22 de febrero. Papá hizo el largo viaje al norte, al fin y al cabo, pero no en ambulancia, sino en un féretro. Esta noche su cuerpo descansa justo en lo alto de la calle, en el depósito de B. H. Gilbert & Sons, Pompas Fúnebres, cuyos empleados lo han recogido hoy en el Tideway Hospital. El cementerio local de Brickley, donde incineraron a mamá, es un lugar deprimente, circundado por una urbanización de viviendas municipales y una vía ferroviaria por la que cada pocos minutos pasan trenes con un ruidoso traqueteo. Recuerdo su entierro como una ocasión profundamente triste. Había por entonces una huelga municipal y un montón de basura sin recoger volaba por el paraje, impulsada por el fuerte viento de marzo, y había pilas de flores desperdigadas que se pudrían dentro de sus envoltorios de celofán. No había muchos visitantes y yo sabía que aún habría menos en el funeral de papá si se celebraba en Londres. Sus dos primos, a los que he comunicado por correo su muerte, están demasiado enfermos y viejos para viajar desde sus respectivas casas en la costa, y no creo que venga gente de Brickley, con excepción quizás de los Barker. Cuando confeccioné una lista incluí sobre todo a la familia de Fred y a la mía, y me desalentaba la idea de invitarles después del oficio a la casa de Lime Avenue, incluso en su actual estado de limpieza, o de alquilar algún local en Brickley, un barrio donde no abundan los establecimientos elegantes con autorización para servir bebidas alcohólicas. Por tanto, decidimos celebrar el funeral aquí arriba y la recepción en casa. Lo hemos concertado para el próximo lunes, a las doce. Será una incineración, y en su momento llevaré las cenizas al cementerio de Brickley, donde incineraron a mamá, y las esparciré en el Jardín del Recuerdo, donde papá esparció las de mamá. Huelga decir que él no ha dejado instrucciones sobre su entierro, pero creo que es lo que le hubiera gustado.
Al día siguiente, en la capilla del hospital, vi su cuerpo otra vez después de su muerte, pero habría preferido no verlo. Debió de transcurrir algún tiempo hasta que lo amortajaron, y para entonces ya se había presentado el rigor mortis, y era evidente que les había costado encajarle la dentadura postiza, porque tenía la boca abierta y los dientes visibles formaban una mueca espantosa. Me incomodó mirarle, y me senté detrás de su cabeza mientras pensaba en su larga vida. La noche anterior había repasado fotografías antiguas que encontré en su caótico escritorio, y era más agradable ocupar el pensamiento con aquellas imágenes en sepia y blanco y negro, agrietadas y con los bordes doblados: papá de joven, con su saxo tenor colgado del cuello, posando con los otros cuatro miembros de la banda, los Dulwich Dixies, con el nombre estampado en el bombo; papá y mamá juntos, jóvenes y apuestos, de vacaciones en algún lugar llano y arenoso, con bañadores de los años veinte; papá en el jardín trasero de Lime Avenue, conmigo a los tres años a horcajadas en sus hombros, agarrado con fuerza a sus manos extendidas; un retrato de papá con el aspecto engañosamente heroico de su uniforme de la RAF y la gorra ladeada; papá y Arthur Lane con pantalones cortos tropicales, bronceados y sonriendo a la cámara; las fotos de papá para la agencia de modelos y anuncios de televisión, con diversas indumentarias y expresiones: aquí un cockney cómico con su gorra plana, allí un sobrio hombre de negocios con un traje de rayas…
Después inscribí su fallecimiento en una oficina de registro local, un trámite tedioso porque el personal estaba nervioso a causa de un nuevo sistema informático (vislumbré «MENÚ DE MUERTE» en la pantalla de un monitor); a continuación cerré la casa y fui a la mía a hacer los preparativos para el funeral. Fred había pedido al párroco que oficiase la ceremonia, una gentileza por su parte, y también por parte de él, teniendo en cuenta que papá apenas era cristiano, y mucho menos católico. Pero al parecer el clero católico es bastante permisivo actualmente en estas cuestiones, asumiendo, supongo, que su función principal es aportar consuelo a los familiares, y si hay en ello una pequeña falsedad sobre las creencias de los difuntos la pasan por alto. Será un oficio breve, puesto que hay funerales cada media hora en el crematorio. El padre Michael nos ha dado luz verde para rellenar el básico impreso católico. Anne y Richard leerán los textos. Yo diré unas palabras —decir panegírico parece demasiado pomposo— sobre papá, y he grabado para la ceremonia algunas de sus piezas clásicas favoritas. Pensé en poner algunos compases de «La Noche, las Estrellas y la Música», pero Fred opuso su veto.
