17

3 de enero. Ayer, cuando volvimos de Gladeworld, había un montón de mensajes de papá abreviados e ininteligibles en el contestador. No parecía entender que hablaba con un contestador, o quizás había olvidado cómo hacerlo, y empezaba a hablar cada vez antes de que hubiese concluido mi mensaje grabado, con lo que su primera frase no se grababa y yo sólo oía un fragmento de lo que había dicho antes de que colgara, irritado porque se había dado cuenta de que nadie le escuchaba. «… no sé qué hacer con ellas… ¿Hola?… ¿estás ahí?… ¿Hola?… [pitido]… aparte de la señora, la oigo dar vueltas arriba, creo que es ella… ¿Hola?… ¿Me oyes?… [pitido]… ¿qué ha pasado entonces con la otra casa?… ¿Lo sabes?… ¿Te has vuelto a callar?… [pitido]… con todas esas cartas sobre el impuesto… ya sabes de qué hablo… ¿me escuchas?… No. Maldita sea. [pitido].»

Le llamé.

—Hola, papá, ya hemos vuelto.

—¿Dónde habéis estado?

—En un sitio que se llama Gladeworld.

—¿Es otra residencia de ancianos?

Me reí.

—No, una especie de centro de vacaciones… Hemos ido con unos amigos. Te dije que nos íbamos.

—Te he estado llamando todo el fin de semana. Creo que tu teléfono está estropeado. Me cortaba continuamente.

—Es el contestador, papá. Tienes que dejar tu mensaje después de la señal.

—Ah… Bueno, he recibido todas esas cartas de aquel tipo, ¿cómo se llama?, Moynihan, Mogadon, algo así.

—¿Te refieres a lo del impuesto?

—Sí. Es un tío de Escocia, ya sabes, allí arriba, donde están las islas.

—Cumbernauld. Cerca de Glasgow. Tu oficina fiscal está allí.

—Eso es. He recibido cartas de él.

—Creo que verás que son antiguas, papá. Son sobre la devolución del impuesto. Yo me ocuparé. Deberías recibir tu dinero dentro de unas semanas.

—¿De verdad? ¿Cuánto?

—No lo sé exactamente. Unos cientos de libras.

—Guau, es la mejor noticia que me han dado desde hace mucho. Gracias, hijo.

—¿Qué vas a hacer con ellas?

—Guardarlas debajo de las tablas del suelo. No quiero que se entere la gente del fisco.

—Papá, son ellos los que te mandan el dinero. Es una devolución. Está libre de impuestos.

—Ah, bueno, todavía mejor.

Colgó de buen humor, pero volvió a llamar una hora más tarde.

—Quiero preguntarte algo —dijo—. ¿Qué pasó con la otra casa?

—¿Qué otra casa, papá?

—La casa de Brickley.

—Es donde tú estás. Vives en Brickley.

—¿Sí? ¿Estás seguro?

—Vives en Lime Avenue, en Brickley. Los Barker viven en la casa de al lado.

—Es verdad —dijo, al cabo de una pausa—. La he visto a ella por la valla del jardín trasero esta mañana. ¿Qué pasó entonces con la otra casa?

—¿Cómo es? —dije.

—Está pegada a todas las demás viviendas de la calle. Tiene ventanas de colores en la puerta de entrada.

—Ésa es la casa de Dulwich donde te criaste, papá.

Yo recordaba las ventanas por las visitas a mis abuelos cuando era niño: dos estrechas franjas de cristal, rojas y verdes, y las sombras de color que proyectaban en el suelo de baldosas cuando el sol se filtraba por ellas a la tarde.

—¿Ah, sí? ¿Cuándo voy allí?

—No vas a ir allí. Ahora pertenece a alguna otra persona, si no la han demolido.

—Oh… Esto es muy tranquilo. Aparte de ella, que anda por ahí arriba. Pero nunca la veo. ¿Por qué pasa eso?

—¿Estás hablando de mamá?

—No, mi madre ha muerto. Murió hace años, en Dulwich.

—Sí, así es —dije.

—Te estás haciendo un lío, hijo.

Llamé al médico de cabecera de papá, el doctor Simmonds, y le dije que estaba preocupado. Es un hombre parco en palabras, y éstas suelen ser desalentadoras, pero también es concienzudo y eficiente y lleva a papá desde hace unos veinte años. Me dijo que iría a hacerle una visita en cuanto pudiera, y que luego me llamaría.

4 de enero. El doctor Simmonds ha llamado hoy.

—Su padre sufre una demencia ligera —dijo—. Le haré una valoración de salud mental, pero llevará algún tiempo.

