calle Ficticia, 1
Bath
6 de mayo
Queridísimo Stu:
Volví cuando te había prometido. No quiero que pienses que no volví como habíamos quedado. Y, para serte sincera, te lo contaba todo, tal como habíamos planeado. Te describía cómo se le desfiguró a Aaron la cara cuando al empezar la procesión levantó el ataúd. Te decía cómo le temblaban las manos bajo el peso de su hermano y cómo esa mañana parecía de verdad rota en un millón de pedazos que nunca iban a poder recomponerse. Te contaba cómo me presentaron a todos y cada uno de sus parientes como la novia de Max, y que Aaron no me miró ni una sola vez durante el velatorio, y que Soph hizo un chiste malo sobre lo absurdo que resulta eso de que todo el mundo «vele» a un homenajeado que no puede ni abrir los ojos.
Te explicaba que Lauren vino a verme un poco más tarde ese día y me regaló sus zapatos de tacón rojos para animarme, y que se puso a repasar el montón de tarjetas de pésame que había junto a mi cama. Te decía que se rio con disimulo con una en la que ponía: «Se lo ha llevado Dios porque era demasiado bueno para este mundo», y que murmuró:
—¿Demasiado bueno para este mundo? Como Max esté en el cielo, apuesto a que estará intentando hacérselo con algún ángel.
Así que sí, te lo contaba casi todo, y luego metí la carta en un sobre y lo cerré para llevarlo a la mañana siguiente a correos y que te llegara antes del 1 de mayo, justo como tenía pensado.
Al día siguiente me lo metí en el bolsillo y fui a decirle a mi madre que me iba a dar un paseo. Estaba sentada en el cuarto de estar, tomándose una taza de té, descansando de sus tareas mientras la lluvia salpicaba las ventanas.
—¿Vas a salir con la que está cayendo?
—Necesito que me dé un poco el aire —murmuré, con la atención puesta en el sobre que llevaba en los vaqueros. Bostecé porque me había quedado levantada hasta muy tarde escribiendo en el cobertizo.
—¿Estás bien, Zoe? —me preguntó de pronto mi madre, y lo dijo de una forma, Stu, que hizo que el estómago se me cayese a los pies.
—Estupendamente —respondí tratando de sonreír mientras la carta me pesaba cada vez más en el bolsillo.
Dot entró corriendo en el cuarto de estar ondeando una bandera estadounidense, porque se ha hecho mayor y ha superado su etapa de reina. Ahora ha decidido ser la primera mujer, la primera presidenta estadounidense inglesa, y hace leyes en plan que se acaben las guerras y que el helado de plátano sea gratis para todo el mundo. Se subió al taburete del piano con la mano sobre el corazón como si estuviera oyendo el himno estadounidense.
Al verla, mi madre abrió la boca, la cerró de nuevo, se lo pensó un instante y luego empezó a hablar.
—Quiero decirte una cosa, Zoe.
—Es que estoy a punto de salir…
—Esto es culpa mía.
—¿El qué?
Mi madre señaló hacia Dot, que estaba moviendo la bandera de un lado para otro.
—Que no oiga.
—¿Es culpa tuya que esté sorda? Pero… Yo creía… ¿No nació ya así? Eso es lo que papá y tú nos habéis dicho siempre.
Mi madre negó con la cabeza, mirándose las rodillas.
—Me quedé embarazada de ella por accidente.
—Mamá. Ahórrame esos detalles.
—No quería tenerla —continuó mi madre sin mirarme ni pararse a respirar—. Yo estaba contenta con dos hijas, pero tu padre me convenció. Y no sólo él, sino también el abuelo. —Me senté en el suelo junto a sus pies—. Tu padre se lo contó todo, diciéndole que yo quería librarme de ella.
—¿Querías abortar?
Mi madre se llevó un dedo a los labios y se puso roja a pesar de que Dot no oía absolutamente nada.
—La cosa no sentó demasiado bien, con eso de lo religioso que es el abuelo. Se compincharon contra mí, podría decirse. Acabábamos de perder a la abuela, y me decían lo bonito que sería que hubiera una vida nueva en la familia. Un bebé. Me presionaron mucho para que la tuviera.
—Es por eso por lo que…, quiero decir, en tu joyero tienes todas mis cosas de cuando era bebé, y las de Soph, pero nada de Dot.
