Capítulo 1

Fue terrible. Yo iba acercándome poco a poco al ataúd abierto, pero no veía quién estaba dentro. Era un féretro imponente, de madera brillante y lujosa. Alrededor se habían colocado cirios enormes y varias coronas de flores yacían a los pies del difunto. Cuanto más cerca me encontraba, más firme era mi paso y menos atenazada por el miedo me sentía. Al llegar junto a la capilla ardiente, miraba en el interior y descubría a un hombre viejo, con un impecable traje negro, una banda tricolor alrededor del cuerpo y la pechera de la americana cubierta de condecoraciones. Nunca lo había visto antes, no sabía quién era, aunque sin duda se trataba de alguien importante. Entonces, con resolución, echaba mano de mi bolso y sacaba de él un gran cuchillo. De modo impetuoso, llevada mi mano por un odio que manaba de mí como un torrente, empezaba a apuñalarlo una y otra vez en el pecho. Los golpes eran fuertes, decididos, mortales si hubiera estado vivo, pero del cadáver sólo salían serrín y papeles viejos. Eso me enfurecía, llevándome a un éxtasis de golpes y cuchilladas, como si no aceptara que aquello únicamente era muerte sobre más muerte.

Me desperté sudando, acongojada y trémula. Nunca suelo tener pesadillas, así que, en cuanto pude pensar con cierta claridad, me pregunté cuál era la naturaleza de la que acababa de sufrir. ¿Era un sueño de interpretación freudiana, con figura paterna incluida? Muy improbable. ¿Era una reminiscencia de épocas franquistas, donde descargaba la frustración de que el dictador hubiera muerto de viejo en la cama? Demasiado alambicado. Dejé de hacer hipótesis interpretativas y fui a prepararme un café, sin llegar a conclusión alguna. Habrían de pasar varios meses para que me diera cuenta de que, en contra de toda lógica, quizá aquel había sido un sueño profético relacionado con mi trabajo.

Pero empecemos por los hechos y dejemos atrás los sueños. Una de las labores que desarrolla la Policía Nacional en Cataluña es escarbar en el pasado. Parece absurdo, una especie de paradoja genial. Todos pensamos que la labor policial debe ser rápida, inmediata, sangre derramada que cuanto antes se enjugue, mejor. Estamos convencidos de que un poli de homicidios es un tipo armado y entrenado para hincarle el diente a un cadáver reciente, templado aún. Pero no, resulta que esos teóricos especialistas del tiempo presente son proyectados hacia lo remoto para buscar asesinos que se esfumaron, convertidos en volutas de aire. Curioso, el pasado no es sólo el campo de trabajo de historiadores y poetas, es el nuestro también. El mal tiene su arqueología.

A este quehacer se le llama «reabrir un caso», una expresión que conlleva reminiscencias de segundas oportunidades, de nuevos hallazgos fulgurantes, de volver a empezar con ímpetus remozados. Sin embargo, casi nunca es así. Un caso reabierto es tremendamente difícil de investigar porque, como es bien sabido, el tiempo todo lo borra. A veces se reabren casos porque un sospechoso se libró de la cárcel al no existir pruebas de ADN en la época de su fechoría. Otras, porque el culpable huyó del país y no hubo manera de encontrarlo. Un día alguien dice haberlo visto en algún lugar. De todas maneras, el dinero que una investigación cuesta al erario público hace que no se reabran casos así como así.

Nuestro caso, el que nos encomendaron reabrir a Garzón y a mí, se activó a requerimiento de la viuda del hombre asesinado. La mujer se puso en contacto con el juez Juan Muro, un veterano con fama de perseguir las cosas hasta el final, y lo convenció de dar una segunda vuelta a un caso que databa del 2008, cinco años atrás en el pasado. Su esposo, de nombre Adolfo Siguán, un empresario textil de setenta años, había sido liquidado en circunstancias sexuales escabrosas. Su cadáver se halló en su casa, adonde había acudido en compañía de una joven prostituta de bajo caché. Las culpas recayeron sobre el chulo de esta; pero fue encontrado muerto a su vez en Marbella, días después. Aunque se siguieron pistas aparentemente seguras, la investigación se cerró en falso: el supuesto culpable nunca pudo contar lo que ocurrió. La prostituta pasó un tiempo en chirona por una complicidad que ni siquiera pudo demostrarse y después todo quedó difuminado por el paso de los meses y los años. Hasta el presente en que, el subinspector y yo, heredábamos un muerto remoto que había permanecido silencioso y, se supone, resignado a su suerte.

