18

18 de febrero. No he escrito nada aquí desde hace cuatro semanas, porque la mayoría del tiempo no he tenido a mano el ordenador, y en casa estaba demasiado preocupado o demasiado cansado para poner al día este diario. En Polonia tomé notas de mi viaje, pero ahora no me apetece transcribir mis impresiones de Varsovia, Lodz y Cracovia, ni mis encuentros con profesores y estudiantes polacos. Estos temas se vuelven triviales a la luz de lo que sucedió al final mismo de mi visita y posteriormente ya de vuelta en Inglaterra, y que es lo que voy a referir ahora. De la gira basta decir que mis conferencias tuvieron una buena acogida y que me arreglé bastante bien con mis problemas auditivos; fue más difícil en actos sociales informales, como restaurantes y recepciones, que en las charlas y seminarios. La mayoría de los polacos hablaba bien inglés, pero en ocasiones con acentos desconcertantes, como de Brooklyn o del sureste de Inglaterra, según dónde o con quién lo han aprendido. Comí muchísima carne, caza, salchichas y bebí mucho vino y cerveza y vodka. Entre los polacos y el British Council me tuvieron bien ajetreado y empezaba a estar cansado cuando llegué a Cracovia.

La ciudad es tan bonita como dice todo el mundo, pero no tuve mucho tiempo para apreciarla porque estuve ocupado en la Universidad de los Jagellones y el centro del British Council.

Conseguí ver el interior de la iglesia de Santa María, que tiene un altar mayor pintado y unas tallas increíbles, y el exterior del ayuntamiento, y La mujer con armiño de Leonardo en el Museo Czartoryski, y algunos lugares famosos, pero había reservado mi última tarde libre para visitar Auschwitz. Fue mi primer error, porque en enero el campo cierra a las tres, un hecho que descubrí tardíamente en mi guía durante el trayecto. Nadie en Cracovia me informó de este horario cuando dije que pensaba pasar mi última tarde en Auschwitz. O, lo más probable, alguien me lo dijo y fingí que lo había oído, pero no lo oí. Me dejaron que hiciera la excursión por mi cuenta, Había cantidad de voluntarios para enseñarme Cracovia, pero nadie se ofreció a acompañarme a Auschwitz. No es de extrañar, me figuro: si lo has visitado una vez seguramente ya no tienes ganas de volver. Pero me pregunté cuántos polacos de los que conocí habrían visitado el campo. Cuando les dije que iba a verlo asintieron educadamente y cambiaron de tema. Tuve la impresión de que les incomodaba un poco vivir en esta vieja ciudad preciosa y civilizada y que tan cerca esté un lugar cuyo nombre es una metonimia de genocidio. La Unesco lo ha declarado patrimonio de la humanidad, pero no es uno de los sitios que Polonia quiera reclamar como parte de su patrimonio, aun cuando muchos polacos murieron allí.

Di una conferencia en la universidad a las diez de la mañana de aquel viernes, a la que siguió un café con parte del profesorado, y no volví a mi hotel hasta las once cuarenta y cinco. Simon Greensmith me había aconsejado que alquilara un taxi para la ida y vuelta a Auschwitz, porque el transporte público es lento e incómodo, y había solicitado en la recepción que viniera un taxi a buscarme a las once y cuarto, dándome así tiempo para un bocadillo en el bar. Me había hecho una falsa idea de la distancia entre Auschwitz y Cracovia: fue mi segundo error. Cuando pregunté a la joven de la recepción a qué distancia estaba creí que dijo «a treinta minutos», pero a medida que se alargaba más y más el trayecto decidí que había oído mal: quizás dijo «treinta kilómetros». Tras recorrer algunos kilómetros en la autopista hacia el aeropuerto, la carretera a Oswieçem (el nombre polaco de la ciudad de Auschwitz) se convirtió en una única calzada congestionada. Había nevado durante la noche y los campos y árboles estaban blanquísimos, pero la carretera fangosa dificultaba el avance. Mi taxi era un viejo Fiat negro, con un ruidoso motor diésel y parachoques abollados. El corpulento taxista vestía una chaqueta de piel, hablaba poco inglés y no parecía interesado en mejorarlo practicando. «¿Falta mucho?», le repetía yo, y él se encogía de hombros, rezongaba y levantaba las manos del volante con un gesto que significaba: «Depende del tráfico.» Cerca de Oswieçem, un paso a nivel nos obligó a parar unos minutos, mientras un tren larguísimo de mercancías selladas pasaba traqueteando lentamente, un adecuado preludio sombrío de mi visita, pero también otro frustrante retraso. Al final el viaje duró bastante más de una hora y descubrí que sólo disponía de una hora y cuarenta minutos para asimilar la realidad de la más espantosa matanza masiva de que se tiene constancia histórica.

En la entrada del campo hay un centro de visitantes con fotografías expuestas, una cafetería y un cine que muestra filmaciones del campo cuando estaba ocupado y que no tuve tiempo de ver. La visita es gratuita, siempre que no quieras contratar a un guía particular, posibilidad que rechacé. Tendría que moverme a mi propio ritmo, que sería casi indecentemente vivo. Sorprende lo pequeña que es la célebre —o infausta— puerta del campo propiamente dicho, con el lema Arbeit Macht Frei escrito encima, en hierro forjado, y el campo en sí es físicamente algo decepcionante después del temor con el que te acercas, desproporcionado con la magnitud de los crímenes cometidos allí. Parece una lúgubre urbanización municipal londinense construida en un período de entreguerras, o cuarteles militares, lo que fue el recinto originalmente. Es una cuadrícula de bloques uniformes de ladrillo de tres pisos, con árboles plantados a lo largo de los senderos y caminos entre ellos. No esperaba ver árboles. No había muchos visitantes deambulando, supongo que por la época del año, y seguí las huellas de sus pasos sobre la fina capa de nieve que cubría el suelo, en vez de consultar el mapa de mi guía.

Una serie de bloques han sido convertidos en museos dedicados a aspectos particulares de la vida del campo —dormitorios desolados, camas con jergones de paja, instalaciones sanitarias mínimas, la áspera y rayada indumentaria carcelaria— o a determinados grupos étnicos y nacionales que sufrieron allí. Las paredes están recubiertas de retratos de los prisioneros, fotografiados de cara y de perfil, con la típica eficiencia alemana. Las caras son inquietantes: algunas parecen impasibles, otras furiosas, algunas vesánicas. Unas cuantas incluso sonríen débilmente, quizás esperando que la sonrisa les congracie con sus captores. El Bloque II era el de castigo. Aquí están las apretadas «celdas de pie», donde era imposible tumbarse, y habitaciones con bancos para la flagelación y ganchos para levantar a los presos por los brazos atados por detrás de la espalda. Aquí se obligaba a los hombres y mujeres condenados a muerte a desnudarse y a salir al exterior para ser fusilados contra un muro, una vez cegadas con tablones las ventanas del bloque contiguo para que nadie pudiera presenciar las ejecuciones. Justo fuera del muro divisorio está el crematorio donde se quemaban sus cadáveres, y que también albergaba una cámara de gas. Alguien había dejado una corona de flores al lado de los hornos. Y allí estaba el bloque llamado «Exterminación», con los montículos sobrecogedores de cabellos de mujer, ropa de niños y zapatos, exhibidos en vitrinas.

