Sexta parte

LEVANTÉ la vista de la balanza y vi el pelo castaño de la nuca de Max en la clase de al lado. El estómago me dio un brinco y aterrizó de un golpe tan seco que me retumbó en el cerebro. Todo pensamiento inteligente quedó pulverizado como la sal, que por si le interesa se me había olvidado echarla en la masa del pan. La barra fue un desastre, plana y quemada, y lo único que pude hacer con ella fue tirarla. Daba la casualidad de que la papelera estaba al lado de la puerta de la clase de diseño y Max debió de sentir mi presencia. Cuando despegué el pan de la bandeja del horno con un cuchillo, levantó la vista de su dibujo. Le dije hola con la mano, pero por desgracia era la misma en la que tenía el cuchillo, aparte de que estaba demasiado nerviosa para sonreír. Viéndolo desde el punto de vista de Max, debí de aparecer con cara de pocos amigos en la ventana blandiendo un arma afilada y desaparecer un instante después.

Lauren no se lo podía creer. No paraba de decir:

—A casa de Max. A casa de Max. —Y a mí me encantaba su tono de admiración—. ¿De verdad vas a ir a su casa esta noche?

—Pues he pensado que igual sí —dije como sin darle importancia.

—Y ¿tu madre te deja? —preguntó ella, con el delantal lleno de harina.

—No exactamente. —Le conté que les había dicho a mis padres que iba a ir a la biblioteca a investigar sobre los ríos para un trabajo de Geografía—. Ellos tienen secretos que no me cuentan, así que tampoco me siento mal por no decírselo todo.

Ésa es una pendiente resbaladiza —cantó Lauren, y tenía razón, Stuart, pero yo me limité a encogerme de hombros escudándome en la palabra «ignorancia», y dije:

—Una mentirijilla tampoco le va a hacer daño a nadie.

Cuando sonó el timbre metí mis libros en la mochila y salí disparada hacia el cobertizo de las bicicletas, que era donde habíamos quedado, preguntándome qué diablos estaba haciendo. A casa de Max. A casa de Aaron. Para ser sincera me sentía tan gallina que debía de parecer un pollo de esos crudos del supermercado con el uniforme del instituto y cara de terror. Pero entonces apareció Max todo imponente y antes de que pudiera darme cuenta estaba saliendo detrás de él por el portón del instituto, con la esperanza de que todas las demás chicas lo estuvieran viendo.

Pero no oyendo. La conversación resultaba forzada ahora que Max estaba sereno. La confianza que teníamos en la hoguera se había desvanecido en el aire en plan puf y no éramos más que dos adolescentes con el uniforme del instituto que andaban a trompicones bajo la llovizna, sin más fuegos artificiales.

—¿Qué hiciste ayer? —pregunté cuando nos paramos ante un cruce a esperar a que apareciera el hombrecito verde.

—Jugar al fútbol.

—¿Cómo quedasteis?

—Tres a dos. Ganamos.

—Tres a dos. Ganasteis —repetí mientras aparecía el hombrecito verde.

—¿A quién saludas? —preguntó Max, y era verdad que yo estaba moviendo la mano de un lado para otro. Era una costumbre, una cosa que hacía para que Dot sonriera, decirle hola al hombrecito verde como si fuera una persona de verdad con un trabajo y no sólo una luz de una máquina.

—Sólo estaba espantando un mosquito.

—Pero si es invierno.

—Pues sería un petirrojo —dije en broma, pero Max no lo pilló.

Cuando llegamos a su casa y recorrimos el camino del jardín, tuve cuidado de no tocar los cocodrilos. Max abrió la puerta y yo no tenía ninguna necesidad en absoluto de poner los dedos en el pomo, pero lo hice de todas formas porque acabábamos de estudiar en Biología el ADN y cómo se va desprendiendo del cuerpo sin que uno se dé ni cuenta. Apreté el frío metal preguntándome cuántas veces habría hecho Aaron eso mismo.

—¿Vas a entrar, entonces? —dijo Max quitándose la chaqueta y colgándola de una percha junto a la puerta. Entré en el recibidor con las multicolores hélices de Aaron cosquilleándome en la piel.

—Bueno, esto…, ¿te apetece algo de beber u otra cosa? ¿Zumo de naranja? —preguntó Max.

Asentí con la cabeza, aguzando el oído para ver si podía oír alguna otra voz en la casa, pero estaba todo en silencio quitando el runrún de los radiadores en la cocina. Estábamos solos. Y la calle de delante de la casa estaba vacía.

