El comisario Coronas me contestó con uno de sus típicos: «¿cómo?», que siempre expresaba incredulidad en vez de interrogación.
—Los tiempos han cambiado, Petra, ya no se viaja así como así. Estamos en un momento de crisis general y los presupuestos de la Policía ya no son tan amplios como antes. Hay que atenerse a esa realidad.
—No me lo puedo creer; que los presupuestos fueran antes amplios, quiero decir.
—Pues así es. Hay que afinar el tiro y ahorrar todo lo que se pueda.
—No le estoy pidiendo que nos mande a Singapur, señor. Ronda no está tan lejos.
—Aun así hay que pedir permiso, justificar el desplazamiento y hacer papeleo.
—¿Y si echa usted mano del fondo de reptiles?
—En ese fondo ya sólo quedan arañas y ratones. ¡Ah y olvídese de que la acompañe el subinspector Garzón! Usted sola puede apañarse perfectamente.
—Pero…
—No hay peros que valgan. Dentro de dos días le daré la autorización.
—¡Dos días es demasiado!
—No veo la razón de tanta prisa. En este caso el muerto no está caliente y el asesino no puede escapar. De modo que…
Supongo que la Policía no es la única institución que te encarga un trabajo para luego regatearte los medios de llevarlo a cabo. Contradicciones del mundo oficial. Pero no ser la única no me ofrecía ningún consuelo. Trabajar formando equipo con Garzón se había convertido en una costumbre muy enraizada en mí. Además, me molestaba la cutrez, que parecía implicar una desconfianza. Como si hacer un viaje de trabajo constituyera el colmo de la diversión. ¡Y dos días para lograr una autorización! En fin, de todas las virtudes que se le exigen a un policía la paciencia no es la que llevo mejor, tampoco la obediencia, si debo decir la verdad.
Regresé a casa. Abrí el ordenador. Debía replantear el trabajo y buscar una labor alternativa al viaje durante los dos días que este se demoraría. Debía sobre todo aplacar mi inquietud. Miré bien los informes. Sí, adelantaríamos los interrogatorios de las hijas, previstos para después del regreso. A eso nos dedicaríamos mi compañero y yo hasta que me permitieran gastar los miserables euros necesarios para un billete y un hotel. ¡Qué lejos quedaban aquellas idealizaciones de la juventud en las que me veía viajando por toda Europa en pos de un asesino de extrema peligrosidad!: elegantes salones en hoteles de lujo y yo vistiendo entallados tailleurs. ¡Mierda!, como suele decir el pueblo cuando se ve embargado por el desánimo existencial. Aunque, pensándolo bien, ya era mayorcita y seguía teniendo las mismas ridículas ensoñaciones: la inspectora Petra Delicado enfrentada al crimen internacional en plan glamuroso. ¿Cuándo deviene uno adulto maduro, en realidad? Cada vez que recordaba algo de mi pasado me parecía que ni mi personalidad ni mis reacciones eran lo suficientemente maduras para la edad que tuviera. Ahora mismo, cuando en el futuro pensara en el ataque de frustración profesional que estaba sufriendo, ¿no me parecería un poco desmedido? Intenté demostrarme a mí misma una cierta sabiduría. «Calma, Petra —me dije—. De nada sirve desesperarse. Hay muchas cosas que hacer en este caso. Dos días pueden incluso venirnos bien».
Oí el ruido de las llaves en la puerta. Marcos llegaba de trabajar. Entró y nos besamos en los labios, como siempre solíamos hacer. Una vez cumplido el rito amoroso, me miró con cara seria.
—¿Puedes explicarme ya qué ha pasado con tu bolso? ¿Es ahora un buen momento para hablar?
No hacía falta tantear mínimamente su estado emocional, el mal humor se palpaba a flor de piel. Intenté poner en práctica las fórmulas de madurez en las que acababa de pensar: calma y reacciones suaves.
—Es difícil explicarlo, querido, pero lo cierto es que he tenido que regalarlo. Una testigo, interna de Wad Ras, me lo pidió a cambio de una información muy importante. No tuve más remedio que ceder a su chantaje. Lo que ella sabía resultaba básico para la investigación que estamos llevando Garzón y yo.
—¡Vaya, cómo aprecias mis regalos! No hablo de lo material, pero ¿tienes la menor idea de lo que me costó escoger ese bolso? Le pedí a la secretaria del despacho que me acompañara a comprarlo para contar con la asesoría de una mujer. Descartamos muchísimos, recorrimos al menos diez tiendas.
—Lo sé, Marcos, y créeme que lo siento de verdad. Asumo la culpa porque no me di cuenta de que llevar ese bolso en horas de trabajo era casi una provocación. Me daba un aire de pija, de alguien que se considera superior a la gente a menudo pobre y vulgar con la que me veo obligada a tratar mientras investigo. Fue un fallo incomprensible, hubiera debido lucir ese bolso sólo en mi vida personal.
—¿A qué vida personal te refieres? Tú y yo casi no tenemos vida personal, el trabajo ha acabado invadiéndola por completo. Cuando yo llego, tú te vas. Tus horarios resultan imprevisibles la mayor parte de las veces y yo, para no estar solo como un bobo, me traigo tareas a casa, lo que raramente hacía antes. Somos marido y mujer, pero hay vecinos de este barrio que se ven con más frecuencia e intimidad que nosotros dos.
Seguí aplicando la fórmula de la calma madura heroicamente, aunque cada vez con mayor dificultad.
—¿Sabes qué vamos a hacer para empezar a ponerle remedio a todo eso? Voy a servir un par de copas y nos sentamos a charlar sobre estos problemas. La comunicación no se puede perder.
