Capítulo 2

El juez me había citado en su despacho a las nueve de la mañana. Debo confesar que estaba deseosa de conocer al hombre que, teniendo el juzgado atestado de juicios en espera, como todos lo están, se deja convencer para reabrir una instrucción del pasado. Llevada de las intuiciones o quizá prejuicios que siempre gravitan sobre todos nosotros había pensado en uno de esos jueces entusiastas que, pese a los años de ejercicio, siguen considerando la Ley como en un foco resplandeciente que siempre ilumina la verdad. Pero mi intuición (como pasa algunas veces) y mis prejuicios (como pasa siempre) fallaron estrepitosamente cuando lo tuve frente a mí. Juan Muro tenía un aspecto cansado y un aire filosófico que en nada sugerían entusiasmo o vitalidad. Después de saludarme de modo parco, tomó el tomo de folios del caso Siguán y se lo puso delante.

—¿Quiere un café, inspectora Delicado? —me preguntó de sopetón.

—No, gracias, he desayunado ya.

—Ha hecho bien, el café de esas máquinas es infame, aunque yo de todas maneras suelo tomarlo. ¿Es bueno en su comisaría?

—Ni mucho menos, todos nos escapamos para tomarlo en algún bar.

Me miró con una sonrisa, fijándose en mí por primera vez. Luego se caló las gafas con el gesto con el que sólo puede hacerlo un juez y hojeó adelante y atrás en el expediente del caso. Canturreaba una retahíla de expresiones neutras sin significado: «Vamos a ver… esto por aquí… aquello va primero…». De pronto, me clavó los ojos por encima de las lentes:

—¿Usted sabe cuáles son los motivos por los que se reabre un caso, inspectora?

—Bueno, tengo nociones, aunque de casos reabiertos no sé gran cosa en realidad.

—Yo tampoco. Llevo mil años en la judicatura y es la primera vez que decido reabrir uno. Y bien, los motivos ya puede imaginárselos: algún policía que se quedó con la mosca tras la oreja en la primera investigación, un familiar que nunca aceptó los resultados de las pesquisas, la opinión pública si es que la hay… Pues bien, en todos estos supuestos siempre existe algo en común: la presión sobre el juez. El policía presiona, la familia presiona y los periodistas y la sociedad… todos presionan al pobre juez para que reabra el caso. Sin embargo, esta vez la viuda se presentó ante mí más como una penitente que como una demandante. Me explicaré: vino a verme y, en el tono doloroso de las confidencias, me confesó que nunca se había sentido conforme con el final de la investigación que se llevó a cabo por el asesinato de su esposo. Pese a ello, había mantenido durante todo aquel tiempo una actitud pasiva y, digamos, resignada. Ahora, cinco años más tarde, piensa que si hubiera reaccionado desde el principio de modo más beligerante, la investigación hubiera podido avanzar un poco más. Se siente culpable y en vez de rezar todas las noches o acudir a un psiquiatra para que la ayude a librarse de su obsesión, recurre a mí. Usted opinará que estos no son motivos ni medianamente profesionales como para justificar mi decisión, y puede que esté en lo cierto; pero el caso es que el modo de presentarse aquí, tan sereno y poco reivindicativo, hizo que pasara una primera criba y la escuché con interés. Estudié de nuevo a fondo el expediente y el informe policial y me di cuenta de que hay algo que no encaja. ¿Cómo Abelardo Quiñones, que mató a Siguán de un modo casi accidental, aparece muerto él mismo dos meses después? ¿Por qué la policía concluye y da por bueno que su asesinato no tiene nada que ver con el que él cometió? Me parece demasiada casualidad, por mucho que ese hombre anduviera en ambientes delictivos. Y otra cosa, ¿por qué su compinche Julieta López insiste una y otra vez en que fue un italiano desconocido quién mató a la víctima? Recuerdo haberla interrogado meses después del hallazgo del cuerpo de su novio, ya en la cárcel, y no alteró ni en una coma su versión. ¿A qué tanta persistencia?

—Estoy de acuerdo con usted. Como intento de encubrimiento la historia del italiano desconocido resulta tan torpe que cuesta creer que no se le hubiera ocurrido otra mejor. Además, hay todo un contexto económico que no se estudió suficientemente en su día. ¡La empresa de Siguán tenía serias dificultades cuando lo hicieron desaparecer!

Dio varios cabezazos afirmativos que daban la razón y me dirigió una mirada melancólica.

—Me han dicho que es usted una buena detective, inspectora Delicado. Estoy seguro de que no surgirán problemas entre usted y yo. Quiero que me mantenga informado aunque sin exagerar y no voy a exigirle nada que entorpezca su trabajo. Le facilitaré todas las órdenes que precise sin que me brinde demasiadas explicaciones, y procuraré secundarla en cualquier decisión que tome siempre que sea legal. Por cierto, ¿está usted casada?