Sabía por mi guía que Auschwitz comprendía dos campos: el campo en que yo estaba, concebido como campo de concentración, donde hacían trabajar hasta la muerte a los presos y los trataban con una gran brutalidad, pero donde no estaba previsto matarlos, y un campo más grande llamado Auschwitz-Birkenau, donde se llevaba a cabo la política de exterminio. Yo había supuesto que eran adyacentes, pero el taxista me dijo que les separaban dos o tres kilómetros. Dijo que para llevarme allí me aguardaría en el aparcamiento delante del centro de visitantes. A medida que menguaba la luz de la tarde invernal, apresuré el paso alrededor del campo principal, temiendo que se hiciese tarde para visitar Birkenau. Me sentía estúpido e incompetente por haberme armado de valor para vencer mi resistencia a visitar el campo y luego no haber reservado tiempo suficiente para hacerlo, y maldije mi deficiencia auditiva, que estaba convencido de que había sido la causante del mal cálculo. Eran las tres menos cuarto cuando abandonamos el campo principal, y sólo cabía esperar que me permitieran pasar cinco minutos en Birkenau o, por lo menos, ver desde fuera la alambrada del perímetro antes de que oscureciera. Cinco minutos para ver Birkenau: esta cifra parecía condensar mi insensatez.

Cuando llegamos allí eran ya las tres en mi reloj. El lugar estaba casi desierto y había sólo unos pocos vehículos en el aparcamiento anodino. No había centro de visitantes, no había torniquetes, ningún personal visible y pocas luces en las ventanas del edificio de ladrillo rojo que sirve de entrada; conocía su contorno por fotos y películas, y su diseño era tan banal que podría haber sido modelado con piezas de un juego de construcción infantil: la casa del guarda, con un tejado de tejas a dos aguas y aleros de una planta en cada lado, acurrucada sobre un arco por el cual entran las vías de ferrocarril en el campo, que parece continuar recto hasta el horizonte, hasta el infinito, que es adonde iban muy pronto todos los que llegaban aquí en tren. Una verja de hierro cerraba este arco. «Está cerrado», dije, desalentado, al taxista. «No, no, se puede entrar. Le espero», dijo él, y señaló una entrada a un costado del edificio.

Parece que aunque Birkenau cierra oficialmente a la misma hora que el campo principal, a los visitantes se les permite quedarse y pasear por el lugar sin vigilancia. Me uní a los pocos que aún estaban allí aquella tarde. Lo que primero te sorprende cuando entras es que un sitio inmenso, que se extiende hasta perderse de vista a la derecha de la vías ferroviarias, hileras y más hileras de cabañas sin más distintivos que sus cimientos y las chimeneas de ladrillo que se elevan como lápidas alargadas desde el centro de cada rectángulo. Los alemanes destruyeron la mayoría de las cabañas antes de marcharse, o las saquearon los polacos en busca de madera después de la guerra, o el viento y el clima las han ido corroyendo a lo largo de los años, pero se conservan algunas que dan una idea de lo que representaba ocuparlas. Estructuras endebles con grietas en las paredes de listones, suelos embarrados, toscos catres de madera y una sola estufa pequeña, debían de ser asfixiantes en verano y gélidas en invierno. Eran el alojamiento de los prisioneros considerados fuertes para trabajar, pero no habitáculos concebidos para mantener vivos a seres humanos durante largo tiempo.

Un sendero orilla las vías y el andén donde los trenes descargaban su cargamento humano, y los tablones informativos explican en varias lenguas lo que sucedía después: la separación de mujeres y niños, y después la separación por parte de los médicos SS de los que vivirían durante una temporada y los destinados inmediatamente a las cámaras de gas situadas en el extremo más alejado del campo, creyendo, o queriendo creer, lo que les decían, que iban a ducharse, cosa que al cabo de días en un vagón de ganado repleto, con un cubo por toda letrina, debía de ser una perspectiva agradable. Horas después de su llegada serían gaseados e incinerados, miles en un solo día, muy por encima de un millón en total.

Se ha dicho a menudo que no hay palabras adecuadas para describir el horror de lo que sucedió en Auschwitz y en otros campos de exterminio cuyas huellas fueron más concienzudamente borradas por los nazis. Tampoco hay pensamientos ni reacciones emocionales apropiados para el visitante cuya vida no ha conocido nada ni siquiera remotamente comparable. Uno siente compasión, por supuesto, y tristeza, y rabia, pero son sentimientos que parecen tan superfluos para la inmensa congoja que este lugar evoca como lágrimas caídas en un océano. Quizás las lágrimas fueran un alivio, pero, al igual que Richard, no lloro fácilmente. Al final quizás la mejor reacción sea la humildad por lo que sucedió aquí y una sempiterna gratitud por no haber estado cerca y que no te arrastrara su torbellino de maldad, ya fueras víctima o cómplice. Por azar —gracias a mi propia ineptitud—, percibí aquel lugar de desolación de un modo tal que supe que nunca lo olvidaría.

Al principio vi a otros visitantes, sobre todo en pequeños grupos o en parejas, caminando al lado de las vías, o moviéndose entre las cabañas de madera que se habían conservado, y varios me adelantaron en el camino hacia la salida. Pero a medida que me adentraba más y más en el campo, y que la luz natural se apagaba, la oscuridad crecía y la temperatura descendía a cero, había cada vez menos personas a la vista, y al final me pareció que estaba completamente solo. En una situación así, lo normal es que me hubiera quitado el audífono para aliviar un poco mis oídos, pero lo conservé porque quería escuchar el silencio, un silencio sólo interrumpido por el crujido de mis zapatos en la nieve congelada, el sonido ocasional de un perro ladrando a lo lejos y el lastimero silbido del tren. Lámparas de arco instaladas a trechos sobre postes altos iluminaban el sendero y arrojaban algo de luz sobre la vía férrea y los cimientos cubiertos de nieve de las cabañas más próximas. Las siluetas negras de las chimeneas desnudas se recortaban contra la extensión blanca de hileras que se iban alejando hasta que la negrura engulló todos los contornos visibles. Era imposible ver el perímetro del campo: parecía que iba a continuar indefinidamente. Por fin, al término de la vía, llegué al monumento a las víctimas de Auschwitz y, a ambos lados de ella, las cámaras de gas y los crematorios expresamente construidos por los alemanes, que los dinamitaron antes de retirarse ante el avance del ejército ruso. Se han conservado intactas estas estructuras: montículos de ladrillos y losas melladas de hormigón armado. En un nicho, dentro de las ruinas de una de ellas, alguien había colocado una pequeña vela o lámpara votiva, semejante a las que se ven en una iglesia, y quizás en una sinagoga, dentro de un recipiente rojo de cristal. Su débil llama parpadeante era la única luz que había en aquella parte del campo y la única señal de vida en el paisaje de la muerte. Confié en que durara toda la noche. Me quedé unos minutos observando la llama hasta que el frío empezó a helarme los huesos; entonces volví sobre mis pasos. Mi taxi era el único vehículo que había en el aparcamiento, con el motor en marcha para mantener la calefacción encendida. Fui la última persona que abandonó Auschwitz aquel día.