—¿Puede vivir solo?

—Más o menos —dijo Simmonds.

—Quise trasladarle a una residencia de la tercera edad de aquí —dije—. Pero no quiere ni oír hablar de ello.

—No, bueno, tiene buen instinto —dijo Simmonds, para mi sorpresa.

—Era un sitio muy agradable.

—No lo dudo. Pero los viejos tienen una especie de mapa mental de su casa que les ayuda a indicarles lo que hacer y cuándo hacerlo. Si les pones en un lugar extraño pierden completamente el sentido de la orientación.

—¿Y si empeora?

—Finalmente habría que tratarle. Tendríamos que internarle si fuera necesario.

«¡Dios!» Tuve una visión de papá en que unos hombres con bata blanca le sacaban de casa, y de la señora Barker observando la escena desde la entrada de la suya y diciendo adiós con la mano cuando la ambulancia arranca.

—Tal vez no lleguemos a eso —dijo Simmonds—. Su situación actual mejoraría si tuviese alguna ayuda en su casa. La asistencia social lo organizaría.

—No dejará entrar a nadie —dije—. A nadie que no conozca. Tiene miedo de que le roben el dinero que ha ahorrado.

El doctor Simmonds emitió una risa seca.

—También tiene un problema de próstata, por supuesto. Le daré una cita en la consulta para un chequeo.

Como yo esperaba, no mucho después recibí una llamada de papá.

—El bueno de Simmonds ha venido hoy —dijo.

—Muy amable de su parte —dije.

—No se lo había pedido. ¿Qué estará tramando?

—No está tramando nada. Es tu médico. Simplemente ha pasado para ver si estabas bien.

—Creo que quiere ingresarme en un hospital para operarme.

—No, papá, eso no es cierto.

—Me ha dado hora para el lunes que viene. No creo que vaya.

—Tienes que ir, papá. Es sólo un chequeo.

—Sí, es lo que ha dicho. Pero yo sé lo que tienen en mente, él y sus colegas del hospital. Quieren hacer experimentos conmigo.

Dediqué varios minutos a convencerle de que el doctor Simmonds no tenía el más mínimo interés, ni profesional ni económico, en intrigar para que le operase una Seguridad Social ya sobrecargada, y al final él dijo:

—Tú le crees, ¿verdad?

—Sí, papá —dije.

—Entonces no hay esperanza para mí en esta tierra —dijo, con tono dolido—. Harry Bates está totalmente solo.

Le dije que no dijera idioteces. Después me ofrecí a ir a Londres para acompañarle a la consulta, pero reaccionó enfadado:

—¿Qué piensas que soy…, un niño? Soy perfectamente capaz de ir solo al médico.

—Bueno, pues demuéstralo —dije—. Vete.

—Veré cómo me siento el lunes —refunfuñó—. A todo esto, ¿cómo estás tú?

—Muy bien.

—No pareces muy feliz —dijo.

No, no lo estoy. Con un padre demenciado y una mujer distante no tengo motivos para ser feliz. Fred sigue cabreada conmigo por echar a perder la excursión a Gladeworld, que he escrito en forma de cuento para tratar de exorcizar la humillación y la vergüenza sufridas. Creo que no me hablaría si no fuera porque, cuando me habla, la mitad de las veces no oigo lo que me dice. Estaba impaciente por volver al trabajo en Décor, donde están de rebajas. Sale de casa temprano por la mañana, vuelve tarde por la noche, cocina algo de cualquier manera o bien yo preparo una de esas frías comidas precocinadas de Marks & Spencer; monologa sobre lo que ha ocurrido en la tienda, transcribe al pie de la letra lo que la clienta borde le ha dicho a Jakki y lo que Jakki le ha dicho a la clienta borde, y lo que ella misma le ha dicho a la clienta borde para calmarla y lo que más tarde le ha dicho a Jakki para calmar a ésta, y todo ello para no tener una conversación como es debido conmigo, y luego se baña y se acuesta temprano. Yo bebo demasiado vino en la cena, me quedo dormido delante del televisor y vengo aquí para redactar esta crónica de mis quejas hasta la fecha. Los adornos navideños, que no hay que desmontar y retirar hasta Reyes, ofrecen un telón de fondo incongruente con mi melancolía cuando deambulo por la casa silenciosa durante el día, y el clima y las noticias hacen lo posible para deprimirme aún más. Los chaparrones no aconsejan salir, aunque las temperaturas son insólitamente altas para esta primera semana de enero, como una confirmación más del calentamiento global. Y Sadam Husein ha sido ahorcado de un modo que ha conferido a uno de los peores tiranos de la historia un aire digno, valeroso y ultrajado. No, no soy feliz.

