Decimocuarta parte

COMO vas a ver, mi historia termina de otra manera. Claro que yo no podía haberlo adivinado el 1 de mayo, porque hacía una mañana tan perfecta como si Dios hubiera planchado una tela de color turquesa de lado a lado del cielo y le hubiese cosido justo en el medio un círculo amarillo. Me duele pensar cómo cerré los ojos para respirar profundamente o lo bien que me supo el desayuno en el patio, con mi madre y mi padre leyendo el periódico sin ninguna prisa ante una cafetera llena de auténtico café, sin hablar mucho pero sin discutir tampoco sobre a quién le tocaba la sección de negocios. Soph retozaba en el césped como un poni haciendo a Dot partirse de risa, y luego se agarraron del brazo y se pusieron a galopar alrededor del jardín hasta que Dot se tropezó. Ni que decir tiene que le echó la culpa a Soph, pero mi madre no fue corriendo a ver qué le pasaba ni le puso una tirita en el rasguño. Sólo le dijo que tuviera cuidado y luego volvió al periódico mientras mi padre sonreía por algo que estaba leyendo.

Esa noche yo iba a ir a la Feria de Primavera en el mismo parque donde había sido la hoguera. No conseguí estarme quieta durante el desayuno ni el almuerzo ni la cena y me pasé las horas inquieta, imaginándome el momento en el que viera a Aaron. Habíamos mantenido nuestra palabra y no habíamos quedado, pero si te digo la verdad, por supuesto que habíamos hablado por teléfono prácticamente todas las noches, colando una palabra aquí y allí, poniéndonos de acuerdo entre nosotros, odiando y queriendo aquella situación todo al mismo tiempo, como si eso fuese siquiera posible. La boda se había celebrado la última semana de abril, así que ya era hora de confesar y habíamos decidido hacerlo juntos esa noche. Me puse mi vestido azul nuevo con la cabeza llena de un millón de conversaciones ensayadas, imaginándome a Max diciendo: «No os preocupéis por eso», y sonriendo al lado de la noria.

Cuando por fin llegó la hora de ponerse en marcha, mi padre se metió con el coche en el centro de la ciudad, enfilando hacia las casetas que se veían en el parque bajo las hileras de luces brillando. Se detuvo junto a una camioneta de perritos calientes. La cebolla chisporroteaba. El humo se arremolinaba. La música de dos conciertos diferentes chocaba en la atmósfera mientras las atracciones traqueteaban junto al río. Localicé a Lauren, que iba hacia la entrada del parque, así que salté del coche de mi padre y me uní a un grupo grande que crecía por segundos, con familias que se incorporaban por el lado derecho y por el izquierdo. Un payaso con zancos andaba tambaleándose y regalando caramelos y los bailarines del baile Morris, ese baile tradicional inglés, estaban haciendo algo ridículo que no soy capaz ni de describir, y en mitad de la calle apareció una banda de viento, todos esos pies negros marchando y ese pedorreo de instrumentos dorados y músicos con uniformes elegantes con botones de latón en los que te podías mirar la cara.

Cuando llegué a la entrada, Lauren se estaba agarrando a uno de los barrotes de metal, quitándose un zapato y moviendo los dedos del pie.

—¿No son demasiado pequeños esos zapatos? —le pregunté.

—Demasiado pequeños, demasiado altos y demasiado estrechos, pero ¡tan bonitos! —me respondió acariciando el tacón de aguja rojo—. ¡Vamos dentro!

Sentí un escalofrío de miedo cuando entramos en el parque. El sol empezó a ponerse, Stu, y era espectacular, en plan imagínate helado en un cuenco, remolinos rosas y remolinos naranjas y remolinos amarillos derritiéndose juntos para formar colores que ni siquiera tienen nombre.

—¿A los coches de choque? —sugirió Lauren, así que pagamos para montar, pero yo tenía la cabeza en otra cosa porque estaba buscando buscando buscando a Aaron.

