Capítulo 3

No sé si el inspector Sangüesa era el mejor policía del mundo en asuntos económicos, pero esa era su reputación en todas las comisarías de Barcelona. Yo pude corroborarlo cuando, en un tiempo récord, completó el informe que le habíamos pedido sobre las finanzas del difunto Siguán. Como siempre hacía cuando me entregaba el resultado de sus pesquisas, le pedí que me comentara sus papeles antes de leerlos. Solía protestar un poco en esas ocasiones, pero en el fondo yo estaba segura de que le encantaba verse reclamado a causa de su infinito saber.

—¡Carajo, Petra! —maldijo esta vez—. No sé por qué me preocupo en darle a mis informes bonita forma y buena redacción si luego tengo que contártelos como un profesor de escuela.

—Te preocuparías de todas maneras porque no sabes hacer las cosas mal —lo halagué con descaro, sabiendo que sólo un varón puede admitir adulaciones tan directas sin sonrojarse.

—En fin, digamos que mi equipo se esmera porque tenemos que mantener el prestigio.

—Ganado a pulso, lo sé; pero no me obligues a hacerte más la pelota y dime qué habéis encontrado.

—Bueno, las cuentas de la empresa parecen correctas. Entraron en recesión dos años antes de la muerte del dueño; pero todo indica que habían empezado a recuperarse.

—¿Por qué entraron en recesión?

—No es fácil saberlo a ciencia cierta, pudo haber una mala gestión que no queda reflejada en la contabilidad; pero el caso es que había menos pedidos de los clientes habituales. Sin embargo, meses antes de cerrar la empresa, se ve un gran incremento de negocio con diseñadores italianos. Es posible que, de no habérselo cargado, el tipo hubiera podido reflotar la situación.

—He oído decir que los fabricantes chinos van a arruinar la industria del textil con sus precios tan competitivos —aventuró Garzón.

—Es posible. El caso es que la empresa de Siguán empezó a tener serias dificultades que él sorteaba como podía. Hubo una reducción de personal, vendió algunas máquinas en el mercado de segunda mano… hasta que empezó el remonte. Estoy convencido de que, de no haber muerto, hubiera vuelto a volar. Fue tenaz, no se trataba de uno de esos empresarios que abandonan el barco a la primera tormenta; de hecho aguantó más de lo que suelen hacerlo la mayoría.

—¿Todo era legal?

—Por completo. No recurrió a trucos como cambiar el nombre para eludir deudas o saltarse las cotizaciones de la Seguridad Social. Todo está OK.

—¿Qué sucedió tras la muerte?

—Los herederos liquidaron la Sociedad sin haberla puesto en venta. El fallecido no dejó deudas que nadie tuviera que enjugar. Se vendieron los bienes muebles e inmuebles y eso generó unos beneficios que sirvieron para el finiquito de los trabajadores y todo lo demás; incluso quedó liquidez para repartir.

—¿Qué me dices del testamento?

—De lo más convencional: las tres hijas a partes iguales. La esposa hereda el domicilio conyugal y una pequeña bolsa económica sin derecho a más reclamación. Había un patrimonio en forma de pisos que también se ha repartido entre las hijas. Existía cláusula especial en beneficio de Rafael Sierra, su gerente y hombre de confianza. Creo recordar que recibió doscientos mil euros. Un testamento de los de libro, ya veis, sin nada significativo u original.

—Las cuentas son correctas, el testamento normal… que sea todo tan redondo nos deja sin rendijas por las que meternos.

—Lo siento, pero como no me invente algo…

Garzón tomó la palabra para hacer una pregunta que me pareció de lo más oportuno y conveniente.

—Inspector Sangüesa. Todo es correcto, todo es legal, de acuerdo. Pero, muy subjetivamente, si hay algo que le haya sorprendido mínimamente, ¿qué sería?

—Es una cuestión difícil de calibrar. Me ha sorprendido la rapidez de la recuperación de la empresa en los últimos meses de actividad. Pero claro, si se hizo hincapié en encontrar nuevos clientes internacionales y se consiguió… Podría también ser sorprendente que ninguna de las hijas siguiera con la empresa, pero eso ya es una simple opinión.

