—Y ¿qué tal terminó la fiesta? —pregunté.
Lauren entrelazó los dedos y se sopló en el hueco que formaban.
—Bien. Genial, la verdad. Aunque Max te echó de menos. Cuando te fuiste andaba de aquí para allá con una cara que parecía el culo de un oso. Hasta le dijo que no a Marie cuando se puso a tirar de él.
—¿Qué? —dije bruscamente.
—No te preocupes, él no hizo nada. Marie se tuvo que conformar con el intento. Sinceramente, estaba fatal. No paraba de tropezarse, no sabía ni lo que hacía. Vomitó por toda la entrada de mi casa y a la mañana siguiente vi a un pájaro comiéndoselo.
—¿Cómo fue?
—Nada, como que vino volando y empezó a picotear por un lado de…
—No —interrumpí—. ¿Cómo dijo Max que no?
Lauren me explicó cómo Marie se había acercado a él haciendo eses y había intentado darle un beso, pero él había apartado la cabeza, probablemente pensando en mí.
—O por eso o porque ella apestaba a vómito —terminó Lauren—. Fuera lo que fuese, yo creo que le gustas.
La depresión que tenía desde la fiesta mejoró un poco. Qué más daba que Aaron hubiera dicho lo que dijo. Su hermano estaba interesado en mí y yo tenía que mantenerlo así, que fue por lo que a última hora salí disparada de Francés y bajé los escalones a la carrera hasta la sala de Arte Dramático, donde sabía que Max tenía la última clase del día. Lo encontré saliendo del aula con la boca llena de patatas fritas. Le hice señas con la mano para llamar su atención y él me siguió a la vuelta de la esquina.
—¿Estás bien? —me preguntó.
—Fenomenal. Muy contenta. No de que haya vuelto a empezar el instituto. Sino ya sabes. De verte a ti.
Max sonrió abiertamente, sacudiéndose restos de patatas fritas de la barbilla.
—Yo también. Te eché de menos en la fiesta, Zo.
—Siento haber desaparecido. —Puse los dedos en su cinturón—. Justo cuando las cosas estaban empezando a ponerse interesantes… —Jugueteé con su hebilla—. Qué lástima que no encontráramos aquella habitación vacía… —Le tiré de la punta de la corbata sintiéndome inmune al peligro, cosa muy poco propia de mí—. Así que… ¿te apetece hacer algo esta semana al salir de clase? ¿Puedo ir a tu casa?
Max parpadeó sorprendido y habló en un tono como ahogado.
—Sí, de acuerdo. Si tú quieres…
—Quiero. ¿El miércoles?
—Los miércoles veo a mi padre. ¿Qué tal el jueves?
Me acordé de una cosa que Lauren me había dicho en noviembre: «Ésa es una pendiente resbaladiza», pero, Stuart, allí estaba yo deseando tirarme por ella. Di un paso adelante para darle a Max un beso en la mejilla.
—Suena perfecto.
El jueves por la noche mi madre me llevó a casa de Lauren porque le dije que tenía que terminar el trabajo sobre los ríos.
—¿No os estáis eternizando un poco con eso?
—Largo es el Nilo —le dije tan campante, antes de bajarme del coche.
Pensándolo ahora, no me puedo creer la sangre fría que tuve de apartarme de la casa de Lauren en cuanto mi madre se alejó en su coche, cruzar en dos brincos el paso de cebra y salir pitando bajo el verde resplandor del dragón del restaurante chino de comida para llevar sin haberme puesto siquiera una media en la cabeza. No me interpretes mal, cuando estuve ante la puerta de la casa de Max me entró una duda que me oprimió el estómago. La puerta de casa de Aaron. Pero no fue suficiente para hacerme dar media vuelta. Aaron me había dicho que yo era libre de ver a quien quisiera. Me había dicho que me divirtiese con su hermano. Me recompuse y llamé dos veces con los nudillos en la madera.