Mi madre se encogió de hombros con tristeza, con los dedos crispados alrededor de la taza.
—Me esforcé en encariñarme con ella. Si te digo la verdad, yo estaba un poco resentida. No me aguantaba de ganas de volver a trabajar. —Dot saltó del taburete del piano, con la bandera volando a su espalda como una capa—. Un día, cuando no tenía más que unos meses, se despertó con fiebre. Me sentí molesta porque teníamos una reunión importante en el trabajo y yo iba a hacer una presentación para un cliente nuevo. Me convencí de que no había de qué preocuparse. De que no era nada serio. —Su voz se había reducido a poco más que un susurro. Le cogí la mano mientras ella tragaba saliva—. La dejé con tu niñera y, cuando llegué a la oficina, apagué el teléfono para poder concentrarme. Fue mi secretaria quien me dijo que la habían llevado al hospital. ¿Tú te acuerdas?
Asentí despacio.
—Sólo de trozos. Una cama muy pequeña. Muchos tubos. En realidad no sabía qué tenía. No me lo dijiste.
Mi madre se llevó la taza a la boca, pero no bebió.
—Meningitis. Los médicos lograron salvarla, pero no pudieron hacer nada con los daños que había sufrido en el oído.
Dot salió corriendo de la habitación, con la bandera ondeando a su lado. Nos quedamos mirándola las dos mientras se iba.
—Me eché a mí misma la culpa durante mucho tiempo. Mucho. Y el abuelo también. Eso fue lo que me dijo en el calor del momento. Me acusó de ser una mala madre. Primero por no haber querido tenerla, y luego por abandonarla cuando estaba enferma. No se lo pude perdonar, aunque ni que decir tiene que el odio que yo sentía en realidad no era contra él. —En ese momento me miró a los ojos, Stu, y me puse roja por la intensidad de su mirada—. Un sentimiento así de culpa… destruye a una persona. Hay que buscar alguna forma de soltarlo. —Abrió mucho los ojos mirando significativamente por la ventana de atrás hacia el cobertizo del jardín, y de pronto pensé en el gorro de lana y en la bufanda y en la tumbona y en la manta—. Sea lo que sea, lo tienes que dejar salir. Es difícil, Zoe, pero tienes que perdonarte a ti misma.
Mi madre volvió a su té y yo me puse de pie, pero al llegar al vestíbulo no fui hacia la puerta principal, sino que me metí en la cocina. Me saqué muy despacio del bolsillo la última carta, el final de mi historia, y la tiré a la basura.
Ésta es algo diferente, Stu. Para empezar, no la estoy escribiendo en el cobertizo. Estoy en mi cuarto sentada a mi escritorio, y en pleno día en lugar de en plena noche. Sé que nunca la vas a leer (sé que ya no puedes), pero quería compartir una cosa contigo de todos modos. Quién sabe, puede que exista algo parecido a los espíritus y que estés ahí flotando todo transparente, mirando por encima de mi hombro, con ganas de saber qué pasó en la ceremonia conmemorativa del 1 de mayo.
Al final conseguí componer un discurso, porque en el último segundo encontré una idea perfecta. Me pasé el día paseando de aquí para allá por mi cuarto, ensayando lo que iba a decir, preguntándome si Aaron acudiría a la ceremonia o si estaría todavía en Sudamérica, sentado en la playa pensando en su madre y en su hermano y en los árboles y en la lluvia y en la mano que iba desapareciendo. Sandra me había dicho que iba a intentar venir, pero que ella no se hacía demasiadas ilusiones; y yo tampoco.
—Es mucha distancia para venir —me dijo un par de días antes—. Es muy caro.
Y, por supuesto, tampoco era Aaron lo único que yo tenía en la cabeza ese día. También estabas tú, Stu, sentado en tu celda. Esperando. Deseando que aquello se terminara. Preparado. Aceptándolo. Con valor. Sabía que la ejecución iba a ser a las seis de la tarde en Texas, medianoche en Inglaterra. En York, por si quieres saberlo. En la avenida Fulstone, no en la calle Ficticia. Supongo que ya no hay motivo para mantenerlo en secreto.