Como tenía otras cosas en la cabeza, he pensado muy poco en Alex Loom estas semanas. Fred me dijo que había dejado un par de mensajes para mí en el contestador cuando yo estaba en Londres, diciendo que quería hablar conmigo, y a los que no me molesté en responder, y cuando volví a Rectory Road encontré varios e-mails suyos en mi bandeja de entrada, diciendo que sentía haber sabido que mi padre estaba enfermo, pero que necesitaba verme urgentemente en cuanto yo pudiera, y estaba dispuesta a desplazarse a Londres si era necesario. Hoy cuando he vuelto de entregar las cintas grabadas a la funeraria, Fred me dice que Alex ha llamado otra vez y ella le ha comunicado la muerte de papá. «Ha dicho que lo sentía mucho, y que le gustaría venir al funeral.»
Esta información me ha perturbado. Si ella asistiera a la ceremonia, difícilmente podría evitar llevarla a su casa después.
—Espero que no la hayas invitado —digo—. Estaría totalmente fuera de lugar. Ni siquiera conoció a papá; estaba arriba, durmiendo la melopea, cuando ella se presentó el día veintiséis.
—No, he fingido que los preparativos no estaban terminados todavía. Yo que tú la disuadiría. Y ya que hablamos de esto, cariño, podrías recordarle con un poco de tacto que aún no nos ha pagado las cortinas.
—¿Quieres decir las que compró en Décor? —digo, sorprendido—. Eso fue hace mucho.
—Exactamente —dice Fred—. Dejó una pequeña paga y señal y faltaba el resto cuando Ron hizo su cuenta a mediados de enero. Se lo hemos recordado.
Pregunto cuánto falta por pagar y Fred me dice que cuatrocientas libras:
—Como comenté en su día, tiene muy buen gusto.
Voy a mi despacho a enviar un e-mail a Alex y descubro en la bandeja de entrada otro mensaje suyo en que me da el pésame por la muerte de papá y reitera su deseo de asistir al funeral. Le contesto agradeciendo su condolencia y le digo que el funeral será una pequeña ceremonia privada y reservada sólo a la familia. Decido que mencionar el asunto de las cortinas debilitaría el tono formal y distante de mi mensaje.
23 de febrero. Alex me ha llamado esta mañana, después de que Fred se hubiera ido al centro de la ciudad. Dice que comprende lo del funeral, pero que está impaciente por verme para hablar de algo. Le digo que estoy ocupadísimo y que lo estaré durante algún tiempo, tramitando la herencia de papá y vendiendo sus bienes y la casa. Le pregunto de qué se trata y ella me dice que prefiere explicármelo en persona, en su apartamento. Cuando le digo que tal cosa no es posible, ella propone el Pam’s Pantry, y cuando también rechazo su propuesta, me dice a regañadientes por qué ha intentado localizarme desde mi regreso de Polonia.
—Colin Butterworth ya no puede dirigir mi tesis —dice—. Es imposible, por razones evidentes. Es lo único en que estuvimos de acuerdo. Me preguntó si había alguien en el departamento que me gustaría que le sustituyera, y dije que no, que no hay nadie, pero que me encantaría que lo hiciera usted. Él cree que es una excelente idea y está seguro de que no será un problema conseguir que la universidad lo apruebe. Le darían una retribución, no muy elevada, supongo, pero al menos algo. Y no necesito decirle que estoy enormemente ilusionada.
—No, Alex —le digo cuando termina su parrafada.