El insensato de mi compañero se mostraba contento; sostenía que nunca antes se había ocupado de un caso antiguo y que, a su edad, tener una nueva experiencia laboral le parecía muy estimulante.

—Es más, inspectora… —comentó—, laboral o privada, cualquier experiencia nueva a los años que tengo, debe ser considerada como una rareza, como un don del cielo. Con decirle que el otro día probé por primera vez el paté de aceitunas y casi lloro de emoción… Esto del caso reabierto es como un reto, y de ese modo tenemos que interpretar las complicaciones que comporte.

Yo no veía las cosas con tanta claridad. Soy más joven que él, pero incluso así, las dificultades habían dejado de parecerme un reto para convertirse en lo que realmente son: un problema más. No soy mujer de retos ni desafíos, mi mente no se crece ante lo difícil ni me pongo chula frente a las barreras. No suelo comprender a los que se marcan metas cada vez más elevadas. Para mí son marcianos los alpinistas que escalan las cumbres hasta quedar congelados y los atletas que llegan a la línea final y se desploman sin respiración. Soy menos pasional, más cercana a lo científico, si ese es un término que pudiera emplear para hacerme entender. Los científicos actúan por ansia de saber, no por esa especie de cabezonería que lleva seguir una línea ascendente. ¿Acaso Madame Curie dio con el radio a fuerza de exclamar: «Esto me lo investigo yo por narices»? No, para mí, y supongo que también para Madame Curie, las cosas se hacen por el deseo de llegar a alguna parte, por la necesidad de convertir en más claro aquello que habita en la oscuridad. Sin embargo, una vez llegados a puerto, ¿para qué continuar compitiendo con uno mismo y salir de nuevo a la mar en busca de más lejanas tierras? No, hay que saber aceptar las propias limitaciones, vivir con ellas, tenerlas en cuenta cuando se arranca una nueva actividad. Quizá yo soy muy consciente de mis limitaciones, sé el peso específico que estas tienen en mi vida, o quizá simplemente soy más conservadora de lo que estoy dispuesta a admitir. Sea lo que fuere, lo cierto es que la historia del caso retomado no me hacía maldita ilusión.

El comisario Coronas tampoco exultaba de gozo. Fue nuestra comisaría la que se hizo cargo del caso Siguán en su día y volver a agitar las aguas para que aflorara lo que acabó en fracaso le parecía un modo de penitencia que no creía merecer.

—¡Hay que joderse! —exclamó—. Con todas las energías que derrochamos inútilmente en aquel desdichado asunto y ahora tener que volver a empezar. Pero ¿qué cree ese maldito juez, que cinco años más tarde va a surgir la verdad resplandeciente iluminando el sagrado imperio de la ley? A pesar de ser veterano se comporta como un niñato sin experiencia. Todo el mundo sabe que, de no haber aflorado alguna nueva pista concluyente, investigar pasado tanto tiempo es una gilipollez.

Pero no tuvo más remedio que apechugar, el juez Muro se mostraba firme en su decisión, y el cadáver de Siguán se había puesto de nuevo metafóricamente en pie. Después de comprobar lo poco que apreciaba mi jefe la reapertura de aquel expediente, me atreví a preguntar:

—Entonces, ¿debemos emplearnos a fondo, comisario, o bastará con ir tirando?

Su cara experimentó al oírme una metamorfosis singular, asemejándose ipso facto a la de un perro fiero en actitud de ataque.

—¿Cómo, cómo ha dicho, inspectora? No entiendo su pregunta. ¿Alguna vez en esta comisaría y bajo mis órdenes se ha ocupado usted de un caso «para ir tirando»? Porque si ha sido así puede estar bien segura de que yo no me he enterado.

—Era sólo un modo de hablar.

—Pues pruebe con otros registros estilísticos. Aquí siempre se investiga a fondo, a saco, a tope, a rajatabla, a tumba abierta. Quiero que empleen ustedes todas sus fuerzas y su pericia en averiguar quién demonios mató al supuesto asesino de Adolfo Siguán. Ahora más que nunca el honor de esta comisaría está en juego. A pocos se les ofrece una segunda oportunidad para enmendar los errores del pasado.

—¡Sí, señor, descuide, señor! —respondí casi en un grito marcial.

—¡Y no me conteste como una maldita sargenta de marines! Da la impresión de que estuviera cachondeándose de mí. Hay veces que tiene usted la facultad de ponerme de mal humor, Petra Delicado.