Me disculpé ante el taxista por haberle tenido esperando. Rezongó, puso la primera velocidad y las ruedas de atrás patinaron en la nieve conforme aceleraba. Agradecí que no hablara durante el trayecto de vuelta a Cracovia. Quería revivir mentalmente todo lo que había visto aquella tarde, cerciorarme de que quedaba bien grabado en mi memoria. Por la noche tenía una cita para cenar con el responsable de lengua del British Council, pero decidí llamarle y cancelarla. No era un acto formal, íbamos a cenar los dos solos, un cortés ofrecimiento de hacerme compañía la última noche de mi estancia, pero realmente no tenía ganas de hablar con él de Auschwitz, y tampoco de otras cosas. Me asaltó una impaciencia repentina de volver a casa y contárselo a Fred. Sólo la había llamados dos veces, desde Varsovia y Fodz, y no hablamos mucho. Si utilizo teléfonos de hotel con el audífono puesto, percibo un aullido de respuesta en el oído, y sin él me cuesta trabajo oír lo que ella me dice. Me contó que Anne había vuelto de la maternidad y le habían aconsejado que se lo tomara con calma: no existían motivos de alarma. Fred había telefoneado a papá y parecía hecho un lío, pero estaba bien. Él le preguntó quién era Richard. Un tipo que se llama Richard dice que va a venir a verme…, ¿tú qué crees que quiere? Ella se lo dijo. Me alegró que Richard hubiese accedido a mi petición.

En el trayecto de vuelta eché una cabezada en el asiento trasero: el coche estaba caldeado y yo muy cansado. Desperté cuando paramos bruscamente en un cruce cerca del centro de la ciudad. Era una noche de viernes, las aceras estaban atestadas y brillaban las luces de los comercios rebosantes de comida, ordenadores y ropa deportiva de diseño. Auschwitz parecía tan lejos como la luna. Al llegar a mi hotel pagué al taxista y le di una generosa propina que suscitó su primera sonrisa del día. La chica de la recepción también me sonrió. «Un mensaje para usted, profesor», dijo, sacando un pedazo de papel doblado del casillero a su espalda. «Yo misma he contestado a la llamada. ¡Enhorabuena!»

Desdoblé el papel del mensaje. «La señora Bates ha telefoneado a las 3.15. Su hija ha dado a luz un varón hoy. La madre y el bebé se encuentran bien

Fui a mi habitación y llamé a Fred, que me dio todos los detalles que le había comunicado Jim: el bebé había nacido por la mañana, cuatro semanas antes de lo previsto, y era pequeño (dos kilos y medio) pero perfecto, el parto duró alrededor de seis horas, Anne estaba cansada pero felicísima, Jim estuvo presente en todo momento y ahora estaba en la gloria, en suma: todo había ido de maravilla. «¿Y cómo estás tú, cariño?», preguntó Fred, cuando hubimos agotado este tema. «Estoy bien», dije. «He ido a Auschwitz hoy.»

—¿Sí? —Parecía sorprendida: no le había hablado de este proyecto, por si cambiaba de opinión—. ¿Ha sido horrible?

—Ha sido inolvidable —dije—. Te contaré cuando vuelva.

—Sí, cariño, ahora no —dijo ella—. No estropeemos el nacimiento de tu primer nieto con un tema tan triste. Por cierto, van a llamarle Desmond.

—Pobre niño —dije, aunque lo cierto es que la idea me gustaba.

Llamé al tipo del British Council y cancelé la cita. Sabía dónde había estado yo esa tarde y se mostró comprensivo. «Mucha gente se siente mejor a solas durante un rato después de haber estado allí», dijo. Le dije lo del nacimiento del hijo de Anne. «¡Vaya, qué estupendo!», dijo. «Debería estar contento.» Y lo estaba, por supuesto, pero no sabía muy bien cómo conciliar esta alegría privada con la experiencia de Auschwitz, una nueva vida con un millón de muertes. No me pareció bien celebrarlo yo solo con champán del minibar. Pedí una cena en mi habitación con media botella de tinto de Bulgaria, y mientras estaba esperando tomé algunas notas sobre la tarde que he bosquejado al escribir esto.

Mi vuelo era a las 14.30 del día siguiente, y por tanto disponía de tiempo para hacer algunas compras. Compré un collar de ámbar para Anne, un broche de plata antiguo para Fred y unos bonitos juguetes de madera en un puesto de la plaza del mercado para Daniel y Lena: me encantó un camello articulado que bajaba por una rampa impulsado por su propio ímpetu. Volví al hotel satisfecho con estas compras y fui a la recepción para decirles que me marchaba enseguida. El recepcionista me entregó un mensaje: «Por favor, llame a su mujer cuanto antes. Urgente

Lo primero que pensé fue como un golpe en el corazón: Le ha pasado algo malo al bebé de Anne. Me temo que musité una silenciosa oración petitoria mientras subía corriendo a mi habitación, y supongo que se puede decir que fue atendida, pero no de un modo que me aliviara la inquietud. No era el bebé de Anne: era papá. «Tu padre está en el hospital. Creen que es un ataque», me dijo Fred cuando contacté con ella. No capté todo lo que dijo por culpa del pésimo teléfono del hotel, pero entendí lo esencial. Richard había ido esa mañana a Lime Avenue, como habíamos acordado, llamó a la puerta, no hubo respuesta, preguntó a los Barker, que no sabían nada, escaló la puerta trasera de la casa y miró por las puertaventanas al comedor y vio a papá tendido en el suelo al lado del televisor, que estaba encendido. Richard cogió un cincel pesado del cobertizo de las herramientas e hizo palanca para abrir las ventanas, encontró a papá inconsciente y llamó a una ambulancia. Los paramédicos pensaron que se trataba de una apoplejía y no de un ataque cardíaco. Richard había llamado a Fred para decirle que iba a acompañar a papá al hospital en la ambulancia y ella me había llamado inmediatamente. No sabía nada más. «Menos mal que te he localizado, cariño. Podrás ir directamente al hospital desde Heathrow.» Yo ya había tenido esta misma idea.