—¿Dónde está tu madre? —le pregunté, aunque no era en su coche en el que yo estaba pensando.

—En el trabajo —dijo Max sirviendo dos zumos en la cocina. Era pequeña, con una mesa en una esquina y dos plantas que agonizaban en el alféizar.

—Y ¿tu padre?

—No vive con nosotros.

—Ah, sí. Ya me lo habías dicho. Perdona —añadí, porque a Max se le había ensombrecido el gesto.

—Es igual. No me molesta. —Me tendió un vaso—. Hace un par de años que se fue, así que ya estoy acostumbrado. —Me bebí el zumo de un trago. Max hizo lo mismo. Nuestros vasos tintinearon al dejarlos en el fregadero y fuera ladró un perro—. Mozart. Un nombre estúpido para un perro.

—Le tendrían que haber puesto Bach —dije, con una sonrisa de oreja a oreja. Como Max no respondía le pregunté dónde estaba el cuarto de baño a pesar del hecho de que no necesitaba ir y de que después de la fiesta sabía ya la respuesta.

—Te enseño dónde está —dijo conduciéndome al cuarto de baño del piso de arriba. Gruñó incómodo al mirar algo que estaba al lado del tirador plateado de la cadena. Seguí su mirada hasta vislumbrar un tubo de cartulina colgado de la pared en el sitio en el que debería haber habido un rollo de papel higiénico—. Eh… Voy a traerte más.

—No hace falta —respondí. Max levantó las cejas. Yo no tenía intención de hacer nada en el retrete, pero eso él no lo sabía.

—¿Estás segura?

—Sí. Quiero decir, no. Necesito papel —dije. Las cejas de Max se levantaron más todavía—. Bueno, tampoco un rollo entero —añadí—. Sólo un trozo.

Por si acaso Max estaba escuchando, hice como que iba al retrete. Lo hice de la manera más astuta posible, tirando de la cadena y abriendo el grifo. La pastilla de jabón estaba reducida al tamaño de una moneda de cincuenta peniques y me imaginé a Aaron lavándose las manos, así que me incliné sobre ella para olerla. Mis pulmones se llenaron de su aroma. Agarré el jabón y me lo metí en el bolsillo de la chaqueta y puede, Stuart, que esto te esté sonando a chaladura, pero la gente hace todo tipo de cosas raras, como por ejemplo en ese programa de la tele en el que ponen cámaras ocultas en lugares públicos, una mujer de mediana edad en los lavabos de un restaurante pijo bailaba el fox-trot delante del secamanos, toda emocionada bajo el chorro de calor diciendo: «Oh, Johnny» como si estuviera en la peli aquella, Dirty Dancing. Y una vez que mi madre me llevó a ver un musical justo antes de nacer Dot, se empeñó en pasar por ese sitio por el que cruzaban la calle los Beatles, cosa que aunque suene como a broma ocurrió de hecho en la vida real, en la portada de un disco para ser más precisos.

Había montones de turistas disparando sus cámaras y jugándose la vida por posar en el cruce, intentando esquivar los autobuses rojos. Los turistas estaban desmelenados, pero aunque no se lo crea la más desmelenada de todos resultó ser mi madre, posando para una foto mientras agarraba del brazo a un tipo de Wokingham que iba vestido de John Lennon. Estoy segura de que aquella señora del traje elegante habría cogido el jabón de Patrick Swayze y de que el tipo de Wokingham habría cogido el de John Lennon, así que tampoco creo, Stuart, que yo sea demasiado rara por haber cogido el jabón de Aaron. Apuesto a que tú también hiciste algunas cosas no tan normales cuando te enamoraste de Alice, después de aquella primera vez que quedasteis en la cafetería. Puede que tú te llevaras de la mesa un sobrecito de kétchup y que por mucho que luego en tu casa te quedaras sin salsa de tomate no te sintieses capaz de abrirlo, incluso puede que todavía lo tengas en el cajón, entre la mostaza y la salsa Perrins.

En todo caso, el tiempo sigue transcurriendo, así que más me vale ponerme de una vez los patines, en plan imagínate mis dedos enfrentándose al invierno abrigados y calentitos y esta carta congelándose completamente mientras la va recorriendo mi mano. Lo mínimo que puedo decir es que la atmósfera se estaba poniendo cargada en el cuarto de Max. Sus dedos iban trepando hacia la cremallera de mi falda del instituto cuando oí un coche que aparcaba fuera y, PAM, de golpe y porrazo volví en mí.

—¿Adónde vas? —protestó Max al verme saltar de la cama, alisándome la ropa.