Me acordé de una interesante observación sobre la colocación de la palabra feliz en un libro sobre la lingüística de corpus que reseñé hace años, y al cabo de una breve búsqueda lo encuentro. En un corpus pequeño de un millón y medio de palabras, las combinaciones léxicas más frecuentes de feliz entre las tres palabras que figuran antes y después eran vida y hacer. No es de extrañar: todos queremos una vida feliz, todos queremos cosas que nos hacen felices. Las siguientes palabras más comunes eran: plenamente, matrimonio, días, parecía, recuerdos, perfectamente, triste, pasada, sentido, padre, sentir, hogar. Me sorprende cuántas de ellas son palabras clave en mi propia búsqueda de la felicidad, o falta de ella, sobre todo los sustantivos: matrimonio, recuerdos, hogar. De los verbos, sentir es obviamente el que con mayor frecuencia se combina con feliz, contando sentir y siento como una sola palabra. Previsiblemente, el único adjetivo entre las palabras, aparte de feliz, era el opuesto, triste. Me asombró que los adverbios más comunes para calificar a feliz en el corpus fueran plenamente y perfectamente, en lugar de, digamos, «bastante» o «razonablemente». ¿Alguna vez somos plena, perfectamente felices? De ser así, no por mucho tiempo. La palabra más interesante es días. No día, sino días. Larkin tiene un poema maravilloso titulado «Días» que también contiene la palabra feliz.

¿Para qué son los días?

En los días vivimos.

Llegan, nos despiertan una y otra vez.

Son para que seamos felices en ellos:

¿dónde podríamos vivir sino en los días?

La combinación días felices, familiar y nostálgica, no figura en el poema, pero la evoca inevitablemente; resuena en nuestra cabeza cuando la leemos y nos recuerda el carácter transitorio y engañoso de la felicidad. Es inevitable que nos decepcionen los días donde vivimos, porque no son tan felices como eran, o como falsamente creemos que eran, en los «buenos viejos tiempos», cuando «aquéllos eran días». Pero ¿dónde podemos vivir sino en los días?

Ah, resolver esta cuestión

mueve al cura y al médico

con sus largos abrigos

a venir corriendo por el campo.

Una nota a pie de página sobre lo anterior: se me ocurrió que las partículas negativas podrían haber sido omitidas en el análisis de las combinaciones de feliz, y lo verifiqué en el pequeño corpus que tengo en un CD aquí en casa y, en efecto, a plenamente feliz precede con frecuencia no o alguna otra palabra negativa como nunca. Pero por lo general no se califica a perfectamente. De hecho, la distribución es casi prácticamente la misma: no plenamente feliz se da más o menos con la misma frecuencia que perfectamente feliz, y plenamente feliz es tan inusual como no perfectamente feliz. Me pregunto por qué. El corpus lingüístico siempre plantea estos interesantes pequeños enigmas. Hace unos años miré sordo en el corpus más grande existente de inglés escrito y hablado, unos cincuenta millones de palabras, y la combinación más común, alrededor del diez por ciento del total, era caer en oídos sordos (donde caer representa a todas las formas del verbo). Ahora bien, no es nada extraño que la aportación principal de sordo al discurso inglés sea como parte de un proverbio que significa una incomprensión estúpida o un obstinado prejuicio; lo desconcertante es el verbo caer, puesto que el oído humano está situado de tal manera que recibe ondas de sonido desde un lado, no desde arriba. Y este enigma no es privativo del inglés. Una rápida búsqueda en el diccionario reveló que en alemán se dice auf taube Obren fallen, en francés tomber dans l’oreille d’un sourd y en italiano cadere sugli orecchi sordi. Es otro tema para un artículo que nunca se ha escrito.

5 de enero. Hoy he recibido una llamada inesperada de Simon Greensmith, un tipo del British Council con el que hace años que había perdido el contacto. Era un simpático miembro subalterno de la plantilla del British Council en Madrid, que me enseñó la ciudad y me llevó a los mejores bares de tapas cuando yo estuve dando unas charlas en España. Más tarde estuvo un tiempo en el departamento de giras del Council, y ejerció una influencia decisiva para que me enviaran a varios países extranjeros, cosa que le agradecí. Ahora ocupa un cargo directivo en Varsovia, desde donde me llamaba. Tras felicitarme el Año Nuevo y unas cuantas preguntas de cortesía sobre qué tal estaba yo y si había pasado una buena Navidad, va directamente al grano.