Elevé las cejas en un gesto de sorpresa antes de responder:

—Estoy casada, sí.

—¡Lástima! —dijo sin alterar el tono cansino que empleaba al hablar—. Yo soy solterón, y siempre que encuentro a una mujer interesante le pregunto si está casada antes de invitarla a salir. Pero no me malinterprete, sólo para cenar en un restaurante, para charlar… antes me gustaba estar soltero, pero ahora la soledad empieza a hacer mella en mí. De todos modos, no cosecho más que negativas, parece que todo el censo femenino de este país haya pasado por la vicaría antes de verme.

A pesar de lo intempestivo de la invitación, no pude por menos que echarme a reír.

—Ya que tiene usted la facultad de celebrar matrimonios, pruebe con alguna novia antes de declarar a la pareja marido y mujer.

Rio de buena gana y me acompañó galantemente a la puerta cuando me puse en pie. Ya en la calle, empecé a pensar en la extraña personalidad del juez Muro. Debía de estar como una cabra, era increíble que no se percatara de hasta qué punto resultaba arriesgado su proceder. Más de una mujer podía sentirse insultada por aquel coqueteo; y no sólo porque los nuevos usos de igualdad entre sexos hubieran degenerado en cierta intolerancia por nuestra parte, sino porque además, Muro no era un hombre atractivo. Las lisonjas inofensivas de un ser joven y hermoso, halagan, pero las de un viejo feo suelen incomodar. Perdida la costumbre del piropeo, y no sería yo quien añorara su vigencia, intentar concertar una cita con alguien que va a verte por trabajo puede ser peligroso. Yo misma, por muy ecuánime y equilibrada que deseara ser, me vi acechada otra vez por los prejuicios. Porque ¿qué tipo de juez es alguien que aprovecha una entrevista de trabajo para sondear las posibilidades «sociales» de una mujer? Por esa misma razón podía haberse visto influido frívolamente por el aspecto de la viuda Siguán cuando fue a pedirle la reapertura. ¿Sería guapa Rosalía Piñeiro?, ¿habría empleado algún método de seducción para influir en la voluntad del juez? Y si así fue, ¿por qué? Quizá estaba yendo demasiado lejos en mis sospechas. Todavía no habíamos empezado a investigar, así que cualquier hipótesis se me antojaba prematura.

En comisaría me encontré con Garzón, que volvía de ver al inspector Sigüenza, de Asuntos Económicos.

—Ya tenemos al mejor experto del Cuerpo trabajando para nosotros —me dijo muy ufano—. Dentro de un par de días nos pondrá un montón de datos sobre la mesa: estado de la empresa de Siguán al morir, evolución de la misma en los últimos años, estipulaciones del testamento de la víctima, situación económica de los beneficiarios…

—Esperemos que no tarde más de dos días. Ya conoce la cita: «Dadme una palanca y moveré el mundo». Pues bien, estoy deseando que alguien me proporcione un indicio por el que podamos meterle el diente a este tema.

—Recuerde el consejo: nada de prisas, calma y serenidad, los hechos sucedieron hace cinco años.

—Sí, pero quiero tener la mínima certeza de que podemos avanzar en este caso, de que es posible llevarlo más lejos de donde se dejó. De lo contrario será uno de nuestros fracasos más sonados.

—No será culpa nuestra.

—¿Qué le hace afirmar eso? ¿Usted no se queda nunca a solas consigo mismo, Fermín?

—No sé por dónde van sus tiros, pero me suena a reproche moral.

—Buen oído. Lo que quiero decir es que en cualquier fracaso la parte más importante de responsabilidad la tenemos nosotros mismos.

—Eso es porque usted se flagela sin piedad como una monja de las antiguas. Yo me limito a cumplir lo mejor que puedo con mi deber y si hay un fracaso no me pongo a pensar enseguida que es culpa mía.

—Así no se puede avanzar en la vida.

—Como no se puede avanzar es arreándote zurriagazos en la propia conciencia. Yo soy más autoindulgente, y como consecuencia, más tolerante con los demás. Por eso todo el mundo me quiere.

—¡Por Dios, es usted la persona más jodidamente vanidosa que he visto en mi vida!

—Inspectora, ¿parecerá irrespetuoso que le diga que está usted empezando a tocarme los cojones?

—Su deber es hablarme con corrección.

—Excelentísima señora, ¿tendría usted a bien contarme de una vez por todas lo acaecido cuando ha estado con el juez?