Fingí que estaba mirando mi teléfono y luego lo dejé encima de su escritorio.

—A algún lugar donde deba estar. —Me puse los zapatos y estaba peinándome con los dedos cuando la puerta de la calle se abrió y volvió a cerrarse.

—No hace falta que salgas corriendo —dijo Max—. A mi familia no le importa que traiga chicas a casa.

—De verdad que me tengo que ir —le respondí imaginándome la cara de Aaron cuando me viera con su hermano. Había una mochila tirada al pie de la escalera y una televisión encendida—. Ahora mismo.

—Quédate un poco más. —Max dio unos golpecitos en la cama a su lado y luego hizo como si sintiera un escalofrío—. Me está entrando frío sin ti…

—Pues abróchate la camisa —dije, y él lo hizo enfurruñado, tardando un siglo entero mientras yo seguía ahí plantada en mitad de su cuarto, muriéndome por marcharme pero intentando que no se me notara.

—No eres nada divertida —refunfuñó, y se levantó por fin y nos encaminamos a la escalera.

—¿Eres tú, Max? —lo llamó alguien por encima del sonido de la televisión. Una voz femenina. Solté un suspiro de alivio.

—No, mamá. Soy un ladrón que te está mangando todas tus cosas. —A él se le puso cara de póquer.

—Ah, jaja. Muy gracioso. ¿Qué tal te ha ido en el instituto?

—Igual que siempre —respondió a gritos Max—. Mates. Un rollo. Lengua. Un rollo. Ciencias. Un rollo.

—Hijo, tampoco le pongas tanto entusiasmo. ¿Ha vuelto ya Aaron?

Me puse en tensión y luego me froté la nariz para disimular.

—No. Estará donde Anna. —Conque ése era su nombre—. Nos vemos —me dijo a mí, al ver que había abierto la puerta de la calle.

—¿No me piensas presentar a quienquiera que sea quien anda rondando por mis pasillos? —gritó su madre.

—Puede que otro día —respondió él, y en eso consistió mi primer contacto con Sandra, y ahí quedó la cosa por esa vez.

Si fueras un vecino curioso de la calle de Max, te habrías llevado una cruda decepción, porque no pasó absolutamente nada en el momento de despedirnos en el jardín. Yo le dije adiós con la mano y él me dijo adiós con la suya y cerró rápido la puerta y, para ser sincera, había sido todo un poco como un petardo mojado y, Stuart, si no sabes lo que quiero decir con eso, imagínate la pólvora empapada que no consigue prender y no andarás muy desencaminado.

Para cuando salí de la casa, la luna estaba ya en el cielo azul añil. Me encantaría decirle que era una luna llena para darle más importancia, pero no tenía ningún brillo ni ningún romanticismo en especial, así que yo no podía hacerme una idea de que estaba a punto de ocurrir una cosa increíble. Esa cosa increíble resultó ser un viejo coche azul parado en un semáforo al lado de la iglesia. Una paloma salió volando de no sé dónde, así que me agaché porque por poco me da en la cabeza y cuando levanté la vista, alguien tocó el claxon. Mis ojos se adaptaron al resplandor de los faros y en un enorme golpe de adrenalina me di cuenta de que era Aaron.

—¡Chica de los Pájaros! —me gritó desde el coche—. ¡Pasando el rato con las palomas!

—Siendo atacada por ellas —le corregí.

—¡Bueno, entonces será mejor que te lleve!

Yo creo que ni le respondí, sólo me lancé a la calle cuando el semáforo se estaba poniendo en verde y un tipo de una furgoneta se puso a gritarme enfadado por la ventanilla abierta. Con una mano levantada en gesto de disculpa, me sumergí de cabeza en DOR1S. Aaron se apresuró a arrancar antes de que yo hubiera cerrado la puerta. Enredada en el cinturón de seguridad, con la cara en algún lugar cercano al freno de mano mientras el coche avanzaba chirriando por la calle, me di de narices contra la pierna de Aaron. Nos echamos a reír.

—Para un momento —le dije, con un dolor en el costado, los pies recogidos debajo de las piernas—. ¡Me ha dado un calambre!

Aaron se detuvo junto al restaurante chino de comida para llevar.

—Hola —me dijo cuando me hube sentado de una manera normal.

—Hola —le respondí, y un petardo seco explotó en la oscuridad entre nosotros. Él llevaba unos vaqueros desteñidos y un jersey azul holgado y su pelo rubio no es que tuviera nada especial, pero le quedaba perfecto ahí en lo alto de la cabeza.