De repente, los coches de choque cobraron vida con un rugido y arrancamos todos hacia delante, pero Lauren pisó el pedal que no era y empezamos a girar marcha atrás en redondo a toda velocidad. Y ahí nos quedamos dando vueltas y vueltas y más vueltas, las dos con la boca abierta y gritando. Cuando por fin conseguimos ir hacia donde queríamos, apareció de pronto un chico y se estrelló contra la parte de atrás de nuestro coche, lanzándonos de una sacudida hacia delante. Se me escapó una palabrota del susto al ver que era Max. La sensación de culpa y la rabia se me juntaron en las tripas mientras Max retrocedía con rapidez. Pisando probablemente todo lo a fondo que podía, cargó una vez más hacia nosotras y chocó contra nuestro costado.

¡Para ya! —chilló Lauren mientras nuestras cabezas salían disparadas hacia delante. Jack gritó algo (porque estaba también por allí, quemando el acelerador en un coche amarillo fluorescente) y Max se estaba partiendo de risa cuando Lauren, furiosa, le volvió a dar al pedal que no era y salimos hacia atrás a toda marcha contra una columna.

Se terminó el tiempo y salí de los coches de choque con las piernas temblorosas mientras Max se acercaba corriendo. Yo habría querido más que ninguna otra cosa desaparecer por el lado contrario, pero él me agarró del brazo.

—Te has pasado un poco, Max —le dijo Lauren frotándose el cuello. Él se encogió de hombros y con la mirada perdida se inclinó hacia mí sin previo aviso, dándome con los dientes en el labio de arriba. Su aliento olía a vodka y a cebolla mientras, no hay otra forma de describirlo, me chupaba la cara.

Qué asco —murmuró Lauren, justo lo que yo estaba pensando mientras lo empujaba para que se apartase.

—¡Sólo lo estoy celebrando!

—¿El qué?

—¡Las bodas! —aulló Max levantando los brazos.

En el momento en el que Lauren se apoyaba el dedo en la sien para decir que a Max claramente se le había ido la olla, el chico que nos llevaba un curso la agarró por la cintura y se la llevó otra vez a los coches de choque. Tropezándose con los tacones que llevaba, Lauren se subió en un coche rosa y contemplé cómo zumbaba por el circuito mientras Jack le pasaba a Max una botella con líquido transparente. Él le dio un buen trago y se la devolvió. Jack la puso en un banco con cara de estar mareado. En el vidrio brillaban todas las luces de la feria y me quedé mirándolo, pensando en lo bonito que era, y al volver la cabeza vi a Aaron con unos vaqueros y unas chanclas y una camiseta blanca normal, y me quedé sin aliento porque eso era todavía más bonito.

Mis ojos se iluminaron al reconocerle, mi expresión de excesiva confianza y mi voz casi nos delatan. Aaron me hizo rápidamente un gesto con la cabeza antes de que Max pudiera darse cuenta. Cambié de expresión. Mantuve la calma. Pero por debajo de la piel, la emoción me hacía hervir la sangre. Estaba a punto de llegar nuestro momento, Stu. A puntito.

—¡Aaron! —exclamó Max—. Zoe, éste es mi hermano. El mejor hermano del mundo, y ni siquiera es mentira. Tenías que haberle visto en la boda. —Hablaba arrastrando las palabras y le palmeó a Aaron la espalda tan fuerte que lo hizo trastabillar.

—Ya nos habías presentado —murmuró Aaron mientras el bochorno me traspasaba desde los encogidos dedos de los pies a las erizadas raíces del pelo—. ¿Te acuerdas?

—Noooo —respondió Max, y empezó a reírse de una forma como forzada, agarrándose los brazos y moviendo los hombros de arriba abajo—. Claro que me acuerdo. En Nochevieja. Zoe y yo íbamos a… —bajó la voz hasta el susurro—, ya sabes, en tu coche. —Sacó un puño y un dedo, metió el uno en el otro y lo metía y sacaba con fuerza. A mí el sudor me subía por la espalda, me resbalaba por debajo de los brazos y me eclosionaba en gotas calientes en el labio de arriba. Aaron miró para otro lado mientras las manos de su hermano alcanzaban un clímax que salpicó el aire entre nosotros tres. Max me guiñó un ojo—. Igual más tarde… —Y con aquella sonrisa torcida suya tomando un giro peligrosamente desquiciado, me pasó un brazo por el hombro y me atrajo hacia sí.

Ahí fue cuando Sandra emergió del gentío.