Un repiqueteo de llaves. Un chirrido de bisagras. Me humedecí los labios y puse una sonrisa. Un rayo de luz se esparció por el sendero del jardín y allí estaba yo, en mitad del resplandor, ante una niña rubia de unos nueve años con un pantalón de peto. Llevaba una cámara colgada del cuello.
—¿Quién eres? —me preguntó antes de que yo pudiera hablar.
—Soy Zoe. ¿Quién eres tú?
—Fiona. —Sonreí, pero no se dio por enterada—. ¿Has venido a ver a Aaron o a Max?
Buena pregunta.
—A Max. Si es que está.
La niña giró en redondo y se lanzó escaleras arriba, dejando abierta la puerta de la calle. Vacilé al ver dos pares de deportivas de chico en el felpudo, pero me obligué a pasar por encima de ellas hacia el calor de la casa. En la cocina había una tele a todo volumen, y el aire olía a queso fundido y ajo. Se oyó un tintinear de vasos y un estrépito de platos. Alguien estaba cocinando.
—¿Hola? —llamé, sintiéndome incómoda.
—Tú debes de ser Zoe —dijo una voz, y una cara regordeta asomó por la puerta de la cocina. Llevaba el pelo negro y caoba recogido en una cola de caballo. Sandra sonrió, pero luego entornó los ojos—. ¿Nos hemos visto antes?
—No —dije rápidamente, aunque con una sacudida de alarma me di cuenta de que ella me había visto a la puerta de la biblioteca. Junto al muñeco de nieve. Con Aaron.
—¿Estás segura? Tu cara me suena.
—Bueno, se puede decir que sí —dije en tono distraído—. Vine en septiembre, pero nosotras en realidad no…
—¡Eso debe de ser! Pasa dentro. —Yo la seguí hasta la cocina—. Un refresco de limón, ¿quieres? —preguntó poniéndomelo antes de que contestara y gritando al máximo—: ¡Max! Siéntate, guapa. Enseguida baja.
Hice lo que se me decía, acodándome cohibida en la mesita del rincón de la cocina, fingiendo que me interesaba la tertulia de la tele. El presentador tenía una de esas caras de piel de salchicha asada, tostada y arrugada, y estaba anunciando que había llegado la hora del detector de mentiras.
—Ésta es la parte que más me gusta —murmuró Sandra—. Pizza, ¿no?
—Estupendo.
—Están en el horno. También he hecho un poco de ensalada. —Blandió una bolsa de plástico llena de lechuga y zanahoria rallada y algo rojo oscuro que bien podía ser remolacha—. Bueno, la ha hecho la tienda por mí. Esta noche cenamos à la supermarché. —Se suponía que era un chiste, así que solté una risa forzada mientras Sandra vaciaba la ensalada en un cuenco plateado y la ponía en la mesa—. Esto debería bastar para los cinco.
Yo. Sandra. Max. Fiona. Y Aaron.
Por debajo de la mesa las piernas se me pusieron tensas, con las rodillas apretándoseme una contra otra. Aquello iba a ocurrir. Iba a ocurrir de verdad. Y yo lo iba a soportar.
—… Y Max no me ha dicho que venías hasta hace como dos segundos, así que me temo que tendremos que apañarnos con esto. Aunque bueno. La pizza le gusta a todo el mundo, ¿no?
Regresé a la conversación.
—Sí, sí. A todo el mundo.
—¡Max! —volvió a gritar Sandra agarrando cinco juegos de cubiertos—. ¡Fiona! ¡Aaron! Ya está la cena.
En algún punto del piso de arriba crujió una tabla. Dos hermanos se levantaron de sus camas. Dos pares de pies andaban por la alfombra.
Sonó un ruido detrás de mí. Cogí aire, pero sólo era Fiona. Se sirvió un poco de zumo de naranja y se quedó mirándome desde el otro lado de la mesa.
Más pasos en el pasillo. Más fuertes que antes. De dos pares de pies.