—Entonces, ¿adónde vamos? —preguntó Aaron.

A algún lugar muy lejano. Eso era lo que me habría gustado decirle y lo primero que me vino a la cabeza fue Tombuctú, pero ni que decir tiene que le pedí que me llevara a la calle Ficticia, porque sabía que mi madre me estaba esperando. Aaron lanzó una mirada de comprobación por encima del hombro y volvió a arrancar, mientras en el restaurante chino una mujer le daba la vuelta al cartelito de la puerta. «Abierto». Las luces se encendieron y un dragón que había en la ventana se iluminó en verde haciéndome pensar en aventuras en tierras lejanas, y con más fuerza que la mayor parte de las cosas que he deseado en mi vida deseé que el coche fuese mágico y que pudiera llevarnos a Tombuctú, porque por entonces yo pensaba que era un lugar mítico tipo Narnia más que una verdadera ciudad africana, asolada por la pobreza y el hambre.

—Aquí estamos. Calle Ficticia —dijo Aaron, sólo que por supuesto dijo mi dirección de verdad y me encantó que supiera dónde está mi casa sin tener que preguntar por dónde se iba.

Una vez mi padre se leyó un libro sobre la adaptabilidad de los humanos y sobre que somos criaturas notables por nuestra capacidad de acostumbrarnos a cualquier cosa, y eso, Stuart, es verdad si se tiene en cuenta que la gente se duerme en los aviones, sin pararse a pensar siquiera en lo milagroso que es ir volando por el cielo más alto que las nubes hasta Sudamérica o donde sea, ir al retrete a miles de metros sobre la tierra, hacer pis por encima de todo el océano. Y así mismo era ir en el coche con Aaron. Al principio era como «Guauuuuu», pero al cabo de unos minutos me acostumbré y tuve la extrañísima sensación de que era justo en aquel asiento donde yo tenía que estar. El coche circulaba por la larga calle y los semáforos se iban poniendo en verde en el momento preciso, como si el dragón del restaurante estuviera exhalando un fuego de esmeralda para iluminar nuestro camino de vuelta a casa.

Aaron me miró de refilón el uniforme.

—¿Instituto de Bath? —preguntó—. Yo también estudié ahí. Y mi hermano todavía va.

—¿De verdad? —dije poniendo cara de interés pero con los órganos enfriándoseme. El hígado. El bazo. El corazón. Se me congeló todo.

—Max Morgan. ¿Lo conoces? —Aaron giró a la derecha. Aceleró por la calle despejada. Frenó un poco y torció hacia la izquierda.

—Max… —empecé, pero detrás de nosotros se oyó el rugido de una ambulancia con su estruendo de sirenas. Aaron se apartó de inmediato del paso, acelerando bruscamente con el pie, mientras una cosa dura chocaba contra el cristal al lado de mi cabeza: una minúscula figura roja había salido volando desde el espejo retrovisor y repiqueteó contra la ventanilla. La deposité en la palma de mi mano mientras la ambulancia recorría a toda velocidad la calle y desaparecía a la vuelta de una esquina.

—¡Qué cerca ha estado! —respiró Aaron.

—¿Es ésta…?

—La señorita Amapola del Cluedo —asintió Aaron—. Y unos dados del Cluedo. En mi facultad todo el mundo lleva cosas de esas cutres de peluche, así que a mí se me ocurrió que mejor colgar del espejo unos dados de verdad. Además el Cluedo mola.

—¿Te gusta el Cluedo?

—¿Te gusta a ti?

—Me encanta —respondimos los dos exactamente al mismo tiempo, y entonces sonreímos.

—Es muchísimo mejor que el Monopoly. Eso de ir todo el rato dando vueltas… —dijo Aaron.

—Y pasar por la casilla de salida…

—Y robarle dinero a la banca para comprarse casas… —terminó Aaron—. Todo el mundo roba un poquito —se defendió al ver la cara de horror que se me había puesto.

—¡Yo no!

—Cómo que no.

—¡De verdad que no!

—¿No has robado nunca dinero en el Monopoly? —preguntó Aaron—. Pues entonces no has vivido. Ya te enseñaré alguna vez cómo se hace.

—Claro —dije encogiéndome de hombros, pero por dentro tenía el corazón derretido, chorreándome por todos los huesos.

La placa de la calle Ficticia apareció ante nuestra vista, letras negras sobre un poste blanco en lo alto del cual se había aposentado un gordo gato marrón, y en la vida real, Stuart, estoy oyendo ahora mismo a uno a la puerta del cobertizo, maullando en la oscuridad. El gato del poste de la calle estaba más bien callado y al ver que nos acercábamos le brillaban cada vez más los ojos, pero yo no quería irme a casa, ni en ese momento ni en ningún otro.