«Es un poco una emergencia, Desmond. Espero que nos eches una mano.» Me explica que un lingüista de Lancaster, que debía realizar una breve gira por Polonia a finales de enero, para hablar de análisis del discurso al profesorado y a posgraduados de los departamentos de inglés de la universidad, ha sufrido un penoso accidente de esquí hace unos días en la Alta Saboya y estará ingresado en el hospital local las seis semanas siguientes. Simon me ha preguntado si puedo sustituirle.

—Sé que te aviso con poco tiempo —dice—, pero es tu especialidad y estoy seguro de que podrías utilizar la cantidad de conferencias que debes de tener archivadas. Son sólo diez días y en tres ciudades, Varsovia, Lodz y Cracovia. Cracovia es preciosa, por cierto, si es que no la conoces, Ciudad Europea de la Cultura y demás…

—Nunca he estado en Polonia —le digo.

—Pues entonces con mayor motivo. Es un país muy interesante. Los estudios de lengua inglesa están en auge…, tienes garantizada una buena audiencia. Y sería estupendo volver a verte.

—El problema es, Simon, que ya no hago estas cosas. Estoy demasiado sordo.

—Bueno, ya sé que tienes ese pequeño problema, pero podemos solucionarlo.

—Es mucho peor que cuando nos conocimos —digo—. Puedo dar una conferencia, desde luego, pero no oír las preguntas.

—Habrá un presidente que te las repetirá.

—Pero será polaco y hablará con un fuerte acento que no entenderé. Deformará las vocales y no oiré las consonantes —digo—. El polaco tiene muchas consonantes, ¿no? Tiene que ser un infierno ser polaco y sufrir una sordera de agudos.

Simon se ha reído.

—La lengua es un poquito endiablada —dice—. Pero mira, habrá una pausa después de la conferencia y se invitará al público a que hagan preguntas por escrito y que te las entreguen.

Ha insistido mucho y al final he accedido. La verdad es que quería que me convenciese. Quería ir a Polonia, quería ir en realidad a cualquier sitio para alejarme de la monótona rutina doméstica, las preocupaciones de un padre ligeramente vesánico y las peligrosas atenciones de una admiradora insistente y sin escrúpulos; a cualquier sitio donde de nuevo me respetaran, me consultaran, me atendieran y cuidaran con el decoro que merece un académico invitado. Como un vaquero lisiado y deprimido por la jubilación forzosa, aprovecho la ocasión de volver a montar para un último rodeo. Mientras Simon hablaba yo veía su cara risueña en la salida de la terminal del aeropuerto, con un chófer de traje oscuro a su lado, listo para transportar mi equipaje a la limusina del Council; me veía tomando un cóctel y recibiendo felicitaciones en la recepción posterior a la conferencia, cenando suntuosamente en un restaurante elegante, con las paredes revestidas de madera, mantelería blanca y lámparas de pantalla, y acompañado en una visita guiada a alguna iglesia o castillo histórico por una académica encantadora que habla un inglés impecable…

—¡Estupendo! —exclama Simon, cuando le digo que acepto—. Lo comunicaré a Londres ahora mismo. Te mandarán un contrato y los billetes de avión. Te envío hoy un e-mail con el itinerario, y hablaremos la semana que viene de las conferencias que podrías dar. Puede ser la misma en las tres universidades, por supuesto.

Supongo que debería haber consultado con Fred antes de comprometerme, pero Simon tenía prisa. Es la tarde del viernes y él estaba ansioso de conseguir un sustituto del conferenciante accidentado antes de que cerrasen las oficinas de Londres y Varsovia. Él también se iba a esquiar durante el fin de semana («Esquí de fondo», dice, «ningún peligro»). Yo no soportaba la idea de que la oportunidad la aprovechase algún otro mientras yo dudaba; y, desde luego, subconscientemente no quería que Fred intentara disuadirme.

Cuando ella entra y le digo que me voy a Polonia, expone todos los argumentos en contra que yo he reprimido al aceptar la propuesta. Me recuerda la frustración y el cansancio de que me quejaba al volver de mis últimos viajes al extranjero, sobre todo a causa de que no comprendía lo que la gente me estaba diciendo, no sólo en las sesiones de preguntas sino en cada acto social, y señala que no es un momento propicio para un viaje semejante: Polonia estará helada en enero y viajar es difícil. Tres lugares en poco más de una semana parece un calendario penoso. Probablemente pillaré un resfriado o sucumbiré a un trastorno gástrico causado por un exceso de comida y bebida, como casi siempre me había sucedido en viajes anteriores de este tipo, cuando era más joven y saludable y me recuperaba fácilmente de indisposiciones ligeras. En suma, le parece una mala idea.

—Pues ahora no puedo decir que no —digo.

