Novena parte

—¡EL ojo del anciano Lan! ¡Te creías que era eso!

—Cállate —le dije dándole con un globo, porque estábamos preparando las cosas para su fiesta. Lauren no había decidido invitar a gente hasta esa misma mañana, cuando su madre le anunció que su novio había reservado un viaje sorpresa a Londres para pasar allí el fin de semana.

—Un plan subido de tono —me explicó por teléfono—. Se van para hacerlo en el Hilton.

Hinché un globo.

—¿Cuánta gente va a venir esta noche?

Lauren me cogió de la mano el globo, le hizo un nudo en la boquilla y lo lanzó al creciente montón.

—Ni idea. He invitado a todas las personas a las que conozco, así que espero que venga gente suficiente. Mi hermano se lo ha dicho también a algunos amigos. —Me dio un codazo en las costillas—. Max ha dicho que iba a venir. —Y al ver que yo no respondía, dijo—: Estarás emocionada, ¿no?

—Sí. Sí, claro que sí —dije forzando una sonrisa, aunque estaba pensando en las docenas de mensajes que me había mandado él esas Navidades, aunque yo sólo le había respondido a unos pocos. Los justos para no ser maleducada, aunque tenía que haber resultado evidente que estaba perdiendo el interés.

—¡Bien! Porque si tú no lo quieres, me lo quedo yo. En serio. El trimestre pasado oí a unas chicas hablando de ti en los lavabos y se ponían todas: «Dios, qué suerte tiene», y la Becky esa del cuello raro dijo que a ella le hacía tilín desde hace tres años, aunque lo lleva crudo, a menos que Max tenga algún tipo de fetichismo por los cisnes. —Esta vez sonreí de verdad—. Bueno, pues esto ya está —dijo Lauren cuando el último globo hubo volado hasta el montón—. Puedes ducharte tú primero. Ha llegado el momento de que te prepares para tu amorcito…

Y bueno, Stuart, probablemente te habrá extrañado que me dejaran ir a esa fiesta, pero es que mi madre no se había enterado de absolutamente nada. Me dejó quedarme a dormir en casa de Lauren porque le dije que íbamos a estar unas amigas, y por si te lo estás preguntando, no me sentí en absoluto culpable por mentirle después de todas aquellas broncas de Navidad.

—¿A dormir? Y ¿qué vais a hacer? —me preguntó mi madre.

—Pintarnos las uñas. Ver una película —le respondí.

—No te las pintes de un color muy fuerte —me dijo—. Que el instituto empieza dentro de un par de días. Y no veas cosas que no son para tu edad, mi amor. Nada de miedo ni cosas así. Tengo la peli esa del ogro, ¿la quieres?

Unas horas más tarde, Shrek yacía abandonada encima de la cama de Lauren y la casa estaba abarrotada, pero abarrotada como una de las maletas que suelo llevar en vacaciones con la cremallera a punto de reventar porque soy incapaz de viajar con poco equipaje. Me uní a la multitud de alrededor de la mesa de las bebidas en la cocina, metiendo a presión la mano por entre cinco cuerpos para coger un puñado de patatas fritas y una botella de vino. Tuve un pensamiento para mi madre al descorcharla, pero me serví una copa grande y te juro que quedaba fenomenal en mi mano, las uñas y el vino del mismísimo tono rojo rubí.

La música empezó a sonar a todo volumen y la gente se puso a bailar donde le pilló, en el pasillo o en el porche o en el cuarto de estar, moviéndose al ritmo de la retumbante percusión, la bebida salpicando de los vasos de plástico y también de tazas y hasta de una jarrita para la leche, porque Lauren se había quedado sin vasos. Las caderas se balanceaban y los hombros se sacudían y las cabezas se bamboleaban, todo el mundo en aquella casa moviéndose como un solo hombre, y por primera vez en mi vida yo estaba justo en el centro, deshaciéndome en u-huuuuus y con los brazos en alto en mitad de la cocina junto al tostador.