Puede que yo hubiera incrementado un poco su impaciencia, pero Coronas ya estaba de mal humor antes de hablar conmigo. En el fondo lo comprendía, e incluso me apiadaba un tanto de él: tener que destinar a dos personas a un servicio que no le despejaba el trabajo diario no era plato de gusto, como tampoco lo era enfrentarse con equivocaciones que hubieran podido cometerse tiempo atrás. Él había estado presente durante la primera investigación del crimen. Pero esa no era mi responsabilidad, allá el comisario con sus líos de trabajo.

Si analizaba la situación presente con perspectiva optimista, me percataba de que ocuparse de un caso reabierto tiene un punto de pureza innegable, tanto en el campo teórico como en la praxis policial. Nada de verse enfangado en los acontecimientos con la premura que exige un crimen recién acaecido. Ni un testigo que se encuentre perentoriamente influido por el miedo o por la pasión. Ninguna presión por parte de los periodistas… Era casi como una lección magistral en la Academia, una auténtica oportunidad de emplear en frío el razonamiento deductivo. Claro que, como en todas las cuestiones importantes, el problema radica en la acometida; dicho de otro modo: ¿por dónde empezar? Cuando le planteé esa duda metodológica a Garzón estuvo rascándose el mentón mal rasurado durante casi cinco minutos, lo cual era siempre una excelente señal. Al fin dijo:

—Yo creo, inspectora, que deberíamos pedir consejo a algún colega que se haya ocupado de casos reabiertos, sólo para saber por dónde abrir el melón y si su orgullo profesional se lo permite, por supuesto.

—Mi orgullo en general quedó abandonado el primer día que tuve que pedir ayuda para cambiar el neumático del coche.

—¿No sabía hacerlo sola? ¡No lo puedo creer!; usted, una mujer tan autosuficiente…

—¡Pare el carro, Fermín! He dicho que abandoné el orgullo, pero no la mala uva.

—Aclaración innecesaria.

—¿Podemos centrarnos en lo que interesa de una vez? Su idea de preguntar a un colega me parece muy buena. ¿Se le ocurre a usted alguno que tengamos a mano?

—Bonilla. El inspector Bonilla investigó hace un año un asesinato que había sucedido hacía tres. Una joven violada y asesinada después. El caso se cerró por falta de pruebas. Los familiares de la chica siempre sospecharon del exnovio. Le dieron la tabarra al juez y este accedió a reabrir el proceso policial. Al final lo cazaron y sí era el exnovio el culpable.

—¿Recuerda cómo fue?

—El tipo se había echado una nueva novia y Bonilla tiró por ahí. Hablando y hablando con ella acabó contándole que el chico a veces hacía cosas raras, se comportaba de manera violenta. Lo detuvieron y, con varios días de un buen acoso acabó por confesar.

—No sé si nosotros tendremos a alguien a quien hacerle un buen acoso, pero por algo se empieza. De momento acosaremos a Bonilla y después Dios dirá.

Daniel Bonilla era bastante más joven que yo. Pertenecía a esa nueva hornada de policías muy preparados, muy brillantes, que habían entrado en el Cuerpo exclusivamente por vocación. Nunca había entablado conversación con él, pero me gustaba su pinta de pertenecer a una ONG de tipo alternativo. Su reputación en nuestra comisaría era que no se preocupaba de hacer carrera, sino de trabajar bien. Nos recibió encantado, y los consejos que nos proporcionó aún me parecen ahora de lo más indicado y perspicaz.

—No quiero dar lecciones porque no soy quién —empezó por decir—. Lo único que puedo aseguraros es que para tratar un caso reabierto hay que cambiar de mentalidad. Nada de prisas porque el asesino puede escaparse, al contrario, despacio, muy despacio, porque el asesino ya se escapó. Atentos siempre al detalle. Hay que leer mucho al principio: toda la instrucción del juez más los informes policiales que se hicieron en su día. Mirar, remirar, analizar… convertir las dudas en interrogantes concretos, completar y poner en cuestión las conclusiones que parezcan haberse tomado con precipitación.

—¿Quién llevó el caso la primera vez? —inquirí.

—Juan Álvarez —respondió inmediatamente Garzón—. Después pidió el traslado a Cáceres porque su mujer es de allí —remató sorprendiéndome con su perfecto conocimiento de los recursos humanos de aquella empresa.

—Supongo que huir del escenario del fracaso también contó. Ya sabéis cómo son estas cosas. No es imprescindible que habléis con él. Lo importante está escrito. Acostumbraos, eso sí, a tener los archivos a mano para poder consultar en cualquier momento. Y aunque no os apresuréis, pensad como si el crimen acabara de suceder, eso quita la sensación de estar simplemente revisando papeles. Como veis, sólo os estoy soltando lugares comunes, nada que os pueda ayudar de verdad; pero contad conmigo para lo que queráis.

