de mis hermanas y vengarse de ellas. No creo que el resentimiento que sin duda debe sentir se haya esfumado por sí solo. Psiquiátricamente está demostrado, inspectora: todos hacemos cosas para compensar el sufrimiento que padecimos en el pasado, del mismo modo que todos intentamos borrar los errores que cometimos. Lo malo es que las nuevas acciones suelen ser también erróneas. Errores sobre errores, esa suele ser la vida de muchos. Para mí la única salida de esa cadena es analizar en profundidad nuestro pasado y afrontarlo con valentía, sin negar la verdad. Eso es lo que he intentado hacer siempre, y no me va mal.

Grabé aquella conversación y también la imprimí en papel. Miré al subinspector que seguía representando el rol de estatua de sal.

—¿Qué le parece todo esto, Garzón?

—¿Puedo hablar ya?

—Sí, y también puede dejar de hacer el tonto.

—Le diré que todo esto me parece jugoso, muy jugoso, pero no veo en qué puede ayudarnos.

—La verdad siempre ayuda. Por ejemplo, ahora tenemos una versión muy fiable de cómo era Siguán en realidad. Alguien por fin ha dicho que siempre frecuentó putas jóvenes. Lo que le sucedió no fue casual, estoy convencida, iban a cargárselo.

—No lo veo tan definitivo. Aún no estoy convencido de que tengamos caso.

—Da lo mismo, nosotros seguiremos investigando hasta que alguien nos ordene parar. De momento vamos a hacerle una nueva visita a un tipo que opina algo muy distinto de Elisa.

—¿A Sierra?, ¡pero si ya sabe lo que le va a decir sobre su magnífico jefe!

—No quiero que me hable del delicioso carácter de su jefe adorable, sino de si sus relaciones con sus clientes italianos siempre fueron impecables.

Como Garzón ya había finalizado su huelga de impasibilidad, mientras nos encaminábamos al Borne dio rienda suelta en diferido al entusiasmo que le producía la conversación virtual que acabábamos de mantener:

—¡Vaya folletinazo, Petra! La hija mediana se ha cargado todo el panorama familiar de un plumazo.

—De un plumazo psicoanalítico, cabría decir.

—¿Cree que es verdad todo lo que ha contado?

—Me parece un retrato muy plausible de un montón de familias de cierta generación. Supongo que, en esencia, todo es verdad, aunque Elisa le haya aportado cierto énfasis a los hechos.

—Claro, me imagino que si todos analizáramos a nuestras familias con conocimiento de causa psicológico, llegaríamos a consecuencias inesperadas.

—A consecuencias desastrosas, Fermín, de las de echarse a llorar.

—¡Hombre, inspectora, no sea tan taxativa!; debe de haber familias muy felices por ahí.

—No lo crea, toda familia es un nido de víboras por definición. Le expondré una parábola. Imagínese un barco que navega aislado en alta mar y del que uno no puede desembarcar de ninguna manera. Imagínese que a las personas que viajan contigo hay que amarlos a toda costa, aunque veas en ellos grandes defectos e incluso una actitud hostil hacia ti. Imagínese que sabes que tus propios defectos provienen de los otros viajeros la mayor parte de las veces. Imagínese que, si los viajeros son abominables y lo piensas, ya estás cayendo en falta y sintiéndote en falta a perpetuidad. Bueno, pues ese barco es la familia y los viajeros, lógicamente, todos sus miembros.

Se quedó pensativo, debía verse en alta mar junto a sus padres y hermanos, todos vestidos de marineritos. Luego saltó:

—¡Joder con la parábola! Pues yo tengo una familia cojonuda. Mi hijo vive en Estados Unidos, con lo que no me da el coñazo para nada, y con Beatriz soy felicísimo; es una mujer maravillosa, excepcional.

—¿Todo, absolutamente todo le gusta de ella? —pregunté por puro y malvado placer.