—Bien, eso está mejor. Pues le diré que si volviera a divorciarme correría a encontrarme con él.

—¿Eso significa que está encantado de que usted lleve el caso?

—Eso significa que le gusto, subinspector, ¿o es que no se le había pasado por la imaginación que algo así pudiera suceder en mi caso?

Mi compañero perdió la paciencia:

—¡Coño!, me hice policía porque me tiraba investigar, pero con usted es demasiado, tengo que desentrañar todos los misterios del universo en cada una de sus frases. Me resulta pesado, créame.

Sonreí. Disfrutaba viéndolo renegar y sin embargo, desde que tenía una vida familiar feliz y estable, cada vez me costaba más sacarlo de sus casillas, una pena.

—No se cabree, Fermín. Le invito a conocer a una viuda. Seguro que en cuanto lo vea a usted se convertirá en otra de las múltiples personas que le idolatran.

—¡Hay que joderse! —le oí decir por lo bajo y siguió protestando contra mis invectivas mientras se puso el abrigo y salimos.

Hacía un tiempo fresco, seco, soleado, y quise interpretar esa circunstancia como una alentadora señal de la Providencia, quizá la única. En cierto modo, el vigor que había experimentado al enfrentarme con el caso empezaba a difuminarse. No iba a ser nada fácil, me daba cuenta progresivamente. Ni siquiera los motivos del juez para reabrir la investigación me parecían ahora seriamente fundamentados. Sospechas, cosas que no cuadraban lo suficiente, indicios sueltos… pero ni una razón de peso que llevara a pensar en vías abiertas en dirección a la verdad. Hice de tripas corazón, había que creer con firmeza en lo que nos disponíamos a comenzar, de otro modo no existía la más remota posibilidad de éxito. Quizá la viuda…

La dama viuda vivía en un bonito ático del barrio de Sarriá. Nos recibió con amabilidad y aguantó bien el escrutinio físico, algo descarado, al que la sometí. Tenía cuarenta y ocho años, eso lo sabía ya al haberlo leído en el expediente, de la misma manera que sabía, esta vez por simple intuición, que debía de ser bastante hermosa. Lo era aún. Después de haberla observado concluí que un nuevo prejuicio caía triturado por la realidad. Si había esperado encontrar a una mujer de aspecto vulgar y llamativo, basado en el tópico de la joven que se casa con un viejo a causa sólo de su dinero, me equivoqué. Rosalía Piñeiro iba vestida con gusto, maquillada discretamente, y sus modales y manera de hablar resultaban exquisitos. Nos invitó a sentarnos en un agradable salón y nos ofreció un excelente café.

—Estoy muy contenta de que se hayan puesto ustedes en acción. Seguro que esta vez sí hallarán al asesino de Adolfo —declaró con un gesto de firmeza.

—¿Siempre estuvo convencida de que no fue Abelardo Quiñones?

—Cuando sucedió el crimen y ese tal Quiñones huyó sin que pudieran encontrarlo, todo parecía lógico: entra a robar, mata sin haberlo planeado, se asusta y desaparece. Pero cuando dos meses después lo encontraron muerto en Marbella las cosas dejaron de parecerme tan evidentes.

—¿Por qué no luchó en ese momento porque continuara la investigación?

—Estaba muy traumatizada, inspectora. Que alguien de tu familia sea asesinado es… no sé cómo expresarlo, lo más inusual que pueda sucederle a una persona. Además… —bajó la voz y miró al suelo— las circunstancias de la muerte del señor Siguán fueron muy humillantes para mí, espero que lo comprendan. Lo único que deseaba era salir de aquel mal sueño y tener un poco de paz.

—¿Y por qué ha decidido justamente ahora pedirle al juez que reabra el caso; ha sucedido algo que justifique ese interés? —se incorporó Garzón al interrogatorio.

—No, todo sigue igual que siempre, era para mí una historia enterrada hace tiempo. Sin embargo, en mi vida sí se han producido cambios que me hacen tomar esa determinación. Hace un par de meses decidí vender este piso y regresar a Galicia, mi tierra. Voy a irme enseguida. Mis padres están muy mayores. Arreglaré una casa que tengo junto a la de ellos y así podré cuidarlos, ocuparme un poco de su situación. Me tienta volver a vivir en el campo, en plena naturaleza. Tengo amigos y familiares en los alrededores y creo que allí encontraré sosiego y calidez. Sin embargo, al hacer estos planes me di cuenta de que aún hay algo que me liga a Barcelona. No soy capaz de marcharme con la conciencia de que el asesinato de Adolfo ha quedado en el aire. Me siento culpable al no haber dicho nunca a nadie cuáles eran mis sospechas, al no haber batallado por dar a las investigaciones una nueva oportunidad.