Bien, aquello era un arranque, un punto de salida en una carrera en la que más que correr, él aconsejaba caminar.

—¿En su casa o en la mía? —le pregunté al subinspector.

—¿Un intento de ligue a estas alturas?

—No pretenderá que leamos todos esos montones de folios cada uno por separado. Será mejor hacerlo juntos y apuntar las sugerencias que vayan apareciendo. Eso llevará tiempo, y dudo de que ese tiempo extra podamos sacarlos de las horas de oficina. Habrá que trabajar por nuestra cuenta.

—Empezamos bien. Un día en su casa y otro en la mía. ¿Qué le parece?

—Genial. Y nada de cervecitas ni ningún otro tipo de alcohol.

—Expedientes a palo seco.

—Como debe ser.

En mi casa no era difícil encontrar momentos tranquilos. Recordaba que aquella semana los hijos de Marcos no venían a visitarnos, con lo que el silencio y la concentración estaban garantizados. Tampoco Marcos representaría un problema, simplemente le pediría que en vez de leer en el salón, se retirara a su estudio para dejarnos en paz. Cuando llegó el momento preparé un refrigerio, mínimo pero imprescindible tratándose de Garzón: sándwiches vegetales y cerveza sin alcohol.

A las nueve en punto ya tenía en la puerta a mi compañero. Traía consigo sólo la documentación de la policía, porque yo tenía la del juez. Marcos quiso saludarlo, de modo que esperé a que apareciera y ambos se cumplimentaran a placer. Cuando hubieron culminado el proceso social, pasamos a la sala, donde yo había despejado la mesa y expuesto portátil y papeles ya impresos. El subinspector cargaba orgulloso con un nuevo ordenador, un regalo de su esposa para el cumpleaños, que había aprendido a manejar con naturalidad. Nos instalamos y consensuamos el método de acción.

—He comprado una libreta para cada uno. Cuando algo de lo que está leyendo le llame la atención, apúntelo. Al final cotejamos y comentamos. ¿Está de acuerdo?

—¿Y si quiero comentar algo en el mismo momento en que lo leo, inspectora?

—Es mejor que no haya interrupciones; pero si cree que algo necesita un intercambio de pareceres inmediato… aunque queda descartado ningún tipo de chiste o frivolidad.

Nos enfrascamos en la lectura, cada uno de sus documentos. Mientras yo me encaraba a las consideraciones del juez, encendía de vez en cuando algún cigarrillo. Garzón se removía en su asiento con inquietud cada vez que olía el humo perfumado de mi rubio inglés. A instancias de su mujer, a quien le preocupaba su salud, hacía poco que había dejado de fumar. Intenté olvidar si estaba moviéndose o no. A medida que iba avanzando, el texto arrojaba luz sobre aquel asesinato añejo que nos tocaba desentrañar.

Adolfo Siguán Mestre era un fabricante de paños que había sabido sacar provecho de la herencia familiar hasta el punto de modernizar y abrir al exterior el negocio heredado. Su fábrica, que en tiempos surtía de telas tradicionales el mercado de los sastres de caballero, había experimentado cambios sustanciales que le permitieron librarse de la histórica crisis del textil catalán. Conectado con los nuevos usos de la moda y ampliando la producción a las telas de ropa para mujer, entre su clientela se encontraban diseñadores importantes, no sólo españoles sino franceses, e italianos también. Su apuesta había sido fabricar telas de calidad, dejando de lado tejidos baratos que pudieran expandirse en mercados menos selectivos. Parecía que la empresa siempre había funcionado bien, pero un par de años antes de su muerte, la fábrica había pasado por serias dificultades financieras que el juez no entraba a especificar. Tomé la libreta, aún inmaculada, y escribí:

1. Averiguar las causas concretas de la decadencia del negocio.

2. Seguimiento de las cuentas de la empresa a raíz del asesinato de Siguán.

Garzón miró cómo tomaba notas y tras algunos titubeos que intenté ignorar, ya no pudo quedarse callado y oí su voz:

—¿Qué ha apuntado, inspectora?

—Hemos dicho que no se podía interrumpir.

—Pero es que estoy inquieto, a mí no se me ocurre nada que entresacar.