—¿Por qué? —gime—. Cuando se lo pedí antes, dijo que sería un insulto para Colin, pero ya no existe ese impedimento.
—Simplemente no quiero hacerlo —digo.
—Pero ¿por qué? —insiste.
—Si de verdad quiere saberlo, es porque no la entiendo, no confío en usted y tengo serias dudas de que sea capaz de escribir una tesis doctoral. Me temo que acabaría escribiéndola yo en su lugar.
Guarda silencio un momento.
—Supongo que está alterado por la muerte de su padre —dice—. Lo comprendo. Dejaré que se lo piense un tiempo.
—No cambiaré de opinión —digo, y para cambiar de tema añado—: A propósito, Fred me ha dicho que tiene una cuenta pendiente con ella, el pago de unas cortinas. Evitaría molestias que usted la saldase.
Sigue otra de las enigmáticas pausas telefónicas de Alex.
—Sí, lo lamento. Pero ando mal de dinero en este momento. No me lo prestaría usted, ¿verdad?
—¿Prestarle dinero para que pague a mi mujer?
—Sí. Sólo son cuatrocientas cincuenta libras.
—Fred dijo que eran cuatrocientas.
—Ah, sí, es cierto. Ahora recuerdo que dejé una paga y señal de cincuenta.
Ahora me toca a mí hacer una pausa rápida para pensar. Estaba bastante seguro de que la equivocación de Alex había sido intencionada, y también de que no me devolvería nunca el préstamo. Su desfachatez me asombra, pero por un momento me siento tentado de deshacerme de ella, por así decirlo, con este favor. Luego pienso en las fechorías que ella podría hacer con un cheque de cuatrocientas libras firmado por mí, sin que Fred lo sepa, y entregarle un sobre de papel de estraza lleno de billetes de banco usados por debajo de la mesa en Pams Pantry podría ser igualmente comprometedor.
—No, Alex —digo, por tercera vez, y le he colgado.
Más tarde recibo un e-mail de Butterworth diciendo que, por razones que conozco, le resulta imposible continuar dirigiendo la tesis de Alex, y que ha intentado infructuosamente encontrar a un colega dispuesto a reemplazarle. Ella misma ha propuesto que le sustituya yo, incluso le ha apremiado con un gran entusiasmo a que me lo pida, puesto que ya ha recibido de mí valiosos consejos informales. Butterworth no ve a nadie más cualificado que yo para supervisar a Alex, y está convencido de que no habría problema en nombrarme director externo de la tesis con un sueldo adecuado. Huelga decir que estaría inmensamente agradecido si acepto el encargo.
Le he contestado que lo lamento pero que, por diversos motivos que no quiero mencionar, tengo que declinar su ofrecimiento.
26 de febrero. El funeral de hoy ha ido bien. Ha habido un buen número de personas en la capilla del crematorio: Anne y Jim, por supuesto, y también Richard; pero he agradecido que muchos familiares de Fred hayan hecho el esfuerzo de asistir, no sólo Marcia y Peter y sus hijos, que viven cerca, sino también Ben, Maxine y Giles, que han venido de Londres, y hasta Cecilia, que ha hecho el largo viaje desde Cheltenham, lo que considerando la poca alegría que le proporcionaba la compañía de papá ha sido muy amable por su parte. Estaban también unos cuantos amigos y vecinos a los que Fred había invitado y que conocieron a papá cuando pasaba unos días con nosotros y le recordaban con afecto como todo un «personaje». Me sorprende y conmueve la cantidad de asistentes. El oficio ha sido un éxito: parece bastante frívolo decirlo, pero un funeral es una especie de teatro, puede ser un éxito o un fracaso, y francamente es una ventaja que un cura presida la función. Una vez fui a un funeral humanitario y no me gustaría que a mí me hicieran uno parecido, aunque yo mismo sea un humanista. Cuando el padre Michael me ha preguntado si papá había sido bautizado, le he respondido que sí, aunque no podría jurarlo, dando por sentado que todo el mundo estaba bautizado en la comunidad de clase trabajadora de su tiempo, y en consecuencia el oficio se efectúa en el lenguaje de la oración cristiana. El equipo acústico de la capilla era uno de los mejores que he conocido, y no me pierdo una sola palabra:
La gracia de nuestro Señor Jesucristo y el amor de Dios y la comunión con el Espíritu Santo sean con vosotros… En las aguas del bautismo, Harry murió con Cristo y resucitó con Él a una vida nueva… Confiados en que Dios siempre recuerda las buenas obras que hemos hecho y perdona nuestros pecados, oremos pidiendo a Dios que reciba a Harry en su seno…
En un funeral, hay algo hermoso en el lenguaje de la trascendencia, aunque no creas en él. Supongo que eran petitorias, o más bien intercesoras, las oraciones a las que decíamos «amén», pero qué es, al fin y al cabo, una plegaria sino un deseo; el deseo, en este caso, de que hubiera una vida ulterior en donde se redimieran el mal, el sufrimiento, los errores y las decepciones de la vida terrenal. Y desear es propio sólo de los seres humanos. ¿Desean los animales? ¿Desean los ordenadores? No creo. Según la tradición, las últimas palabras de Beethoven fueron: «Oiré en el cielo.» No creo que las dijera realmente, pero expresan lo que le deseamos.