—Para aquí un instante —dije.

Aaron se llevó la mano a un gorra de chófer imaginaria mientras detenía el coche cerca del gato.

—¡Vamos a decirle hola!

—¿Qué…? No… ¡Espera! —lo llamé, pero Aaron ya había desaparecido dejando la puerta del coche abierta de par en par.

—Hola, Señor Gato —dijo acariciándole la mancha blanca de entre las puntiagudas orejas.

—Se llama Lloyd —le corregí—. Vive en la casa de al lado. Con Webber.

Lloyd Webber —murmuró Aaron mientras el gato saltaba del poste y venía a frotar la cabeza contra mi pierna con un ronroneo como rasposo—. En la casa de al lado de la mía hay un perro que se llama Mozart.

Asentí como si no lo supiera.

—Le deberían haber puesto Bach —dije en broma, pero sin muchas ganas. Aaron se rio y ese sonido me puso alegre y triste, en plan, imagínate, Stuart, unas caretas de esas de teatro colgadas de mi costillar en mitad de mi estómago.

—Qué animales tan bonitos —murmuró Aaron mientras el gato salía disparado a meterse entre los arbustos—. ¿No te parece?

Me subí al muro estremeciéndome ligeramente.

—No sé. Prefiero los perros.

Aaron de un salto se puso a mi lado.

—Son muchísimo mejores los gatos. Más libres. Como Lloyd, que se escapa sin más para ir a explorar.

—Pero siempre están solos. Los perros son más sociables. Mueven la cola. Corretean de aquí para allá.

—Los gatos saben trepar a los árboles —argumentó Aaron.

—Pero los perros saben nadar. Y los gatos matan pájaros, que es una cosa que yo no sería capaz de hacer.

—Tú y tus pájaros… —dijo Aaron subiendo un pie al muro y apoyando los brazos en la rodilla doblada.

—Me encantan. Más que los perros y los gatos y todos los animales juntos.

—Y ¿qué les ves de especial? —preguntó Aaron volviéndose a mirarme como si le interesara extraordinariamente la respuesta.

Me quedé un instante pensando.

—Bueno, saben volar.

Aaron resopló.

—No, ¿de verdad?

Le di un golpe en el brazo.

—¡No seas idiota! No te lo pienso contar como no…

—No, sigue, sigue —dijo él con una chispa en los ojos.

—Bueno, pues saben volar… —Le eché una mirada suspicaz, pero él no dijo nada—, lo cual es increíble, o sea, tú imagínate que fueras capaz de despegar del suelo y marcharte a donde quisieras. Como las gaviotas. Es una locura lo lejos que se van.

—¿Ésas que son migratorias? —preguntó Aaron.

Me senté sobre mis manos y asentí.

—Se marchan en invierno, esas cositas minúsculas cruzan como flechas el océano, sin ningún miedo. Viajan veinte mil millas o lo que sea, y luego vuelven otra vez volando cuando hace un poco más de calor en el mundo. No sé. Es como muy guay —concluí sin demasiada energía.

Aaron extendió un brazo y me apretó la pierna.

—Guay de verdad —dijo. Una descarga eléctrica me recorrió como un relámpago la pierna y seguía zzzzzumbándome por todo el cuerpo mucho después de que él me la hubiera soltado—. Bueno, y ¿qué vas a hacer este fin de semana? —me preguntó esforzándose mucho en que le quedara natural.

Yo me esforcé todavía más al responderle.

—Ordenar las estanterías de la biblioteca en la que trabajo. Y ¿tú?

—Escribir un ensayo. Un muermo total.

—A mí también me han puesto un montón de deberes. Mi madre no para de presionarme con que si las notas y que si necesito hacerlo muy bien si quiero entrar en Derecho.

—¿Quieres entrar en Derecho? —preguntó Aaron cruzando los brazos.

Yo arrugué la nariz.

—En realidad no. Pero mi madre y mi padre son abogados, así que…

—Así que ¿qué?

—Bueno, es un buen trabajo, ¿no?

—Depende de lo que entiendas por bueno —dijo Aaron—. Yo personalmente no puedo imaginarme nada peor. Estarse todo el día sentado en una oficina. Entre papeles. Mirando a la pantalla de un ordenador.