Lo observé con atención. A pesar de haber sobrepasado hacía mucho tiempo la edad de la madurez, en su comportamiento seguía atisbándose una veta infantil. Debo reconocer que, en el fondo, eso me hacía gracia, de modo que, en vez de enviarlo al infierno, contesté:

—He escrito que es necesario aclarar por qué una empresa que había conseguido adaptarse a los tiempos y funcionar de maravilla de pronto empieza a ir mal. También habrá que averiguar qué pasó con la condenada empresa después de que su dueño fuera asesinado.

—Tiene usted una mente preclara, inspectora. A mí no se me había ocurrido pensar eso.

—¿Quiere dejarme trabajar en paz?

Volvió a su labor acercando exageradamente la vista a la pantalla, como un alumno que quiere demostrar a las claras su interés. Al rato advertí que él también tomaba el bolígrafo y pensé que me dejaría tranquila. Siguán tenía tres hijas de su primer matrimonio y una segunda esposa, porque la anterior había muerto de cáncer años atrás. Fue esa segunda mujer, llamada Rosalía Piñeiro, quien había cursado al juez la petición de reabrir el caso. Busqué en el expediente datos sobre ella, pero eran exiguos. Sólo se decía que tenía treinta y ocho años menos que su marido, que no ejercía ninguna profesión y que llevaban casados siete años al morir él. Ninguno de los miembros de la antigua o nueva familia había sido susceptible de ser considerado sospechoso en la antigua investigación. Habían sido todos interrogados como testigos y liberados por el juez sin imputaciones.

Siguán, como se supo después de muerto, solía frecuentar la compañía de una prostituta muy joven llamada Julieta López. Debo reconocer que la resonancia shakesperiana del nombre casi me hizo sonreír. Julieta distaba mucho de ser una prostituta de lujo, ni siquiera ejercía sus labores en un local de alterne o un meublé. Era una simple puta del Raval de lo más tirado. Trabajaba en la calle y tenía un novio que le hacía de chulo. Ambos se especializaban en un delito que sobrepasaba el campo de la prostitución. De repente me llamó mi compañero.

—¿Qué pasa ahora, Garzón? —pregunté como si deseara estrangularlo, lo cual no estaba muy lejos de la verdad.

—Detesto parecer maleducado, pero abusando de su generosidad: ¿no tendría por ahí algo para picar? Empiezo a tener hambre, y tengo comprobado que, con hambre siempre se me disipa la capacidad de concentración.

—Pica usted más que una avispa furiosa, Fermín. ¿Puede esperar un momento? Estaba a punto de enterarme del delito que solían cometer Julieta y su Romeo.

—Yo se lo contaré, y por cierto, Romeo se llamaba Abelardo Quiñones, que con ese nombre debía ser más de pueblo que un alcalde con boina. Resulta que la chica se especializaba en clientes viejos, cuanto más, mejor. Cuando tras varias veces de haberles prestado sus servicios había ganado cierta confianza con ellos, se enteraba de si vivían solos y si era así les pedía que la llevaran a sus casas. Una vez allí pedía que tomaran una copa, y cuando el viejo estaba despistado o iba al lavabo, le metía en la bebida varias pastillas de Rohipnol. En cuanto los tíos estaban groguis, entraba en acción el galán, que los había seguido hasta el lugar del encuentro amoroso. Entonces la dama le hacía una llamadita, le abría la puerta y ambos apiolaban todo lo que podían: dinero, joyas, el ordenador personal… Luego se largaban bien campantes. Practicaron ese deporte tan rentable durante casi dos años y ¿sabe cuántas denuncias se presentaron en su contra? ¡Ni una! Increíble, ¿verdad?

Le escuchaba sin que ni un pestañeo velara mis ojos, abiertos de par en par a causa de la sorpresa. Entonces empezó a reírse con ganas, y continuó:

—¡Si es que resulta hasta divertido! Los delitos se hacen posibles porque los seres humanos somos como somos. Ya me dirá usted qué carcamal se presenta en comisaría para hacer público que se ha ido de picos pardos y le han tomado el poco pelo que le quedaba. Imagínese a los nietos de los denunciantes explicando la historia: «El abuelito se fue a follar y entre la señora y su chulo le robaron hasta la dentadura postiza».

Corté sus carcajadas con decisión:

—¡No hace falta que sea tan gráfico, Fermín, y le ruego que baje la voz!

—¡Si me ha dicho que sus hijastros no estaban en casa!

—Pero yo sí estoy, y me parece de un gusto espantoso que escenifique tanto la cuestión.