—Empezar de nuevo no es fácil.

—Lo sé, y reconozco que Barcelona es una magnífica ciudad, pero ya no tengo nada aquí. Las hijas de Adolfo nunca me han querido. Desde que él murió ni siquiera una vez me han llamado por teléfono. Les aseguro que he intentado adaptarme a la nueva situación, pero han pasado cinco años y nada ha cambiado, sigo estando muy sola. Regresaré a Galicia, a mis orígenes. No voy en busca de un futuro, que no existe para mí, pero al menos estaré entre los míos.

—No diga eso, aún puede rehacer su vida. Yo también fui viudo durante un montón de años y cuando ya no esperaba nada, me volví a casar y soy muy feliz.

Me quedé patidifusa ante aquella derivación del subinspector hacia lo personal. Rosalía Piñeiro lo miró con tranquilidad, compuso una sonrisa deliciosa que unía simpatía y desaliento, y dijo con su dulce acento gallego:

—Le felicito de corazón, pero yo no aspiro ya a nada parecido.

—No se dé por vencida —remachó mi compañero—. El amor puede llamar a su puerta de nuevo en cualquier momento.

Aquella última frase hizo que me estremeciera. Carraspeé con fuerza para evitar que Garzón siguiera descendiendo pendiente abajo hasta precipitarse por el abismo del más pestilente folletín. Y por si no era bastante con el carraspeo para romper la edulcorada burbuja en la que nos encontrábamos metidos, le pregunté a la viuda con sequedad:

—¿Solía su esposo frecuentar la compañía de prostitutas jóvenes?

Sus ojos relampaguearon con una furia súbita que enseguida aplacó para responder:

—No, inspectora; que yo sepa no era así.

—En tal caso, ¿cómo puede explicar que…?

Me interrumpió con una vehemencia controlada que insuflaba belleza a su rostro:

—Adolfo estaba muy preocupado en los últimos tiempos antes de su muerte. Tenía problemas en la empresa. Las cosas empezaron a ir mal económicamente, y debo decir que sus hijas tampoco contribuían a mejorar su estado de ánimo. Desde que las conocí siempre vi que le hacían desplantes y tenían con él detalles de una clara falta de cariño. Estaba amargado y no se comportaba como de costumbre.

—¿La trataba mal a usted? —preguntó afanosamente el subinspector como dispuesto a darle un par de mamporros al fantasma de Siguán en caso de que así hubiera sido.

—No, conmigo siempre se portó bien; supongo que se desahogaba por ahí, con esas mujeres.

—¿Tiene usted noticia de por qué iba mal la empresa?

—No. Ni él me comentaba sus asuntos de trabajo ni yo le preguntaba jamás.

—¿Cómo se conocieron?

—Él vino a La Coruña en un viaje de trabajo. Tenía allí un diseñador que era muy buen cliente y le encargaba gran cantidad de telas y yo era la jefa del taller de ese diseñador. Nos presentaron… él volvió varias veces seguidas, me llamó, salimos…

—¿Él ya era viudo cuando eso sucedió? —pregunté.

—¡Por supuesto que era viudo! —respingó la Piñeiro—. Hacía más de un año que su esposa había muerto.

—¿Cuándo se casaron?

—Siete meses después de habernos conocido. Él insistió en que todo fuera rápido, porque venir a verme desde Barcelona le suponía un gran trastorno.

—De modo que no era usted totalmente ajena al mundo laboral de su esposo, pero aun así no tenía ni idea de qué tipo de dificultades le acuciaban en el trabajo cuando murió.

—Llevar un taller y dirigir una empresa textil son dos actividades que no tienen nada que ver, inspectora. Además, él era muy reservado en sus cosas. Si quieren saber detalles sobre eso vayan a ver a Rafael Sierra, su gerente. Él puede informarles bien. Yo sólo sé que la empresa se cerró después de la muerte de Adolfo. Rafael ha montado otro negocio, una tienda de ropa femenina que se llama Nerea. Está en el barrio del Borne, si quieren vayan a hablar con él.

—Lo haremos, descuide. Si se va a su tierra, déjenos un número de teléfono donde podamos localizarla.

—No se preocupen, estaré a su disposición para todo lo que puedan necesitar.

Era obvio que el subinspector se había quedado prendado de la viuda, no había más que escuchar sus comentarios al salir: dulce, amable, educada… y, por supuesto, totalmente ajena a cualquier culpabilidad en la muerte de su marido. Quedaba aclarado el síndrome del juez: Rosalía Piñeiro era una especie de seductora natural capaz de encandilar a cualquiera que llevara pantalones: Muro, Garzón y naturalmente el propio Siguán, que le pidió matrimonio sólo siete meses después de conocerla. ¿Quién lo hubiera dicho? Yo, desde luego, no. Piñeiro era bonita, pero la atracción que convierte a un tipo en admirador cinco minutos después de haberte visto, supongo que va más allá de la propia belleza. ¿A qué tipo de mujer pertenecía aquella viuda? ¿Las mataba callando? ¿Escondía tras su dócil apariencia una fuente de ilimitada maldad?