Temiendo que empezara a pensar que yo era aburrida, le dije:

—En realidad, mi sueño es escribir novelas. —Nunca se lo había dicho tan abiertamente a nadie, y de pronto me sentí estúpida—. Aunque con eso tampoco voy a llegar a nada. A nada serio.

—¡Eh, no digas eso! Eres demasiado joven para ser tan escéptica.

—Escéptica no. Realista. Escribir novelas no da de comer —dije repitiendo las palabras de mi madre.

—Según J. K. Rowling, sí.

Me reí.

—Créeme, mi historia no es tan buena como Harry Potter.

—O sea, que estás escribiendo algo… Cuéntame de qué va.

—¡Sí, hombre!

—Gallina. —Se puso a graznar y a batir los codos como alas.

—Aaron, eso es un pato.

Me echó una sonrisa.

—Puede que no sea experto en pájaros, pero detecto a las cobardes en cuanto las veo.

—Bueno, vale. Se llama «Pelasio el Simpasio»…

—Buen título.

—… y trata de una criatura azul y peluda que vive en una lata de judías, pero entonces un día a un niño que se llama Mod le apetece una tostada con judías, así que abre la lata y la vacía en un cuenco, pero sale Pelasio con un chof, y no se lo había contado nunca a nadie, así que prefiero que no me digas nada ni hagas nada. —Él hizo lo que le pedía. Literalmente. Se quedó ahí sentado completamente inmóvil sin respirar. Levanté las cejas—. Bueno, vale, igual puedes decir algo.

Fiu —exhaló—. Estaba empezando a asfixiarme. —Me empujó juguetonamente con el hombro—. Tiene buena pinta.

—Y tú ¿qué proyectos tienes? —dije para cambiar de tema, y me volví hacia él poniéndome a caballo en el muro.

—¿Proyectos? No tengo ningún proyecto.

—Todo el mundo tiene algún proyecto —le dije, sorprendida.

—Pues yo no.

—Entonces, cuando acabes el instituto vas a…

—Voy a… —Aaron dibujó con la mano una onda en el aire—… ver qué pasa. Pensármelo un poco. Tampoco hay prisa, ¿no?

Rasqué el musgo con el dedo y traté de imaginarme a Aaron con treinta años más. Serio. Cansado. Con las patillas grises como mi padre. Resultaba imposible. Especialmente cuando se puso de pie en el muro y me ayudó a levantarme. Me agarré con fuerza a su brazo para no caerme.

—Me gusta subirme a los muros —anunció de pronto.

—Eh…, a mí también me gusta subirme a los muros —dije luchando por mantener el equilibrio.

—Me gusta el invierno y me gusta la oscuridad y me gustan los gatos y me gusta la lluvia y me gusta subir a las montañas y sentarme en la cima entre las brumas. Y de momento eso es lo único que necesito saber de mi vida. Es bastante sencillo. Y todo eso lo puedo experimentar gratis.

—Pero el dinero es necesario —razoné—. Nadie puede vivir sin dinero.

—Es verdad. Pero sólo lo suficiente para sobrevivir. Y puede que un poquito más para tener alguna aventura. De hecho, eso es lo que pienso hacer cuando termine el instituto. Largarme a algún lugar. Cuando cumplí diecisiete años mi padre me regaló un cheque enorme para que me comprara un coche con matrícula personalizada. No creo que DOR1S fuera exactamente lo que él tenía en mente, pero funciona bastante bien. Y el resto del dinero me lo he guardado para gastármelo en algo divertido.

—Esto es divertido —dije sin pensarlo, preguntándome si sería así como se sentían mis padres al principio del todo, cuando se escribían el uno al otro cartas de amor.

—Sí —dijo Aaron echando hacia atrás la cabeza en la llovizna—. Es verdad.

Justo cuando pensaba que la noche no podía ser más perfecta, la imagen de un aparcamiento se coló a la fuerza en mis pensamientos. Un aparcamiento por el que iban andando dos personas. Que se paraban al lado de una farola. Y bajo aquella luz de ámbar, se abrazaban.

—Tengo que marcharme —dije de repente, saltando del muro, echando a perder aquel instante—. Me ha dicho mi madre que esté en casa a las seis.

Aaron se quedó donde estaba, desplegando los brazos y manteniéndose en equilibrio sobre una pierna.

—Menos mal que te he traído. Si no, habrías llegado tarde. De todas formas, ¿qué estabas haciendo allí?

—¿Cómo? —dije, aunque le había oído perfectamente. Me sacudí el polvo de la falda del instituto, rehuyendo su mirada.

—¿Qué hacías en ese barrio a la salida del instituto? Yo vivo por ahí.