—Vaya pareja —dijo sonriéndonos complaciente cuando Max me besó en la mejilla, dejándome un rastro de saliva en la piel. Se me crispó el hombro de puras ganas de quitármelo con la mano, pero dejé que se me secase aquel cerco pegajoso en mitad de la cara, y recuerdo que me sentí marcada—. Esto es un horno, ¿eh? —dijo Sandra abanicándose, con el pelo pegado a la frente—. ¿Cómo estás, Zoe?

—Bien, gracias —mentí, con la voz tensa. Aaron tenía los puños apretados apretados apretados porque la mano de Max había encontrado mi pelo y se había puesto a hacerme tirabuzones con los dedos.

—Pero qué cariñoso —se rio Sandra dándole a Max palmaditas en el hombro, toda radiante de orgullo al ver al menor de sus hijos contemplándome con aquel sentimiento tan grande que era más vodka que otra cosa, aunque de eso Sandra no se hubiera percatado.

Por el pánico o por la humedad no había demasiado oxígeno y tuve que esforzarme para que me llegara el aire a los pulmones. Un globo plateado se fue acercando a nosotros subiendo y bajando por encima de la multitud hasta que apareció Fiona con el cordel azul atado a la mano y su cámara colgada del cuello.

—¡Zoe! —gritó, y corrió hacia mí vestida con un vestido de flores—. Hace siglos que no vienes a nuestra casa —dijo enfurruñada.

—Siempre que se lo pido está ocupada —murmuró Max.

—Tienes que venir más a menudo —me dijo Sandra secándose la frente con un clínex mientras el sol se hundía en el horizonte, dejando el cielo de ese color azul tinta que viene antes del negro—. Siempre eres bien recibida, cariño.

Aaron se estaba mordiendo el labio con las muelas en una refriega de blancos contra rojos.

—Haznos una foto —dijo Max pinchando a Fiona con el dedo en la tripa.

¡Huy!

—Venga —dijo él—. ¡A los tres!

Tiró de mí y de Aaron hasta un espacio apartado del gentío, obligándome a ponerme en medio. Mientras Fiona enredaba con los ajustes de la cámara, el brazo de Aaron me rodeó furtivamente la espalda, apretándome con la mano la cadera mientras nos mirábamos el uno al otro con ojos centelleantes, reventones de todas las cosas que no podíamos decir y todos los sentimientos que se suponía que no debíamos tener, y yo, Stu, me derretía por él; por su voz y su olor y su contacto y su sabor y su…

¡SONRISA! —gritó Fiona, así que puse una bien grande que desapareció con el relámpago del flash.

Desde el otro lado de los coches de choque, Lauren me dijo por señas que iba a desaparecer con el chico aquel que nos llevaba un curso. Habían aparecido nubes negras sobre los bosques de al lado del río, y el calor apretaba apretaba apretaba.

—Va a haber tormenta. —Sandra frunció el ceño frotándose las sienes, y, como era previsible, una raya de plata cortó en zigzag el aire denso, partiendo en dos el cielo—. Yo me largo —dijo rápidamente—. Vosotros podéis mojaros si queréis, pero yo me llevo a Fiona a casa.

No —gruñó Fiona dando una patada en el suelo—. ¡Todavía no he montado en el tren de la bruja!

—No tengo intención de discutirlo —dijo Sandra mientras plas plas plas las primeras gotas de lluvia salpicaban la tierra. Sandra se sacó del bolso una chaqueta y les advirtió a Max y a Aaron que volvería a recogerlos en un par de horas, y duele, Stu, recordar con qué despreocupación lo dijo, como si no cupiera la menor duda de que los dos hermanos la iban a estar esperando a las 23:30 donde la camioneta de los perritos calientes. Se marchó deprisa y, aturdida con la lluvia, no se paró a darles un beso a sus hijos.

Y allí estábamos los tres.

Los relámpagos centelleaban como si la tensión que había entre nosotros estuviera explotando en la atmósfera. Max cogió la botella de vodka que Jack había dejado en el banco.

—¿No te parece que ya has bebido bastante? —le preguntó Aaron, pero Max tendió los labios hacia el gollete y la garganta se le contrajo al tragar el líquido transparente. Se dio un cachete y volvió a abrir la boca.