Garzón me sacó de mis pensamientos con uno de sus temas recurrentes:

—Va siendo hora de la comida.

—¿Se ha fijado en una cosa, Fermín? Rosalía Piñeiro no ha dicho ni una sola vez «mi marido» o «mi esposo». Siempre se refería al muerto como Adolfo o incluso señor Siguán.

—Estaría de él hasta las narices; aunque eso no quiere decir que se lo cargara. En cualquier caso, ¿no le parece que deberíamos hacer una parada para comer?

—Antes iremos a Wad Ras.

—Una cárcel de mujeres puede quitarnos el apetito.

—Mucho mejor para usted.

Parecía una apreciación poco lógica en un policía, teóricamente acostumbrado a enfrentarse siempre con lo peor, pero mi compañero estaba en lo cierto: en una cárcel de mujeres el fracaso del ser humano parece estar más a flor de piel. Quizá influya en esa apreciación el concepto generalizado de la mujer como ser beatífico, poco emparentado con el mal y la violencia; pero sea como fuere, yo también sentía un estremecimiento cada vez que entraba en una prisión femenina. Solían ser los pequeños detalles los que me robaban la tranquilidad. Detectar los rasgos de coquetería en las presas era uno de ellos: lazos en el pelo, un poco de rímel, zapatos que hacían juego con un fular. ¿Qué tipo de ilusión impulsaba a aquellas chicas jóvenes o incluso mujeres ya maduras a buscar la belleza? ¿Para quién o por qué se acicalaban? Supongo que lo impactante era descubrir indicios de cotidianeidad en un contexto tan poco natural.

Conocía a la directora de visitas anteriores y me caía bien. Ejercía su ingrata labor mezclando la imprescindible distancia emocional con el respeto por las internas, como ella les llamaba. No debía de ser fácil, al menos no lo hubiera sido para mí. Recordaba haberla oído decir: «Cuando entras en los módulos desaparece toda sensiblería. La mayoría de esas mujeres son de trato vulgar, incultas por completo, chillan y dicen tacos. Pasan la mayor parte del tiempo libre viendo culebrones en la televisión… no son muy agradables. Sin embargo, muchas veces las ves reaccionar con solidaridad, con desinterés, casi con delicadeza. Es entonces cuando te das cuenta de que, quizá con otra vida, hubieran podido mejorar, sólo que no la han tenido».

Recordó el caso de Adolfo Siguán sin necesidad de consultar en el ordenador, y también se acordaba de haber tenido a Julieta López como interna en aquella institución, pero lógicamente no sabía los detalles. Buscó su ficha en pantalla, pero los datos que allí figuraban no aportaban nada nuevo a la información con la que ya contábamos. En cuanto al apartado de su domicilio al salir de la cárcel, estaba vacío. Se estrujó la mente intentando que aflorara alguna precisión, pero pronto se dio por vencida.

—Voy a llamar a Pilar —dijo—. Pilar funciona como nuestro ordenador vivo para los temas que no figuran en el ordenador: qué aficiones tienen las internas, con quién congenian… Es la única funcionaria capaz de retener todos esos datos en la cabeza. Se jubila el año que viene, lo cual será una tragedia.

—Otra vendrá que tenga sus habilidades —comenté por decir algo.

—No lo crea; las chicas jóvenes que van llegando están muy preparadas, pero he observado que se implican menos desde el punto de vista moral. Cumplen estrictamente con su deber.

—Siempre sucede así; los veteranos somos más sensibles —aprovechó Garzón para meter una cuña generacional.

Pilar llegó pocos minutos después de que su jefa la hubiera llamado. Tenía una pinta muy corriente: pelo corto, entrada en carnes… lo llamativo eran sus ojos, apagados e inexpresivos como los de un pez. Imaginé que se debía al cansancio profundo de haberlo visto todo.

—Recuerdo a Julieta López, claro que sí. Lloraba mucho cuando llegó, pero poco a poco se fue conformando con su suerte. Otra interna, Concha Diego, confraternizó mucho con ella, se hicieron amigas. Cuando Julieta ya había salido, Concha recibió una carta suya.

—¿Sabe qué ha sido de ella?

—No; en teoría hubiera tenido que dejar una dirección y los cambios que en esta se fueran produciendo, pero nunca lo hace nadie.