La ceremonia iba a empezar a las seis de la tarde. Para matar el tiempo estuve inventándome leyes estadounidenses con Dot, y te gustará saber, Stu, que abolimos la pena de muerte y mejoramos las cárceles poniéndoles decoración de Navidad y guardias que comparten la pizza y unas ventanas bien grandes para que se vea por ellas el sol.
—¿Estás bien, cariño? —me preguntó mi padre cuando por fin bajé las escaleras con mi vestido negro.
—Pues claro que no —dijo mi madre—. Pero lo estará. —Su mirada era implacable y me dio fuerza. Dot salió como una exhalación del armario de los abrigos. Casi no se le veía la cara debajo de un sombrero negro.
—Tampoco hace falta que te pongas todas las cosas negras que encuentres —le dijo mi padre por señas mientras abría la puerta.
—Pero es que el año pasado no conseguí ir al funeral —respondió Dot alisándose la falda negra con unos guantes negros—. Es para compensar.
—Quítate por lo menos la bufanda —le dijo por señas mi madre.
—Y el parche del ojo —añadió Soph alargando el brazo para quitárselo a Dot de la cara.
Cuando llegamos al instituto, la zona de recepción estaba llena de gente. Los percheros se doblaban con el peso de tanta chaqueta negra. Las caras parecían pálidas por encima de tanta camisa negra. El tablón de anuncios estaba lleno a más no poder de fotos de Max y en el centro de todo habían puesto la de nosotros tres en la Feria de Primavera. Mirándola de cerca, se notaba. Yo podía estar en medio de los dos hermanos, pero tenía el cuerpo ligeramente vuelto hacia Aaron, y él tenía los nudillos blancos porque me estaba apretando la cadera con la mano.
Lauren apareció en escena con los labios pintados de rosa chicle, una repentina nota de color entre tanta oscuridad.
—¿Cómo estás? —preguntó.
—No muy bien.
—Yo tampoco —murmuró—. Quince machacantes por esto. El funeral fue gratis.
Una señora con chaqueta de punto larga negra se abatió sobre nosotras como un cuervo, con un clínex en la mano, aunque los ojos los tenía secos.
—Tú eres la novia de Max, ¿no? —me preguntó con voz temblorosa.
Yo iba a asentir con la cabeza cuando Lauren intervino.
—No. Max ha muerto. Ella es Alice. Alice Jones —dijo, porque así es como me llamo en realidad.
La señora puso cara de asombro y luego voló a buscarse un sitio en una de las mesas. Había tantas que se salían por la puerta del vestíbulo del instituto, y en primer término, sobre una tarima, había una mesa más grande al lado de un pie de micrófono. El corazón me dio un vuelco al verlo, y me busqué el discurso en el bolsillo con los dedos crispados.
Casi había llegado el momento. Con la boca seca, me dirigí al vestíbulo, y allí lo vi.
Tú sabes a quién, Stu.
Estaba allí en medio como si nunca se hubiera ido y yo lo absorbí lo absorbí lo absorbí con la vista como si mis ojos llevaran meses muriéndose de sed. Tenía el pelo más largo y estaba moreno, pero su sonrisa era la misma. A pesar de los pesares destelleó en sus labios cuando me vio hacerle señas con la mano en alto.
—Al final ha venido —me dijo Sandra al oído haciéndome pegar un brinco—. Ha aparecido por sorpresa esta mañana.
Andando sin tocar el suelo (puede que incluso volando) me abrí paso hasta el vestíbulo, fui derecha a la primera fila y me hundí en una silla de un extremo de la mesa principal. Aaron también subió a la tarima y se sentó en la punta opuesta, recolocando su tenedor y su cuchillo para que estuvieran perfectamente alineados.
El micrófono rechinó por el acople. Sandra se apartó de él, con sus notas temblándole en la mano. Esperó un momento. Volvió a acercarse. Dijo lo maravilloso que era que nos hubiésemos reunido todos para celebrar la vida de Max. Aaron miraba su cuchara. Dijo que qué año tan difícil habíamos pasado todos. Yo miraba mi cuchara. Dijo que Max se nos había ido, pero que no lo habíamos olvidado y que había sido un hijo maravilloso, un hermano fantástico, un novio encantador; y ahí fue donde miré a Aaron y él me miró a mí y, Stu, la tristeza que yo sentía en lo más íntimo de mi persona él la llevaba escrita por toda la cara.