—¡Lo estoy celebrando! —Levantó la botella por encima de su cabeza y se metió entre el gentío dando traspiés, gritando por encima del hombro—: ¡Sólo celebrando la boda! —Aaron y yo nos lanzamos una mirada preocupada y aunque no estuviera bien también sonreímos un poco—. La idea de Fiona era la mejor —dijo Max revoloteando de pronto a nuestro alrededor. Se nos fue la sonrisa justo a tiempo—. ¡Vamos al tren de la bruja!

¡PUMBA!

¡Un trueno!

La gente se puso a gritar porque la fuerza de la lluvia se había redoblado y estaban cayendo chuzos de punta. Empezaron a brotar paraguas. Todo el mundo corrió a refugiarse bajo los tejadillos chorreantes de agua. Sólo Max siguió adelante bajo el diluvio, resbalándose y patinando por el barro, para ponerse en la menguante cola del tren de la bruja. Me protegí los ojos de la lluvia y lo seguí, intentando no perder a Aaron de vista.

—¡Esto es absurdo! —le grité a Max, que seguía dándole tragos y más tragos al vodka—. ¡Tenemos que encontrar algún sitio para meternos dentro!

—¡Dentro es ahí! —aulló señalando hacia el tren y empinando otra vez la botella. Aaron intentó cogérsela, pero Max lo empujó, más fuerte de lo que pretendía, golpeándole en el hombro con la mano.

—Cálmate, Max.

—«Cálmate, Max» —se burló su hermano metiéndose al cuerpo otro trago mientras llegábamos al principio de la cola. Se encajó la botella en la parte de atrás del pantalón y saltó al vagón, desapareciendo tras las puertas moradas mientras se oía un aullido fantasmal.

Y allí estábamos los dos.

—¡No se lo podemos decir esta noche! —exclamé, con el pelo chorreando porque la lluvia seguía cayendo a cántaros del cielo negro azabache—. ¡Está completamente ido!

—¡Ya lo sé! Vamos a esperar. Pero como mucho mañana —dijo Aaron, y nuestras manos se tocaron apenas un instante justo cuando el vagón de Max salía disparado por un arco en el nivel superior. Nuestros dedos se separaron de golpe al ver a Max saludándonos como un loco y precipitándose por la abertura de la boca de un enorme fantasma pintado que había en el otro extremo del recorrido. A continuación me tocaba a mí, así que Aaron me ayudó a montarme en el vagón. Y ahí iba yo, siguiendo a Max con Aaron justo detrás, a través de túneles que daban vueltas, por debajo de telarañas que me hacían cosquillas en la cara, pasando ante monstruos que rugían y ataúdes que se abrían, con las ruedas del vagón repicando por las vías de metal.

—Estoy mareado —musitó Max mientras yo salía de mi vagón a la lluvia, ahora tiritando, con el vestido azul pegado a la piel—. Estás impresionante —dijo arrastrando de mala manera las palabras. Me apartó delicadamente a un lado el flequillo mojado y entonces se le fue el color de la cara—. Voy a vomitar. —Se dobló en dos, con la cabeza vacilante sobre un charco. Le puse la mano en la espalda—. No —murmuró—. Déjame. Necesito estar solo.

—Ahí hay una papelera —dije señalando con el dedo.

—Necesito estar solo —repitió Max, y se fue a trompicones hacia el bosque mientras el vagón de Aaron salía embalado del tren de la bruja.

Señalé hacia los árboles para decirle a Aaron adónde iba y poder seguir a Max, preocupada porque fuera a caerse, al verle salir de la feria, primero andando y luego corriendo, con aquel paso tan poco firme. Entorné los ojos en la oscuridad y me alejé a toda prisa de la multitud, metiéndome cada vez más en lo hondo del bosque, con el barro chapoteando bajo mis pies. No sabía si Aaron venía detrás de mí, pero alcancé a ver a Max delante, tropezándose en un tronco y aterrizando en la hierba.

No parecía que se hubiera hecho daño, pero no se levantó. La lluvia goteaba por entre las ramas. El ruido de la feria quedaba amortiguado por el borboteo de un río que yo no veía. Me arrodillé al lado de Max.

—Vete —me dijo, y consternada me di cuenta de que estaba llorando—. Estoy celebrándolo, Zo. ¡Celebrándolo! —Le puse con suavidad la mano en la cabeza y eso pareció calmarle. Se volvió despacio para mirarme, con el sudor y el barro y las lágrimas mezclándose en sus mejillas. De repente se incorporó para sentarse y apretó a la fuerza sus labios contra los míos.