—Imposible, tengo una cena con unos arquitectos que vienen de Madrid. Te lo dije, te dije incluso si querías acompañarme, pero naturalmente te has olvidado. Nunca me escuchas cuando te hablo.
—Ese es un reproche típico de esposa, ¿por qué lo usas tú?
—Voy a cambiarme de ropa, se me hace tarde.
Mi intento humorístico tampoco había servido. Sin duda, Marcos ya venía contrariado de su despacho y descargaba su malestar sobre mí. Me serví una copa y encendí la televisión. Una tertulia de periodistas analizaba la actualidad. Regresó mi marido, muy peripuesto.
—Me voy, Petra. A lo mejor mañana encontramos un ratito para comer juntos… si no es pedir demasiado.
Su última ironía y el primer sorbo de whisky dieron al traste con mi madurez de usar y tirar.
—¡Perdona, Marcos; pero quien tiene una cena esta noche eres tú. Yo me quedo aquí tranquilamente en plan esposa felpudo. De modo que no me hagas culpable de todo!
—Buenas noches —susurró—. No tengo tiempo para discutir.
Al quedarme sola sentí un profundo arrepentimiento por haber sido demasiado condescendiente. ¿Calma y madurez? ¡Error!, la próxima vez presentaría batalla desde el principio en vez de intentar buscar un consenso. De lo contrario se cumple una máxima humana que no falla jamás: cuanto más cedes, más te machacan. ¡El matrimonio era algo espantoso!, si lo sabría yo que me había casado tres veces. De ser soltera quizá lo habría contemplado con cierta nostalgia hacia lo desconocido: ¡ah, las pequeñas rutinas compartidas, los detalles de cariño, la mutua comprensión! ¡Bullshit!, extranjericé mi enfado. Me acabé la copa de un golpe y me serví una segunda. Apagué la televisión, mejor no tener noticias de la estupidez ajenas y vivir sólo con la propia, en principio parece más fácil de soportar.
Garzón se disgustó cuando supo que no podía viajar conmigo a Ronda. Se puso muy teórico, y estuvo argumentando que un equipo estable de investigación como el nuestro, nunca debería ser fragmentado por motivos económicos. Según él, la Policía Nacional no había sido en el pasado la tierra de la abundancia, pero hasta aquel momento los límites en los que nos movíamos permitían por lo menos pagar un hotel barato para un par de agentes. Sin embargo, seguía su concienzuda reivindicación, si nos empezaban a poner trabas serias para desempeñar nuestro cometido en una pesquisa, ¿cómo podíamos acabar: llevando pistolas sin munición para no gastar, empeñando las esposas cuando el presupuesto no llegara a fin de mes, alojándonos en tiendas de campaña si había que viajar? Reconozco que sus ejemplos hipotéticos resultaban un tanto extremos, pero no le faltaba la razón. Cuando uno se encuentra en la búsqueda de un asesino, los problemas de presupuesto parecen una peligrosa frivolidad.
—Si usted lo considera pertinente, inspectora, puedo ir a darle la tabarra a Coronas en un último intento para que me permita ir a Ronda con usted. Conozco al comisario desde hace muchos años y sé que una tabarra bien administrada puede hacer que se tambalee cualquiera de sus firmes decisiones. Detesta que lo acosen.
—Déjelo, subinspector. Por esta vez vamos a acatar la orden sin rechistar; pero le prometo que si el jefe vuelve a apearlo de algún viaje o misión, yo misma me encargaré de darle un coñazo salvaje hasta que cambie de parecer.
Se conformó, y mientras íbamos a entrevistarnos con Nuria, la hija mayor de Siguán, me informó sobre cómo había finalizado el interrogatorio de Rafael Sierra, su hombre de confianza.
—Desde que usted tuvo que irse hasta que me despedí todo siguió con la misma tónica: Siguán es dios y Sierra su profeta.
—Sí, ese tipo es un estómago agradecido, aunque tiene sus razones para serlo, desde luego. ¿Le comentó qué tal funciona la tienda?
—Dijo que tiene muchas clientas y que le va muy bien. Con lo cual, me dio otro motivo para que las mujeres me resulten incomprensibles: que se vistan en la tienda Nerea.
Me eché a reír.
—Las mujeres somos así, Fermín, encontramos belleza hasta donde no la hay.
—¡Y la pagan a millón!
—¿Tiene la impresión de que Sierra considera necesaria la reapertura del caso?
—En absoluto. Cree en la versión oficial del asesino asesinado por otro asesino de su misma calaña.
—¿Recela de los motivos de Rosalía Piñeiro para acudir al juez?
—Sí, algo insinuó. Supongo que forma equipo con las hijas. Ahora veremos qué nos cuenta la mayor.
Nuria Siguán estaba cercana a la cincuentena. Era alta, recia, de aspecto un tanto imponente. Rubia desvaída, se vestía con la elegancia sobria que muchas políticas suelen utilizar. Su casa, donde estábamos citados, era un enorme ático en la zona más cara de Barcelona, e imperaba en su decoración un tipo de lujo ecléctico y convencional. Estuve observando el rostro de aquella mujer y me pareció que nada destacaba en él, excepto una especie de tensión permanente que estiraba sus rasgos haciéndolo al mismo tiempo juvenil y crispado. Era obvio que no estaba dispuesta a perder demasiado tiempo con nosotros. Hablaba deprisa y con ademanes impacientes, e imprimía al final de las frases tal aceleración, que a veces costaba entender su significado. Al cabo de apenas un minuto de estar junto a ella ya podía hacer un mínimo retrato psicológico sin demasiado miedo a equivocarme: era impulsiva, eficaz, enérgica, intolerante y acostumbrada a mandar.
—¿Se encuentra su esposo en casa? —se le ocurrió preguntar a Garzón.