—Y ahora me gustaría pedirle a la novia de Max que hable —dijo Sandra.
El público intercambió miradas de simpatía. Todos los ojos que había en la sala se clavaron en mí, salvo el par que de verdad me importaba.
Aaron estaba contemplando su servilleta.
No me moví de mi sitio.
Fiona me dio un codazo en las costillas.
Seguí sin moverme.
—Te toca a ti —dijo con los labios Sandra.
Eché la silla hacia atrás. Mis tacones resonaron en el suelo. Despacio, muy despacio, me saqué el poema del bolsillo. Para ser exactos, tu poema, Stu. El que escribiste la última semana de tu vida.
Liberación.
Tenía un nudo en el estómago y sabía que, en algún lugar de Texas, tú estabas igual. Agarré el micrófono y fui desplegando las palabras. Tus palabras. El nudo del estómago se me apretó aún más y el vínculo que nos une, Stu, lo sentía tirante y doloroso, pero como algo a lo que agarrarme, grueso como una amarra.
Preparada.
Aceptándolo.
Con valor.
Cuando empecé a hablar, tenía la voz sorprendentemente tranquila. Las palabras resultaban claras. Me erguí un poco más, elevé aún más el tono, recitando el poema no por Max ni por Sandra ni por nadie de aquella habitación. Ni siquiera por Aaron. Lo recité por ti y por mí; por nuestras historias y nuestros errores y tu final y puede que también mi principio.
El homenaje fue un éxito por mucho que el pudin de pasas y frutos secos estuviera frío. Cuando intentaba marcharme del instituto, todo el mundo se arremolinó a mi alrededor, diciéndome lo maravillosa que había sido mi intervención.
—He sentido a Max —dijo alguien apretándose el pecho—, aquí dentro.
—¿Has visto cómo parpadeaban las luces cuando ha terminado de leer el poema? Era él.
—Yo he oído que el radiador gemía durante el primer verso. Creo que también era él.
Mi madre me dio mi abrigo y me condujo fuera, alejándome del gentío para que pudiera respirar un poco. Antes de llegar al coche, donde me esperaban mi padre y mis hermanas, sentí una mano en mi mano. No tuve que volverme para saber de quién era.
—¿Quieres salir de aquí, Chica de los Pájaros?
Le dije a mi madre que me iba a casa de Lauren. No sé si se lo creyó, pero no me preguntó nada, sólo me dio un abrazo rápido y le pegó un grito a Dot porque estaba agitando la bandera estadounidense con tanta fuerza que por poco deja ciego a un jubilado.
Cuando Aaron puso en marcha el motor me dio la impresión de que DOR1S ronroneaba como si se alegrase de nuestro regreso. No hablamos, sólo nos dirigimos fuera de la ciudad, hacia el campo, camino de absolutamente ningún sitio, y cuando encontramos ese lugar perfecto entre unos árboles, paramos y nos miramos el uno al otro. Sabíamos sin decirlo que no podía pasar nada, pero Aaron extendió su abrigo en la hierba y nos sentamos el uno junto al otro a contemplar la puesta de sol. Las golondrinas se lanzaban en picado por el cielo rojo, de vuelta de sus aventuras, y nosotros nos abrazamos bajo aquellas nubes de kétchup, deseando que el tiempo se detuviera y que el mundo se olvidase de nosotros por un momento.
No hay mucho más que contar. Aaron me dejó al lado del restaurante chino de comida para llevar y en nuestras lágrimas verdes destelleaba el silencioso rugido de protesta del dragón esmeralda.
—Se me va a hacer muy largo, Chica de los Pájaros —dijo en un susurro enfatizando las palabras.
—A mí también —admití, porque una vida sin él iba a ser interminable.
No me fui directamente a casa. Fui al río por primera vez desde que murió Max. La luna brillaba en el agua. Acaricié con los dedos las iniciales grabadas en la madera.
MM + AJ
14 feb
Cogí una piedra y me arrodillé junto al banco mientras, en algún lugar al otro extremo del mundo, tú entregabas tu vida. Un reloj daba la medianoche cuando empecé a raspar mis iniciales del banco. No lo hice con violencia ni con furia ni entre lágrimas. Lo hice con calma. Con delicadeza casi. Pero, Stu, fue bueno verlas desaparecer.
Siempre tuya,
ALICE JONES