Una simple opinión. Cuando todos salieron de mi despacho, incluido mi ayudante, me quedé pensando en aquella simple opinión. Las hijas no habían querido continuar la labor paterna. A mí me parecía de lo más natural, ¿quién quiere meterse en una empresa con problemas, aunque se encuentre en una aparente recuperación? Otra cosa era que Siguán, aun siendo un hombre mayor, se empeñara en no cerrar el negocio que había emprendido años atrás. Hay muchos empresarios así, tipos con auténtica vocación, que sienten su empresa como una prolongación de su personalidad. Eso era algo que nos quedaba por hacer: un retrato mínimo del carácter de la víctima. Probablemente no lo habíamos juzgado urgente porque era difícil lograr un perfil psicológico cuando el interesado estaba muerto desde hacía años. ¿Cómo revivir los detalles de un fantasma? Podía afirmarse sin embargo, que Siguán no parecía un hombre chapado a la antigua. Se había vuelto a casar tras su viudez con una mujer más joven, había contactado con diseñadores italianos; todo en él sugería un deseo de modernización. Pero frecuentaba jóvenes prostitutas de baja estofa, un punto negro en su manera de ser. El testimonio de Rosalía Piñeiro achacaba esta circunstancia a la amargura que sentía su esposo frente a las dificultades de su negocio. Extraño, porque, según Sangüesa, el negocio estaba en franca recuperación. Claro que el testimonio de una esposa no puede ser considerado una prueba crucial. Después de la pública humillación de que su marido hubiera sido asesinado en aquellas circunstancias, ¿qué podía hacer, reconocer que vivía junto a un putero con tendencias a enfangarse en lo más tirado? Es posible que nunca lo hubiera sabido, posible que hubiera tenido dudas o sospechas pero ¿para qué airearlas cargándose una reputación que la arrastraría también a ella en la caída? Además, el tiempo trascurrido sin duda había atemperado cualquier resquemor o decepción sentida en el momento de los hechos. La mente sana es una gran aliada de su poseedor: borra lo malo, retiene lo mejor.

Había nuevos interrogatorios que debíamos llevar a efecto. Nos faltaban las hijas y Sierra, el hombre de confianza. Aun consciente de que eran imprescindibles, no hubiera apostado gran cosa por el interés de aquellos testimonios. La situación era tópica en el caso de las hijas: una joven madrastra indeseada que viene a romper la bella imagen paterna. Imaginaba intentos de rehabilitar la memoria del padre: Piñeiro sólo buscaba el dinero, había influido en Siguán para que la incluyera en el testamento y, una vez conseguido su avieso propósito, con su desamor y mal trato había obligado al pobrecito Siguán a encontrar un poco de comprensión en prostitutas. Nunca había hecho algo semejante en vida de su primera mujer, que era una madre excelente y una santa. Me hubiera jugado mi placa de policía a que las cosas irían en esa dirección. Los humanos somos muy distintos los unos de los otros pero nos aprendemos los papeles que nos corresponden con mucha aplicación y nunca dejamos de representarlos.

Pensé que quizá sería mejor empezar por el gerente y hombre de confianza. No estaba tan claro lo que pudiera decir y sus palabras tendrían un doble valor: económico y personal. A lo mejor él sí se encontraba dispuesto a reconocer la querencia de su jefe por las jóvenes meretrices.

Fui en busca del subinspector, a quien encontré embebido en la lectura del informe del juez, mientras sostenía en la mano un vasito de café. No levantó la vista y me habló como si todo el tiempo hubiéramos estado juntos.

—Estaba yo pensando, inspectora, que deberíamos darles ya un toque a las hijas del fiambre.

—Sea más respetuoso. «Fiambre» no me parece una palabra adecuada.

—Pues fiambre debe estar después de cinco años. ¿Prefiera que diga el fallecido?

Garzón sabía que me incomodaban los chistes que mancillaban extemporáneamente la dignidad del cuerpo humano, muy populares entre médicos y policías. Le contesté con seriedad:

—Lo que prefiero es que siga con su razonamiento, si es que se siente capaz de razonar durante un tiempo continuado.

—Sí, verá, ya que hay que desplegar un mapa de situación total, como dirían los modernos, tenemos que hablar con las hijas del infortunado lo más pronto posible. Nos servirá para trazar un perfil psicológico de Siguán.

—Me fastidia reconocerlo, pero yo había pensado lo mismo en el mismo momento. Lo que pasa es que me da una inmensa pereza, porque me temo que ya sé lo que van a decir. Y tres testimonios políticamente correctos pueden ser demasiado para mí.