—Mi esposo viaja casi continuamente. Es director en España de una multinacional química —contestó como aguijoneada por algún insecto.
—¿Tienen ustedes hijos? —fue mi pregunta.
—No —respondió de un modo tan tajante que demostraba hasta qué punto le parecía innecesaria aquella curiosidad. Acto seguido, centró ella misma el tema antes de que nosotros pudiéramos intentarlo siquiera.
—Miren, señores; comprendo que ustedes están haciendo su trabajo y cumplen con una obligación, pero de verdad no veo las razones prácticas por las que tienen que venir a hablar conmigo cinco años después del asesinato de mi padre.
—El juez piensa que…
—Ya sé lo que piensa el juez, y les aseguro que hasta el presente tenía buena opinión de la Justicia, pero que todo un juez de larga experiencia se deje convencer por una mujer de reabrir un caso que quedó prácticamente resuelto en su día me parece…
—¿Tiene usted mala opinión de la esposa de su padre?
—¡Por favor, inspectora, qué pregunta! ¿De verdad lo que yo piense de esa señora puede aportar al tema algún dato de interés policial?
—Señora Siguán, deje que seamos nosotros quienes determinemos lo que tiene o no tiene interés.
Pensé que mi réplica la incomodaría, pero se limitó a hacer un gesto de indiferencia y continuó:
—Mientras mi padre estuvo vivo, y sólo para no contrariarlo, mis hermanas y yo tratamos a Rosalía Piñeiro con absoluta corrección. Pero, siendo sinceros, ya me dirá qué se puede pensar de una chica de extracción humilde que caza al vuelo a un hombre mayor con fortuna y se casa con él.
—Que se ha enamorado, por ejemplo.
—Sí, un flechazo muy oportuno y conveniente. Pues si tan enamorada estaba no puedo comprender por qué al poco de casados dejó de preocuparse por el bienestar de mi padre y se dedicó exclusivamente a darse la gran vida. ¡Por Dios, inspectora, ninguno de los aquí presentes hemos nacido ayer! No es casualidad que mi padre tuviera que buscar la compañía de ciertas señoritas. Ningún hombre feliz haría eso, ¿o usted cree que sí?
—No sé gran cosa de hombres felices, señora Siguán; pero supongo que hay una gran variedad de ellos y que cada uno lo es a su estilo.
—¿Insinúa que el estilo de mi padre era contratar furcias baratas?
—No sé si ese era su estilo, pero estaba con una cuando lo mataron.
En ese momento tenía aquella mujer tan poco dúctil una buena razón para explotar y montar un pequeño numerito; pero no lo hizo. Puso cara de desprecio mezclado con paciencia y suspiró.
—Muy bien, inspectora. Ni a ustedes ni a mí nos conviene perder el tiempo. Dígame claramente qué es lo que quieren saber.
—Cualquier cosa que nos diga sobre su padre y la empresa que creó nos servirá.
—Mi padre era un gran empresario que se hizo mayor, y como sucede con muchas personas brillantes que se han hecho mayores, su criterio empezó a flaquear. La empresa fue a menos y tras morir él, mis hermanas y yo decidimos liquidarla. Se pagaron todas las deudas y la vida continuó. Ahora, una mujer que no tiene la conciencia tranquila por cómo se comportó con mi padre o que simplemente quiere incordiar a la familia, va y remueve las aguas para que parezcan turbias otra vez. Pero no hay nada de eso. A mi padre lo mató un delincuente de baja categoría al que otro tipo de parecidas características hizo desaparecer. La policía no encontró en su día la más mínima unión entre ambos hechos y es porque no lo hubo. ¿Cree que a mí me gusta el modo en que sucedieron las cosas? ¿Piensa que ese es el final que yo quería para él? Pero así fue y punto. Mi propio padre me enseñó que cuando se tienen claros los hechos, hacerse preguntas sobre ellos sólo conduce a la desesperación; y yo no tengo vocación de mujer desesperada.
—Sin embargo, el señor Sierra nos dijo que la empresa había empezado a remontar con fuerza un tiempo antes de morir su padre, que tenía nuevos clientes internacionales: italianos, franceses…
—¡Bah, nada de importancia! Yo colaboraba con él y estaba al tanto de muchas cosas. Aquel remonte fue, ¿cómo decirlo?, pan para hoy y hambre para mañana. No se podía poner ninguna esperanza en el futuro y yo no la puse; nunca he sido una visionaria.
—¿Quién tomó la decisión de liquidar la empresa?
—Las tres hermanas por absoluta unanimidad.
Seguimos haciéndole preguntas generales que ella respondió con una claridad cercana a la impertinencia. Al final nos despidió dándonos la mano e incluso hizo una mueca que quería significar una sonrisa. Se la agradecí, debía haberle costado mucho esfuerzo ponerla en su boca.
—¡Joder! —comentó Garzón en el coche—. ¡Vaya sargento de caballería! ¿Se imagina pasar una noche romántica con ella? Qué música le gustará, ¿las marchas militares? ¡Y apuesto a que su flor favorita es un cactus bien pinchudo!
—Lo que más me fastidia es que lleva razón. ¿Qué pintamos planteándole vagas preguntas sobre su papá cinco años después de diñarla? Hacemos el ridículo con un interrogatorio que no lleva a parte alguna. Al menos ella no disimula lo que debe pensar de nosotros. Le aseguro, Garzón, que como no encontremos pronto algún indicio que valga la pena, este caso se va a ir directo al mismo lugar de donde salió: un maldito cajón.
—Bueno, en todas las investigaciones sufre usted un brote de desesperanza. Esta vez ha aparecido pronto; quizá eso sea positivo.