Era de noche cuando llegué al Hospital Tideway, sudando dentro de mi grueso abrigo de invierno en el extemporáneo clima caluroso de Londres, y arrastrando mi maleta de ruedas. El recepcionista dijo que, por razones de seguridad, lamentaba no poder custodiarla, y tuve que arrastrarla conmigo hasta el pabellón geriátrico donde habían ingresado a papá. Los ancianos incorporados en sus camas, en diversos estados de debilidad y demencia, me miraron con alarma cuando pasé por delante de ellos con mi abrigo negro y mi maleta resonando en el suelo de vinilo, como si temieran que yo fuese un empleado de la funeraria que iba a tomarles las medidas. Richard, que estaba sentado junto a la cama de papá, dijo que sólo llevaba alrededor de una hora en el pabellón, y que habían tenido que esperar horas en urgencias hasta que le examinó un médico. Papá tenía un aspecto patético: una contusión le atravesaba el lado de la cara donde se había golpeado contra el aparador al desplomarse, y tenía la frente vendada. Parecía demacrado y aturdido, y le habían retirado la dentadura postiza. En el dorso de la mano tenía la aguja del gota a gota, y un letrero al pie de la cama decía: «Nada por vía bucal». Parece ser que quienes han sufrido un derrame tienen dificultad para tragar y pueden tragarse la lengua. Pareció reconocerme y murmuró unas palabras. Creí oír «puñetero mal», o quizás dijo «puñetera sal».

Richard me hizo un relato más detallado de lo que me había contado Fred, y después dijo que tenía que volver a Cambridge. Le agradecí efusivamente todo lo que había hecho. Nunca le había considerado un hombre de acción, que pudiese escalar la puerta trasera y forzar la entrada en una casa con una herramienta, pero había afrontado espléndidamente la emergencia. No era posible saber el tiempo que papá había yacido en el suelo del comedor, aunque el hecho de que la televisión estuviera encendida indicaba que se había desplomado por la noche. Como Fred había hablado por última vez con él la noche del martes, y los Barker no le habían visto el viernes, debía de haberse derrumbado el martes, después de la llamada de Fred, o el viernes por la noche. Pero podría haber permanecido allí otro día si Richard no hubiera ido a visitarle. «Adiós, abuelo», dijo, tomando la mano libre de papá, y recibió un apretón de respuesta y unas palabras farfulladas, quizás dándole las gracias. Me quedé un rato con él y le recordé que había estado en Polonia, y le dije lo del hijo de Anne, pero no prestó atención ni contestó siquiera a la noticia de que «Ahora eres bisabuelo». Se limitó a mirar fijamente el tubo sujeto a su muñeca con una venda y a girar la mano de un lado a otro con perplejidad, como si se preguntara cómo había llegado allí aquel tubo. Como no había disponible ningún médico con quien pudiese hablar, le dije a la enfermera jefe de planta que volvería a la mañana siguiente. Me pidió que le llevara a papá algunos artículos de aseo, una bata, un chaleco de punto y zapatillas.

Pasé la noche en la casa de Lime Avenue. Sabía dónde encontrar un juego de llaves de repuesto, dentro de una caja de hojalata sepultada debajo del arbusto de espliego, cerca de la puerta de entrada para contingencias semejantes. Cuando entré, la casa estaba más triste que de costumbre: lúgubre, glacial, con olor a cerrado. Encendí la calefacción central y el transistor en la cocina manchada de grasa para mitigar el silencio sepulcral, y me preparé una cena con beicon y una lata de judías con tomate. Llamé a Fred para decirle cómo estaba papá y después a Anne, en su hospital, para darle una versión recortada de la misma noticia y para felicitarla por la feliz llegada del bebé. Le entristeció mucho, por supuesto, saber lo de papá, y lamentaba no poder ayudar, pero vi que lo que más le preocupaba a ella en el mundo era el momento en que pudiera amamantar al bebé.

Hice la cama en el dormitorio de atrás, que yo había ocupado de niño y de adolescente, y en las vacaciones cuando era universitario. Cuando me marché de casa para siempre, papá tomó posesión de ella para sus diversas aficiones, de las que quedaba constancia alrededor del cuarto: un caballete, cuadros antiguos de escenas rurales cuidadosamente copiadas de postales, y bodegones reunidos por él; «antigüedades» como jarrones y cuencos de cerámica, uno o dos de ellos rajados o mellados; una pila de viejas revistas de golf; libros sobre caligrafía, una edición en rústica de Cómo hacerse millonario en la bolsa, y una foto suya en el West Pier de Brighton, sonriendo y mostrando una lubina grande, la mayor pieza que pescó en su vida. Encima de la moldura para colgar cuadros sobre la campana de la chimenea cegada con tablas quedaba una huella de mi presencia: una especie de mural del escudo rojo y blanco del Charlton Athletic, el equipo de fútbol del que era hincha de niño, contra un fondo verde de terreno de juego, ejecutado con pinturas de póster desde la cima de una escalera de mano cuando tenía catorce años. A papá el mural le gustaba bastante y cuando volvió a decorar la habitación no pudo decidirse a cubrirlo con una capa nueva de pintura blanca. Fue la última cosa en que posé los ojos cuando encendí la lámpara de la mesilla. El colchón del sofá cama estaba blando y lleno de bultos, pero yo lo había calentado con una botella de agua caliente y, exhausto como estaba, no me costó dormirme.

Volví al hospital al día siguiente, con las cosas que me habían pedido que llevara. Papá estaba sentado en la silla al lado de la cama, con una bata descolorida de felpa que alguien le había proporcionado, y encajonado detrás de una mesa móvil con bandeja que habían apretujado debajo de la cama. La hermana del pabellón me dijo que era para evitar que él intentara levantarse y caminar, cosa que había amagado con hacer. También había causado molestias por la noche tirando del gota a gota e intentando pegar a la enfermera que se lo había cambiado. Seguía teniendo la mirada clavada en el tubo fijado a su muñeca con una venda, y giraba la mano de un lado a otro. Pareció reconocerme, pero miró con mucho más interés el carro del té que acercaban a su cama. Le permitían ingerir bebidas, pero controladas, y le acerqué a los labios una taza antigoteo de té tibio. Dio unos sorbos sedientos, pero gran parte del líquido se le escurrió de la boca y por la parte delantera del pijama de hospital. Habló muy poco, y lo que dijo fue ininteligible.

Me recibió el doctor Kannangara, el geriatra responsable de papá: un asiático bajo y rechoncho, con gafas sin montura y una cara redonda e impasible, que confirmó el diagnóstico del derrame cerebral. Dijo que tendrían a papá en el pabellón durante unas semanas y después le trasladarían a una unidad geriátrica local dotada de un servicio de enfermería. El departamento de asistencia social del hospital me explicaría el procedimiento para este traslado. Le pregunté si se le podría trasladar en una ambulancia a una residencia privada de la tercera edad, si yo encontraba alguna, y él pareció sorprendido pero dijo que lo creía factible. Le pregunté si papá recuperaría el habla y respondió que probablemente no del todo. Tenía paralizada parte del lado derecho, lo que indicaba que el derrame había afectado al lóbulo izquierdo del cerebro, el que controla las funciones verbales.