—Para su relativa tranquilidad le diré que una de las hijas, la mediana, vive en Nueva York desde hace más de diez años. Estudió psiquiatría allí y tiene abierta una consulta en Manhattan. Lo estaba leyendo en el informe del juez. Al parecer casi nunca viene a Barcelona. Asistió al entierro de su padre y poco más. Se llama Elisa.

—¿Y las otras dos?

—La mayor Nuria y la pequeña Rosario.

—No me refería a los nombres.

—Nuria vive en Barcelona con su marido, director en España de una multinacional. No figura que se dedique a trabajo alguno. La pequeña también está casada y es maestra en una escuela de Educación Especial, niños discapacitados y todo eso.

—Seguro que Rosario, la pequeña, es la que amaba a su padre con más intensidad y emoción.

—¿Por qué deduce eso?

—Es puro rey Lear. ¿No ha leído a Shakespeare? De tres hijas siempre hay dos que son unas desagradecidas y unas interesadas. Sólo la pequeña ama a su padre con el corazón entregado, aunque al final le traicione también.

—Yo creí que los hijos desagradecidos con el padre eran únicamente los varones.

—A lo mejor lo son todos.

—¿Y con la madre?

—¡También!

—El mundo no puede ser tan negativo, Petra; algo habrá que sea hermoso.

—¡El trabajo! Pongámonos en marcha. Lo de las hijas vamos a posponerlo todo lo posible. Empezaremos con el hombre de confianza. ¿Tiene la dirección de la tienda?

Buscó en su libretita de los tesoros y exclamó:

—¡Aquí la tengo! Está en el Borne y, como bien recordará, se llama Nerea.

—Muy poético.

En el barrio de El Borne se encontraba antiguamente el mercado de abastos de Barcelona. Cuando este fue trasladado fuera de la ciudad, el lugar permaneció unos años en estado de abandono hasta que el Ayuntamiento decidió rehabilitarlo, en la estela del Covent Garden de Londres. Ahora está lleno de restaurantes, boutiques a la última, galerías de arte y tiendas de diseño en general, todo al puro estilo neoyorkino, el colmo de la modernidad. Los pisos de la zona han triplicado su precio. A medida que los ancianos que los ocupaban van muriendo, la especulación hinca el diente en sus viejas viviendas y las remoza. Pero así es como progresan hoy en día las ciudades: se renuevan los edificios y a las personas se las deja morir.

La boutique de moda perteneciente a Rafael Sierra no era diferente de las demás: techos altos, aspecto de almacén de la primera época industrial y un número bastante limitado de vestidos que pendían inertes de las perchas, como arrumbados en un rincón. Antes de preguntar nada a la chica que atendía el local dimos una ojeada: ropa minimalista, blusas que una hospiciana de tiempos remotos muy bien hubiera podido lucir, abrigos desestructurados y pantalones de tela flácida. Mucho negro y mucho gris, un poco de granate para poner una desvaída nota de color. Allí debían acudir compradoras muy sofisticadas, con toda seguridad. El subinspector iba mirando las etiquetas que marcaban los precios y su rostro fluctuaba entre el escándalo y la incredulidad. Me sopló al oído:

—¿Ha visto lo que valen estos trapos? ¡Pero si son una birria, parecen mochos de fregar! ¿Habrá alguna mujer tan loca como para comprarse esto?

El tono en el que habitualmente cuchicheaba Garzón podía oírse a leguas de distancia sin ninguna dificultad; así que la dependienta enseguida llegó hasta donde estábamos y poniendo la cara de alguien que se fuerza a comer un plato que le repugna, emitió el clásico:

—¿Hay algo en lo que pueda ayudarles?

—Sí… —respondí con súbito brío—. Queremos ver al señor Sierra.

—¿De parte de quién? —preguntó con superioridad.

—Fermín Garzón y Petra Delicado —dije y añadí en plan venganza—. De la Policía Nacional.