Giré en redondo y allí estaban. Ahí estaba él, porque, Stuart, yo no tenía ojos más que para Aaron, guapísimo con una camiseta lisa y unos vaqueros grises, con los dedos de los pies largos y derechos sobre la alfombra. Algo palpitó en el aire entre nosotros.
—Bésala —dijo de pronto Fiona echándose a reír cuando Max entraba en la cocina.
—Fiona —advirtió Sandra.
Max me dio un apretón en el hombro y se sentó a mi derecha. Seguía habiendo un espacio vacío a mi izquierda.
—Le dije a mi madre que no queríamos comer nada.
—Está bien —dije mientras Aaron se recuperaba del susto.
—No está bien —murmuró Max—. Es penoso.
Tocándole la pierna, le susurré:
—No te preocupes.
—Huuuuy, secretitos secretitos —dijo Fiona. Cogió de la fuente una hoja de lechuga y se la metió en la boca—. Cariñito amorcito. Besito besito.
Aaron cogió un vaso del aparador y abrió con demasiada fuerza el grifo. El agua salpicó por todas partes, empapándole la camiseta. Max se rio y Aaron se puso colorado y se secó con un trapo. Casi a cámara lenta, sus ojos volaron desde el fregadero hasta la mesa, saltando del sitio que había a mi lado al que había al lado de su hermana. Restregándose la nariz, dio toda la vuelta hasta el sitio de al lado de Fiona.
Sandra puso las pizzas junto a la ensalada. El calor empañó el cuenco plateado. Fiona dibujó un corazón en el vapor y me sonrió.
—De pepperoni. De jamón y piña. Margarita. Media para cada uno —dijo Sandra.
—Ésta para mí —dijo Fiona interceptando la de tomate y queso. Max cogió media de la de pepperoni. Sandra eligió la de jamón y piña. Yo me incliné adelante en el momento en el que Aaron se inclinaba adelante. Las manos de los dos llegaron al mismo tiempo a la Margarita y la pizza quedó suspendida en el aire entre nosotros.
—Cómetela tú —dijo soltando el borde.
—¿Quieres que la compartamos?
Aaron me miró a los ojos por primera vez aquella noche.
—No.
Fiona jugueteaba con su cámara mientras comía, inclinando la pantalla hacia Sandra.
—Ésta es una que hice ayer. Y ésta es una foto del césped que hice antes de irme al colegio. Mira —dijo, porque Sandra estaba embobada con el programa de cotilleo—. Las gotas de agua lanzan destellos por el sol.
—Precioso —le dijo Sandra—. Un regalo de Navidad —me explicó a mí—. Es una fotógrafa en ciernes.
—¡PATATA! —gritó Fiona de repente, apuntándome a la cara con la cámara. El flash relampagueó sin darme tiempo de posar—. Huy, qué horror —se rio ella apretando un botón y enseñándosela a Aaron.
—Sí, qué horror —asintió él.
—Por lo menos déjala que sonría —dijo Max cogiendo un trozo de pepperoni y metiéndoselo en la boca—. Haz otra. —Me rodeó con el brazo y sonrió a la cámara. No me quedó más remedio que sonreír a mí también, con las manos hechas un nudo y los labios rígidos mientras Aaron miraba para otro lado.
Se hizo un silencio y seguimos todos comiendo. No se oía más ruido que el de los dientes y los bordes duros y el de sorber el queso. Hubo un alivio cuando el presentador del programa consiguió que el primer invitado cometiera un fallo en la prueba del detector de mentiras. La multitud estaba de pie, abucheándolo.
—¿Por qué le están haciendo eso? —preguntó Fiona.
—Porque es un liante —explicó Sandra, absorta en la pantalla—. Como casi todos los puñeteros hombres.
—¿En qué la ha liado?
—No es en qué —la corrigió Aaron—, sino a quién… ¿a quién ha liado?
Me tragué con dificultad mi último trozo de pizza.
—Bueno, pues ¿a quién ha liado? —respondió inmediatamente Fiona, pasando el dedo por el borde del plato para recoger las migas.