Era deprimente pensar que seguramente yo nunca volvería a tener una conversación coherente con mi padre, pero me consolaba el hecho de que, cuando le había visitado dos semanas antes, camino de Polonia, le había encontrado más tranquilo y mucho más lúcido que en los últimos tiempos, y me habían asombrado sus proezas de memoria para recuerdos remotos, como ráfagas de sol que a través de unas nubes iluminan de repente pequeños fragmentos de un paisaje oscuro y nebuloso. Le pregunté cuál era su recuerdo más antiguo y dijo que el de ir al estanco a comprar cigarrillos montado a horcajadas en los hombros de su padre.

—Le pidió al estanquero veinte Will’s Gold Flake y el hombre cogió el paquete de la estantería y se lo dio. Bueno, mi padre se llamaba Will, como recordarás, y por eso pensé que los cigarros estaban hechos especialmente para él. Se rió cuando se lo dije. Y tenía un hermano que se llamaba Alf y que tenía una nariz de borrachín, ya sabes, llena de venas rotas, y yo le llamaba «el tío con la nariz toda escrita». También esto les hizo reír.

Incluso desenterró historias de su temprana carrera musical que yo nunca había oído.

—Durante una temporada trabajé de noche en dos sitios: la banda del Club 53, en una bocacalle de Regent Street, que abría hacia las nueve, y antes de actuar allí, en el trayecto al West End, hacía una sesión en una escuela de baile que había en el Elephant and Castle. La llamaban escuela, pero en realidad era un modo de tener un salón de baile sin pagar el impuesto de local de espectáculo. La orquesta era sólo de tres instrumentos, piano, batería y yo tocando el saxo y el clarinete, con un tempo estricto, rápido rápido lento, podía tocar las canciones dormido, de hecho leía un libro mientras estaba soplando, lo tenía apoyado en el atril, nadie del público lo veía…, pero el dinero venía bien. Estaba ahorrando para casarme. Yo no tenía prisa, pero tu madre sí. Un día me dijo: «¿Cuándo vamos a casarnos? Mis padres quieren saberlo.» Así que le dije una fecha y entonces tuve que pensar en ingresar algunas libras en el banco. No veía demasiado a Norma. —Pareció que la idea le ponía melancólico—. Supongo que no tuvo una buena vida, casada con un músico que trabajaba fuera todas las noches y tocaba en bodas judías casi todos los domingos. Sobre todo después de nacer tú. Pero nunca se quejaba.

Recordé la pena que había sentido Maisie cuando le presenté a nuestra familia nuclear y vio la vida limitada que había llevado mamá, encerrada en casa durante casi toda su vida, viviendo vicariamente de las anécdotas que su marido músico y su hijo universitario le traían desde un mundo más amplio. «Asumió el papel de esclava de los dos», solía decir Maisie, y retrospectivamente creo que estaba en lo cierto, pero a aquellas alturas era demasiado tarde para decírselo a papá, y no quise dar una nota discordante en la que fue la mejor conversación que había tenido con él desde hacía mucho tiempo.

Me quedé en su casa unos días más, no obstante lo incómoda y deprimente que era, para visitar a papá regularmente en el hospital. Es un centro bastante típico de la Seguridad Social en una zona de Londres desfavorecida: atestado, necesitado de reformas y no tan limpio como debería. La plantilla de médicos y enfermeras parecía acosada e inquieta, y el resto del personal estoico y lento de movimientos. Se sentía el miedo al SARM y a la última superbacteria, C. difficile, en el aire enrarecido de los pabellones. Los pequeños hurtos son allí moneda corriente. El chaleco de papá, de lana de oveja, que le regalé en Navidad, desapareció dos días después de habérselo llevado, y le encontré vestido con una espantosa prenda de acrílico a la que le faltaban dos botones, probablemente heredada de algún paciente fallecido, y que el personal le había proporcionado para sustituir al chaleco robado. La enfermera jefe del pabellón se disculpó y dijo que lo buscaría, aunque no tenía muchas esperanzas de recuperarlo. Resuelto a sacar de allí a papá cuanto antes, decidí ir a casa y buscar una clínica adecuada cerca de nosotros.

Al volver a Rectory Road después de varios días yendo y viniendo en autobús del sórdido domicilio de papá al pabellón geriátrico del Hospital Tideway, tuve más que nunca la sensación de entrar en un refugio de confort civilizado. Fred no estaba, pero la casa no parecía vacía: las paredes claras, que reflejaban la luz, los cuadros conocidos, las superficies y texturas y los colores hábilmente combinados de los suelos y los muebles, la escalera alfombrada, con sus varillas de latón y su barandilla de madera barnizada, eran presencias acogedoras, como un equipo de criados discretamente sonrientes que reciben al dueño de la casa. Deshice el equipaje, arrojé un fardo de ropa sucia en el cesto de la colada, me di un largo baño caliente en un cuarto de baño cálido e inmaculadamente limpio y me puse ropa fresca y limpia. Cuando llegó Fred nos abrazamos y nos besamos en silencio durante un par de minutos. Teníamos mucho que hablar y lo hicimos en el transcurso de la cena que ella había dejado preparada. Nos acostamos temprano e hicimos el amor ardientemente. Espoleado por el deseo y la larga abstinencia, no tuve problemas para realizar el acto. Después nos venció a los dos un sueño profundo.

Las nimias disputas y recriminaciones de las vacaciones de Navidad y Año Nuevo y las heladas relaciones entre nosotros hasta el momento en que viajé a Polonia quedaron perdonadas y olvidadas. Fred mostró comprensión y aliento respecto a lo que yo había hecho y proyectaba hacer con mi padre, y enseguida confeccionamos una lista de posibles clínicas extraída de las páginas amarillas, y concertamos citas para visitar tres de ellas. Organizamos una visita el fin de semana a Anne, que ya estaba con el bebé en su casa. Respondí con gratitud a la ayuda y comprensión de Fred respecto a estas preocupaciones familiares, pero hubo otro elemento coadyuvante en nuestra reconciliación, aunque en aquel momento no tuve plena conciencia del mismo, y Fred no la tuvo en absoluto.

Cuando le conté mi visita a Auschwitz, escuchó atentamente, se estremeció con mis descripciones y dijo que me admiraba por afrontar una experiencia tan horripilante, pero pareció aliviada cuando terminé mi crónica, y se alegró cuando cambiamos de tema. Comprendí que no podía transmitirle con palabras la impresión que me había causado el paraje, y en especial Birkenau.