Torció la boca como si estuviera aquejada de un tic y desapareció a través de una puerta lateral a toda prisa, haciendo que su leve y fúnebre indumentaria se agitara sobre un esqueleto demasiado evidente. Al cabo de un rato y ya algo recuperada de su sorpresa, regresó y nos hizo pasar. Tras un corto pasillo, invadido de perchas con más trajes, nos esperaba Sierra en su despacho. Era una estancia amplia y confortable donde había pocos pero elegantes muebles modernos. Sierra andaba por los cincuenta y tantos, pelo blanco, traje negro y camisa morada sin corbata, todo ello envolviendo una distinguida delgadez. Hice las presentaciones y nos saludamos.

—¿Sabía usted que se ha reabierto el caso por el asesinato de Adolfo Siguán?

—Lo sabía, sí. Tengo contacto con la familia y me lo comunicaron.

—¿Con qué rama de la familia? —quiso saber oportunamente Garzón.

—Bien, ya deben de estar informados de que tengo negocios con Nuria, la hija mayor.

—No, no lo sabíamos.

—Cuando el señor Siguán me hizo beneficiario en su testamento decidí montar esta tienda, y Nuria se incorporó a la aventura. Lo cual le agradecí, porque poner en pie un local de ropa vanguardista es más difícil de lo que puede parecer. Tiene un veinte por ciento del negocio, es mi socia. Así tampoco me desvinculaba por completo del mundo de don Adolfo, un hombre al que respetaba y al que nunca olvidaré. ¿Quieren tomar algo, un poco de café?

Nos sirvió un impecable café de una cafetera con aspecto espacial que guardaba en un discreto mueble bar. Siguió hablando de motu proprio.

—Don Adolfo era un hombre de excepción, uno de esos hombres exponente de una gloriosa época dorada de los negocios que no se volverá a repetir. Como empresario destacó entre todos los demás. Vean si no lo sucedido en Cataluña con el textil… todo el mundo fue replegando velas menos él. Él sorteó las dificultades, se modernizó y mantuvo su fábrica en activo y competitiva, no les digo más.

—Sin embargo, un tiempo antes de su muerte surgieron problemas muy serios en la empresa. ¿A qué se debieron?

—¡Ah, inspectora!; la crisis en el sector de los grandes de la moda ha sido grave. Piense que no estamos hablando de marcas multinacionales, esas para la supervivencia pueden recurrir a crear franquicias, o líneas de cosmética, cualquier cosa espuria, ¡qué más da! Hablamos de diseñadores que emplean el talento y la artesanía, del prêt-à-porter de máxima calidad. Esos eran nuestros mayores clientes y ahí los nuevos tiempos hicieron mucho daño. Estamos en recesión económica, en recesión del buen gusto, y muchos tuvieron que cerrar. Sólo parece existir lugar aún para la pura basura o el mayor lujo. Las empresas intermedias tienen que luchar contra muchas cosas, entre las que no es la menor la piratería descarada de los países asiáticos. Pero estábamos una vez más en el buen camino. Es seguro que, si el señor Siguán no hubiera sido asesinado, hubiéramos remontado la cuesta una vez más.

—Mejoraron gracias a nuevos contratos con diseñadores italianos, ¿no es así?

—Sí, eso fue importante, pero hubo más cosas. Cierto que, al principio se descorazonó un poco, pero luego se sobrepuso. Don Adolfo era enormemente batallador.

—Tiene usted muy buena opinión de él, espero que no sea porque está muerto —dijo con toda inconveniencia Garzón.

—Es más que conservar una buena opinión de él, lo veneraba y lo venero todavía. Algo muy lógico por otra parte. Yo era un chico de origen humilde, sin estudios, y don Adolfo me dio la oportunidad de trabajar para él partiendo desde cero. Me enseñó todo lo que sé y, con los años, me nombró gerente de la empresa. Soy beneficiario de una parte de su dinero y siempre se comportó conmigo de un modo comprensivo y humano, como un padre. ¿Qué puedo pensar de él?

—En cuanto a su asesinato… —Centré el tema. Ya habíamos tenido suficientes panegíricos—. ¿Qué piensa de las circunstancias en las que se produjo?

Abrió las manos en un ademán de impotencia:

—¿Qué quiere que le diga?

—¿Fue su jefe siempre aficionado a alternar con prostitutas? —remachó el subinspector la tanda de preguntas desmitificadoras.

—Mi jefe sufrió un gran trauma cuando su esposa murió a causa de un cáncer.

—Pero volvió a casarse.

—Sí, pero estaba acostumbrado a una unión perfecta con su primera mujer, después de tantos años.