Al subinspector le importaban un bledo mis escándalos estéticos, siguió riendo, aquel informe se le antojaba el súmmum de la comicidad. Yo, sin embargo, estaba desorientada: el contraste entre la jerga legal que estaba leyendo y la vulgaridad expresiva de Garzón me impedía captar la fibra última de los hechos.

—¿Y por qué un empresario acomodado recurre a una prostituta de tan ínfimo nivel? —pregunté casi a modo retórico.

—¡Joder, inspectora, parece que aún se chupe usted el dedo! Existe una cosa que se llama perversión. Hay tipos que encuentran la mitad del placer en caer cuanto más abajo mejor, en revolcarse entre sus miserias. ¿No lo entiende?

—¡Por supuesto que lo entiendo! —me apresuré a exclamar antes de que me diera una explicación cumplida en lenguaje popular—. En cualquier caso eso no explica por qué lo mataron.

—Yo ya lo sé, pero no pienso decírselo si no me saca algo de comer. Si quiere enterarse tendrá que leer todo ese coñazo de leguleyos que tiene delante.

Entonces fui yo quien se echó a reír. Me levanté para traer los sándwiches vegetales y las cervezas sin alcohol. Garzón me esperaba con los brazos abiertos.

—¡Por fin algo que llevarse a la boca! —exclamó; pero luego se quedó mirando la bandeja y preguntó con suspicacia—: ¿Y eso qué es?

—Emparedados de tomate, pimiento, espárragos y mayonesa. Todo ligero y muy nutritivo. No quiero que una comida pesada nos impida rendir al cien por cien.

—No, si yo me refería a la bebida: ¿cerveza sin alcohol? No se lo tome a mal, inspectora; pero la cerveza sin alcohol contraviene mi filosofía de la vida. ¡Hasta agua del grifo preferiría beber, fíjese! Me niego a beber café sin cafeína, a tomar un alimento Light, a fumar bajo en nicotina… ¡no, eso es como reconocer un vicio y hacer propósito de enmienda de cara a los demás! Me parece una engañifa y una humillación por la que me opongo a pasar.

—Está bien, no sea pelmazo; traeré cervezas normales.

—Se lo agradezco. Y además, ¿desde cuándo le dan esos ramalazos integristas, es que alguna vez hemos perdido fuelle profesional usted y yo por culpa de la bebida?

—Prefiero no hacer memoria.

—Como quiera, pero debe saber que yo, con una copa soy como Sherlock Holmes y con dos, hasta incorporo a Watson en el lote. Con más…, da igual, digamos que el alcohol es un acicate policial de primera magnitud.

Sonriendo, le dejé dar rienda suelta a sus filosofías y apetitos. Por fin, cuando hubo deglutido las últimas migajas y vaciado el botellín, se avino a continuar:

—A Adolfo Siguán se lo cargaron por accidente. Parece que era de naturaleza fuerte y el Rohipnol no le hizo el efecto que solía hacer en los demás. Así que cuando Romeo se presentó y, junto a Julieta, se encontraban ambos aligerando bolsillos y abriendo cajones, el buen hombre se despertó y empezó a pegar gritos y soltar imprecaciones como un poseso. La pareja de tórtolos se asustó y le arrearon un golpe en la cabeza que lo mató.

—¿Qué pasó con Abelardo Quiñones?

—Apareció asesinado de un tiro en Marbella dos meses después. Munición Parabellum, disparada desde una pistola seguramente adquirida en el mercado negro que nunca se pudo localizar. Nunca se supo quién fue; pero, como llevaba mala vida, nuestros colegas dedujeron que cualquiera pudo cargárselo y por cualquier motivo no relacionado con el crimen de Siguán: un ajuste de cuentas entre chulos, un tema de drogas… ¡vaya usted a saber!

—¿Y la chica?

—A la puta la cazaron enseguida porque no huyó de Barcelona. Una compañera del Raval le contó a la policía lo que esta solía hacer con los viejos. Tardaron menos de tres días en dar con ella, y en la comisaría cantó, con letra y música perfectas. Lo único que no quiso reconocer fue que su novio asesinara a Siguán. Salió con una copla extraña, asegurando que aquel día, en vez de Quiñones, se presentó en la casa un italiano al que nunca había visto y que venía de parte de él. Según esa versión, fue el italiano quien golpeó al empresario en la cabeza. Un intento vano de proteger a su amorcito, ya ve.

—¿Qué sucedió con ella?

—Leo más deprisa que usted, pero hasta ahí no he podido llegar.