El lunes siguiente, cuando volví a Londres, compré una edición en rústica sobre Auschwitz y la Solución Final en un quiosco de la estación de tren, y la leí durante el trayecto y los días siguientes, completando mis conocimientos esquemáticos sobre la historia del lugar y adquiriendo cierto sentido de la individualidad de las víctimas y sus experiencias. Muchas de ellas, sabiendo que no sobrevivirían, dejaron cartas a sus seres queridos sepultadas en el campo, dentro de tarros o de cantimploras, con la esperanza de que alguien descubriera y difundiera algún día estos documentos, o al menos los leyese. La más conmovedora de las citadas en el libro era una carta de Chaim Hermann, un sonderkommando, a su mujer, escrita en noviembre de 1944 y desenterrada en 1945 de entre una pila de cenizas humanas, cerca de los hornos crematorios de Birkenau. Los sonderkommando eran prisioneros sanos a los que se obligaba a trabajar en los procesos de exterminio, guiando a las víctimas, que no sabían nada, hacia las cámaras de gas, y cuyos cuerpos recogían luego para quemarlos en los hornos. Negarse a trabajar entrañaba el peligro de una ejecución inmediata; colaborar implicaba mejores condiciones de vida… durante un período limitado. En cierto modo los sonderkommando eran las víctimas más infortunadas de todas las de Auschwitz. La gran mayoría de los que murieron allí iban a las cámaras de gas sin sospecharlo, y sufrían sólo dos minutos de dolor y terror antes de morir. Los sonderkommando, en cambio, vivían durante meses con la certeza de que tarde o temprano les matarían, porque los nazis no podían permitir que sobrevivieran como testigos, y de hecho su primera tarea probablemente consistía en eliminar los cadáveres de sus antecesores en la atroz cadena de producción de la muerte. Chaim Hermann describía Auschwitz como «un puro infierno, pero el de Dante es extremadamente ridículo comparado con el auténtico de aquí, y nosotros somos sus testigos presenciales y no lo abandonaremos vivos». También decía que tenía intención de morir «con calma, quizás heroicamente (dependerá de las circunstancias)», insinuando un acto final de resistencia, pero no se sabe si llegó a realizarlo. Él tampoco tenía forma de saber si su mujer recibiría alguna vez sus cartas, pero en medio de toda aquella maldad diabólica le pedía perdón por no haber apreciado suficientemente su vida en común, y la frase que más me afectó de su carta fue la siguiente: «Aunque haya habido, en diversas épocas, malentendidos triviales entre nosotros, ahora veo que no podíamos valorar el tiempo pasajero

Visitamos tres clínicas privadas. La única que no despedía un olor nauseabundo a orina mezclada con ambientador, y que en otros aspectos era aceptable, resultaba sumamente cara, pero decidí que la expectativa de vida de papá debía de ser ya limitada, y que había que hacerle lo más confortable posible el tiempo que le quedaba. Tenían una plaza libre y estaban dispuestos a reservarla durante una o dos semanas, pero no me esperaban buenas noticias cuando volví al hospital después del fin de semana. El estado de papá no sólo no había mejorado en los días anteriores, sino que había empeorado realmente. El doctor Kannangara no estaba disponible, pero hablé con un médico joven, un residente, supongo, que era su ayudante principal, y le pregunté si papá estaba en condiciones de soportar el traslado en ambulancia la semana siguiente o al cabo de dos semanas, y él movió la cabeza dubitativamente. Papá seguía teniendo dificultad para ingerir y perdía peso debido a la falta de verdadero alimento. Cuando le visité, aún necesitaba un goteo intravenoso, y se empeñaba en tirar de él débilmente con la mano derecha, sentado en su silla empotrada al lado de la cama. Le enseñé el folleto de la clínica y le hablé con tono alegre sobre su pronto traslado, y él acarició el papel satinado con sus fotos de colores de las habitaciones y el invernadero, pero yo no podía saber hasta qué punto comprendía, en caso de que lo hiciera. Más triste fue que claramente no entendió cuando le dije la emoción que había sentido al tener en brazos a mi nieto, su bisnieto, el domingo anterior, cuando visitamos a Anne y Jim. Tuve aprensión al cogerlo, de tan frágil y diminuto que parecía el bebé, pero Anne insistió en ponérmelo en mis brazos acunados, y como acababa de mamar alzó hacia mí una mirada plácida sin fijar los ojos, empapuzado de leche materna, hasta que una burbuja de indigestión dibujó en su boca un amago de sonrisa. «¡Eh, te ha sonreído!», exclamó Anne, y yo acepté la mentira. «Tiene la boca de Maisie, como tú», dije. «Y tu nariz», dijo ella. «Supongo que de mí tiene las orejas», dijo Jim. «Sobresalen como las mías.» Referí todo esto a mi oyente indiferente porque era mejor hablar que permanecer en silencio, y de todos modos yo disfrutaba evocando la feliz visita.

Papá parecía tan adormilado como ausente, y cuando se lo comenté a una enfermera ella me dijo: «Es porque esta mañana se ha resistido cuando le hemos levantado.» Utilizaban un ingenioso tipo de grúa con un cabestrillo de lona para trasladarle de la cama a la silla y viceversa. Empecé a desarrollar un gran respeto hacia las enfermeras de aquel pabellón atestado, que realizan una labor difícil con pacientes a los que se les va la cabeza y cuyo cuerpo se está desmoronando, y muchos de ellos, como papá, no parecen agradecerles sus cuidados.

En el pabellón no había horas de visita fijas: a los visitantes les dejaban entrar y salir casi a cualquier hora, supuestamente con la intención de que mantuviesen a los pacientes estimulados y colaborasen en las tareas de alimentarles y darles de beber. Me acostumbré a acercar a los labios de papá una de esas tazas antigoteo que se usan con los bebés, y de vez en cuando le administraba con una cuchara un poco de yogur de frutas, reflexionando que unos sesenta años antes él habría hecho lo mismo conmigo (o, bien pensado, quizás no; el papel de las mujeres y los hombres estaban más diferenciados entonces). Una mañana de esa semana yo estaba sentado con él cuando la enfermera del pabellón, Caroline, llegó acompañada de una auxiliar afrocaribeña y empezó a correr las cortinas alrededor de la cama. Le pregunté si tenía que irme para no molestarlas. Caroline me miró de un modo ligeramente desafiante y dijo: «No, me gustaría que ayudara a Delphine a lavar a su padre.» Me pilló completamente desprevenido. Interiormente me repelía la idea, pero no encontré una forma de negarme que no me desacreditara ante ellas. «Muy bien», dije. «¿Qué debo hacer?» «Delphine le enseñará», dijo Caroline, y se marchó. Delphine se puso un delantal impermeable y un par de guantes de látex que extrajo de una bolsa sellada, y me miró con escepticismo. «Es mejor que se quite esa bonita chaqueta», dijo.

