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7 de marzo. He pasado un par de días en Londres y he dormido por última vez en la cama blanda y estrecha, llena de bultos, de la habitación de atrás, mirando antes de apagar la luz, encima de la moldura para colgar cuadros, el escudo del Charlton Athletic, que sin duda el nuevo propietario de la casa cubrirá con una capa de pintura. No puedo ponerla a la venta hasta que se me reconozca como legítimo heredero, lo que al no existir un testamento llevará algún tiempo, pero la he dejado lista para cuando llegue el momento. Vine aquí para llevarme algunos recuerdos: un par de tiestos de cerámica de papá, los más bonitos e incólumes, y sus mejores cuadros para que se los repartan entre Anne y Richard. Metí la ropa vieja en bolsas de basura y di la nueva al Ejército de Salvación. Llamé a una empresa de las páginas amarillas para que vaciaran la casa, y el propietario, un hombre bien vestido, con un bigote con las guías en punta, que parecía temblar como la varilla de un adivino previendo un suculento botín, se presentó en la entrada al cabo de una hora. Si mi voz educada le había inducido a imaginar una casa llena de magníficos muebles antiguos, pronto se desengañó. Recorrió las habitaciones chasqueando la lengua y suspirando, y al final anunció que no había nada de valor, excepto la mesa de cerezo del comedor, de extremos extensibles y patas dobles móviles, que valían unas ciento veinte libras. A cambio de ella y de otras trescientas libras, se ofreció a llevarse el contenido completo de la casa y a deshacerse de todo lo inservible. Acepté la oferta sin reparos, y sus empleados vinieron al día siguiente con una furgoneta. La casa tenía un aspecto sumamente desnudo y desolado cuando se marcharon y, antes de abandonarla, cuando hice un último recorrido y mis pasos producían un sonido hueco sobre las tablas desnudas y polvorientas del suelo, me asaltó una oleada de tristeza por la fragilidad del lazo que nos une a la vida, la facilidad con que se borran las huellas que dejamos en la superficie de la tierra. Tony Harrison lo dijo en unas pocas líneas:

La ambulancia, el féretro, los subastadores

despojan de toda vida a esta casa amada.

Los tesoros obtenidos con sudor en tantos años,

se los llevan en un día, considerados chatarra.

Yo detestaba mi casa desde la infancia, y creo que tampoco la amaba mamá, que ansiaba algo más moderno y confortable en un barrio mejor, pero acató el odio que papá sentía por las mudanzas y los gastos. Él sí la amaba, en cambio, creo que le tenía un sincero afecto, por difícil que resulte creer que alguien aprecie una casa adosada y de construcción chapucera que databa del período de entreguerras. Llamé a un agente inmobiliario para que viniera a valorarla, y estimó que su precio ascendía a la increíble suma de doscientas cincuenta mil libras. Encontré el dinero en metálico que papá había escondido debajo de unas tablas sueltas en dos lugares de la casa, su dormitorio y el armario debajo de la escalera: gruesos sobres de papel de estraza que contenían unas quinientas libras en viejos billetes de banco, probablemente pagos recibidos por giras que no había incluido en su declaración de la renta. Dudo que este dinero siga siendo de curso legal, y tendré que llevarlo al banco, donde sin duda suscitará miradas suspicaces del cajero. Me duele pensar en el valor que ha ido perdiendo a lo largo de decenios de inflación, quizás nueve décimas partes de lo que valía cuando papá lo ganó. El obtenido con la venta de sus bienes vendrá bien, por supuesto, como siempre pasa con el dinero, y daré una parte a Anne y Richard, pero mi sentimiento principal es la pena de que papá dejara tantos bienes al morir y que obtuviera de ellos tan poco placer mientras estuvo vivo. Tengo la certeza de que fue una secuela de su infancia pobre, de crecer en un ambiente donde nadie tenía ahorros y el Estado no ofrecía una red de seguridad a los parados y los desamparados: papá había visto las consecuencias de la pobreza y el miedo a ella condicionó toda su vida.

Me llevé sus cenizas a Londres y ayer las trasladé al cementerio de Brickley. Tal como había convenido con la funeraria, estaban guardadas en una sencilla lata de metal (cuando pregunté por teléfono de qué tamaño era, la mujer que contestó a la llamada dijo: «Piense en un tarro de caramelos», y temí que fuera transparente). Entregué el recipiente al crematorio y poco después vino a mi encuentro un hombre de traje oscuro que había trasladado las cenizas a un «esparcidor», es decir, una pequeña urna, de un color dorado metálico, con un gatillo en la parte superior que libera las cenizas del fondo. Era casi el aniversario del entierro de mamá, otro día frío de marzo, pero más plácido y soleado, y el cementerio parecía más pulcro y menos deprimente de lo que yo recordaba. Las feas viviendas municipales que lo rodeaban han sido demolidas y sustituidas por pequeñas casas unifamiliares, aunque los trenes eléctricos aún traquetean por la zanja del otro extremo. Mi acompañante me condujo hasta un césped circundado de árboles y rosales —«Muy bonitos en verano, cuando las rosas están en flor», observó— y propuso que esparciera las cenizas en forma de cruz. Vi en el césped rastros tenues de una o dos cruces que se habían infiltrado en la tierra, entre las briznas de hierba, pero que aún no habían desaparecido. Las cenizas eran de un sorprendente tono claro, casi blancas, y de una consistencia más parecida a arenilla. Me pregunté si sería así la textura natural de la ceniza de seres humanos incinerados o si pondrían en los hornos algo que producía aquellos gránulos limpios, estériles y sueltos. ¿Era así el montón de ceniza que había al lado del crematorio en Auschwitz, donde se encontró la carta de Chaim Hermann a su mujer? Por alguna razón, yo lo dudaba.