—Déjese de coñas, subinspector. Me largo a Ronda. Interrogue a la hija pequeña de Siguán, a ver qué saca en claro. Fíjese bien en su personalidad.
—¿La tercera hija del rey Lear?
—La misma. Ya verá como es dulce y amorosa con la memoria de su padre. Le apuesto lo que quiera.
—No quiero apostar nada. Usted sabe mucho sobre cosas raras.
—Diga más bien sobre cosas inútiles, Fermín, sobre esas sí soy una maestra.
Llegué a mi casa. No estaban ni Marcos ni la asistenta. Vi que mi billete electrónico era para un avión que salía de Barcelona tres horas más tarde. Imprimí la lista de tiendas de muebles de Ronda. Preparé una somera bolsa de viaje con lo mínimo necesario. Cuando casi había acabado, llegó Marcos, me dio un beso.
—¿Te vas?
—A Ronda, en busca de un testimonio que puede ser importante.
—No me lo habías dicho.
—Ha sido una decisión de última hora, pero regresaré enseguida. La superioridad quiere ahora viajes cortos. Presupuestos escasos, ni siquiera le han permitido a Garzón acompañarme.
—Lástima, había reservado una mesa en un restaurante estupendo para que cenáramos solos y tranquilos.
—Cenaremos a mi vuelta.
—No es lo mismo.
—Es lo mismo pero una o dos noches después.
—Ni mañana ni pasado será ya mi cumpleaños.
Nunca como en aquel momento había deseado que se desencadenara de pronto y sin aviso un fenómeno de la naturaleza, aunque fuera moderado: un vendaval violento que nos obligara a cerrar todas las ventanas de la casa, un temblor de tierra de baja intensidad en la escala de Richter, al menos una lluvia torrencial. Cualquier cosa que evitara tener que decir una frase de disculpa por mi tremendo olvido. Pero el tiempo atmosférico continuó sereno y soleado, de modo que balbucí:
—Lo siento, querido, lo siento de verdad. Se me había pasado por completo. ¿Cómo puedo pedirte perdón?
—No te preocupes, Petra. Comprendo que estás muy ocupada.
Intenté una explicación de tipo psicológico.
—No es exactamente que tenga mucho trabajo, que también. Lo que me ocurre es que en las primeras fases de una investigación difícil, y esta lo es, me obsesiono mucho y mi mente entra en un estado de ofuscación absurdo. Te aseguro que dentro de unos días se me pasará.
—Tranquila. Tampoco tiene tanta importancia. Ya celebraremos mi cumpleaños cuando vuelvas. Te deseo mucha suerte en el viaje a Ronda.
Decía aquellas palabras de comprensión y consuelo con tal cara de santo aceptando el suplicio de los infieles, que me entraron ganas de poner punto final a su martirio arreándole con algo en la cabeza. Me contuve y lo besé en la mejilla. Tomé la bolsa y salí corriendo hacia el aeropuerto. En el taxi dejé vagar mi mente por los furibundos territorios del pensamiento feminista expresado en estado de cabreo: olvidarse del cumpleaños del cónyuge es un clásico de la vida marital. Sin embargo, suele ser el marido quien se olvida y la situación de crisis queda solventada con un par de reproches y un propósito de enmienda lleno de besos y carantoñas. Sin embargo, si la olvidadiza es la esposa las cosas toman un tinte de tragedia y parece estar en riesgo el amor, la convivencia y hasta la Constitución del país. Rugí para mis adentros. La turbulencia de mi ánimo acabó pagándola el pobre taxista a quien contesté de mal humor cuando me preguntó a qué terminal debía dirigirse. Daba igual, seguro que era un hombre casado y que alguna que otra culpa debía expiar.
Llegué a Málaga al anochecer y alquilé un coche. Conducir me serenó. Andalucía supone una gran contradicción para mí. Sin duda es uno de los lugares que más me gustan de España, con sus paisajes majestuosos y pueblos recónditos produce la impresión de ser salvaje y sosegada al mismo tiempo. Pura belleza. Sin embargo, esa tierra carga con los tópicos españoles que me causan más horror: corridas de toros, romerías, rogativas, procesiones, nazarenos, penitentes, señoritos, cortijos, vírgenes llorosas con manto de oro y plata…
Ronda me recibió en sombras y cuando salí a dar una vuelta después de haber tomado posesión de mi habitación de hotel, tenía la sensación de haber aterrizado en un mundo diferente donde todo era hermoso, recoleto, intemporal y feliz. ¿Por qué Marcos y yo no nos compramos una casa en esta tierra, abandonamos el trabajo y la ciudad y nos dedicamos a vivir con poco hasta el final de nuestros días?, pensé. Aquí, en este rincón callado y como pintado a mano no existirían prisas ni contratiempos, dolor o estrés. Una típica idealización, como se ve, que debería llamarse el síndrome del viaje. De repente llegas a un sitio en el que se te antoja que vivirías en calma total. Pero no es cierto, en el equipaje siempre llevas un cargamento de manías personales, frustraciones, complejos y traumas que se extendería por el propio Paraíso Terrenal convirtiéndolo en un enclave tan poco confortable como el que habías dejado atrás. Aunque de algo sí estaba convencida: de haber vivido los dos en Ronda, el cumpleaños de Marcos no se me hubiera pasado por alto jamás. Había sido un fallo imperdonable y me sentía mal, así que decidí llamarlo aquella misma noche antes de irme a dormir.
Lo hice, con el corazón compungido y ensayando fórmulas cariñosas y humorísticas que pudieran paliar mi desconsideración. Pues bien ¿qué es lo que encontré al otro lado del auricular?: ¡a un marido que estaba tan fresco, viendo fútbol por la televisión!