—No —dije poniéndome en pie de un salto, incapaz de controlar mi reacción.

—¿Por qué no? —farfulló Max secándose la cara con la manga. Se puso de pie él también para besarme otra vez, sujetándome los brazos—. No seas tímida, Zo.

Estiré el cuello para mirar por encima de su hombro y no vi más que árboles; las luces de la feria eran una pequeña mota de color en la distancia. Había llegado más lejos de lo que yo pensaba.

—Porque no quiero —dije mientras Max me hacía un chupetón en el cuello, su aliento jadeante contra mi piel.

—Tú eres mi novia —susurró, y el sentimiento de culpa se hizo tan fuerte que casi se me doblan las piernas—. Ven… —Su boca estaba en la mía antes de que pudiera pararlo, sus manos me agarraron el culo y luego, precipitándose hacia delante, se metieron en mis bragas.

—¡Para! —dije luchando por liberarme. Max se rio, haciéndome cosquillas en los costados y luego debajo de los brazos y luego tocándome los pechos, no con fuerza, de una forma más patética que otra cosa, pero yo tenía el corazón acelerado—. En serio, Max. No quiero.

—Te va a gustar —canturreó recorriéndome todo el cuerpo con los dedos mientras yo seguía revolviéndome, mordiéndome el labio inferior, desesperada por no herir sus sentimientos, pero es que me estaba asustando, Stu, agarrándome del tirante del vestido a la vez que yo sacudía la cabeza—. Pero ¿qué te pasa? —me preguntó, y de pronto sonaba a enfadado, y me agarró los dos tirantes y me los rompió de un tirón—. Tú eres mi novia, ¿no? —gritó, y ahí fue cuando lo aparté a empujones y me eché a correr, incapaz de soportar aquello ni un segundo más—. ¡Zoe! —me llamó, y su voz rebotaba en los árboles mientras yo volvía corriendo a la feria—. ¡Zoe! Lo siento. No tenemos que hacer nada que tú no quieras. ¡Lo único que quiero es estar contigo!

Me volví y le vi caer de rodillas con la cabeza entre las manos, pero seguí adelante, asustada y agotada y muerta de asco por fingir. Con la respiración entrecortada y tropezándome me acerqué a Aaron, que acababa de entrar en el bosque.

—Eh —dijo, con la voz cargada de preocupación—. ¿Qué pasa, Zo? ¿Qué ha sido?

—Max —jadeé mientras caía temblando en sus brazos—. Está… está…

—Está ¿cómo? —preguntó Aaron sosteniéndome la cara con las manos y besándome con toda la desesperación que ambos sentíamos, rindiéndose durante un frenético segundo porque estaba oscuro, muy oscuro, y estábamos ocultos bajo los árboles.

Pero entonces una ramita chasqueó.

Nos dimos media vuelta y alcanzamos a verle la nuca a Max, que se precipitaba bosque adentro. Por un instante ninguno de nosotros se movió y luego nos separamos de un salto, horrorizados, y le llamamos y corrimos tras él, con el ruido del gorgoteo del agua haciéndose cada vez más fuerte a medida que nos abríamos camino apartando ramas y resbalándonos por el suelo cubierto de musgo. Los árboles dieron paso a un sendero empedrado y apareció el río. Me detuve derrapando y miré a mi alrededor, con fuego en los pulmones. Max iba dando tumbos por la orilla, perdiendo el equilibrio una y otra vez, con los pies peligrosamente cerca del agua, que corría desbocada.

—¡MAX! —gritó Aaron haciendo bocina con las manos—. ¡MAX!

Si Max lo oyó, no dio la menor muestra. Me volví a Aaron, con la cara blanca, los ojos muy abiertos y aterrorizados.

—¡Nos ha visto! ¡Lo sabe! Qué vamos a…

Pero Aaron había vuelto a salir disparado, intentando correr con aquellas chanclas que le iban lanzando por detrás barro en los vaqueros.

—¡MAX! —volvió a llamar—. ¡MAX!