—¡Hombre, decir eso es decir mucho! Siempre hay cosillas sueltas… por ejemplo, no me gusta que me controle tanto la comida; claro que luego pienso que lo hace por mi bien. A veces se pone pesada con la cultura: exposiciones de arte, ópera en el Liceo, de vez en cuando alguna obra de teatro, me da libros para leer…

—Pero todo eso no tiene nada de malo.

—No, pero en ocasiones me da por pensar que tanto entrenamiento cultural se debe a que se avergüenza de mí.

—¿Ve?, en cuanto hacemos un análisis más profundo de la convivencia, el camino de la felicidad siempre se tuerce.

—Pero hay que tolerar y transigir, ese es el abc del matrimonio.

—Exacto, ¿y qué podemos opinar de algo que se basa en la capacidad de aguante?

—¡Joder, inspectora, me está poniendo nervioso! ¿Es que le va mal con Marcos?

—Estoy de acuerdo con usted en que transigir se revela como algo necesario; pero al final se convierte en una obligación que uno se autoimpone por el bien de la relación, lo cual resulta incómodo. Además, con el cónyuge también va uno en el mismo barco. La única diferencia con el barco de padre y madre es que de este sí se puede desembarcar.

—No me diga que está pensando en divorciarse de nuevo.

—No; sólo le estoy tomando un poco el pelo.

—Pues no me hace ni puta gracia, la verdad.

Me reí de buena gana. Me encantaba jugar un poco con el subinspector; era tan bienintencionado y tan sincero que yo siempre llevaba las de ganar.

—Por cierto, Fermín, ¿dónde demonio estamos? Llevamos media hora caminando y aún no hemos llegado a ninguna parte.

—¡Claro, joder!, es que nos hemos pasado, hemos dejado atrás la dirección. Culpa suya; con todo ese galimatías del barco, la familia, el matrimonio y la Biblia en verso ya no sé ni dónde estoy.

Volví a reír a carcajada limpia. Nadie me hacía reír tan a gusto como Garzón. Él lo sabía, y estaba encantado de que así fuera, aunque se encargara de disimularlo frunciendo el ceño con falso enfado, y poniendo cara de mártir a punto de entregar su alma a Dios.

La descerebrada de la boutique Nerea enseguida nos reconoció, pero lejos de acercarse a nosotros, al menos para saludar, huyó despavorida hacia el interior, como si hubiera visto a un par de atracadores con la recortada bajo el brazo. Un segundo después, Rafael Sierra, con su estilo suave y pausado, nos invitaba a pasar a su despacho.

—¿Ha sucedido algo nuevo? —preguntó. Nadie suele darse cuenta de que preguntar eso a un policía en el trascurso de una investigación es una grosería cercana a la ilegalidad.

—Ya sabemos que las cuentas de su patrón quedaron perfectamente claras al disolverse la empresa; pero hay algo sobre lo que nos gustaría que hiciera usted memoria: sus clientes italianos. Antes de su muerte se había iniciado una recuperación en la facturación, y parece ser que fue gracias al incremento de negocio con Italia.

Se quedó con cara de no entenderme y me miró con prevención.

—¿Es que ha sucedido algo que justifique esa pregunta, inspectora?

Su insistencia en pedir información más que ofrecerla empezaba a mermar mis reservas de paciencia, siempre escasas en realidad.

—Señor Sierra, no estamos autorizados a contestar ningún tipo de pregunta sobre nuestro trabajo. Se supone que es usted quien debe hacerlo.

Pareció súbitamente horrorizado por su torpeza. Estiró ambas manos hacia mí. Se había puesto muy colorado.

—¡Perdóneme!; es sólo una manera de hablar. Contestaré a todo lo que quieran. Lo que ocurre es que me cogen desprevenido, hace tanto tiempo de aquello… bien, supongo que en nuestra relación comercial con los clientes italianos pudieron surgir a lo largo de los años algunas dificultades, siempre las hay: plazos de entrega reclamados, estampación no satisfactoria de alguna tela…, ¡qué sé yo!, lo habitual en el trabajo.