—¿Sigue Concha Diego en la institución?

—Sí, no sale hasta el año que viene.

—¿Podemos hablar con ella?

Fue a buscarla y cinco minutos después, una chica bastante joven se presentó en el despacho. Nos miraba con prevención y la directora intentó tranquilizarla diciéndole que sólo queríamos charlar con ella.

—Pues claro que me acuerdo de Julieta —respondió con vivacidad a nuestra primera pregunta—. Era muy buena chica. Había tenido una vida muy mala, hija de una madre soltera que enseguida la abandonó. Se metió en la prostitución muy jovencita. Cuando le mataron al novio no había quien la consolara. Decía que se había portado bien con ella, que la había ayudado. ¡Vaya usted a saber si eso era verdad o no, porque estaba tan sola!

—¿Es cierto que cuando salió libre le escribió a usted una carta?

—Sí, y también me llamó por teléfono un día. Decía que nunca más volvería a la calle para ganarse la vida, que antes se fregaría todas las escaleras de Barcelona.

—¿Le dijo dónde vivía?, ¿tiene usted su dirección?

—No. La carta llegó sin remite. Me contaba que tenía un novio nuevo, un chico muy bueno. Decía que iban a vivir juntos en cualquier parte que no fuera Barcelona. También me contaba que, gracias a lo que había aprendido en los cursos de decoración, se ganaba la vida muy bien.

—¿De qué manera?

—No daba detalles.

—¿Recuerda de dónde era el matasellos?

—No, de eso no me acuerdo, y la carta la tiré.

Miré a Pilar, que enseguida comprendió:

—Revisamos el contenido de las cartas que reciben las chicas, pero no conservamos datos como el del matasellos.

Las esperanzas que había concebido unos segundos antes se vinieron abajo. Salió la reclusa e inmediatamente le pregunté a Pilar:

—¿Hay alguna otra presa que coincidiera con Julieta y la conociera aunque no fueran amigas?

—No lo sé, pero si la directora nos da su permiso podemos ir al módulo que ocupó y preguntar.

La directora asintió, pero consideró preferible que Garzón esperara en el despacho. Pilar lo preparó todo con la eficiencia que parecía caracterizarla y poco después estábamos en una sala donde habían sido concentradas las internas que convivieron con Julieta. Algunas eran jóvenes, si bien la mayoría se encontraba en la mediana edad. Pocas pasaban de cincuenta años. Creí advertir rasgos de otras etnias entre ellas.

—¿Todas entienden español?

La funcionaria señaló levemente con la cabeza a una chica rubia, de aspecto eslavo.

—Pero no recuerdo haberla visto nunca con Julieta —afirmó. Luego levantó la voz:

—Os presento a Petra Delicado, inspectora de policía.

Se organizó una pequeña algarabía de risas y comentarios jocosos. Pilar dio un paso al frente y, con una autoridad de la que no había hecho gala aún, gritó:

—Haced el favor de callaros y portaros correctamente. La inspectora lleva a cabo una investigación y le hacen falta datos, así que tenéis la obligación de colaborar.

Concha Diego dijo en voz alta:

—Quiere saber cosas de Julieta López; pero no va a meterla en problemas, ¿verdad? —añadió, volviéndose hacia mí. Me pareció una intervención interesante.

—No, desde luego que no. Julieta ya está libre y libre seguirá. Sólo queremos localizarla para hablar con ella.

—Era muy buena con todo el mundo —intervino una mujer de unos cuarenta años.

—Eso ya lo sabemos —dije.

—Sólo Concha era su amiga —recalcó la que había hablado con anterioridad—. Era una chica muy callada que no tenía confianza con nadie.

De pronto, una mujer gruesa y desaliñada, quizá la mayor de todas en edad, chilló desde el fondo de la sala:

—¡Eso no es verdad. También era mi amiga!

Estalló un coro de risas y exclamaciones. Pilar las hizo callar de nuevo.

—¿Alguien más tenía confianza con Julieta López? —preguntó. Hubo silencio absoluto. Entonces dirigiéndose a la autoproclamada amiga dijo:

—Acércate tú, y Concha Diego también. Las demás podéis salir.

Murmullos de decepción se oyeron por doquier. Fueron marchándose con arrastre de pies y comentarios difusos. Me quedé sola con la funcionaria y las dos reclusas seleccionadas.

—La dejo con las internas, inspectora. Esta es Lola, a la otra ya la conoce. Si necesita algo estaré junto a la puerta.

Lola mascaba un chicle con la boca casi abierta. Le faltaba un incisivo, lo que le daba un aspecto algo siniestro. Me miró con desprecio.