Tiene gracia lo inteligentes que pueden ser los ojos, que son capaces de ver cosas en los límites de tu campo de visión cuando estás mirando al frente. Lauren se retorcía a mi lado con un top brillante, pero por el rabillo del ojo vi una chaqueta negra y una melena roja como un carbón en llamas que parpadeaba débilmente en mi radar. Se me encogió el estómago al reconocerlos y, como era de esperar, Anna entró en la cocina con Aaron detrás, vestido con un jersey demasiado grande. Debía de haberlo invitado el hermano de Lauren, era la única explicación posible, y me olvidé de bailar y no hice más que quedarme mirando y mirando. Después de todo el coqueteo. Del muñeco de nieve. Se me cerraron los puños al ver a Aaron reírse de algo que le había dicho la chica al oído. Me había mentido, Stuart, cuando me dijo que no tenía ningún plan para Nochevieja. Tengo que reconocer que yo le habría dicho a él lo mismo, porque habría preferido que no supiera que iba a ir a la misma fiesta que su hermano, pero aun así. Contemplé decepcionada cómo Aaron le tocaba el brazo a Anna y le preguntaba si quería beber algo, señalando hacia la mesa llena de cerveza y de vodka que había justo a mi derecha.

«¡NO!».

No sé si lo dije en alto o sólo lo pensé, porque la chica asintió y Aaron empezó a avanzar hacia mí. Mi primer instinto fue esconderme, pero ¿dónde? ¿Detrás de un sillón que había en la otra punta? ¿En la despensa, al lado de los cereales? Con un ataque de pánico, me encogí detrás de un chico alto con acné mientras Aaron pasaba entre empujones por delante de Lauren. El pulso se me aceleró. Aaron llegó a la mesa de las bebidas. El pulso se me disparó. Saludó al chico de los granos. El pulso me explotó. A un metro de distancia, así lo tenía, y no podía dejar que me viera, sabiendo que él estaba allí con otra chica y que su hermano debía de estar también en alguna parte de la casa.

Agaché la cabeza y me volví de espaldas a la mesa de las bebidas, decidida a quedarme mirando hacia el lado contrario hasta que él se hubiera marchado, pero como ya comprendió el Orfeo aquel en el inframundo, eso es mucho más difícil de lo que parece. Por si te interesa saberlo, Orfeo es un personaje de la mitología griega, y para rescatar a su mujer tenía que conducirla fuera del peligro sin volverse a mirarla a la cara. Justo cuando estaba a punto de conseguirlo, echó una mirada por encima del hombro y a su mujer se la llevó el viento. Por desgracia, cuando yo miré a Aaron no se lo llevó el viento ni el aire ni ninguna otra cosa. Lo que pasó fue que se comió un nacho, tan cerca de mí que casi lo oí crujir.

Agarró dos cervezas, y con ellas oscilando en la mano volvió a donde la chica. Poniéndome de puntillas, vi cómo le acariciaba la espalda para anunciar su presencia, con todo su ADN brillando entre los omoplatos de ella. Los ojos se me llenaron de lágrimas. Agaché la cabeza y pasé a empujones por entre la multitud para salir de la cocina al vestíbulo, con una necesidad urgente de marcharme, pero alguien me agarró de la mano cuando estaba poniendo el pie en los escalones.

Recorrí con la mirada los dedos hasta la palma. La palma hasta la muñeca. La muñeca hasta el brazo, con el corazón latiéndome cada vez más rápido sólo para parárseme en seco al darme cuenta de que la mano era de Max, no de su hermano. Se estaba estirando, esforzándose en mantener el contacto, y su cara aparecía y desaparecía de la vista según los empujones de la gente que subía y bajaba por la escalera. Gritando algo que yo no llegaba a oír, me agarró con fuerza de la muñeca y tiró de mí. Yo al principio me resistí, pero tiró más fuerte, arrastrándome escalones abajo hacia él. Hacia Aaron. Mientras resbalaba hacia abajo se me iba cayendo el vino de la copa.