—A su novia —dijo Aaron.
—¿Qué le ha hecho? —preguntó ella.
Aaron dejó el cuchillo y el tenedor y, Stuart, me estaban apuntando directamente a mí.
—Ha besado a otra.
—Se la ha cepillado, más bien —dijo Max.
Fiona empezó con las risitas.
—Se la ha cepillado —repitió.
—Muchas gracias, Max —suspiró Sandra—. Sólo tiene nueve años.
De repente, Aaron se puso de pie. Cogió su plato y el plato de Fiona y el plato de Sandra y los llevó al lavavajillas. Sandra se sirvió un gran vaso de vino.
—¿Alguno quiere postre? ¿Un té?
Max se palmeó el estómago para indicar que estaba lleno.
—Zoe y yo nos vamos arriba.
—Para cepi… —empezó Fiona.
—Ya basta —la interrumpió Sandra.
—Gracias por la cena, mamá —dijo Aaron saliendo de la cocina sin mirar hacia atrás.
—De nada, mi amor —gritó ella—. Ánimo con ese repaso. Tiene un examen mañana —me dijo—. De Historia. Es un chico muy listo.
—Ya —dijo Max, en un tono mezcla de orgullo y envidia—. Él tiene el cerebro más grande, pero yo tengo más grande el…
—¡Por favor! —dijo Sandra levantando las cejas—. ¡No sé si te has dado cuenta de que estoy aquí delante!
—Iba a decir corazón —bromeó Max llevándose la mano al pecho.
Sandra soltó un bufido y subió el volumen de la tele mientras nosotros recorríamos el pasillo.
Tampoco podíamos hacer gran cosa en el cuarto de Max estando su madre en casa, así que nos pusimos a charlar incómodos tumbados en su cama. Después del tercer silencio largo, miré a mi alrededor, buscando con desesperación algún otro tema de conversación.
—¿Éste es tu padre? —le pregunté al localizar un gran marco de fotos en la pared. Dentro había un retrato de un hombre con bigote, con un niño en las rodillas—. Estás muy mono.
—Ya, pero ¿has visto lo que llevo puesto?
Me reí de sus pantaloncitos cortos amarillos.
—¿Cuántos años tenías aquí?
Max se puso de pie y contempló la foto.
—Ni idea. Siete o así.
—¿Le echas de menos?
—Bah, no —dijo Max levantando demasiado la voz.
—Parece majo. Quitando ese bigotazo.
—Ya no lo tiene. Parece que a su nueva novia no le gusta.
—¿Puedo preguntarte una cosa? —dije de pronto.
—Si quieres…
—¿Fue horrible cuando se separaron? —Max acusó el golpe, así que murmuré—: No hace falta que respondas. Perdóname. Es sólo que mis padres no paran de discutir y a veces pienso…, pues eso, que al final podrían… Pero vamos. Probablemente no lo harán. —Metiendo el pie debajo de su mesa, Max sacó de un golpe de talón una pelota y se puso a regatear con ella por toda la habitación sin mirarme a los ojos—. Se te da muy bien.
—No lo bastante bien —murmuró chutando la pelota contra el armario, que retumbó.
—¡Venga ya! Eres el mejor del instituto, y tú lo sabes.
—Vale, pero ¿cuántos institutos hay en el país? —preguntó cambiándose ágilmente el balón de un pie al otro.
—No sé.
—Di un número.
—¿Veinte mil? ¿Treinta mil?
—Pon que haya unos veinticinco mil. Eso son veinticinco mil tíos como yo. El mejor de cada instituto. —Me lanzó la pelota y sorprendentemente me las arreglé para devolvérsela sin que se me desviara—. Veinticinco mil. Y ¿cuánta gente crees que llega a futbolista profesional?
—Ni la menor idea —murmuré—, pero ya veo lo que dices. Tienes todas las probabilidades en tu contra.