Busqué apresuradamente en mi ordenador, abriéndome camino entre la maraña legal del juez, y tras un cuarto de hora, encontré el destino de Julieta, que le leí en voz alta al subinspector:

Julieta López Atienza tuvo una pena ligera por no haber sido la autora material de los hechos (el golpe en la cabeza de la víctima era demasiado fuerte para haber sido asestado por las manos de esta mujer), no tener intención de matar y carecer de antecedentes penales. Fue condenada a cuatro años de prisión en la cárcel de Wad Ras, de los que cumplió sólo tres por haber sido acreedora de beneficios penitenciarios. De hecho, se considera una reclusa rehabilitada ya que concluyó en su encierro los cursos completos de decoración de interiores.

Garzón soltó una carcajada atronadora.

—¿Decoración de interiores? ¡No me lo puedo creer! ¡Muy adecuado para una chica de su categoría! Seguro que le cogió afición al tema viendo las casas de los clientes a los que pelaba. Apuesto a que los pobres ancianos tenían un gusto horroroso y ella se propuso cambiar la situación.

—¡Haga el favor de no pitorrearse, para una vez que la cárcel consigue una rehabilitación!

—¡Jo, inspectora! ¿Y qué debe estar haciendo ahora Julieta? A lo mejor la han contratado en la Casa Real para que decore de nuevo las habitaciones de las infantitas.

—¿Quiere dejar de decir despropósitos?

—El despropósito es creer que una tipa como Julieta López cambia de vida y de mentalidad sólo con tres años de estar metida entre rejas.

—Tiene usted poca fe en el género humano.

—¿La tiene usted?

Me quedé un momento callada, acabé mi cerveza, suspiré y dije por fin.

—No demasiada, la verdad. Pero es injusto negar cierta posibilidad. Hay gente a quien la vida no le ha dado la más mínima oportunidad, gente sin esperanza desde que nace. Y si de pronto comprenden que hay un camino, que se puede estudiar, si alguien les concede la más mínima opción… pueden aprovecharla, estoy convencida.

Garzón se encogió de hombros, chistó, pensó, bufó varias veces y concluyó:

—No le digo que no.

—¿Será posible localizar ahora a esa chica? En el expediente no figura ninguna dirección.

—La sabrán en Wad Ras. Habrá que darse una vuelta por allí.

Medité mirándome las manos, recapacité sobre mis palabras antes de empezar a hablar.

—¿Sabe lo que le digo, subinspector? ¡Aquí hay caso!, demasiados cabos sin atar.

—Con lo que llevamos leído yo pienso exactamente lo contrario. Nos encontramos frente a dos delincuentes habituales de grado menor. Un día cometen una equivocación y se cargan a un tío. Las compañeras de ella los delatan. A la chica la cazan, el hombre, que es el autor material, pone pies en polvorosa sabiendo que se la juega por asesinato. Dos meses después se mete en algún problema en una ciudad en la que no conoce cómo funciona el hampa y, quizá sólo por ser un intruso un buen tiro en la cabeza acaba con él. Se hace una investigación a fondo y no hay ni rastro del culpable. Caso abortado, aunque, en el fondo, caso cerrado. Punto final.

—¿Y el italiano del que Julieta habló?

—¡Por Dios, inspectora, me encanta su ingenuidad!

—Julieta está encausada y acaba en la cárcel, ¿para qué seguir protegiendo a su chulo incluso cuando está muerto?

—¿Para qué variar su primera versión? Eso siempre crea desconfianza en un juez. A fin de cuentas no había sido acusada del asesinato. Llegó un italiano del cielo y él solito hizo todo el trabajo sucio. Piense además que el amor es siempre generoso.

—Puede que lleve razón; pero habrá que probar todas esas suposiciones si es que podemos. Puede que no haya caso, pero sí hay trabajo ¡y mucho!

—El trabajo nunca me ha asustado, siempre que sirva para algo.

—¿Alguien le ha asegurado alguna vez que todos los pasos que damos en una investigación sirven para algo?

—¡Nunca, en ninguna circunstancia, jamás!

—¡Menos mal, creí que tampoco íbamos a ponernos de acuerdo en eso!