—Vamos fuera —dijo Max.

Me tenía firmemente agarrada. Fuimos avanzando por el pasillo y yo no despegaba los ojos de la moqueta, aterrorizada ante la perspectiva de que me vieran. Cuando apareció ante nosotros la puerta de la calle, se lo puse a Max más fácil, acelerando y abriéndome paso con más determinación, porque necesitaba escapar, Stuart. Necesitaba alejarme de aquella casa, alejarme de Aaron y de la chica de la melena roja. Pisando entre piernas, fuimos andando de lado para pasar a presión por los pequeños espacios que había entre la gente, con la música cada vez más alta, cada vez más calor en el pasillo y nuestros pasos cada vez más lentos a medida que nos abríamos camino a empujones hacia el porche.

Por fin, los dedos de Max tocaron el pomo de latón. Tiró fuerte de él y luego tiró fuerte de mí, sacándome al jardín. La nieve crujió bajo nuestros pies y los carámbanos relucían en los alféizares y las ramas desnudas dibujaban líneas negras sobre el naranja de las farolas de la calle. Max me llevó al pie de un abeto y la casa desapareció de la vista.

—Qué locura ahí dentro —dije, con una voz extrañamente inexpresiva.

—Pero aquí fuera se está bien —respondió Max tendiéndome su chaqueta azul—. Toma. Ponte esto. —Al meter los brazos en las mangas, se me volvió a caer vino de la copa y roció el suelo helado, rojo sobre blanco—. Qué bueno verte.

—Igualmente —le dije, porque en cierto modo, Stuart, era verdad. Él sonrió como si se sintiera aliviado y luego me colocó de un tirón entre sus piernas y ni que decir tiene que yo le dejé, porque él era sólido y fuerte y porque Aaron estaba dentro con otra chica. Apoyé mi copa en el muro y luego me cogí de su nuca con las dos manos—. ¿Qué tal las Navidades?

—Un rollo —murmuró Max yendo directo a los besos, y sus labios resultaban suaves y conocidos y reconfortantes.

En algún lugar a mi derecha se oyó una tos. Me separé de un tirón, temerosa de que fuera Aaron, pero un hombre dobló la esquina, paseando a su perro.

La puerta de la casa rechinó. Volví a saltar. Apartando a un lado las ramas del abeto, me puse de puntillas para mirar, pero no era más que una chica que se encendía un cigarrillo.

Max me frotó el brazo.

—Te veo un poco nerviosa.

Me mordí el labio superior y luego dije:

—¿No deberíamos ir a algún sitio un poco más íntimo?

Max sonrió y me besó en la punta de la helada nariz.

—¿En qué estás pensando?

Desvié la cara hacia un lado, pero los labios de Max me rozaron el cuello al tiempo que me ponía las manos en el culo.

—Eh… en nada. O sea, es que aquí estamos como muy a la intemperie. Y me estoy congelando.

Max se quedó un instante pensativo.

—Espérame aquí —dijo, y salió corriendo antes de que yo pudiera protestar.

Al cabo de un par de minutos estaba de vuelta, con una cosa plateada tintineándole en la mano. Agitó las llaves en el aire.

—El coche de mi hermano está aparcado más allá.

Me quedé boquiabierta.

—¡Cómo vamos a hacer eso!

—Tú tranquila. Mi hermano es guay. Se lo he preguntado —dijo Max echando a andar.

Yo me quedé donde estaba, con el corazón dándome saltos en el pecho.

—¿Se lo has preguntado? ¿Qué le has dicho?

Max se dio la vuelta y siguió andando de espaldas, haciéndome con un dedo señas para que le siguiera.