—Yo no soy como mi hermano, que todo lo hace bien; a mí lo único que se me da bien es el fútbol, pero tampoco se me da tan bien como para poder vivir de ello.
—Pues vaya mierda.
—Ya.
Me pasó el balón, pero esta vez se me escapó, así que se coló rodando debajo de la cama. Me agaché a cogerlo, pero me detuve en seco al ver que había algo escondido en las sombras.
—¿Eso es un…?
—¡No!
—¡Sí que lo es! —exclamé señalando un puzle a medio hacer que estaba escondido debajo de su cama. Tenía que haber como quinientas piezas, esparcidas en una bandeja. En la parte ya hecha se veía un estadio de fútbol con miles de aficionados.
—¡No lo saques! —gruñó al verme levantarlo hasta ponerlo sobre su edredón.
—Esto es genial del todo.
Me miró con aire inseguro.
—Ah, ¿sí?
—Absoluta y totalmente genial.
—No es más que un puzle —murmuró, pero parecía contento.
—No, no —dije sacudiendo la cabeza—. No es sólo un puzle. Es una prueba.
—¿Una prueba de qué?
Pestañeé.
—De que Max Morgan «el Magnífico» es un friki clandestino.
—No diría yo tanto —dijo, pero sonreímos mientras colocábamos el puzle entre nosotros y nos poníamos manos a la obra.
Era divertido. Y difícil. Había que encajar bien las piezas y eran todas de exactamente el mismo color verde. Al cabo de una hora habíamos terminado la parte del banderín de córner y lo contemplamos, sintiéndonos satisfechos, antes de bajar al cuarto de estar. Sandra estaba dormida en el sofá con la boca abierta.
—Me debo de haber quedado frita —murmuró con voz espesa cuando Max la sacudió para despertarla.
—Gracias por invitarme —dije enfundándome en el abrigo—. Y por la pizza.
—No hay de qué. —Sonrió soñolienta—. ¿Cómo vas a volver a tu casa?
—Voy a ir andando.
Sandra movió la cortina con el pie.
—Eso de ninguna manera, guapa. Ahí fuera está negro como la boca de un lobo. Hace un frío que pela.
—No me va a pasar nada. De verdad —contesté acercándome a la puerta—. Pero me tengo que ir ya. Mi madre quiere que esté en casa antes de las diez.
Sandra se peinó con los dedos.
—Me encuentro fatal. Te llevaría en coche, pero he bebido demasiado vino.
—Y ¿Aaron? —sugirió Max.
Se me retorció el estómago de pura culpa. De puros nervios. De pura esperanza. Sandra ya se había puesto de pie y salía a toda prisa del cuarto de estar.
Puedes imaginarte, Stuart, con qué tensión le dije adiós a Max en la puerta de su casa mientras Aaron se subía en DOR1S. Aunque lo habíamos pasado bien, traté de escaparme sin que Max me besara, pero él se me acercó en el momento en el que se encendían los faros del coche. En medio del resplandor, me agarró la barbilla y acercó sus labios a los míos, y yo me imaginé la escena desde el punto de vista de Aaron, tratando de sentirme a gusto con mi venganza, pero hasta la menor sensación de triunfo rebotaba de aquí para allá por mi interior como eso que dice el dicho de «el vacío en la victoria».
Max desapareció dentro de la casa. Sólo estábamos Aaron y yo. Yo y Aaron. Mordiéndome por dentro el labio, puse un pie en su coche.
—Perdona por esto. —Aaron no respondió. Se quedó mirando hacia delante y arrancó el coche cuando estaba cerrando la puerta—. Te lo agradezco de verdad. —Él metió la marcha atrás y fue avanzando de espaldas por el caminito—. Hace un frío de muerte ahí fuera —intenté de nuevo. Aaron encendió la radio.
Avanzamos en silencio. Pasando por el paso de cebra. Por delante de la iglesia y del restaurante chino de comida para llevar. El dragón esmeralda zumbaba junto a la ventana. Aaron iba agarrado al volante, con la espalda rígida y los brazos estirados hacia delante, tiesos los codos. Bajé el volumen de la radio e intenté una vez más entablar conversación.