—¿Quiere decir que su segundo matrimonio iba mal?

—¡Ni se me ocurriría afirmar eso!; pero algo cambió en su manera de ser para que necesitara la compañía de esas señoritas. De otro modo no lo comprendo, él siempre fue un hombre intachable.

—¿Cómo se llevaba con sus hijas? —preguntó el subinspector. Antes de que pudiera haber respuesta sonó mi móvil y se hizo un silencio. Me aparté un momento para contestar. Era la directora de Wad Ras. Salí inmediatamente al corredor.

—Petra, lamento mucho tener que molestarte, pero una de las internas con las que te entrevistaste insiste en hablar contigo por teléfono. ¿Qué hago?

—Pásamela enseguida.

—Pero es Lola, no sé por dónde saldrá.

—Da lo mismo, pásamela.

Empecé a sentir algo parecido a palpitaciones de excitación. Mientras esperaba, podía oír voces imprecisas al otro lado. Reconocí la voz de la directora.

—Petra, esta mujer insiste en hablar contigo sin que yo esté delante. Voy a permitírselo en bien de tu investigación, pero si después hay algo que yo deba saber…

—No te preocupes, te informaré.

Recordaba el tono ordinario y la impertinencia de la reclusa.

—Hola, inspectora; soy yo, la Lola. Quería hablar sólo con usted pero no me dejaban.

—De acuerdo, ahora puede hacerlo, diga lo que tenga que decir. La escucho.

—Es que… sí sé dónde está viviendo ahora la Julieta López.

Me quedé un momento callada. No sabía qué decir porque no sabía qué pensar. Debía mostrarme enérgica, pero dejarle la opción de hablar con libertad.

—¿Está segura de que lo sabe?

—Por lo menos hace un año vivía donde yo me sé, y no creo que se haya cambiado desde entonces.

—Adelante, sigo escuchándola.

—Vale, pero yo tengo mis condiciones para seguir hablando.

—¿Qué es lo que quiere, Lola? Ocultar información a la policía está penado por la ley y no creo que se encuentre usted en disposición de exigir nada.

—Si se me pone brava, ahora mismo puedo darle una dirección falsa y luego decir que me equivoqué. No me van a castigar por eso.

—Oiga, Lola, ya es suficiente, no me haga perder la paciencia. Dígame qué quiere de una vez.

—Quiero su bolso, el bolso de Loewe que trajo el otro día a la cárcel.

Me quedé de una pieza. Como no era algo que esperara me costó reaccionar. Aquella mujer era pura carne de presidio y yo no estaba acostumbrada a tratar con gente así. Decidí ponerme a su altura para ver cómo se encaminaba la conversación.

—Ese bolso vale mucho.

—También vale mucho lo que yo sé.

—De acuerdo; estaré ahí dentro de una hora.

—Con el bolso.

—Con el bolso. Pero si está haciéndome perder el tiempo, si esto es una mentira o una treta para…

—Sí, ya sé, me apretará las tuercas y lo pasaré mal. ¡Ah, y otra cosa: no se le ocurra contarle lo del bolso a la directora ni a nadie más! Para esa gente usted me regala el bolso porque quiere y en paz. No quiero líos después.

Mientras regresaba al despacho estaba tan concentrada en mis pensamientos que tardé un poco en reconocer a Sierra, en saber el motivo por el que me encontraba allí.

—Señores, debo ausentarme por un asunto de trabajo. Le dejo con el subinspector, señor Sierra. Gracias por habernos recibido.

Cuando alcanzaba la puerta se me acercó mi compañero y me preguntó adónde iba con una simple elevación de cejas. Le susurré al oído:

—Wad Ras.

Asintió y volvió junto al comerciante mientras yo salía casi corriendo. Tenía que pasar por casa para recoger el maldito bolso.

La fortuna no me sonrió; cuando ya salía del dormitorio con el objeto codiciado, encontré de frente a Marcos, que bajaba de su estudio.

—¡Marcos!, ¿qué haces en casa? No sabía que estabas aquí.

—Tenía que examinar unas ofertas y me he venido al estudio, estoy más tranquilo. Y tú, ¿qué haces en casa a estas horas? ¿Adónde vas con dos bolsos?

—Querido, es muy posible que, por una cuestión del servicio, tenga que desprenderme de tu regalo.