—Le he dicho que estaba con una chica y que estábamos buscando un sitio donde no hiciera frío. «Sólo para hablar», le he dicho, pero mi hermano se ha reído como si supiera exactamente en qué estaba pensando.

Corrí detrás de Max, esta vez con desesperación.

—¿Le has dicho quién era yo? ¿No le habrás dicho cómo me llamo?

Max abrió la boca para responder, y luego se detuvo.

—¿Por qué?

Me costó un montón, pero conseguí relajar el tono.

—Es sólo… Bueno, tampoco quiero coger fama. Sobre todo después de lo de la foto.

Max me puso las manos en la espalda y me empujó con suavidad hacia el coche. Al final de la calle apareció DOR1S. Me acordé del dado colgado del retrovisor. Y de la señorita Amapola.

—Igual es mejor que volvamos a la fiesta —dije.

Max aplicó más presión a mi espalda.

—Relájate. No hay de qué preocuparse. No le he dicho a mi hermano cómo te llamas.

—Aun así. No creo que esto sea buena idea.

Max suspiró con aire de frustración.

—¿Por qué no?

—Bueno, es sólo que… No sé… Da un poco la impresión…

—Venga, Zoe —dijo Max, y sonaba irritado, y la forma en que me empujaba ya no era nada suave—. No te he visto en todas las Navidades y quiero…

—¿Quieres qué exactamente? —le pregunté clavando los pies en la acera para que no pudiese seguir empujándome.

—Lo que tú sabes —dijo tratando de poner cara de atrevido—. Y sé que tú también quieres —me susurró en el oído.

—Vamos otra vez a la casa —le supliqué. Al ver que fruncía el ceño, añadí—: Y buscamos una habitación vacía. —Me acerqué un paso más y bajé la voz, odiándome a mí misma pero obligándome a decirlo, lo que fuera con tal de alejarme del coche de Aaron—. Una habitación vacía con una cama.

Las llaves desaparecieron en el bolsillo de los vaqueros de Max.

—Eso ya es otra cosa.

Echamos a andar.

Ahí estaba el muro. Y el árbol. Y la chica que fumaba un pitillo.

Y ahí estaba el camino. Y la puerta. Y la casa, un hervidero de gente que no había forma de distinguir en la oscuridad. Aaron podía estar en cualquier parte.

Pero no estaba en cualquier parte, Stuart. Estaba allí justo delante de nosotros, parado en el umbral de la puerta, mirando hacia la casa. Los ojos se me pusieron redondos de espanto al verle la cabeza por detrás. Max lo señaló:

—Ése es mi hermano. El que está ahí.

—¡Vamos hacia el otro lado! —chillé. Sin esperar a que Max respondiera, tiré de él hacia la otra punta del jardín. Cogió aire y abrió la boca y con un gran escalofrío de terror comprendí que iba a gritar.

¡Aaron!

Le solté a Max la mano justo cuando Aaron empezaba a volverse. Apareció una oreja. Una nariz. De un brinco, salté dos metros hacia mi derecha y me escondí como una centella en las sombras.

—¿Ya de vuelta? —dijo Aaron. Algo tintineó por el aire: las llaves del coche al tirarlas.

—Hemos cambiado de idea.

—¿Hemos? —preguntó Aaron, y me lo imaginé mirando hacia un lado y hacia otro en busca de alguien más. Me dije a mí misma que era mejor no mirar, pero se me volvió el cuello y mi cabeza giró y esa vez cuando vi a Aaron deseé con todas mis fuerzas que existiera de verdad un mundo subterráneo capaz de succionar a Aaron hacia las tinieblas.

Él entornó los ojos y se inclinó estirando el cuello hacia delante para vislumbrar a la chica que estaba en lo oscuro, envuelta en la chaqueta de su hermano.

—Aaron, ésta es Zoe —dijo Max.