—¿Qué tal tu repaso del examen?
Aaron giró demasiado fuerte el botón de la radio hacia el lado contrario. Los altavoces chirriaron para protestar mientras un cantante aullaba AMOR, así tal cual, y sonaba grande y doloroso y daba miedo.
Paramos ante un semáforo con una sacudida, porque Aaron había pisado demasiado fuerte el freno. La señorita Amapola, colgada del espejo, se estampó contra el parabrisas y luego se puso a dar vueltas en círculo. Le di un golpecito con el dedo para hacerla columpiarse.
—¡No toques eso!
Volví a hacerlo. Un golpecito. Aaron sacudió la cabeza y apagó de pronto la radio. AM…
—Qué infantil eres —dijo—. Para ti todo es un juego, ¿no?
Crucé los brazos.
—No es más que una estúpida figura del Cluedo.
—No es a eso a lo que me refiero —gruñó Aaron mirando enfurecido hacia el asfalto, con los ojos desencajados—. No es a eso a lo que me refiero, y lo sabes muy bien. ¿A qué te crees que estás jugando, apareciendo así en mi cocina, viniendo a mi casa?
—¡A casa de tu hermano! —lo corregí—. De tu hermano.
El semáforo se puso en verde. Aaron pisó a fondo y el coche arrancó con un chirrido.
—O sea que es eso, ¿no? —gritó él.
—Dime tú si no —repliqué agarrándome al salpicadero mientras acelerábamos en una curva—. Tú eres el que dijo que hacíamos buena pareja. Tú eres el que me dijo que me divirtiera. Pues eso es lo que estoy haciendo. ¡Divertirme!
—¡Ah, pues estupendo! —gritó Aaron.
—Sí que es estupendo —dije devolviéndole a Aaron a la cara con triunfante desprecio sus palabras de la fiesta. Con las manos temblando y la garganta seca, me llevé un dedo al pecho—. Yo no estoy haciendo nada malo, Aaron. Tengo libertad para ver a quien yo quiera. Eso es lo que tú mismo me dijiste.
Las lágrimas me ardían en los ojos. Las limpié de un manotazo, mirando con el ceño fruncido a la calle Ficticia.
La calle Ficticia.
Mi madre estaba saliendo de casa, a punto de marcharse a la de Lauren. Aaron iba cada vez más despacio, tratando de averiguar cuál era mi casa. En cualquier momento mi madre podía mirar hacia nosotros y verme en el…
—¡No pares! —chillé agachándome cuando los ojos de mi madre se posaron en el coche de Aaron—. ¡Por favor, no pares! —Aaron vaciló. Se mordió el labio. Y luego pisó el acelerador, así que pasamos zumbando por delante de mi casa.
—¿Qué pasa?
—¡Me tienes que llevar a casa de Lauren! Te lo tenía que haber dicho. Ésa era mi madre. Se cree que estoy en casa de una amiga.
Le dije atropelladamente cómo se iba, eligiendo una calle trasera por la que había más posibilidades de que llegáramos antes que mi madre. Yo iba espoleando el coche con toda mi alma como si fuera un caballo y yo, el jinete en la carrera más importante de mi vida. Giramos a la derecha. Derrapamos hacia la izquierda. Aceleramos en una recta.
Aaron resopló por la nariz.
—Deberías parar de decir mentiras, ¿sabes? Es una mala costumbre.
Le miré sin poder creerle.
—¿De verdad que vas a seguir con eso ahora?
—Sólo decía eso. Que deberías dejar de mentir. Es…
—Es ¿qué?
Él hizo una pausa. Respiró hondo. Pronunció claramente las palabras:
—Una inmadurez.
Solté una risa forzada.