Decidimos acabar la sesión. Teníamos ambos bastante claro lo que debía hacerse, pero no el orden en el que debía ser hecho, como siempre suele suceder. Finalmente concluimos que lo lógico era arrancar nuestras pesquisas yendo a visitar al juez Muro. Y esa fue nuestra cita para el día siguiente. Llamé a Marcos para que pudiera despedirse de Garzón y abandonó su estudio encantado. Sin embargo, no se le ocurrió nada mejor que ofrecerle otra cerveza a mi compañero, que este aceptó sin vacilar. Hubiera debido preverlo y hacerlo salir con discreción, olvidando la cortesía. Que Marcos y Garzón estuvieran juntos en mi presencia me obligaba a mezclar las dos facetas básicas de mi vida, cosa que no me complacía en absoluto. Siempre he pensado que soy una persona diferente como esposa y como policía; de modo que no suelo tolerar bien que alguien perteneciente a un entorno se cuele de rondón en el otro. Demasiados testimonios sobre mi personalidad. Recordaba haberle contado esta circunstancia a mi esposo tiempo atrás y cómo él la desestimó tildándola de tontería sin fundamento. Marcos creía que, por mucho que pretendamos lo contrario, todos somos una unidad imposible de diversificar. Por eso mi intento de llevar adelante dos personalidades en paralelo le parecía algo que forzaba la naturaleza humana de manera innecesaria e incluso peligrosa para la estabilidad emocional. Yo argüí que en mi vertiente profesional era cínica, dura y un punto obsesiva, mientras que en la vida privada me mostraba equilibrada, dulce y poco temperamental. Recuerdo también la cara que puso cuando me oyó autodefinirme así; en su rostro se pintó una sonrisa irónica y, cuando le pedí una explicación, se limitó a decir: «Yo no veo tanta diferencia —frase que se aprestó a completar un segundo más tarde añadiendo—: Seguro que en comisaría también eres dulce». Capté perfectamente el sarcasmo y me ratifiqué con cabezonería en mi firme propósito de mantener una cara para cada vida.

Aquella noche, tanto mi compañero de trabajo como mi cónyuge se encontraban inspirados socialmente y proclives al diálogo amistoso. Yo los observaba con atención, esperando que se produjera el más mínimo desfallecimiento en su intercambio de comentarios banales para meter baza y dar por terminada la reunión, pero era inútil: las réplicas y contrarréplicas de ambos proliferaban como insectos en una charca, como el moho en las zonas oscuras. Para completar mi inquietud, Garzón hizo partícipe a Marcos de algunos detalles del caso. Mi marido abría los ojos a cada precisión con auténtica curiosidad. Rebuscaba en su memoria:

—Hace cinco años… no, no me viene a la mente haber leído nada sobre un asunto así. Claro que yo soy muy despistado y como además siempre llevo la misma rutina, me cuesta mucho datar los acontecimientos en los distintos años.

—Siempre haces lo mismo pero con diferentes esposas —solté con inexplicable maldad.

—¡Caramba, inspectora, tiene usted la lengua más larga y rápida que un camaleón! —dijo el subinspector riendo, aunque en el fondo alarmado ante la posibilidad de verse inmiscuido en una discusión conyugal. Sin embargo, Marcos ni se inmutó:

—Sí, en esa época estaba casado con Silvia; pero eso no me sirve de mucho, nunca comentábamos las noticias de los periódicos.

—Se llevó con discreción —apuntó mi compañero.

—Y quizá los periódicos no trataban estas cuestiones con tanta morbosidad como ahora —añadí.

—No comprendo cómo os las apañaréis para investigar algo que sucedió hace cinco años.

Tuve la clara intuición de que aquel era el momento de cortar:

—Dejemos el caso en paz. ¿No os parece que va siendo hora de irse a la cama? Mañana todos tenemos que madrugar.

—No te preocupes, Marcos, yo no soy tan hermético como la inspectora. Si te interesa lo que hacemos, ya te iré contando cuando haya alguna novedad.

Sentí que un fogonazo de ira me ponía la cara colorada:

—¡Usted no hará nada de eso! Este caso es tan confidencial como cualquier otro. Lo que sí tiene que hacer es volver a su casa, mañana a las ocho en punto le quiero en comisaría.

—¡A sus órdenes! —soltó Garzón en tono jocoso, y aún estuvo bromeando un rato antes de que mi marido lo acompañara a la salida. Al regresar, este hizo justo lo que pensaba: recriminarme mi actitud.

—¿Cómo has podido ser tan grosera con el pobre Fermín?

—El pobre Fermín y yo nos conocemos perfectamente, y cada uno sabemos bien hasta dónde podemos llegar.

Estuvo renegando contra mi rudeza hasta que apagamos la luz. Aquel episodio me alertó una vez más sobre mi acierto al querer mantener separados los ámbitos del trabajo y familiar. También me demostró hasta qué punto aquella historia de la investigación reabierta picaba la curiosidad de la gente en mayor medida que un crimen que acabara de suceder.