—¿Zoe? —repitió Aaron, y tenía un algo en la voz que me dolió por dentro. Salí de la oscuridad porque, Stuart, ahí se acababa el juego—. Zoe —volvió a decir Aaron—. ¿Estás con mi hermano?

—Sólo esta noche —dije a toda prisa.

Max me pasó el brazo por el hombro.

—Bueno, y todas las veces anteriores.

—¿Otras veces? ¿Como cuándo? —Aaron pareció darse cuenta de que la pregunta podía sonar rara y forzó una sonrisa—. ¿Cuánto hace que te la mantienes en secreto, Max?

—Tampoco tanto —dijo él, encantado de que le hicieran caso—. Sólo desde septiembre.

¿Septiembre?

Max no supo interpretar el motivo de la sorpresa de su hermano.

—Oye, cada cual tiene sus secretos. A ti tampoco se te escapa una palabra sobre tu…

—Porque no hay nada que contar —replicó Aaron. Me puse un poco más derecha. Puede que yo no fuera inocente, pero Aaron tampoco lo era.

—¿Qué pasa con…? —Estuve a punto de decir «Anna», pero me di cuenta de que podía parecer sospechoso.

—¿Qué pasa con qué?

—Con tu novia —susurré señalando hacia la casa—. La del pelo rojo.

—¿Anna? —dijo Max, con voz de sorpresa—. ¿Te refieres a ella?

—Sólo somos amigos —contestó Aaron, y a mí se me cayó el alma a los pies—. La conozco desde que teníamos cuatro años.

—Pero… pero os vi juntos. En la hoguera —resoplé—. Os estabais abrazando y ella…

—… Acababa de romper con su novio —terminó Aaron—. Estaba preocupándome por ella. Es como una hermana o una prima o algo así.

—Claro —dije, y me sorprendió lo normal que me salía el sonido cuando dentro de mí todo estaba gritando.

—No como vosotros dos —dijo Aaron andando hacia el jardín, con las manos en los bolsillos—. ¿Por qué la mantenías en secreto, Max? ¿Es que os habéis vuelto todos tímidos o algo? —lo decía en tono de guasa y Max se rio.

—Y yo qué sé. A casa ha venido. Yo no tengo la culpa de que tú no estuvieras.

Cerré los ojos.

—¿Qué? —dijo Aaron apretando los labios, aunque su tono era suave—. ¿Cuándo?

—Pues no sé, como en noviembre o así. Viniste y te quedaste un rato, ¿no?

Abrí los ojos despacio.

—Sí. Sí, fui.

Empezó a soplar viento, levantándome los bajos de la chaqueta de Max. Y aunque me estaba helando, me dieron ganas de arrancármela y tirarla al suelo.

—Vamos dentro —dijo Max cogiéndome de la mano.

—La verdad —repliqué soltándole los dedos— es que no me encuentro demasiado bien. Creo que me voy a ir a casa. —Me quité su chaqueta—. Necesito tumbarme. Sola —añadí, porque Max me había guiñado un ojo.

Sin mirar a ninguno de los hermanos, atravesé el césped sintiendo la necesidad de llamar a mi madre o a mi padre para que fueran antes a buscarme. Max vino detrás de mí gritando.

—¿Qué pasa con tu abrigo y con tus cosas?

Paré y maldije en voz baja.

—Esto…, están en el cuarto de Lauren. ¿Podrías entrar tú a buscármelos? —No parecía que a Max le hiciera mucha gracia, pero desapareció dentro de la casa, dejándonos solos a Aaron y a mí.

No hablamos ninguno de los dos.

Me pregunté si a él el corazón le estaría latiendo tan fuerte como a mí.

—Lo siento —dije por fin—. Debería habértelo dicho.

Aaron sorbió con la nariz.

—No hace falta que te disculpes. Entre nosotros tampoco había pasado nada.

Tragué saliva. Hice una pausa. Moví los dedos.

—Pero había algo…

Aaron puso cara de sorpresa.

—¿Lo había?