Max se detuvo de pronto, con la mirada fija en un banco de madera. Rugiendo de furia cogió una piedra y con una punzada de repelús me di cuenta de lo que había visto: nuestras iniciales, Stu, grabadas en la madera. Levantando la piedra por encima de su cabeza, se lanzó hacia el banco y, justo cuando iba a atacar nuestros nombres, Aaron le sujetó el brazo.

—Lo siento —dijo—. ¡Lo siento muchísimo!

Mis pies iban salpicando por los charcos y mientras el río negro seguía haciendo remolinos los dos hermanos se volvieron para mirarme.

¡Qué es lo que está pasando! —bramó Max tirando la piedra contra el banco—. ¡Qué coño está pasando!

—Nosotros… Nosotros… —tartamudeé clavándome las uñas en el pelo.

—Nosotros estamos… —empezó Aaron.

—Estáis ¿QUÉ? —chilló Max, con las lágrimas corriéndole por la cara—. ¿Qué está pasando? ¡DECIDME LA VERDAD!

Aaron levantó las manos.

—Cálmate —exhaló—. ¡Cálmate! Hablaremos de ello cuando se te haya pasado la borrachera y estemos todos…

—¡No me digas lo que tengo que hacer! —vociferó Max apartando de un manotazo la mano de Aaron—. ¡Hijo de puta! —Aaron se desmoronó sobre el banco—. ¡Tú lo eras todo para mí! —dijo Max con voz ahogada. Se le enredaron los pies y por poco se cae encima de Aaron—. Y —masculló y se volvió hacia mí, pegándole con gestos exagerados y entre bandazos puñetazos al aire—. Yo confiaba en ti. ¡Me gustabas!

—¡Y a mí también me gustabas tú! Te lo juro…, jamás habría querido que ocurriera nada de esto. —Intenté ponerle las manos en las caderas para consolarlo, pero él me apartó de un empujón y me resbalé hacia el río.

—¡A mí no me hables, puta!

Aaron se puso de pie como una exhalación.

—¡No la llames eso!

Riéndose ahora como un loco, Max se abalanzó hacia mí. El agua oscura se agitaba a medio metro de donde estábamos. Agarrándome por el hombro, me enderezó de un tirón para gritarme al oído.

—¡PUTA!

—¡Para! —chilló Aaron—. ¡No la metas a ella en esto!

—¡No me digas lo que tengo que hacer! —volvió a gritar Max mientras los truenos estallaban en el cielo. Se aferró con manos desesperadas a los tirantes de mi vestido azul y de un traspié nos acercamos más al río.

—¡Suéltala! —rugió Aaron, y al ver que su hermano no obedecía, cargó contra él. Chocaron con un bramido apabullante, sujetándose el uno al otro mientras los pies les resbalaban en el barro.

—¡Estáis demasiado cerca del borde! —les grité, pero no me escuchaban y no sé ni cómo acabé en el medio, tratando de separarlos mientras ellos se agarraban de la ropa, embistiéndose y empujándose y gritando al pie de los árboles mientras la lluvia caía a raudales.

—¡Eres una PUTA! —aullaba Max agarrándome del pelo y rociándome de saliva al gritarme la palabra en la cara, y, Stu, lo empujé fuerte igual que había hecho Aaron. Fue un impulso momentáneo. Lo que fuera para pararlo.

Le patinaron los pies por la ribera mojada. La pendiente resbaladiza.

Agitó como un loco los brazos en el aire.

El agua salpicó al caer su cuerpo, con la boca abriéndose al primer golpe de frío.

—¡Cógelo! —grité—. ¡Aaron! ¡Agárralo!

Clavada en el sitio, vi a Aaron tumbarse boca abajo y extender la mano mientras la fuerte corriente se hacía con las piernas de Max, turbulenta y poderosa, imposible de combatir. Como a cámara lenta, vi cómo Max se sumergía, una vez, dos veces, y era arrastrado río abajo mientras Aaron corría por la orilla, gritando y jadeando, tendiéndole el brazo.

Max no podía cogérselo. La corriente era demasiado fuerte. Con el esfuerzo de nadar a contracorriente se le aflojaron los músculos y pasó flotando por delante de las ramas y de las raíces de árboles y de un salvavidas naranja que había en la otra orilla del río y que ninguno de nosotros podía alcanzar. Se hundió una vez más, y luego otra y otra, debilitándose cada vez más, tragando agua en el intento de impulsarse hacia la superficie.