Richard ha pulsado una nota materialista más reconfortante leyendo un vigoroso pasaje del diario de Bruce Cummings, un naturalista de principios del siglo XX, que he fotocopiado antes de que Richard se volviera a Cambridge.
Para mí es un honor suficiente pertenecer al universo: a un universo tan grandioso y a un plan tan magno de las cosas. Ni siquiera Dios puede privarme de este honor, pues nada puede modificar el hecho de que he vivido; he sido yo, aunque por tan breve espacio de tiempo. Y cuando haya muerto, la materia que compone mi cuerpo será indestructible y eterna, y le ocurra lo que le ocurra a mi «alma», mi polvo seguirá existiendo siempre y cada átomo de mí desempeñando su función individual, participaré de algún modo en el mundo. Cuando esté muerto, podréis hervirme, quemarme, ahogarme, dispersarme, pero no podréis destruirme: mis pequeños átomos no harán sino reírse de tan severa venganza. La muerte sólo puede matarnos.
El padre Michael frunce los labios un poco al escuchar estas palabras, pero oigo que le dice a Richard, con su acento irlandés: «El pasaje que ha leído ha sido muy interesante. ¿Quién lo escribió?» Anne evoca con ternura sus recuerdos de papá cuando era joven, y termina leyendo un breve poema que ha sacado de Internet:
¿Dónde va la gente cuando muere?
¿A un lugar de allá abajo o al cielo?
«No lo sé muy bien», dijo al abuelo, «pero
al parecer se instalan en nuestros sueños.»
No era gran poesía, quizás, pero expresaba una verdad: he soñado varias veces con papá después de su muerte. Luego hemos cantado el menos dogmático de los himnos, «To Be a Pilgrim», y llega mi turno de pronunciar unas palabras. Hablo del espíritu indómito de papá, de su capacidad de adaptación a los cambios y reveses de su larga carrera, y de su resolución de vivir su propia vida en su propia casa, que casi cumplió hasta el final. Explico que he escogido «Walk to the Paradise Garden», de Delius, para la entrada en la capilla, el movimiento lento de la sinfonía n.° 2 de Rachmaninov para las exequias, y «Nimrod», de las variaciones Enigma de Elgar, para la despedida, porque eran sus composiciones preferidas, las que le gustaba escuchar en su equipo de música, recostado en una butaca con un pañuelo encima de la cara para que no le molestara la luz ni otras distracciones visuales. Era una costumbre conservada desde la época en que trabajaba en locales nocturnos y conseguía dormir durante las horas del día con una almohada encima de la cabeza y otra debajo.
Cuando volvemos a casa, después de haber comido y bebido algo, pongo en el magnetofón una vieja y chirriante grabación de papá, «The Night, the Stars and the Music». Aunque es una pieza de ensayo, no comercializada, la grabó la orquesta entera de Arthur Roseberry, quizás completa para la ocasión. Tras una introducción que se difumina y asciende, con saxofones armonizados, trompetas con sordina, un solo de piano y hasta unos compases de lo que suena como una mandolina, entra la voz de papá, increíblemente aguda, de una dulzura muy natural, un tono perfecto y una dicción quizás una pizca forzada.