Dando un paso al frente, susurré:

—Tú sabes que sí.

Aaron cruzó los brazos.

—No eres más que una chica con la que me encuentro todo el tiempo. Una persona a la que apenas conozco.

Esas palabras me golpearon en la boca del estómago.

—No lo dices en serio.

Él asintió durante demasiado rato.

—Claro que sí. Mi hermano y tú… Hacéis buena pareja.

—No somos pareja.

—Pues no es eso lo que parece visto desde aquí.

Me aparté el pelo de los ojos.

—Lo siento, ¿vale?

Aaron mantuvo un tono frío al responder.

—Ya te he dicho que no hace falta que te disculpes. Tú eres libre de ver a quien tú quieras. ¿Por qué no ibas a serlo?

—Porque somos…

Amigos —terminó Aaron—. Como mucho. Conocidos, diría más bien.

—¡Ah, pues estupendo!

que es estupendo —dijo Aaron, con una condescendencia como si yo me hubiera vuelto loca o algo. Lo fulminé con la mirada, y puede, Stuart, que yo no tuviera derecho a estar furiosa, pero vete tú a contárselo a la ira que tronaba por mis venas.

—¡Si eso es lo que quieres!

—Eso es lo que hay —respondió Aaron en el mismo tono frío. Sonrió con la boca pero no con los ojos—. Diviértete con mi hermano —dijo antes de volverse a la fiesta, y mientras lo veía marcharse, en aquel mismo momento y en aquel mismo lugar, decidí que divertirme con su hermano era precisamente lo que iba a hacer.

La primera mañana del año empezó con un amanecer rojo intenso, como si toda mi ira estuviese ardiendo en el cielo. Apenas había dormido, me había quedado dándole vueltas y más vueltas a la conversación, y al final ya no me acordaba de qué había dicho Aaron ni de qué había dicho yo, pero sabía que él estaba En Un Error y, Stuart, he puesto esas mayúsculas aposta para que veas lo convencida que estaba de ese Hecho Concreto.

Abrí de un manotazo la puerta de la nevera y me serví la leche con demasiada brusquedad, planeando mi venganza. Iba a hacer que Max se enamorara de mí y puede que yo también me enamorase de él y subiríamos a las montañas y nos sentaríamos en lo alto entre las brumas y yo no haría los deberes y que se fastidiara todo el mundo. Tiré la cuchara al fregadero, donde repiqueteó contra un tazón.

—Feliz Año Nuevo a ti también —dijo Soph, con la boca llena de cereales.

—Esos modales, Sophie —le recordó mi madre levantando la vista del portátil.

Sólo Dot estaba de buen humor, caracoleando de aquí para allá con una lista de buenos propósitos escritos con un lápiz de color en una hoja grande de papel.

—Bueno, el primero es ponerme a régimen —dijo por signos señalándose su rolliza tripa—. El segundo es aprender a volar observando a los pájaros, y el tercero es ser amable con todo el mundo menos con los profesores y con los desconocidos, que igual me quieren robar algo, y el cuarto es… —Siguió y siguió y luego se me subió en las rodillas, preguntándome por mis buenos propósitos.

—No tengo ninguno.

—Y ¿qué tal «trabajar mucho y hacer bien los exámenes de fin de curso»? —intervino mi madre, con los ojos clavados en una página web sobre implantes auditivos.

—Son sólo un simulacro de exámenes.

—Los simulacros son importantes, Zoe. Si vas a hacer Derecho, pues…

—¿Quién ha dicho que vaya a hacer Derecho? —salté.

Mi madre tecleó algo rápidamente.

—Bueno, y ¿qué vas a hacer si no?

—Puede que escribir. O puede que no. Todavía no lo sé. Tampoco hace falta tenerlo todo planeado.

—Eso es una tontería —suspiró mi madre haciendo un par de clics con el ratón.