Aaron alargó el brazo una última vez, gritando el nombre de su hermano. Max levantó por el aire un brazo sin fuerzas mientras su cuerpo dejaba de luchar.

La cabeza se le hundió.

El codo también.

La muñeca.

La mano.

La mano que iba desapareciendo, pálida y rígida y aferrándose a la nada, se desvaneció bajo las negras aguas.

La primera vez que mentimos fue a la operadora que nos cogió el teléfono. Aaron marcó el 999 y aunque estaba temblando y llorando, no dijo nada de la pelea ni del beso ni de los empujones.

—Se ha resbalado —dijo Aaron, sentado en el banco, con un temblor violento en el cuerpo—. Estaba borracho.

Lo miré cuando colgó, incapaz de protestar porque la voz no me salía. Me hice un ovillo en la orilla del río y empecé a mecerme hasta que sin saber cómo aparecieron a mi lado mi madre y mi padre y un policía me echó una manta por los hombros mientras Sandra gritaba a la noche.

Las siguientes horas fueron una confusión de preguntas en una comisaría gris que olía a fotocopiadoras y a sándwiches y a café. Sentada en una sala pequeña en una silla dura, me limité a decir lo mismo una y otra vez, ciñéndome a las palabras de Aaron. «Max se ha resbalado. Estaba borracho. Se ha resbalado. Estaba borracho». En algún momento el policía debió de creerme, porque me dijo que me podía ir a casa.

Sólo que aquello no era mi casa. Era un edificio que no reconocí con una familia que parecía un grupo de extraños. Mi cuarto no era mi cuarto, y mi cama no era mi cama, porque yo no era yo. Era otra persona, una extraña a la que mis padres no conocían. Una lianta. Una mentirosa. Una asesina. Me tumbé bajo el edredón, que olía a la vida que había perdido, y me miré las manos, pestañeando conmocionada.

A la mañana siguiente terminé en la bañera. Me la preparó mi madre. Puso en el agua las sales esas que dicen que son buenas para los traumas. Yo nunca me había dado un baño a las diez de la mañana. Se me hizo raro. Demasiada luz en el cuarto de baño. El sol entraba por la ventana y las motas de polvo revoloteaban por encima del cesto de la ropa sucia. El grifo del agua caliente estaba goteando y metí el dedo gordo del pie en el agujero, pero no sentí que estuviera ardiendo.

Esa tarde mi padre vino a mi cuarto.

—La madre del chico te ha invitado a su casa, cariño. Sandra, me parece que se llama.

Empecé a contar.

Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco.

—El resto de la familia de Max está allí —dijo mi padre sentándose en mi cama—. Creo que es importante que los veas.

Seis. Siete. Ocho.

—¿Me oyes, cariño?

—Sí.

—Y ¿qué piensas?

—¿De qué?

A mi padre se le nubló el gesto. Me cogió la mano.

—¿Vas a ir a casa de Max? Yo voy contigo si quieres. Te puede venir bien juntarte con otras personas.

Nueve. Diez. Once.

—Bueno, pues nada. Piénsatelo —dijo mi padre poniéndose de pie mientras yo miraba al techo, con la cara completamente impasible.

Contemplé cómo un vecino cortaba su césped y plantaba seis arbustos. Contemplé a un tipo que estaba pintando las ventanas y la puerta de su casa. Contemplé cómo un perro se daba un paseo y volvía trayendo un palo.

A la mañana siguiente, mi madre vino a mi cuarto y me dijo que yo tenía fiebre. Me dijo que tenía los ganglios hinchados y que abriera la boca, y me alumbró la garganta con una linterna mientras yo decía: «Aaaaaaaaah». Apagó la linterna y me dijo que podía parar, pero yo seguí diciendo cada vez más fuerte

«aaaaaaaa​aaaaaaaaa​aaaaaahhh​hhhhhhhhh​hhhhhhhhh​hhhhhhhhh​hhhhhhhhh​hhhhhhhhh​hhhhhhhhh​hhhhhhhhh​hhhhhhhhh​hhhhhhhhh​hhhhhhhhh​hhhhhhhhh​hhhhhhhhh​hhhhhhhhh​hhhhhhhhh​hhhhhhhhh​hhhhhhhhh​hhhhhhhhh​hhhhhhhhh​hhhhhhhhh​hhh».