—Ya sabes que el fútbol no me gusta demasiado. Pero es un partido internacional y la selección española está jugando de maravilla. Te dejo, ya te llamaré en la media parte.
—No lo hagas, me voy a la cama ya.
—Bien, cariño, buenas noches. Espero que mañana tengas un buen día. Y vuelve pronto. ¡Muuuá!
Aquella onomatopeya del beso me sentó como un tiro. «Muuuá», ¿qué significaba aquella ridícula prolongación de la u? Se suponía que debía estar cariacontecido y doliente por pasar solo la noche de su cumpleaños, por no hacer vida de pareja normal y toda esa serie de zarandajas; pero se encontraba tan pancho, sumergido en pleno éxtasis deportivo nacional. La práctica de la convivencia amorosa es muy difícil, concluí, porque la mente del otro nunca sigue los derroteros que cabría esperar. Aunque habría sido peor si se hubiera puesto trascendente, no estaba muy segura de qué hubiera podido decirle en la distancia. Cogí el libro que había llevado conmigo y me puse a leer.
A la mañana siguiente desayuné con buen apetito y me dirigí a la recepción del hotel. Pensaba que Ronda era una ciudad lo suficientemente pequeña como para que la recepcionista conociera las tiendas de muebles de mi lista. No me equivoqué. Cuando le pregunté cuántas de ellas vendían muebles de jardín, la lista se redujo a dos únicos nombres, por lo que estuve a punto de abrazarla, llena de felicidad.
Contraviniendo la costumbre de errar cuando hay un cincuenta por ciento de posibilidades de hacerlo, acerté a la primera. La dueña de Muebles Benito, una simpática mujer de mi edad, con hermoso acento andaluz, enseguida supo a qué me refería cuando le hablé de muebles de jardín artesanales. Yo me guardé de decirle que era policía para que no se extendiera la voz.
—Sí, tengo un proveedor que me hace unos muebles muy especiales.
—¿No es una mujer?
—No, es un chico joven. Trabaja sólo para mí. Hace unas piezas que imitan un poco el estilo country norteamericano. Su producción es limitada. Mire, allí tengo un par de mecedoras.
Me condujo a un rincón de la amplia tienda donde pude contemplar unas mecedoras como las que se ven en los porches de los westerns con un tipo de botas camperas sentado indolentemente encima. La madera debía llevar algún tratamiento que la hacía aparecer vieja y gastada aunque estuviera recién hecha.
—Son bonitas —comenté.
—Ya lo creo, estos muebles gustan muchísimo. Si más me fabricara este chico, más vendería yo; pero no quiere. Llegué a proponerle que contrataría gente que le ayudara para poder sacar más piezas, pero no hubo manera, aunque económicamente le hubiera convenido, la verdad.
—¿Cuánto hace que conoce a ese chico?
—Por lo menos tres años. Por qué pregunta tanto por él, ¿ha pasado algo malo?
—No, nada malo. Está casado con una prima mía que no veo hace años y me gustaría contactar con ellos, pero no tengo teléfono ni dirección, sólo sé que fabrican muebles.
—Juan Moreno no tiene teléfono ni dirección. Las facturas las hago a nombre del cura. Es un chico un poco especial, vive aislado en el campo. Como ya debe saber es exdrogadicto. Me lo recomendó el padre Sánchez, un cura de aquí que hace muy buena labor con los que han tenido problemas con la droga. Pero él no cuenta nada, ni siquiera sabía que estuviera casado.
—Oiga, y si no tiene teléfono ni dirección, ¿cómo se pone en contacto con él?
—Viene todos los sábados por la mañana. Compra cosas en el pueblo y pasa por aquí. Deja los muebles hechos, si los hay, cobra, recibe los encargos…
—¿Sabe el cura dónde vive?
—El cura está en Granada y no creo que lo sepa. Y yo no tengo su teléfono.
—¿No hay nadie, absolutamente nadie que tenga noción de dónde encontrar a ese chico?
—Es usted de Hacienda, ¿verdad?
—Le aseguro que no. Sólo busco a mi prima. Nuestras madres se enemistaron hace muchos años y yo no quiero que las cosas sigan así. Pero dígame, ¿se le ocurre alguien que pueda llevarme de manera rápida hasta Juan Moreno?, tampoco puedo quedarme en Ronda una eternidad.
—Hace un tiempo le enviamos a nuestro transportista con el camión. Había hecho unas mesas de encargo que no le cabían en su furgoneta. A lo mejor se acuerda de adónde fue. Voy a llamarlo al almacén.
Habló a través de un interfono. Pidió que esperara un momento. Me miraba con curiosidad, aquello de la prima perdida no debía de cuadrarle del todo. Sin embargo, cualesquiera que fueran sus sospechas, no había caído en que fuera policía, algo que suele suceder; la gente piensa que la policía sólo está en los noticiarios o en las obras de ficción. Intenté apuntalar la verosimilitud:
—Usted ya sabe que este tipo de cosas a veces pasan en las familias. Pero me fastidia esta situación.
—Hace usted muy bien en buscar a su prima. No tiene sentido estar enfadados porque los demás lo estén. Y si las hermanas se empeñan en no reconciliarse… claro que ya sabe usted cómo se vuelven las personas cuando se hacen mayores, se les hace la cabeza dura y no quieren dar su brazo a torcer. Seguro que su prima se pone loca de contento cuando la vea.
—Seguro, Julieta siempre fue muy cariñosa conmigo.
—¿Y tienen hijos Julieta y Juan Moreno?
Por fortuna llegó el transportista desde el almacén y no me vi obligada a inventar una dudosa genealogía completa. Era alto y fuerte, un magrebí de piel bronceada. La dueña le preguntó y él no tuvo que pensar ni un instante para contestar:
—Sí, viven en el camino de los Aguiluchos, a unos veinte kilómetros de aquí.