—¿Una inmadurez? ¿Quién es el que lleva a la señorita Amapola colgada del retrovisor? ¿Quién habla de fantasmas y de caimanes y de hoyos oscuros llenos de serpientes? ¿Quién es el que no tiene un proyecto y no sabe lo que va a hacer en el futuro y…?
—No cambies de tema —me soltó Aaron—. Le has mentido a tu madre y eso ha estado mal y no hay más que hablar.
—¿Quién ha dicho que no hay más que hablar? ¿Tú? ¿Sólo porque eres mayor? Dame un respiro, Aaron. No tienes ningún derecho a decirme lo que puedo hacer y lo que no. Lo que yo le diga a mi madre no tiene nada que ver contigo. Nada.
Aaron levantó un hombro.
—Puede que no. Pero lo que sí me importa es lo que tú me digas a mí, y me has mentido en la cara.
Un semáforo se puso en rojo cuando nos acercábamos a él. Maldije en voz baja, mirando la hora en el teléfono. Las 21:55.
—Me dijiste que tu abuelo había muerto.
Rojo.
Rojo.
Rojo.
Verde.
—¡VAMOS! —grité, y volvimos a salir disparados. Las 21:56.
—Pero ese día que yo te vi no estabas visitando su tumba —apremió Aaron.
—No, pero…
—Estuviste en mi casa. ¡En mi casa! —Ahora estaba gritando y sus palabras me resonaban en los oídos—. ¡Con mi hermano!
—Ya lo sé, pero…
—En su cuarto. Y tuviste la cara dura, el morro, de subirte a mi coche y hacerme creer que venías de…
—¡Basta ya! —bramé dándome un puñetazo en la pierna—. Basta.
Las 21:59.
Aaron entró en la calle de Lauren. Me enderecé en el asiento, escrutando la calle con ojos frenéticos en busca del coche de mi madre. No había moros en la costa. Abrí la puerta disponiéndome a salir.
—De nada —dijo Aaron con tono sarcástico.
—Venga, madura ya —le espeté, y salí del coche, con el aire helado dándome en las mejillas calientes—. Muchas gracias por traerme. Ha sido genial.
—¡No sé cómo has podido hacerlo, Zoe! —me gritó Aaron, con los ojos lanzando chispas en la oscuridad—. ¡No sé cómo has podido portarte como una zorra!
—¡Tampoco me has dado ocasión de explicártelo!
Cerré la puerta dando un portazo cuando el reloj marcaba las diez de la noche. Aaron aceleró el motor y salió disparado calle abajo y lo maldije en voz alta, con las peores palabras que se me ocurrieron. El viento hacía remolinos y a mí me temblaba el cuerpo y me hervía la sangre por debajo del rubor de la piel.
—¿Qué tal la velada? —me preguntó mi madre un par de minutos más tarde cuando me desplomé en el asiento, ocultando mi enfado. Tenía un nudo en la garganta, pero me acordé de Aaron y, rebelándome, lo obligué a deshacerse.
—No ha estado mal. Ya sabes. Para un trabajo de Geografía.
Quiero contarte lo que pasó a continuación, pero voy a tener que dejarlo porque casi no puedo mantener los ojos abiertos. Las últimas noches no he dormido bien por las pesadillas. No paro de despertarme sobresaltada, helada y sudorosa, con la lluvia que cae y el humo que hace espirales y la mano que desaparece una y otra vez. Todavía no me siento del todo capaz de hablarte de eso, pero lo voy a hacer. Un día, muy pronto. Te lo prometo. Todavía nos queda algo de tiempo antes del 1 de mayo, si es que ocurre lo peor y la monja no consigue pararlo. Tiene que haber algo que podamos hacer, así que no te rindas todavía pensando que te mereces ese castigo por tus errores. Como puedes ver, yo también los he cometido. No estás solo, Stu, o sea que no te quedes ahí tumbado en tu delgado colchón pensando que el mundo entero no ve más que tu mal corazón, porque en Inglaterra hay una chica que sabe que ahí dentro hay algo bueno.
Con cariño,
Zoe xx