—No; me estoy refiriendo a la última época de la vida del señor Siguán y a inconvenientes más significativos: pérdida de algún cliente importante, desacuerdos económicos graves…

—¡Ah!, si se trata de eso ya puedo contestarle que no sin necesidad de consultar papeles. No, no sucedió nada grave en ese periodo ni en ningún otro.

—¿Cabe la posibilidad de que hubiera existido algún problema que el señor Siguán no le hubiera comunicado a usted?

—De ninguna manera, don Adolfo me informaba de todo. Además, siempre tuve acceso a toda la contabilidad y documentos de la empresa. Si hubiera sucedido algo extraordinario no hubiera escapado a mi atención.

—Todo fue perfecto, entonces.

—Lamento que suene un poco pretencioso, pero me temo que así es.

—No siempre lo que parece perfecto lo es, señor Sierra —intervino Garzón poniéndole en la mano las hojas impresas de nuestro chat con Elisa.

Sierra las mantuvo frente a su cara, leyéndolas a toda velocidad. Su rostro no cambió de expresión, pero era evidente que se había cubierto de sudor. Al final exclamó:

—No soy quién para decirlo, pero lo que está escrito aquí me parece del todo injusto. Adolfo Siguán no era ni mucho menos así. Pero ustedes saben muy bien que en todas las familias puede darse el caso de un hijo rebelde y Elisa siempre lo fue. Pero fíjense en que la chica estudió lo que quiso y tuvo libertad para administrar su vida sin que le faltara el apoyo económico y moral del padre. Eso es evidente: nunca tuvo que trabajar para pagar sus estudios, y cuando se marchó a Estados Unidos, el señor Siguán no se enfadó.

—¿Y lo que dice de las prostitutas? —remachó mi compañero.

—Nunca tuve constancia de eso —se limitó a afirmar, y cuando vio que su escueta respuesta no nos convencía, añadió—: Que estuviera muy unido a don Adolfo, que él depositara una gran confianza en mí no incluye todos los órdenes de la vida, naturalmente. Nunca entré en su mundo privado, como es lógico. Pero en fin, todos tenemos alguna debilidad, ¿no les parece?

A mí no me parecía nada. El tal Sierra cometía todos los errores típicos de la gente con respecto a los policías, entre ellos imaginar que nosotros juzgábamos moralmente a los implicados en un caso, o que la vida de los encartados desencadenaba sobre nosotros algún atisbo de curiosidad. No, a mí las circunstancias personales de aquel tipo me importaban un cuerno, y sólo preguntaba por ellas al intuir que tenían bastante relación con su asesinato.

Al salir de la tienda sentía un cansancio profundo, un gran cabreo también. De aquel hombre, agradecido y cabal, no obtendríamos gran cosa. Con toda probabilidad había cerrado los ojos ante los aspectos negativos de su jefe. Como suelen hacer los perros fieles, lamía la mano de su amo sin preguntarse si estaba limpia o no. El retrato psicológico de Siguán estaba resultando más monocorde de lo que esperaba. Era obvio que las principales voces que lo habían trazado estaban movidas por el interés económico. Esa es la estela que un hombre rico deja tras de sí. Sólo se revelaba como inarmónico el testimonio de la hija mediana, aunque tenía amplios visos de realidad. Siguán el hombre había cumplido con el orden establecido y la sociedad casándose y teniendo hijos, aunque lo que le importaba de verdad era su empresa. En su lado oscuro estaban las putas jóvenes. Cierto que hubiera sido más presentable que su afición se hubiera limitado a coleccionar obras de arte, pero cada uno «actúa» según su sensibilidad, y la de Siguán no era obviamente la de un poeta.