—He ido a ver a mi abuelo —murmuré quitando de la tela una suciedad inexistente.

—¿En qué calle vive?

No se me ocurría ni una sola calle, así que dije:

—Está enterrado en el cementerio que hay al lado de los semáforos.

—Ah. Lo siento.

—No lo sientas. Él descansa en paz. —Y eso, Stuart, en cierto modo era verdad, porque estarse en un hospital pidiendo que te traigan gelatina de fresa tampoco es que sea exactamente estresante.

Aaron se bajó de un salto del muro. Yo abrí la puerta del acompañante. El bíceps se le tensó al coger mi mochila. Cuando me pasó el asa, nuestros dedos se rozaron. Diez segundos más tarde seguía pasándome el asa, y en los dedos me hormigueaba todo su ADN multicolor.

—Y ahora viene la parte en la que tú me das tu número de teléfono —susurró Aaron—. Sin que yo te lo pida. —El corazón me pegó un salto, pero dudé, acordándome de la chica de la melena roja—. ¿O quieres que te dé yo el mío? Ya sabes. Sólo para ponernos de acuerdo en lo del asalto al banco.

Sonreí. No pude evitarlo. No me sabía mi número, así que metí la mano en el bolso, buscando mi teléfono. Los libros del instituto. Bolígrafos. Una goma. Rebusqué con los dedos por las esquinas. Clips. Chicles. Un tapón de botella.

—No lo tengo —dije, desconcertada, y contuve una exclamación.

—¿Qué pasa?

—Me lo debo de haber dejado en… en el instituto.

Aaron sacó un bolígrafo de la guantera. Me cogió la mano y me escribió el número en la palma, haciéndome cosquillas con la punta en la piel mientras los ceros y los sietes y los seises y los ochos se iban extendiendo desde el dedo gordo hasta el meñique cruzando mi línea de la vida y mi línea del amor y todas las otras líneas que las gitanas leen en caravanas. La tinta negra resplandecía a la luz de la luna, pero yo lo único que veía era mi teléfono en el dormitorio de Max. Encima de su escritorio. Con una foto de Lauren y mía de salvapantallas. Aparté la mano y me colgué la mochila del hombro. A Aaron se le formó una arruga entre las cejas y me dieron ganas de saltar sobre ella y mullírsela como si fuera una almohada.

—¿Todo bien? —me preguntó, y ésa, Stuart, era una pregunta imposible de responder, pero por segunda vez aquella tarde me salvó de tener que responderla una ambulancia.

La misma ambulancia que habíamos visto hacía sólo unos minutos.

Estaba saliendo de la calle Ficticia, mi calle, con sus luces azules intermitentes.

Bueno, no sé si tú habrás estado alguna vez en la sala de espera de un hospital, pero si me preguntas, es el peor sitio del mundo entero. Había un maltratado sofá y una mesita pegajosa y una papelera desbordante y un dispensador de agua vacío y una planta mustia que parecía más enferma que todos los pacientes que había en la sala juntos. En la tierra seca de la maceta habían apagado colillas, por mucho que hubiera seis carteles de «No fumar» y un póster sobre el cáncer de pulmón con explícitas imágenes de tumores. Al lado había una pila de folletos sobre incontinencia urinaria, lo cual podría explicar por qué las enfermeras no habían rellenado el agua.

Se oyeron unas voces en la entrada de la sala. Soph se levantó apresuradamente y abrió la puerta de un empujón, pero no eran ni mi madre ni mi padre ni Dot, sólo un par de médicos que pasaban con sus estetoscopios al cuello y su frufrú de batas blancas. A lo lejos se oía una sirena y un carrito metálico traqueteaba sobre las baldosas y, en algún lugar cercano, un monitor cardiaco empezó a hacer biiiiiiiiiiip. Recé y recé para que no fuera el de Dot.

Mira, Stuart, estoy segura de que habrás oído hablar de eso que llaman el sexto sentido, una sensación que te cruza el cerebro para avisarte de que alguien a quien quieres está en peligro, y a ti en tu celda te podría pasar que si, digamos, a tu hermano, del que estoy suponiendo que no te apetece hablar, le duele la garganta, tú igual sientes también algún pinchazo en las amígdalas. Bueno, pues en cuanto vi la ambulancia eché a correr y oía a Aaron llamarme a gritos, pero no miré hacia atrás porque tenía precisamente esa sensación. Como era de esperar, cuando llegué como una exhalación al camino de mi casa, a Dot no se la veía por ninguna parte y Soph estaba llorando.