Los sucesos de los dos últimos meses siguen generando ecos y referencias de este tipo: la vela votiva que parpadea en la oscuridad sobre los escombros del horno crematorio de Auschwitz y la vela que puse junto a la mesilla de Maisie cuando se quedó dormida para siempre; los pijamas de hospital y los uniformes de rayas de los prisioneros; la imagen del cuerpo consumido de papá en el colchón del hospital cuando ayudé a lavarle, y fotografías granulosas de cadáveres desnudos apilados en los campos de exterminio. Ha sido una especie de educación, mi experiencia de las últimas semanas. «La sordera es cómica, así como la ceguera es trágica», he escrito anteriormente en este diario, y he jugado con variaciones de la cercanía fonética entre «sordo» y «muerto»,[17] pero ahora parece más significativo decir que la sordera es cómica y la muerte trágica, porque es definitiva, inevitable e inescrutable. Como dijo Wittgenstein: «La muerte no es un suceso de la vida.» No puedes experimentarla, sólo ver que les sucede a otros, con diversos grados de compasión y miedo, sabiendo que algún día te sucederá a ti.

La segura extinción hacia la que viajamos

y en la que nos perderemos para siempre.

No estar aquí, no estar en ningún sitio, y

pronto; nada hay más terrible ni más cierto.

Philip Larkin, el bardo sordo del timor mortis.

Sigo pensando en aquel epígrafe en la pantalla del ordenador de la oficina de registro, «MENÚ DE MUERTE», y me pregunto caprichosamente si era el ángel de la muerte el que te daba a escoger de este menú, como en la carte de un restaurante. Algo indoloro, evidentemente, pero no tan súbito que no te diera tiempo a darte cuenta, para despedirte de la vida, tenerla en la mano, por así decirlo, y soltarla: pero, por otra parte, no tan interminable que se volviera tedioso o aterrador. Algo indoloro, digno (nada de cuñas ni catéteres), con plena conciencia y en plenitud de facultades, ni demasiado rápido ni demasiado lento, en casa y no en el hospital, no un ataque cardíaco, por tanto, ni un derrame cerebral, tampoco un cáncer ni un accidente de tráfico o aéreo…, oh, de qué sirve, nada de esto nos sirve, lo cierto es que no queremos encargar la muerte, en ninguna de sus formas o modalidades, a menos que seamos suicidas. (Los terroristas suicidas la encargan para todo el mundo cuando se inmolan.) Se podría decir que nacer es en sí mismo una condena a muerte —supongo que algún filósofo simplista lo ha dicho ya en algún sitio—, pero es una idea aviesa e inútil. Mejor es alargar la vida y tratar de valorar el paso del tiempo.

8 de marzo. Vuelta a la clase de lectura de labios, al cabo de una larga interrupción. Había escrito a Beth para explicarle el motivo de mi ausencia y el grupo me recibió con sonrisas comprensivas cuando ocupé mi sitio en el semicírculo de sillas agrupadas. Hay mucha deferencia y compasión mutua aquí, en el «corredor de los sordos». Empezamos con una adivinanza, una foto de la cara de una joven, y tres frases: «Philip juega al fútbol.» «Bárbara adora ver jugar al fútbol.» «Sharon detesta el fútbol.» Si la chica de la foto tuviera que decir una de estas frases, ¿cuál diría y quién la dice? Yo no logro descifrarlo, pero parece que a los demás les resulta fácil, quizás porque ya han jugado antes. La respuesta correcta es Sharon, a punto de decir «Bárbara adora ver jugar al fútbol», porque está frunciendo los labios para producir el sonido de una «b». Luego tenemos una sesión sobre jardines. Los enanitos de jardín eran originalmente imágenes de espíritus terrestres, importados de Alemania al Reino Unido por un barón excéntrico en la década de 1840, y aquí no se fabricaron masivamente hasta la de 1920. La cortadora de césped la inventó Edward Budding, un tejedor de Gloucestershire que tuvo la idea al observar las cuchillas de las máquinas de cortar tejidos en la fábrica textil local que le había despedido. Hay un párroco inglés que ha segado su jardín de sesenta metros con la forma de las islas británicas.

Tenemos una sesión de homofonías que pueden inducir a malentendidos, como por ejemplo casado y cansado, sopa y sapo, besazo y peñazo. Muchas risas. Cada uno propone su propio episodio de malentendidos. A Marjorie le preguntaron en la caja del supermercado si quería un «pastel gratis» y aceptó de buena gana el regalo, que resultó ser un papel gratis. Violet se quedó perpleja cuando una amiga suya le habló maravillas de un «potaje laxante» que en realidad era un «potingue fragante». Yo cuento lo de mi «perol antiadherente». Dedicamos un ratito a las torres. Parece ser que la de Pisa empezó a inclinarse cuando llegaron al tercer piso, y para compensar la inclinación hicieron los siguientes cada vez más pequeños. La Torre Eiffel se construyó como una estructura provisional para la Exposición de París de 1889, y fue muy criticada en su tiempo. Estaba previsto demolerla después, pero el pueblo se encariñó con ella y la torre se salvó cuando pusieron en la cima un transmisor de radio. Siempre aprendo algo nuevo en esta clase.