La noche, las estrellas y la música,
la magia de un encuentro contigo.
Idilio, un baile y la música,
todo tu encanto,
mi gran sueño cumplido…
Algo así, de todos modos. Es imposible distinguir toda la letra de esta copia de segunda generación de un original muy imperfecto, pero en realidad no importa. Lo que oímos, desde más allá de la tumba, como si dijéramos, es una voz, la voz de un hombre joven, ansioso, vivo y capaz de simular el rapto del amor romántico. Cuando concluye la grabación, los oyentes lanzan suspiros y murmullos de aprobación y suenan algunos aplausos, que el pequeño Daniel imita al instante, dando enérgicas palmadas. Me ha sorprendido ligeramente, aunque me complace mucho, que Marcia y Peter hayan traído al funeral a Daniel y a Lena. Era agradable la presencia de esos niños, y del bebé de Anne en sus brazos, que representan el comienzo del ciclo de la vida humana en un acto centrado en su epílogo. Se han portado muy bien en la capilla, muy atentos, y no parece que la ceremonia les alterase. Pregunto a Daniel qué parte del oficio le ha gustado más, y dice: «Me ha gustado cuando lo han bajado», refiriéndose al lento descenso y desaparición del féretro hacia la incineración, que supongo que habrá sido algo mágico para su percepción infantil. Constato con interés que Daniel ha empezado a emplear el pronombre de primera persona.
28 de febrero. Abro mi correo hacia las diez esta mañana y encuentro un mensaje de Alex, con una sola palabra en la casilla de «Asunto»: «Adiós».
Querido Desmond:
Tiene toda la razón, por supuesto. Soy una chiflada, una embustera incapaz de terminar una tesis doctoral. Mi vida ha sido una larga serie de fracasos, frustraciones y locuras, y por eso he decidido ponerle fin. He leído demasiadas notas de suicidas para tratar de escribir una que no se parezca a las demás, pero quizás ésta sea la primera que se envía por e-mail. Bien pensado, probablemente no lo es, pero me figuro que usted no se levanta en mitad de la noche, como se sabe que yo hago, para mirar el correo, y para cuando lea este mensaje yo ya habré partido y no volveré a molestarle nunca. No se culpe de esto. He tomado las pastillas y me he cortado las muñecas y ahora que todavía tengo fuerzas voy a pulsar la tecla de «Enviar».
Adiós, Desdond.
Alex
Miro la hora de envío del mensaje: 03.21. Hace casi siete horas. Corro a mi coche sin molestarme en poner la alarma antirrobo de casa y conduzco hasta Wharfside Court a toda la velocidad que permite el tráfico. Ignoro si el mensaje es auténtico o una broma, si encontraré a Alex inconsciente o muerta, ovillada en su cama empapada de sangre, o repantigada desnuda en una bañera llena de agua teñida de rojo; o si ella me abrirá la puerta con una sonrisa, elegante y esbelta como siempre con su camiseta negra y sus bragas, y dirá con una sacudida de su lustroso pelo rubio: «¡Hola! Entre. He pensado que así vendría corriendo.» ¿Era el empleo de la palabra «suicidio» —evitado, como ella me había dicho, por la mayoría de la gente que lo cometía— un indicio de que su nota era un engaño o, por el contrario, una garantía de su autenticidad? ¿Era la errata sin corregir, «Desdond», una prueba de que las pastillas o la pérdida de sangre estaban empezando a hacer efecto, o una estratagema astuta para dar exactamente esa impresión?
Una cámara de radar dispara un fogonazo cuando paso rumbo a Wharfside Court, y me pregunto si alegando una emergencia me anularían los tres puntos de penalización. Si la nota es auténtica, podría aducirlo; si es falsa, seguramente no.