—No entiendo nada, ¿qué regalo, qué servicio?

—Contesto por orden: el bolso de Loewe y el servicio policial.

—Sigo sin entender.

—Ahora no puedo darte explicaciones porque tengo mucha prisa. Más tarde hablaremos.

Estaba confundido y molesto.

—Oye, Petra, ¿a ti te parece normal…?

Lo interrumpí de mal humor:

—A mí no me parece normal estar charlando contigo cuando tengo una cuestión urgentísima que resolver. Luego nos vemos. Adiós.

Salí cerrando la puerta con más brusquedad de la necesaria. ¡Por todos los diablos coronados! ¿Es que no hay un hombre en el mundo que comprenda la trascendencia del trabajo de una mujer? Y ya puesta en preguntas retóricas, ¿y hombres oportunos, los hay, existen, los creó Dios del puñetero barro del Paraíso, que debía estar hecho un lodazal? Rugí para mis adentros con la ferocidad de una leona y, sin perder tiempo, caminé hacia el coche con la elasticidad de una tigresa. No sabiendo ya a qué fiera iracunda imitar, suspiré profundamente y procuré conducir hasta la cárcel sin poner en riesgo la seguridad de los peatones.

La directora se encogió de hombros con escepticismo cuando me vio. Sólo con ver su rostro se comprendía hasta qué punto recelaba de lo que Lola quisiera decirme.

—Ya sabes cómo se las gasta esa mujer. Insiste en estar a solas contigo; así que debes poner en cuarentena cualquier información que pueda darte. Es una auténtica harpía, no te olvides.

—No me olvidaré, pero debo explotar todos los cartuchos que tenga a mano. A lo mejor sabe algo importante.

Estar de nuevo frente a Lola me devolvió a la realidad. ¿De verdad esperaba que aquella tipa me ayudara en la investigación? Su sonrisita burlona y el retintín que vibraba en su voz no auguraban nada bueno. Encendí las luces amarillas de la precaución. Era obvio que ansiaba mi bolso, y la veía capaz de urdir cualquier plan para hacerse con él. Daba igual, a aquellas alturas le había tomado tanta manía al condenado bolso que hubiera sido capaz de tirarlo a un contenedor.

—¿Qué tal, inspectora? Veo que ha traído lo que le pedí; es usted una mujer de palabra.

—Lo que soy es una mujer de pocas palabras. De manera que, si quieres el bolso, ya puedes empezar a hablar. Adelante, te escucho.

—¿Puedo tocarlo?

Se lo pasé, y empezó a acariciar la superficie como si fuera la cabecita de un bebé o la piel de un amante. Sonreía con delectación. Tenía las manos oscuras y resquebrajadas, con las uñas pintadas de un rojo intenso. De repente me miró con un punto de furia que le salía muy de dentro:

—¡Usted no sabe lo que es para mí tener un bolso como este que sea mío y sólo mío! Nunca he tenido nada bonito, ni mis hermanas tampoco, ni mi madre lo tuvo. Siempre mierdas y baraturas. Pero a mí también me gusta lo bueno. Por qué unas mujeres tienen las cosas más bonitas del mundo y otras nada, ¿eh? ¿A usted le parece bien?

—Lola, dejémonos de historias. Es el momento de cumplir tu parte del trato.

—Vale, pero no tiene que contarles nada a las de la cárcel de lo que le he dicho. Tampoco diga nada del bolso. ¿De acuerdo?

—¡Basta de acuerdos, habla!

—Julieta López está en Andalucía. Vive en el campo, cerca de Ronda. Está con un tío y los dos fabrican muebles de jardín y los venden.

—¿Cómo sabes eso?

—¡Ya empezamos! ¿Y a usted qué le importa? Lo sé y basta.

—Contesta o no hay trato.

—¡La madre que me parió! Sé todo eso porque lo leí en una carta que Julieta le envió a Concha Diego hace más de dos años. Vaya y pregúnteselo a ella. ¿No dice que ocultar cosas a la policía es un delito? ¡Pues ya la puede acusar ahora mismo, que para proteger a la amiguita no le contó ni media palabra!

—¿Y cómo pudiste leer esa carta?

—Porque se la robé, ¿se entera?, ¡se la robé!

—¿Le robaste justamente esa carta?