—¿Zoe se ha vuelto loca? —preguntó por señas Dot.

La boca se me cerró de golpe.

—No —dijo mi madre—. Sólo es que está triste.

Dot me miró desafiante.

—Pues yo cuando estoy triste no hago eso.

—Es una tristeza muy grande —le explicó mi madre—. Más grande que las que has pasado tú.

—¿Por su novio?

—Sí.

—No sabía que tuviera —dijo Dot por señas.

—Ni yo tampoco, mi amor. La verdad es que no. Lo que sí sé es que él la hacía feliz. —Mi madre me acarició la frente mientras el nombre de Aaron me abrasaba los labios. El calor me puso las mejillas rojas y en ese instante, Stu, me habría gustado que mi madre me preguntara qué me pasaba, pero se limitó a recorrerme la ceja con el dedo, susurrando—: Estaba resplandeciente cuando fui a recogerla a la biblioteca.

—Y ¿por qué se ha ahogado? —preguntó Dot.

Mi madre me echó una mirada antes de responder.

—No lo sé.

—Porque si sabía nadar, entonces ¿por qué se hundió? Y también tengo otra pregunta.

—Ya basta por ahora.

—¿Puedo faltar al colegio yo también?

Siguieron pasando días en la misma confusión. Mi madre me traía comida. Mi padre me preparaba infinitas tazas de té. Una tarde de esa semana, cuando Dot volvió del colegio, tenía seis tazas en fila en mi mesilla de noche, unas más llenas y otras más vacías. Yo les daba golpecitos con un lápiz para hacer música.

—¿Cuándo va a ser el funeral? ¿Puedo ir yo? —Cerré los ojos para no tener que ver lo que decía. Me abrió los párpados con sus dedos regordetes—. He dicho: ¿cuándo va a ser el funeral?, y ¿puedo ir yo?, y también, ¿irá la gente importante andando detrás del ataúd?, y ¿puedo ir con ellos o tengo que quedarme esperando en la iglesia?

Mi padre llamó suavemente a mi puerta.

—Dot, ya está la cena —dijo por señas.

—No tengo hambre.

—Te está esperando en la mesa.

—Estoy demasiado alterada por lo del chico como para comer. La profesora me ha dicho que estoy afligida.

—Pues si estás afligida, igual debería decirle a tu madre que es hora de que te vayas a la cama.

Dot abrió mucho los ojos y salió corriendo de la habitación a toda velocidad. Mi padre suspiró.

—Qué graciosa es. —Se sentó sobre el colchón, que chirrió—. Acabo de colgar el teléfono, cariño. Era Sandra otra vez. Me ha pedido que te diga que lo van a enterrar el viernes.

Me di la vuelta y miré a la pared. Mi padre me puso la mano en el pelo y nos quedamos así siglos, y ojalá lo tuviese aquí ahora para acariciarme la cabeza y decirme que todo va a ir bien y que sea fuerte, que lo que siento se me acabará pasando. Quiero que se me pase ya, Stu. Estoy preparada para que se me pase y sé que tú estás igual, cansado del dolor y el miedo y la tristeza y la culpa y los otros cien sentimientos que ni siquiera tienen nombre en toda la lengua inglesa.

Me queda una carta más por escribir antes de que podamos parar tú y yo. Una sobre el funeral y el velatorio y cómo me enteré por Sandra de que Aaron había salido a última hora de viaje hacia Sudamérica sin molestarse en decirme adiós. Como va a ser la última, igual deberíamos hacer algo especial para celebrarlo. Igual deberíamos preparar una última comida, que para mí sería filete con patatas fritas, y podríamos comer juntos, tú en un lado del océano y yo en el otro, con un mantel de un azul chispeante cubriendo la distancia que nos separa. Las velas titilarían en el cielo y yo terminaría mi relato de una vez por todas. Tú estarías satisfecho y yo, contenta, así que los dos apagaríamos las llamas de un soplo. Tú, yo, el cobertizo, la celda, nuestras historias, nuestros secretos…, todo eso desaparecería, diluyéndose en la oscuridad como el humo antes de desvanecerse del todo.

Con cariño siempre,

Zoe xxx