—¿Viven? —inquirió con interés la dueña—. ¿Estaba el chico con alguien más?
—Con una mujer joven. Ella sacó las mantas para que las mesas no se rozaran unas contra otras en el camión. Yo le dije que ya tenía las mías, pero insistió, porque las suyas eran más suaves.
—¡Me acuerdo, yo misma se las devolví unos días después! Pero no me habías comentado que Juan Moreno estuviera con una chica.
—Usted no me lo preguntó, señora María.
Me miró ilusionada, ya metida de lleno en el problema.
—¡Seguro que es su prima! Dile a la señora cómo llegar hasta la casa, Abdul.
—Es muy fácil: salga de Ronda por la carretera norte y a unos diez kilómetros todo recto verá a la derecha una casilla de peón abandonada con un camino al lado sin asfaltar. Coja ese camino hasta llegar a una granja de pollos y allí es, allí viven.
—¿Viven en una granja de pollos? —me suplantó la tal María.
—Antes era una granja de pollos y parece que la hayan arreglado para vivir, aunque por fuera sigue estando igual.
—Muchas gracias, Abdul; ya puedes regresar al almacén.
La mujer se volvió hacia mí con una sonrisa de oreja a oreja.
—¿Ha visto? Usted seguramente ha encontrado a su prima y yo me he enterado de un montón de cosas. Que Juan moreno está casado, que vive en una granja… ¡Cómo es la vida!, ¿eh?
—Sí —musité con desgana. Ya iba a despedirme, pero aquella cotilla no estaba dispuesta a dejarme marchar sin saber más sobre el drama familiar que le había improvisado en exclusiva.
—Perdóneme, pero ni siquiera me ha dicho cómo se llama.
—Petra, me llamo Petra Delicado.
—Verá, Petra; quizá pensará que soy una entrometida, pero ¿piensa volver por aquí? Es que soy una persona muy sensible y me gustaría saber si esa chica es de verdad su prima y cómo ha reaccionado al verla a usted.
—No tengo pensado volver, pero la llamaré por teléfono y se lo contaré todo.
—Aquí tiene mi número. ¿Se acordará de llamar?
—Pues claro; es lo menos que puedo hacer después de haber abusado de su amabilidad.
Salí de la tienda con paso ligero. No estaba segura de ser una buena policía, pero sin duda hubiera sido una excelente timadora. Aquella mujer se había tragado el estúpido cuento de la prima perdida y la reconciliación familiar. Claro que tampoco era difícil, la gente tiene una tendencia natural a implicarse en historias sencillas, fáciles de comprender, y cuantos más elementos folletinescos contengan, tanto mejor.
A medida que me adentraba en el camino de los Aguiluchos, que hallé con facilidad, me asaltaba la impresión de estar llegando a la culminación de unas trabajosas gestiones que quizá servirían de poco. Pero eso es algo corriente en mí; de modo que procuré desoír mi machacona voz interior. Sin duda había localizado a Julieta, y debía intentar que accediera a hablar conmigo y me hiciera una reconstrucción de lo que había sucedido el día del crimen. El tiempo había pasado, ella había cumplido su pena y quizá no le importara contar detalles que en el pasado calló. Esa era la hipótesis más optimista, pero como el optimismo es algo muy esporádico en mí, en el fondo estaba convencida de que los cohetes no estallarían en el cielo para darme la bienvenida.
Tras un rato de dar tumbos en el coche por aquella carretera polvorienta, divisé la granja de pollos que había descrito Abdul. Eran dos naves alargadas de cemento, con ventanucos en la parte superior, que formaban un ángulo recto entre algunos árboles. Aparqué a una distancia prudente y eché a andar hasta acercarme unos cien metros. No se veía a nadie alrededor de las construcciones, pero había gallinas picoteando la tierra y una mesa rodeada de sillas de enea indicaba que el lugar estaba habitado. Grité:
—¡Hola!, ¿hay alguien?
En ese momento un hombre joven, alto, fornido, pelirrojo, vestido con un mono de trabajo azul y una camisa a cuadros salió a mi encuentro. Llevaba sujeto un gran perro con una correa, negro y silencioso.
—¿A quién busca? —fue su saludo sin acercarse.
—¿Es usted Juan Moreno?
Se quedó visiblemente sorprendido, dudó un instante. Luego, siempre separado unos pasos de mí, preguntó:
—¿Qué quiere?
—Busco a Julieta López, y me han dicho que vive aquí.
Su sorpresa aumentó.
—¿Qué quiere de ella?
—Sólo hablar un momento.
—¿Y usted quién es?
—Soy Petra Delicado, inspectora de policía de Barcelona.
—¡Pues aquí no tiene nada que hacer. Lárguese por dónde ha venido!
Había elevado la voz y el perro empezó a removerse nervioso a su lado, mientras gruñía. Pero yo no hice gesto alguno, no abrí la boca, lo observé impertérrita.
—¿Quién le ha dicho que estamos aquí? —preguntó furioso.
—Eso no tiene importancia. Sólo quiero hablar un momento con Julieta.
—¡Le he dicho que se vaya!
—No me obligue a venir con la Guardia Civil. Ya le he dicho que soy policía.
—Lárguese o soltaré al perro. ¡Fuera!
En ese momento vi salir a una mujer de una de las naves. Era menuda, delgada y de aspecto frágil, con la piel muy blanca. Tenía el cabello oscuro recogido en una coleta y llevaba una sencilla bata de algodón a cuadritos. Tomó al hombre del brazo.
—Déjala, Juan. Lleva al perro a la parte de atrás.
—Pero…
—Voy a hablar con ella, Juan. No pasa nada. Luego te llamo.