—Le robé todo lo que tenía en su taquilla. Eran cuatro cosas de mierda, no vaya a creerse, pero se las robé para fastidiarla. Esa tía me jode. Va de superior a las demás. Es de las que se traga todo eso de la rehabilitación, como Julieta. Se vuelven unas santurronas y no paran de lamerles el culo a las funcionarias. Dan asco.

—¿Qué hiciste con la carta?

—¡Joder, pues la tiré! A ver para qué necesitaba yo la jodida carta. Sólo me hubiera faltado que alguien la hubiera visto y me hubieran trincado.

—La información que me das es muy incompleta. ¿No estaba en la carta la dirección de Julieta?

—No lo sé. Usted es policía, pues búsquela.

—Haz memoria. ¿Recuerdas dónde o a quién vendían los muebles que fabricaban?

—No, ¿cómo me voy a acordar? ¡Ah, espere! Sí que me acuerdo de que le habían puesto una marca a los muebles «Pura Naturaleza» o «Pura Madera»; no sé, algo así. Me he acordado de repente porque me di un hartón de reír de que una puta le pusiera a algo el nombre de «pura». Entiende lo que le quiero decir, ¿verdad?, entiende la guasa.

Me miraba con una sonrisa atroz que mostraba sus dientes manchados de carmín. Le tendí el bolso y me lo arrebató de las manos, lo abrazó como si fuera su cría. Llamé a la funcionaria que esperaba al otro lado de la puerta. Cuando entró para llevarse a la reclusa se fijó en el bolso.

—¿Y eso? —preguntó. Intervine con rapidez.

—Es suyo, se lo he regalado yo.

—La inspectora es muy buena gente. Yo no se lo he pedido. ¿Verdad que no, inspectora, verdad que no?

—No —musité, y ella se alejó con un gesto triunfal.

Un trato es un trato, pensé, aunque lo hayas suscrito con el mismísimo diablo. Casi me sentía aliviada al deshacerme de aquel maldito bolso. Ambas salíamos ganando. La pista que me había dado sonaba bien, y por fin aquella desgraciada tenía el pedazo de belleza que tanto anhelaba. Un pacto positivo, aunque quizá me costara un tercer divorcio.

Me dirigí al despacho de la directora y le pregunté si podía entrevistarme con Concha Diego. Asintió sin hacer preguntas y Concha estuvo al cabo de un rato en la sala de visitas. Me miraba con curiosidad.

—Concha, conozco el contenido de la carta que Julieta te envió.

Su gesto curioso se convirtió en perplejidad.

—¿Cómo?

—El cómo no te lo puedo decir, pero sé que Julieta vive en el campo, cerca de Ronda. Su novio y ella fabrican muebles de jardín. Sólo me falta averiguar su dirección concreta.

—No la tengo —soltó inmediatamente.

—¿Conoces el nombre que le pusieron a los muebles que fabrican?

—No lo decía.

—Concha, no voy a crearle ningún problema a Julieta; al contrario, sólo busco que de verdad nos enteremos de lo que sucedió.

—Déjela en paz, inspectora. Le hará daño si la encuentra. Ella ya ha pagado por lo que hizo, déjela en paz.

—Dime al menos que los datos que tengo son ciertos.

No respondió, se quedó simplemente mirando al suelo. No diría nada más, pero interpreté su silencio como asentimiento. Salí de allí mientras ella repetía:

—Déjela vivir en paz.

En cuanto regresé a comisaría, me recluí en mi despacho, abrí el ordenador y entré en la red. Probé todas las combinaciones posibles: «Muebles de jardín naturaleza pura», «Muebles de jardín artesanales en Ronda», «Muebles de jardín en Andalucía», «Muebles madera pura», «Muebles la pureza», «Muebles de jardín Julieta». No obtuve nada interesante. Los datos de Lola me parecían fiables, pero era extraño que Julieta y su pareja no hubieran colgado ningún reclamo virtual en internet. A no ser que trabajaran para algún establecimiento concreto que absorbiera toda su producción. En ese caso no necesitaban ningún tipo de publicidad. Busqué tiendas de mobiliario de jardín en Ronda. Sin resultados. Busqué tiendas de muebles en general y había bastantes, demasiadas, pero eso no me brindaba datos suplementarios. En fin, la cosa estaba clara: no había más remedio que viajar a Ronda, Garzón y yo.