Elevo una oración petitoria de que haya sido una broma, no sólo por el bien de Alex, sino por el mío propio. Tengo una nítida premonición de las consecuencias si ella estuviera muerta: una investigación, el contenido de su disco duro presentado como prueba, sus e-mails leídos en el juicio, las preguntas del juez instructor («¿Qué relación concreta tenía con la fallecida, profesor Bates?»). «No se culpe de esto», había escrito Alex, pero el envío del e-mail perseguía precisamente el propósito de que me culpara: «Tiene toda la razón, por supuesto. Soy una chiflada, una embustera incapaz de terminar una tesis doctoral.» («¿A qué comentario de usted alude esto, profesor Bates? ¿Diría usted que podría haber precipitado la decisión de la señorita Loom de poner fin a su vida?»)
Las ruedas chirrían cuando freno y me detengo en el aparcamiento, lo más cerca posible de la entrada del edificio, entre un turismo y una camioneta grande, y corro hacia al ascensor. Evidentemente, está retenido en el tercer piso, por lo que subo corriendo la escalera y llego jadeando a la puerta del piso de Alex. Dos hombres con vaqueros y sudaderas maniobran para sacar su sofá por la puerta.
—¿Qué ha pasado? —jadeo.
Uno de los hombres dice algo. Caigo en la cuenta de que con las prisas he olvidado ponerme el audífono antes de salir de casa, y que ahora descansa en mi escritorio, cómodamente cerrado con cremallera en su pequeña funda.
—¿Qué? —digo.
El hombre vuelve a decir algo, y como parece que no le entiendo, vuelve la cabeza hacia el interior del apartamento. Se van, cargando con el sofá hacia el ascensor abierto, y entro en el piso. Un hombre bastante joven, con un traje oscuro, está parado junto a la ventana de la sala casi vacía, mirando al otro lado del canal. Gira sobre sus talones cuando entro y dice algo con educado aire interrogante.
Ha sido una suerte que Jeremy Hall, como me dice que se llama durante nuestra conversación, tenga un padre anciano que es bastante sordo y esté acostumbrado a elevar la voz y hablar con una dicción clara. Gracias a esto, y mediante una serie de repeticiones tolerable, puede explicarme al oído ahuecado lo que ha sucedido. Los alguaciles han llegado esta mañana para embargar los muebles que Alex había comprado a crédito en un gran almacén y que después no había pagado. Han llegado muy temprano para asegurarse de encontrarla en casa, pero han visto que la puerta no estaba cerrada con llave y que la vivienda estaba desocupada. Se han llevado mucha ropa y otras pertenencias personales, aparte de algunos libros, y un vecino ha informado de que vio a Alex subir a un taxi con dos maletas grandes hace tres días. Los alguaciles se han puesto en contacto con la agencia inmobiliaria que gestiona el alquiler del apartamento de Alex y les han pedido que envíen a alguien para ser testigo del embargo autorizado de los muebles y cerrar el piso en cuanto se hayan ido. Han encomendado esta tarea a Hall. Me dice que Alex llevaba tres meses sin pagar el alquiler y que estaban iniciando una acción judicial contra ella.
—Parece que se ha largado —dice, flemáticamente.
Me hace la pregunta, harto razonable, de por qué he ido al piso, y le respondo que esta mañana he recibido un e-mail preocupante de Alex, en el que insinuaba que podría haberse causado algún daño.
—Pero no puede haberlo enviado desde aquí —digo, mirando alrededor de la habitación casi vacía ahora.
—Probablemente lo ha enviado desde Estados Unidos —dice él—. Era americana, ¿no? Sospecho que ha vuelto a su país.
—¿La perseguirán allí? —pregunto.
—No vale la pena —dice, encogiéndose de hombros—. Nos saldría más caro de lo que vale la deuda. Incluirán su nombre en una lista y si intentase volver a Inglaterra tendría problemas, pero me imagino que es demasiado lista para arriesgarse a volver.
El alguacil que está al mando entra en la habitación y le dice:
—Ya hemos terminado aquí.
Hall pasea la mirada por el cuarto e indica con un gesto las ventanas.
—¿Qué hacemos con las cortinas? Son de un tela bonita.
—No están en el inventario —dice el alguacil—. No pertenecen a nuestro cliente.