Fue una experiencia extraordinaria, que superó la barrera tabú invirtiendo la relación entre padre e hijo. Básicamente estaba ayudando a cambiar el pañal de un anciano de ochenta y nueve años, pero que casualmente era mi padre. Primero tuvimos que quitarle el pijama y la camiseta, lo que implicaba ayudarle a incorporarse y mecerle de un lado a otro. Su cuerpo parecía dolorosamente flaco y consumido, pero como era un hombre alto y de huesos grandes exigía todavía un considerable esfuerzo manipular su peso muerto. Llevaba un pañal debajo de un calzoncillo de plástico. Delphine le cubrió la región lumbar con una toalla mientras le lavaba la parte superior del cuerpo, y yo se la secaba; después ella le despojó del calzoncillo y el pañal de papel. Había habido un pequeño movimiento intestinal, pero no olía demasiado mal, quizás debido a la dieta blanda. Ella le lavó y le empolvó los genitales, de un modo respetuoso pero práctico, y luego le ató un tubo al pene y le adosó a la pierna un recipiente para la orina. Después volvimos a ponerle el pantalón, la camiseta y la chaqueta del pijama. Fue un gran alivio volver a ver vestido al animal bípedo desnudo. Me dolía el brazo por el esfuerzo de sostenerlo. A lo largo de la operación papá se mostró pasivo y obediente, pero en un par de ocasiones tuve que sujetarle la mano cuando intentaba expulsar a Delphine. «Normalmente nos da más trabajo», dijo ella, lacónica. «Debe de ser porque está usted aquí.»

Cuando hubimos acabado y papá estaba recostado en las almohadas, ella se quitó los guantes de látex y los tiró en un cubo con pedal. «Gracias por su ayuda», dijo. «Es la primera vez que hago algo así», dije. Incluso gravemente enferma, Maisie nunca llegó a estar tan desvalida como papá, y siempre pudo ir al baño con mi ayuda o la de la enfermera. «Creo que nunca lo olvidaré», añadí. Cuando llegó Caroline para verificar que todo estaba en orden, Delphine le repitió mi comentario. «Ahora ya sabe lo que hacemos cada día», dijo Caroline. En el momento supuse que simplemente estaba aprovechando la oportunidad de liberarse de una tarea rutinaria y ocuparse de algo más importante, pero más tarde me pregunté si no estaría dándome una lección deliberada sobre lo que supondría atender a papá durante un largo tiempo. Cuando aquella noche le dije a Fred por teléfono (estaba pernoctando de nuevo en Lime Avenue) que había ayudado a lavar a papá, dijo: «No me lo creo.» Yo le dije que apenas lo creía yo. Me alegraba haberlo hecho, pero no estaba impaciente por repetir la experiencia, y mi emoción dominante era que yo nunca llegase a necesitar que alguien me prestara un servicio semejante.

El doctor Kannangara estuvo muy esquivo aquella semana, y para mi disgusto me perdí su visita del martes al pabellón. Vi, sin embargo, al joven residente, que se llamaba Wilson. Me llevó aparte, me condujo a un almacén al fondo del pabellón, y me habló en un tono muy confidencial. Me dijo que el especialista haría otra valoración del estado de papá el lunes siguiente y que después me recibiría. «Es probable que proponga insertar un tubo gástrico», dijo, y me explicó que era un dispositivo que suministraba alimento directamente al estómago.

—Su padre sufre una prolongación del derrame que ha reducido aún más su capacidad de ingerir. Si no se le alimenta mejor se irá debilitando cada vez más.

—¿Y con ese tubo se pondrá más fuerte? —pregunté.

—Digamos que seguirá en una situación estable. La misma en que está ahora, a menos que sufra otro ataque grave, por supuesto. —Me miró especulativamente—. Su padre ha llegado a una edad avanzada, casi los noventa años. En casos como el suyo preferimos pedir consejo a la familia. Podemos mantenerle vivo, pero sin una gran calidad de vida. O podemos mantenerle lo más cómodo posible y dejar que la naturaleza siga su curso. En realidad, lo deciden ustedes.

No me gustó que me plantearan esta elección. No me gustó nada. Cuando se lo dije a Fred por la noche, notó la tensión en mi voz y decidió que yo necesitaba apoyo moral. «Bajaré a Londres mañana y me quedaré unos días», dijo. «Jakki se ocupará de la tienda. Ron la ayudará.» No intenté disuadirla, aunque le advertí que la casa era un basurero.

La recogí al día siguiente en King’s Cross, y asumimos el oneroso dispendio de ir en taxi al hospital. Papá no tenía muy buen aspecto. Alguien había tratado de afeitarle horas antes, y supongo que él había dificultado la tarea, porque tenía un par de cortes y parte de su barba estaba intacta. No pareció reconocer a Fred, aunque cuando ella empezó a hablarle él la miró bruscamente, como si el sonido de su voz suscitara algún débil recuerdo. Yo no estaba muy seguro de que me reconociera a mí. Mientras Fred y yo ejecutábamos la pantomima de visitantes que charlan con un paciente receptivo, los ojos de papá seguían con una atención domesticada a las enfermeras uniformadas y al personal subalterno que pasaban por delante de los pies de su cama, como si supiera que eran las personas de quienes dependía para la comida, la bebida y otras necesidades físicas. Me pareció que había experimentado una regresión en la escala evolutiva incluso hasta más allá de la infancia humana, y que sus reflejos estaban atrofiados como los de un animal en cautividad.

A Fred la impresionó y consternó lo que vio. Más adelante, cuando ya estábamos en Lime Avenue, tomando una taza de té sentados en el lúgubre comedor, delante del fuego eléctrico, hablamos del tubo gástrico. Ella dijo que no tenía sentido mantener viva a una persona en el estado de papá mediante un procedimiento tan agresivo y artificial.

—Los médicos tienen que proponerlo, desde luego, puesto que disponen de ese recurso, pero el residente te dio a entender claramente que en su opinión ahora la naturaleza debería seguir su curso.

—Pero descargan toda la responsabilidad en mí —dije—. Tengo que decidir si vive o muere.

—Todos vamos a morir tarde o temprano, cariño —dijo Fred, y su «cariño» fue dulce y comprensivo—. ¿De verdad quieres que tu padre esté postrado en una cama de hospital durante meses, quizás, sin hablar ni reconocer a nadie, cuidado como un bebé y alimentado por medio de un agujero en el estómago? Sería más humano dejar que se fuera. —Yo asentí con un gesto, pero no debí de parecer muy convincente, porque ella añadió—: ¿Qué querrías que hiciera?, ¿y si estuvieras en la misma situación?

—¡Oh, Dios, dejar que me vaya! —dije—. Nada de tubos gástricos ni máquinas para mantener la vida, por favor.

—Pues entonces… —dijo ella, como si quedara demostrado su argumento.

—Supongo que me resulta tan difícil —dije— porque es la segunda vez en mi vida que he tenido en mis manos la vida de otra persona.

Y entonces le dije lo que no le había dicho a nadie: que había ayudado a morir a Maisie.