—Ese bolso que llevas es de Loewe, ¿verdad? Enseguida me di cuenta de que no es una imitación como la que venden los negros por la calle. ¿Te lo has comprado tú o es un regalo?

Me quedé sin palabras, sintiéndome mal. Ir con aquel bolso allí había sido una innegable estupidez, pero no me lo quitaba del hombro desde que Marcos me lo había regalado por mi cumpleaños. Pensé en contestarle que era falso, pero permanecí en un silencio lleno de culpabilidad. Intervino abruptamente Concha Diego.

—No le conteste, inspectora. ¿A ella qué le importa de su bolso? Está aquí para hacerse notar, porque no era amiga de Julieta ni de broma.

La tal Lola no pareció inmutarse demasiado, pero se encaró con su compañera y le soltó de modo desabrido:

—¿Y tú qué coño sabes? ¿Es que te he preguntado algo a ti? Calladita estás más mona.

—¡No eras amiga de Julieta, nunca se hubiera hecho amiga de un bicho como tú!

—Mírala, el angelito de Dios. Dile a la inspectora por qué estás aquí, anda, díselo.

—¡Cállate Lola o te parto la boca!

—Se cargó a su chulo, inspectora. Él le daba unas palizas del carajo y un día lo mató con el cuchillo de cortar jamón.

Concha Diego hizo ademán de abalanzarse sobre ella y yo, de manera instintiva, grité. Entró Pilar como una exhalación y se interpuso entre ambas.

—¿Qué demonio está pasando aquí?

Las dos intentaron hablar a la vez, pero la funcionaria les impuso silencio. Se miraban con resentimiento y ferocidad.

—¿Con cuál de las dos quiere hablar?

—Con Lola —musité, sintiéndome como una imbécil.

Se llevó a la compañera y me quedé a solas con aquel trasgo tan desagradable. Enseguida volvió a la carga con el bolso.

—¿Cuánto dinero le costó?

—Es un regalo.

—¡Pues vaya regalazo, qué barbaridad! ¿Ha visto qué gentuza hay por aquí? Esa anda siempre buscándome las cosquillas, pero un día me va encontrar de malas y…

—Dice usted que era amiga de Julieta López.

—Bueno, nos conocíamos, sí; hablábamos a veces. Pero era bastante estirada. Se daba humos porque iba a los cursos de decoración. Con esa que acaba de salir siempre andaban diciendo que cuando estuvieran fuera se harían buenas y santas, que pondrían un negocio… fantasías así.

—Desde que Julieta salió, ¿se ha puesto en contacto con usted, le ha escrito, la ha llamado por teléfono?

—¿A mí? ¡No sé a santo de qué!

—¿No dijo que eran amigas?

—¡Bah, las amistades que se hacen en la cárcel cuanto antes se olviden, mejor!

—¿Ha oído algún comentario sobre el paradero de Julieta?

—¿Yo? Tengo otras cosas que hacer que andar pendiente de rumores.

—¿Circulaba algún rumor sobre Julieta después de obtener la libertad?

—No, que yo sepa, no.

—Puede marcharse.

—¿Y para esto tanto follón, no quiere preguntarme nada más? ¡Pues vaya! Dígame quién le regaló el bolso, inspectora, tengo curiosidad.

—Salga, por favor.

—¿Qué más le da decírmelo o no, fue su marido?

—¡Salga de aquí inmediatamente! —grité fuera de mí.

La mujer hizo el gesto de cerrarse la boca con una cremallera y salió arrastrando los pies, con una sonrisa cínica en la cara. Una vez sola me desarbolé, perdí la fuerza en los brazos y piernas. Me senté en una silla, intenté respirar con normalidad. No era fácil tratar con sospechosos, pero la actitud de alguien que tiene poco que perder es aún más terrible. Entró Pilar.

—¿Ha habido suerte, inspectora?

—Me temo que no.

—Esa Lola es carne de presidio, una verdadera pesadilla.

—¿Por qué está aquí?

—Mató a una compañera prostituta, cuestión de celos al parecer.

—Pues ella acusó a Concha Diego de ser una asesina, de haberse cargado a su chulo.

—Es verdad.

La miré con estupefacción.

—De una le sorprende que sea una asesina y de la otra no, ¿verdad? ¡Siempre pasa así! Supongo que por eso existen los juicios y los jueces, porque si no, siempre se la cargarían los que nos producen más repulsión.

Al atravesar la salida me apreté los ojos con las manos. Me encontraba desalentada, enfadada conmigo misma también. El ambiente asfixiante de la prisión unido a la conciencia de lo mal que había llevado la situación me pesaba como un pedrusco colocado sobre mi cabeza. Garzón debió darse cuenta, me conocía muy bien, y quizá por eso optó por no hacer el más mínimo comentario sobre nuestra estancia en Wad Ras.