—No, son de mi mujer —digo. Hall se ríe.
—¿Cómo es eso? —dice. Cuando se lo explico, añade—: Conozco esa tienda, en el centro comercial Rialto, ¿no? Artículos de calidad. ¿Por qué no se las lleva?
He pensado: ¿por qué no? La tela, un fino brocado de terciopelo con tonos rojos y blancos, podría utilizarse para fundas de almohadones. Hall no muestra interés en pedirme alguna prueba o recibo —sólo mi nombre y mi dirección—, y me ayuda a subir al alféizar para desenganchar las cortinas de los rieles.
Estaba metiéndolas en el maletero de mi coche cuando una ranchera Volvo entra en el parking a cierta velocidad y aparca en el espacio que ha dejado libre la furgoneta de los alguaciles. Colin Butterworth se apea del Volvo y se sobresalta al reconocerme. Tiene un aspecto pálido y tenso y está sin afeitar, aunque vestido con uno de sus trajes elegantes. Dice algo mientras se me acerca.
—Tendrás que hablar más alto —le digo—. No llevo puesto el audífono.
—¿Dónde está Alex? ¿Está bien? Acabo de volver de París esta mañana y encuentro un mensaje suyo diciendo que iba a matarse.
—Yo también lo he recibido —digo.
Le refiero brevemente lo que ha ocurrido. Por poco se encoge como un acordeón de puro alivio.
—¡Gracias a Dios! —exclama—. Gracias a Dios.
Busca en el bolsillo de la chaqueta un paquete de tabaco y un mechero, enciende un cigarrillo y aspira el humo profundamente.
—¿Es posible que esa perra esté fuera de mi vida para siempre? —se pregunta en voz alta—. Parece demasiado bueno para ser verdad. —Luego le asalta un pensamiento desalentador—. ¿Y si ha mandado e-mails a otras personas?
—¿Al presidente de la junta alumnos-profesorado, por ejemplo?
—Exactamente.
Da una calada al cigarro.
—Bueno, pronto lo sabrás —digo, despiadado. Me lanza una mirada rencorosa, pero no dice nada. Me ablando un poco y digo—: De todas maneras, en mi opinión, no puede volver a Inglaterra para testimoniar en tu contra sin que la detengan por deudas.
—Bien —dice él—. ¿Qué hará a continuación? Supongo que colarse en alguna otra universidad y joderle la vida a otro pobre gilipollas.
—A lo mejor se dedica a escribir novelas —digo—. Tiene imaginación para eso. No me extrañaría que un día de éstos tú y yo aparezcamos ligeramente camuflados en un relato sobre el campus.
Estaba bromeando, pero él parece tomarse esta amenaza en serio.
—Dios, espero que no —dice. Aunque anteriormente yo había pensado que había salido bien librado, con mi ayuda, de sus devaneos con Alex, ahora veo que nunca se liberará totalmente del miedo a que ella reaparezca un día para causarle problemas.
Estoy, por supuesto, tan aliviado como Butterworth por la súbita desaparición de Alex de mi vida, y mi desaprobación de la conducta de Colin no es tan virtuosa como él piensa. Si desaproveché oportunidades de escarceos libidinosos con ella, fue tanto por timidez como por principios, y aun así tejí en torno a nuestra relación una telaraña de engaños de la que he tenido la suerte de escapar ileso y con la confianza de mi mujer intacta. Cuando Fred llegue a casa esta noche, podré contarle la historia de los sucesos de esta mañana sin comprometerme ni comprometer a Butterworth, en realidad, puesto que es totalmente verosímil que Alex también le enviara a él una nota falsa de suicidio. Fred se escandalizará y se asombrará del comportamiento de Alex, desde luego, pero creo que ya estaba empezando a albergar reservas sobre su carácter. Y le divertirá la maña que me he dado para recuperar las cortinas. Soy un hombre con suerte.
En cuanto a Alex, es difícil saber si está loca, si es mala o un poco ambas cosas; pero ahora que se ha ido siento cierta pena por ella y espero que en algún lugar, de algún modo, el desasosiego de su alma encuentre alguna paz.