Mi madre se había metido en la ambulancia con Dot, y a Soph le había dicho que se quedara. Pero yo no estaba dispuesta a conformarme con eso, así que llamé un taxi y nos metimos dentro y durante todo el camino hasta allí Soph estuvo llorando llorando llorando.

—Se ha caído —me contó, con las lágrimas cayéndosele por la cara—. De arriba del todo, y hasta abajo.

—¿De dónde? —le pregunté en un susurro.

—De la escalera. Se ha quedado ahí tirada en el suelo sin moverse y… —La frase quedó suspendida en el aire porque habíamos llegado al hospital, donde una enfermera de rostro sombrío nos condujo hasta la sala de espera.

Después de una eternidad, las bisagras de la puerta chirriaron y allí estaba mi madre, parada en el umbral, con la camisa por fuera de los vaqueros.

—¿Cómo está Dot? —le pregunté.

—¿Está bien? —susurró Soph.

Mi madre se derrumbó sobre una silla.

—Se ha…

—¿Se ha qué? —dije apretándole el brazo a Soph.

Mi madre dio un hondo suspiro.

—Se ha roto la muñeca.

—¿La muñeca? —preguntó Soph.

—¿Sólo la muñeca? —dije yo.

Las tres pegamos un brinco cuando se abrió por segunda vez la puerta. Apareció mi padre con un maletín y los colores subidos y el traje negro caro que sólo se ponía para reuniones con clientes importantes o funerales.

—Me ha llegado tu mensaje. ¿Qué ha pasado? ¿Cómo está Dot?

—Se ha roto la muñeca.

—Ay, gracias a Dios —dijo mi padre.

—¿Gracias a Dios?

—Bueno, por lo que me decías en el mensaje pensé que… En cualquier caso, ¿está bien?

Mi madre se contempló el regazo.

—La culpa la tengo yo. Yo debería haber estado vigilándola.

—Tampoco puedes vigilarla todo el tiempo —dijo con delicadeza mi padre—. Es imposible.

—Se ha caído por las escaleras. Se debe de haber tropezado con algún espumillón. No sé por qué lo llevaba, pero el caso es que tropezó y… se cayó. Se quedó sin conocimiento. No podía despertarla, Simon, estaba ahí tirada igual que la última vez, respirando con dificultad, y…

Mi padre se puso en cuclillas delante de ella.

—No ha sido culpa tuya, cariño. Ha sido un accidente.

Mi madre cogió aire con fuerza, estremecida, y asintió mientras mi padre le acariciaba la mejilla.

—Y aparte de eso ¿a ti qué tal te ha ido? —preguntó asimilando el traje que llevaba mi padre—. ¿Ha habido suerte?

—He ido pasando las pruebas hasta que sólo quedábamos dos, pero al final le han dado el trabajo al otro.

Antes de que mi madre pudiera responder, la luz del pasillo irrumpió en la sala de espera. Una enfermera sujetó la puerta dejándonos ver a Dot con una mano escayolada y un espumillón plateado brillándole alrededor del cuello. Soph fue la primera en llegar junto a ella, cayó de rodillas y se puso a hacer signos a toda velocidad, más deprisa de lo que la habría creído capaz. No pillé lo que le estaba diciendo, pero Dot asintió y Soph tiró de ella para darle uno de sus escasos abrazos. Mi padre la cogió en brazos y la apretó con fuerza y mi madre dijo: «Con cuidado, Simon», y luego nos fuimos a casa y ya sé, Stuart, que resulta un poco abrupto, pero hay un gato maullando a la puerta del cobertizo, así que un segundo, que voy a dejarlo entrar.

Lo siento, pero va a ser mejor que abrevie porque es imposible escribir con Lloyd ronroneando en el regazo, metiéndose por delante del papel. Tiene la mancha blanca de entre las orejas más suave que nunca y no paro de acariciársela y de darle besos en ella. Quería decirte que me envolví la mano en una bolsa de plástico para proteger el número de Aaron al ducharme y quería contarte que me metí debajo de las sábanas con la mano pegada a la oreja haciendo como que llamaba por un teléfono imaginario y hablaba con él en la oscuridad. Las palabras viajaban por mis venas, que estaban suspendidas en el aire como los cables del teléfono. Le expliqué lo de haberme dejado el teléfono en el cuarto de Max y él me explicó lo de su novia y, por supuesto, nos perdonamos el uno al otro, toda la noche ahí tumbados susurrándonos amor a través de nuestras muñecas a la pálida luz de una luna normal y corriente.

Se despide,

Zoe x