—Bueno, pues considerando que estamos en Poble Nou, tenemos dos opciones para ir a comer: o entramos en la Villa Olímpica o nos quedamos en la zona de currantes. Aunque yo apuesto por los currantes. Hay muchos bares donde hacen menús que están muy bien, y muy baratos, además.

—Por el dinero no se preocupe, ¿no somos los dos asquerosamente ricos?

Mi comentario debió de alertarlo todavía más de lo que estaba, pero se resistió a entrar en materia y volvió al tema de la comida. Decidimos entrar en un pequeño restaurante de aspecto más que modesto donde un grupo de trabajadores vestidos con monos de uniforme ya había comido y tomaba café. Nos colocamos en una mesa de madera tosca preparada con dos manteles de papel y el camarero nos trajo el menú escrito a mano en una hojita protegida por una funda de plástico pringoso.

—¡Mire! —se extasió el subinspector—. ¡Pero si hasta tienen cocido! ¿No le apetece una sopa calentita, con sus garbanzos y tropezones de carne? ¡Ah, no vaya a comparar esto con los restaurantes de diseño! ¡Te matan de hambre y te pegan un clavo!

—Yo vivo en este barrio y nunca se me hubiera ocurrido comer aquí. Somos unos malditos esnobs, ¿no se da cuenta?

—¡Ah, no! Yo soy un policía de a pie.

—Casado con una mujer rica. Tanto usted como yo vivimos una especie de doble vida. Trabajamos cerca de la gente más desfavorecida y marginal para luego volver a nuestro estatus privilegiado.

—Yo me he adaptado muy bien a esa situación.

—Eso es lo que le parece; pero a la mínima aparece Míster Hyde y te hace meter la pata hasta que la ficción se tambalea.

—Petra, aparte de no haber encontrado el paradero de Julieta López, ¿qué ha sucedido en Wad Ras que haya podido contrariarla así?

—¿Ve este bolso, subinspector?

Miró con indiferencia total mi bolso de marca, cada vez más despistado sobre el rumbo que tomaba aquello.

—Sí, ¿qué le pasa?

—¿Cuánto diría que vale?

Observó de nuevo el bolso, esta vez con más interés. Deduje que debía parecerle horrible porque su rostro viró hacia un gesto de repugnancia.

—¡Qué sé yo! ¿Cien euros?; las cosas de mujeres suelen ser caras.

—¡Mil, vale más de mil euros! —solté triunfante—. Me lo regaló Marcos en mi último cumpleaños. ¿Y usted cree que se puede acudir a Wad Ras con algo, lo que sea, que tenga ese precio? Yo se lo diré: la respuesta es no. Sólo a una descerebrada se le ocurriría hacer algo parecido.

—Y esa descerebrada, obviamente, es usted. ¡Cojones, inspectora, no hile tan fino! Un regalo es algo especial que no se recibe todos los días. Y por cierto, me ha hecho usted un cristo diciéndome el precio del bolso. A Beatriz le regalé un perfume de sesenta euros el día de su santo y me parecía que había estado rumboso. Visto lo visto debió pensar que era un tacaño.

—Ni siquiera me di cuenta de la metedura hasta que una reclusa no estuvo preguntándome por el bolso.

—No se haga mala sangre, inspectora.

—¡Hubiera debido pensarlo!

—Está bien, reconcómase todo lo que quiera, y si tanta contradicción le supone su doble vida, deje de trabajar en la poli y dedíquese a ser una abogada de las élites.

—Eso es una bobada.

—Está bien, entonces regale todo lo que tiene a los pobres y hágase monja budista. O mejor, hágase seguidora de uno de esos profetas que salen por la tele.

—Es usted un pedazo de carne con ojos y carece de la más mínima sensibilidad. No sé por qué le cuento mis preocupaciones.

—¿Que me cuenta sus preocupaciones? ¡Pero si he tenido que sacarle todo esto con calzador! En fin, diga lo que quiera. Yo me voy a zambullir en esta sopa, que se está enfriando. De todos modos, cuando la veo cabreada y con su mala uva de siempre, ya me quedo tranquilo. ¡Ah!, y no está mal eso del «pedazo de carne con ojos». Se lo ofreceré a Beatriz por si quiere utilizarlo en mi contra cuando estemos enfadados. Ya que no le regalo bolsos de mil euros por lo menos le proporciono munición.

Tuve ganas de reírme, pero tensé los músculos de la cara para seguir seria. Probé la sopa. Estaba deliciosa. A veces pensaba que Garzón era el profeta al que debía seguir, aunque no saliera en la televisión.