El hombre la obedeció a regañadientes. Desapareció tras la casa. Ella me miró a la cara.
—Acérquese, vamos a sentarnos aquí.
Nos sentamos a la sombra.
—¿Qué quiere de mí?
—Un juez ha reabierto el caso por el asesinato de Adolfo Siguán y estoy investigando.
—Yo ya dije todo lo que sabía.
—Quiero que me lo repita, Julieta, por favor.
—Casi ya no me acuerdo.
—Quiero que refresque su memoria sobre lo que sucedió el día del asesinato.
De repente, las lágrimas empezaron a brotar de sus ojos, agitó la cabeza intentando atajarlas pero no lo consiguió. Habló con voz queda:
—Sabía, sabía que aquello me iba a perseguir siempre. Pero yo ya pagué por lo que hice, inspectora. Tengo una nueva vida, no hago daño a nadie, trabajo, vivo en paz. ¿Por qué se presenta usted ahora?
—No voy a crearle complicaciones, Julieta, se lo aseguro, sólo busco su cooperación, nada más. Nadie la acusa de nada, nadie sospecha de usted.
Se secó las lágrimas y, con un gesto triste, me hizo pasar al interior de la granja. Un segundo después entró el hombre. Ella le habló con dulzura:
—No pasa nada, Juan. Vamos a hablar un ratito. Espérame fuera, enseguida saldremos.
La nave era destartalada y vieja, pero había sido acondicionada con cierto esmero para vivir. En un rincón estaba la cocina, bien ordenada, con una gran mesa de madera rodeada de sillas. Julieta me ofreció agua y mientras iba a buscarla al frigorífico, fui fijándome en los detalles de la estancia, exenta de paredes: una cama de matrimonio al fondo, un televisor, flores frescas en un jarrón, cuadritos de veleros en las paredes encaladas, un tapete de colores vivos… Había en cada objeto una clara voluntad de crear cierta belleza, un ambiente acogedor. Pensé que aquella chica tenía allí algo más que su vivienda. Aquello era su refugio, su presente y su futuro, su lugar en el mundo.
Me puso enfrente un vaso lleno de agua fresca. Se sentó.
—Juan siempre quiere protegerme, pero iba de farol. Nunca hubiera dejado que el perro la atacara. Es un hombre muy bueno. Nadie me había tratado tan bien como él.
—Cuénteme lo que pasó aquel día y me iré.
—No me gusta nada recordarlo, no es bueno para mí. Yo, ya lo sabe, me ganaba la vida como me la ganaba. Con Abelardo Quiñones hacíamos cosas que… bueno, no estaban bien. Él era mi novio, aunque eso es un decir, porque era un mal bicho y yo en el fondo ya estaba deseando perderlo de vista, pero le tenía miedo, se lo digo de verdad. Abelardo hacía de todo: trapicheaba con droga, negocios sucios, vendía cosas robadas… y me sacaba la pasta a mí también, claro. Pero le parecía que puteando no ganaba bastante y se le ocurrió lo de los viejos. Yo les gustaba a los viejos, era jovencita, me arreglaba mona… bueno, ya sabe, hablando claro no parecía un putón de esos ya corridos por la vida. Tonteaban conmigo, les gustaba hacer como que me protegían hasta que llegábamos al asunto. Yo, a los que repetían y se veía que tenían pasta, los iba confiando hasta que me invitaban a su casa. Una vez allí tomábamos una copa y yo echaba pastillas de Rohipnol en la suya. Cuando se dormían o se atontaban mucho, llamaba a Abelardo por el móvil y él llegaba y les limpiaba la casa. Nos llevábamos todo lo que tenía valor: el dinero de la cartera, móviles, algún aparato electrónico pequeño, joyas… Nadie denunció nunca el robo, ya ve usted. Con Adolfo Siguán pasó exactamente como le estoy contando. Era un tipo con clase, bien vestido, se notaba que no venía de ningún arrabal. Me dijo que se llamaba Anselmo González. Repitió mucho de cliente. Se portaba muy bien, pagaba por encima de la tarifa, era educado, me trataba un poco como si fuera su hija; pero luego en la cama era bien guarro —se interrumpió, hizo un gesto de fastidio por si había hablado demasiado fuerte, miró hacia el exterior. Comprobó que Moreno estaba lejos, siguió hablando—. Yo, pasado un tiempo, ya empecé a darle la tabarra con que quería que me invitara a su casa. Le decía que nunca me invitaba a ninguna parte para que nadie lo viera conmigo y que ya estaba harta. Como siempre, picó. Quedamos en su casa, que luego me enteré de que era un apartamento alquilado por horas que tenía para sus cosas y que no vivía allí. Ya estaba todo preparado cuando por la mañana del día de la cita me llama Abelardo y me da un número de móvil. Me dice que esa noche, cuando ya tenga al tipo dormido, llame ahí. Le pregunto si ha cambiado de número y me suelta que esa noche no vendrá él sino un italiano al que yo no conozco. Naturalmente me puse de los nervios y empecé a pedirle explicaciones y a ponerlo de vuelta y media. «Confía en mí —me dijo—. Es una cosa buena, ya te lo contaré».
—¿Le dijo cómo se llamaba el italiano?
—No.
—Continúe.
—Bueno, pues yo hice como siempre y cuando las copas estaban servidas y él se despistó, eché las pastillas, que ya tenía mucha experiencia de que no se notara. Se durmió enseguida. Entonces llamé al italiano que casi no habló. Abrí la puerta y allí estaba un hombre que yo no había visto en la vida. Entró sin decir ni una palabra.
—¿Cómo era?