Aquella última Navidad estaba muy enferma, muy débil y con dolores, aunque ocultaba valientemente su intensidad por los niños. El cáncer le había producido metástasis en todo el cuerpo y sabía que no había salvación. Cuando organicé que los niños se fueran a pasar unas vacaciones de esquí, ella vio abrirse la oportunidad de abandonar sin alboroto una vida que sólo le prometía mayores sufrimientos, físicos y emocionales. No quería morir en un hospital ni en una residencia para desahuciados, atendida por extraños, por amables que fueran. «Ya estoy harta, Des», me dijo. «No sé cuánto tiempo podré soportarlo. Estoy cansada. Es hora de partir, y tienes que ayudarme.» Creo que nuestro médico de cabecera adivinó su intención y decidió colaborar tácitamente. Su principal método paliativo era una pompa de infusión que funcionaba con pilas —un mecanismo bastante nuevo en aquella época— y administraba subcutáneamente una dosis continua de diamorfina, recargada por una enfermera cuando era necesario. La propia Maisie podía aumentar la dosis según lo que necesitase, aunque sólo hasta un grado seguro. También tomaba comprimidos de Distalgesic cuando el dolor era muy fuerte. Hacia el final de la semana navideña, nuestro médico extendió una receta con una dosis mayor que la habitual, «para que pase la fiesta de Año Nuevo», y al entregármela me miró a los ojos y dijo: «Muchos de estos analgésicos combinados con alcohol pueden ser peligrosos.» La última noche del año aplasté veinte comprimidos y ayudé a Maisie a ingerirlos con una mezcla de leche caliente y brandy. Ella puso al máximo la pompa de infusión. La besé, encendí una vela al lado de la cama y me acosté junto a ella, tomándole la mano hasta que se sumió en un sueño profundo. Después me senté en una butaca y observé su respiración hasta que yo también me quedé dormido. Cuando desperté, a las cuatro de la mañana, la vela se había apagado y Maisie estaba muerta, con la cara completamente plácida y los miembros relajados. Llamé al médico a las seis y vino a casa. No hizo ninguna pregunta, y en su momento firmó el certificado de defunción. Esa misma mañana, más tarde, telefoneé a la estación de esquí en Austria para comunicar la noticia a Anne y a Richard.

—Pobrecito mío —dijo Fred, cuando terminé mi relato. Mientras hablábamos, la luz del día se había apagado al otro lado de las ventanas y el resplandor rojo del radiador eléctrico era la única iluminación en el comedor. Se me acercó, se arrodilló en el suelo y me arropó las manos con las suyas—. Qué horrible fue para ti. Y qué valiente fuiste.

—No tanto como Maisie —dije—. Pero ¿harías lo mismo por mí?

—No lo sé —dijo ella, dubitativa—. Se supone que los católicos no deben, por supuesto…, pero si las cosas se presentaran así y tú me lo pidieras, probablemente lo haría. Lo que hiciste por Maisie fue un acto de amor.

—Me gustaría creerlo —dije—. Pero lo malo es que yo quería que muriera. Quería que acabase toda aquella desdicha… casi tanto, creo, como ella. Después tuve que esforzarme en ocultar mi alivio, en disfrazarlo de aflicción. Me quedó una sensación de culpa residual de la que creo que no me he liberado del todo. Y ahora se plantea el mismo problema. Por supuesto, no quiero que la vida de papá se alargue para nada…, pero no sólo porque sería horrible para él. Sino porque sería horrible para mí.

Hablamos un largo rato, y Fred hizo todo lo que pudo para convencerme de que no tenía sentido reprocharme la muerte de Maisie, ni tampoco si optaba por negarme a que le insertaran el tubo gástrico a papá. Alegó una abstrusa casuística católica sobre el «doble efecto»: que si hacías algo con un buen motivo pero producía un mal efecto no era pecado, o algo parecido. No vi muy bien cómo se podía aplicar a mi caso, pero le agradecí su apoyo. De todos modos, no tuve que tomar la decisión. Papá contrajo una infección en el pecho durante el fin de semana y cuando tuve una entrevista con el doctor Kannangara era evidente que se encontraba en un declive rápido e irreversible. Entretanto Fred y yo nos instalamos en la casa de Lime Avenue.

A ninguno de los dos nos apetecía dormir en la cama de papá, ni tampoco en camas separadas, y quitamos los colchones de ambas y montamos una en el suelo de la sala, la única habitación de la casa que aún parecía acogedora. No intentamos hacer el amor, pero nos acariciamos y sucumbimos al sueño cómodamente abrazados, con mi mano entre sus muslos calientes. Tarde o temprano a esto se reducirá nuestra vida sexual, supongo, si vivimos lo bastante —un tierno contacto íntimo—, y cabría aceptar esta idea como infinitamente preferible a ningún contacto en absoluto (confiando, por supuesto, en que suceda más tarde que pronto).

Entre una y otra visita al hospital, Fred compró artículos de limpieza y abordamos la tarea de restregar la capa de grasa de la cocina y quitar la de polvo en toda la casa, sólo por tener algo que hacer, y al cabo de unos días viviendo allí, la vivienda dejó de ser el penoso calvario que había sido. Yo visitaba a papá todos los días, a veces con Fred y a veces solo. Al final ella decidió que tenía que volver a casa y relevar a Jakki, que había llevado la tienda en gran parte sola. Richard vino al hospital un día, y cuando habló con papá y le cogió de la mano vi un último destello de reconocimiento en los ojos del anciano, quizás suscitado por un tenue recuerdo de que Richard le había encontrado tendido en su casa y le había acompañado al hospital. Al final de esa semana ofrecía un aspecto lastimoso. Tenía la muñeca izquierda magullada y ensangrentada a causa de la inserción reiterada y el desplazamiento del tubo intravenoso, que ahora tenía inyectado en el estómago. Estaba demasiado débil para sentarse en la silla, y yacía en la cama en la misma postura hasta que las enfermeras se la cambiaban, respirando ruidosamente con ayuda de una máscara que suministraba oxígeno humidificado a sus pulmones. Atada a la nuca con una goma, la máscara parecía irritarle, y hacía tentativas periódicas de arrancársela, a veces con éxito. Si yo estaba presente, se la sujetaba contra la nariz y la boca y le apretaba la mano al mismo tiempo, y él se tranquilizaba un poco. Pero una tarde en que intenté hacer esto, se la quitó una y otra vez hasta quedarse exhausto, y después cerró los ojos y se resignó a tener la goma alrededor de la nuca Aquella noche, cuando yo ya había vuelto a casa, recibí una llamada de la enfermera del pabellón diciendo que papá había entrado en coma y que sería mejor que fuese al hospital. Llamé a un taxi y llegué menos de media hora después, pero la monja del pabellón me dijo que había muerto cinco minutos después de que yo recibiera la llamada telefónica. Me dejó a solas con papá dentro de las cortinas corridas alrededor de la cama. Muerto, tenía un aspecto severo, casi noble, y no lamenté no haber presenciado sus últimos estertores. Me pregunté si su terca resistencia a que le pusiera la máscara aquella tarde habría sido un anuncio de que su conciencia en ruinas había decidido de algún modo capitular en su lucha por la vida y entregarse a la muerte.