Hurgar en los entresijos de aquel individuo empezaba a provocarme urticaria, algo que siempre me sucede cuando entro en contacto con gente que tiene un alma vulgar. Hubiera preferido de lejos tener entre manos una personalidad terrible, de tintes despreciables, a un hombre truculento, a un auténtico cabrón; pero esas elevadas aspiraciones casi nunca se cumplen. Lo usual es bregar con víctimas o culpables de lo más anodino, en cuyos ángulos anímicos nunca se encuentra el gran cáncer de la maldad, sino las emanaciones desagradables de forúnculos llenos de miseria moral, ambición o taras psicológicas menores. Garzón no decía ni pío, se limitaba a conducir con cara de fatiga.

—¿Quiere que tomemos una cerveza antes de irnos a casa, Fermín?

No se hizo de rogar. Aparcó el coche en el primer espacio vacío que halló con la seguridad de que, a menos de cien metros, habría un bar, una apuesta muy fácil de ganar en mi país. En esta ocasión fue una pequeña cafetería con aires de diseño moderno. Nos sirvieron dos cervezas heladas que bebimos sin habernos deseado salud previamente.

—¿A veces no le dan ganas de dejarlo todo, subinspector?

—Yo también estoy reventado hoy.

—Me refería a un cansancio más profundo. No me haga mucho caso, seguramente es esta historia del asesinato de hace cinco años. El que se trate de algo pasado potencia la sensación de inutilidad de ser policía. Corremos tras la quimera de erradicar el mal y reinstaurar la justicia, pero en realidad siempre estamos en el mismo punto.

—Supongo que eso pasa en todos los trabajos. Los maestros corren tras la quimera de que los niños se vuelvan sabios, los médicos de que los enfermos recuperen la salud; pero ¿qué pasa la mayor parte de las veces? Pues que los niños siguen siendo más brutos que la madre que los parió y los enfermos andan tirando con sus achaques. Pero no hay que confundirse, porque los unos son un poco menos brutos y los otros se encuentran mejor. De manera que nosotros no erradicamos el mal por completo, pero a algún que otro hijo de puta sí lo metemos entre rejas, ¿o no? Pues confórmese con eso porque es lo que hay.

—Si está intentando animarme no se esfuerce, Garzón, cada vez me siento más hundida.

—¿Se animará si nos atizamos otra cerveza?

—Probablemente, sí.

—Pues entonces vamos allá.

Salimos del bar con pinta derrotada. El subinspector me llevó a casa y con un simple gesto de los ojos, nos dijimos adiós.

La época en la que Marcos me preparaba todo tipo de manjares para cuando regresara del trabajo había pasado ya. Por fin había podido convencerlo de que esas muestras de cariño práctico no eran imprescindibles en la vida diaria. Él también había relajado de manera espontánea sus cuidados hacia mí. La convivencia de las parejas no se desarrolla de forma uniforme, sino que sufre variaciones en el ritmo y acoplamientos a la edad. Y eso no es negativo aunque lo parezca, porque impide perder el tiempo en un montón de detalles delicados que en el fondo aportan muy poco a la causa del amor.

Marcos estaba trabajando en su estudio cuando llegué. Me sonrió, me preguntó si estaba cansada y propuso que bajáramos a la cocina para tomar algo. Le pedí que me dejara tumbarme en el sofá mientras él seguía con lo suyo. Deseaba quedarme allí quieta, sin hablar. Me dio la espalda y continuó en el ordenador. Entorné los ojos, lo veía a través de las estrechas rendijas de los párpados: su espalda fuerte, los movimientos seguros de sus manos. Oía de vez en cuando los pequeños sonidos que emite un ser humano incluso estando en silencio: un suspiro, un carraspeo, el roce de los codos sobre la mesa. Tenía la impresión de ser una privilegiada pudiendo estar en la misma habitación con otra persona sin ninguna necesidad de hacer nada en común: conversar, comer, oír música, leer… El sueño me fue venciendo poco a poco.

De madrugada desperté con un sobresalto. Marcos ya no estaba en el estudio. Me había tapado con una manta, dejándome dormir a placer. Una buena decisión. Levanté mis huesos, que crujían, y puse rumbo al dormitorio. Tuve mucho cuidado en no despertarlo. Me tumbé junto a él y reinicié el sueño, sintiendo una extraña plenitud.