—No es una tontería —dije, enfurruñada—. No hay ninguna prisa, ¿no? Ya veré cómo me siento cuando termine el instituto. —Mi madre chasqueó la lengua con desaprobación, y yo respondí imitándola y fui enviada escaleras arriba por descarada.

Mi cuarto estaba desordenado, pero no lo arreglé y me desplomé ante mi escritorio, a la espera de que Aaron se disculpara. La verdad, Stuart, es que no sé cuándo se inventaron los móviles, si fue antes o después del juicio por tu asesinato, o sea que puede que tú no hayas tenido nunca que pasarte horas esperando un mensaje. Si es así, créeme que en eso al menos puedes considerarte afortunado, porque es una tortura, estar oyendo pitidos imaginarios, las esperanzas que se disparan se disparan se disparan al ir a mirar el teléfono, y el corazón que se te vuelve a desplomar, haciéndose pedazos contra la pantalla vacía.

El día se me estaba haciendo interminable y la tele no ayudaba. No ponían más que una película antigua detrás de otra. Estoy segura de que habrás oído hablar de Lo que el viento se llevó y a saber si no la habrás visto incluso, y si es que sí, me pregunto si conseguiste aguantar despierto, porque esa película es muy larga…, tan larga que en el tiempo que duró tuve que ir dos veces al cuarto de baño. Al verme revolverme en el sofá, mi madre no paraba de susurrarme: «Tú ten paciencia», como si al final fuera a ver ampliamente recompensado el esfuerzo que estaba haciendo. Me tragué las cuatro horas enteras sólo para ver cómo se acaban reconciliando los enamorados, así que te puedes imaginar la decepción que me llevé cuando el tipo que se llamaba Rhett deja plantada a aquella mujer que se llamaba Scarlett y justo se termina la película. Miré a mi madre con cara de está-claro-que-la-cosa-no-puede-quedar-así, pero Rhett no volvió y Scarlett no corrió tras él, o sea que era así como acababa la película.

Lo que el viento se llevó fue una decepción aún mayor que La gran evasión (en la que no se evaden), así que le quité a mi madre el mando a distancia y le di con rabia al botón de apagar.

—¿No te ha gustado? Es una de las historias de amor más impresionantes que jamás se hayan contado —dijo mi madre.

—Pues qué deprimente.

—Menos deprimente que Titanic —bostezó Soph—. Por lo menos, Rhett no murió congelado y luego se hundió en el fondo del océano.

La puerta se abrió de golpe y entró corriendo Dot con Calavera en brazos. Se puso de rodillas, con las orejas del conejo asomándole por encima del hombro.

—¿Se ha acabado ya eso del viento?

Lo que el viento se llevó —la corrigió mi madre.

—Yo sé por qué se llama así —sonrió Dot con aire satisfecho, y me di cuenta de que se había preparado un chiste.

Mi madre se lo pensó bien.

—Creo que es porque Rhett se marcha al final, como si se lo llevara el viento —dijo muy seria por signos.

Dot negó con la cabeza, sonriendo de oreja a oreja.

—Es porque el hombre hace caca antes de irse.

Esa noche, cuando estaba tumbada debajo de mi edredón, disgustada y triste, estiré el brazo hasta la mesilla y cogí una última vez el teléfono. Se encendió, verdoso e inexpresivo. Con su luz esmeralda, me puse a hacer sombras chinescas en la pared. Cerca de mi estantería ladró un perro al que luego se le echó encima un gato, y aunque los perros y los gatos no suelen llevarse bien, los que había en mi cuarto desafiaban todo pronóstico para arrellanarse juntos encima de algún diccionario. Me quedé un instante mirándolos antes de darme la vuelta, con una necesidad de Aaron tan grande que hasta me dolía estar en mi propia piel. La ventana vibraba porque el viento estaba soplando fuerte y, Stuart, sentí con toda intensidad que a él se lo estaba llevando el viento.

Con cariño,

Zoe x