—Muy alto, muy fuerte, con mala pinta. Se puso a rebuscar en la cartera de mi cliente y miró el carné de identidad, luego se la metió entera en el bolsillo. Dio una vuelta por el apartamento, yo oía cómo abría cajones, los de la cocina también. Yo tenía ganas de irme porque aquel hombre me daba miedo, pero aguanté. Mi parte en el plan siempre era vigilar al viejo para que no se despertara a media faena, y ese día fue justo lo que pasó. El viejo empezó a moverse y a hablar y yo llamé al italiano porque de verdad parecía que iba a despertarse y teníamos que largarnos cuanto antes. Entonces se presentó y sin mirarme ni abrir la boca se sacó del bolsillo de la cazadora una porra enorme y empezó a pegarle en la cabeza a Siguán, con la fuerza de un toro, hasta que lo mató. Había sangre por todas partes, hasta yo tenía la cara salpicada, nunca había visto nada igual. Me entró el pánico y eché a correr escaleras abajo. Estaba muy nerviosa, muy asustada.
—¿El italiano se quedó?
—No volví la vista atrás, pero conmigo no vino.
—¿De verdad no intercambió ni una palabra con él?
—Se lo juro, ni una palabra. Sólo cuando por teléfono me dijo: «Bien».
—¿Qué pasó después?
—Me encerré en mi casa sin salir. Llamé muchas veces a Abelardo pero nunca me contestaba. Al final le eché valor y fui a su casa. Una vecina me dijo que lo había visto marcharse con una maleta. Tres días después la policía vino a por mí. Me había denunciado una compañera… otra puta quiero decir, que sabía el negocio que teníamos montado con los viejos. De Abelardo no volví a saber nada hasta que dos meses más tarde me dijeron que lo habían matado en Marbella. Y eso es todo.
La observé detenidamente, sin disimular mi concienzuda inspección. Ella estaba algo nerviosa, también entristecida. Clavé mis ojos en los suyos.
—Escúcheme bien, Julieta. Si no me dice la verdad, la verdad absoluta y completa, este asunto seguirá persiguiéndola mientras viva. Nunca conseguirá ser libre, ¿me oye?, nunca. Siempre habrá un juez, un policía, alguien que venga a recordarle el pasado.
—Le estoy diciendo la verdad.
—No la creo. ¿No es más cierto que aquel italiano entró en el apartamento y fue directamente a matar a Siguán, estuviera despierto o dormido?
—No —dijo quedamente y noté que le temblaban las manos.
—¿De qué tiene miedo, por qué vive escondida aquí? ¿La amenazó ese hombre con hacerle daño si contaba algo?
—No —susurró de nuevo.
—Nunca será libre, Julieta, nunca. La nueva vida que cree tener no lo es en realidad, es sólo un espejismo, una cosa pasajera. La pesadilla regresará.
Las lágrimas volvieron a resbalarle por la cara, pero se las secó en un súbito ademán de determinación.
—Le he contado todo tal y como pasó, aunque quizá alguna cosa fue como usted dice, sólo quizá.
—El hombre atacó a Siguán después de ver su documento de identidad. Sin demostrar duda alguna sacó la porra y lo golpeó hasta que estuvo seguro de haberlo matado. ¿Es así?
—Quizá.
—¿Hay algún otro quizá que quiera introducir en lo que me ha dicho?
—No.
—Si casi no lo oyó hablar, ¿cómo puede saber que era italiano?
—Dijo algunas palabras al teléfono y cuando yo le di la dirección del apartamento él la repitió, ahora me acuerdo.
—¿Reconoce usted el acento italiano cuando lo oye?
—Una chica del Raval que trabajaba conmigo era italiana y este hombre hablaba igual.
—¿Está segura de que Abelardo Quiñones no le dio a usted el nombre del italiano?
—Segura, sí.
Era evidente que no le sacaría nada más; estaba asustada. Me acabé el agua e hice ademán de levantarme.
—¿Me llamarán a declarar otra vez? —preguntó con angustia.
—De momento, no.
—Haga lo que pueda para que me dejen en paz. Se ve a la legua que es usted buena gente, piense que no es justo que todo esto vuelva a empezar para mí. Se lo pido por favor.
—Contésteme a una última pregunta: ¿quién piensa usted que mató a Abelardo Quiñones?
—No lo sé. Él siempre andaba metido en mil trapicheos. Vivía de eso, era así y no quería cambiar. En Marbella debió encontrarse con algún compinche que le ajustó las cuentas.
—¿Sabe si había recibido amenazas en los últimos tiempos?
—¿Cree que me contaba algo? Yo no significaba nada para él. Nosotros tratamos a nuestro perro con mucho más cariño. Me disgusté un poco cuando me dijeron que lo habían matado, pero luego pensé que él mismo estuvo buscándoselo toda la vida.
—¿Conocía usted a alguno de sus compinches?
—No, hablaba mucho por el móvil, quedaba con gente… pero a mí siempre me dejaba a un lado. Además era celoso y no quería presentarme a nadie.
—Procuraré que nadie venga a molestarla, Julieta, se lo prometo; pero usted debe prometerme que si se acuerda de algo, si de repente le surge un nombre, un detalle, una idea que haya olvidado hoy…
—Deme su número y la llamaré, se lo prometo.
Lo hice y nos estrechamos la mano. La suya estaba fría, blanda, exánime. Me sonrió levemente al marcharse y yo le devolví la sonrisa. Cuando llegué hasta donde había aparcado el coche, volví la cabeza y allí estaba Julieta, junto a su hombre, que le pasaba un brazo protector sobre los hombros. El perro correteaba alrededor de ambos. Me pareció una niña pequeña a quien su padre hubiera recogido en el colegio. La compadecí. Hay vidas arrastradas y difíciles, pensé, sobre las que el sol nunca acaba de brillar ni un solo día.