—¿Cómo que no? —dice ella—. Basta con descolgar el teléfono.

Le digo que es demasiado tarde: no podría localizar a Simon hasta el lunes, y si me arrepintiera a estas alturas sentiría que le he dejado en la estacada.

—Entonces he malgastado saliva —dice ella, y se encoge de hombros—. Más vale que se lo digas a tu padre, no quiero estar pendiente de sus llamadas insensatas mientras estás fuera.

Le digo que le visitaré en Londres antes de partir y que pediré al doctor Simmonds que se ocupe de él durante mi ausencia.

6 de enero. Alex me adjunta hoy en un e-mail lo que ella llama un «borrador preliminar» de un capítulo titulado «La ausencia de “suicidio” y suicidio como ausencia», con mi cita de Borges a manera de epígrafe, y unas cuantas páginas de argumentos que reproducen más o menos mis comentarios improvisados en el coche el día 26 de diciembre. Me pide que le diga si creo que va en la buena dirección y dice que «no dude en completar este bosquejo de mis ideas y añadir cualquier cosa que se le ocurra»: su intento más descarado hasta ahora de que yo le escriba su tesis. Me produce cierta satisfacción decirle que me han invitado a dar en breve unas conferencias en Polonia y que durante las dos próximas semanas estaré muy atareado preparándolas. Esperaba una respuesta ofendida, pero me contesta serenamente: «Está bien, puedo esperar. Quizás yo también esté ocupada preparando cosas: he presentado una solicitud para dar clases este trimestre. El doctor Rimmer está de baja por enfermedad y van a contratar a un posgraduado que se haga cargo de sus tutorías. Enhorabuena por la invitación. Que se lo pase muy bien.» Me sorprende que piense que tiene posibilidades de conseguir un puesto docente en el departamento de inglés, puesto que tendría que aprobarlo Butterworth.

7 de enero. Hago mis llamadas habituales de la noche del domingo. Papá está ahora totalmente confuso respecto a la devolución del impuesto, sus libretas de ahorro y sus bonos Premium: todo se le mezcla en la cabeza, como la geografía de Gran Bretaña.

—De esa carta que enviaste al tipo ese del norte, me diste un calco, ¿sabes lo que es un calco? [se refiere a una fotocopia], sobre el concurso, bueno, no es un concurso exactamente, pero ya sabes lo que quiero decir, los compras en Correos, el dinero se multiplica a lo largo de cinco años… No he sabido nada de él últimamente, no sé si ganaré algo o nada…, son un hatajo de ladrones canallas allí en Blackpool, no, no en Blackpool, en una de esas islas en la costa oeste de Escocia, la isla de Sheppey o la de Scilly o la isla de Man… Voy a revisar otra vez mis papeles esta noche, a ver si me aclaro…

—Yo no haría eso, papá —le digo—. Déjalo hasta la próxima vez que nos veamos.

Para cambiar de tercio le pregunto qué ha cenado esta noche.

—Un pájaro muy rico —dice.

—O sea, pollo —digo.

—Debía de ser muy pequeño —dice él—. Lo compré ayer en el mercado. Señalas uno y te lo dan.

—¿Cómo lo cocinaste? —le pregunto.

—Lo metí en el horno y lo saqué cuando me pareció que estaba hecho. Lo tomé con puré de patatas y medio tomate y… ¿cómo se llama? Una cosa verde.

—¿Repollo?

—No, no es repollo, es parecido, pero no se cocina.

—¿Lechuga?

—No, no es lechuga…, tiene la piel dura como un cocodrilo…

—¿Pepino?

—Sí, eso es, pepino, lo corté en dos, ya sabes, y le puse un poco de sal y pimienta…

Le recuerdo que tiene hora mañana con el doctor Simmonds, e inmediatamente adopta un tono melancólico.

—Creo que quiere ingresarme en el hospital para que me operen —dice.

—No, papá, no. Es sólo un chequeo —digo.

—¿Qué va a hacer, entonces?

—Probablemente te hará un análisis de sangre.

—Eso es una aguja, ¿no? Odio las agujas…

—… y un análisis de orina.

—Ah, bueno, ahí no hay problema, produzco una muestra cada cinco minutos.

Me ha parecido una buena señal que todavía tuviera ganas de hacer una broma.

Telefoneo a Anne. Está bien, aparte de que le duele la cabeza. Le digo que voy a Polonia pero que volveré mucho antes de la llegada del bebé.

—¿Así que pensabas echar una mano durante el parto, papá? —bromea.

—No, eso se lo dejo a Jim —digo—. Pero me gustaría estar cerca.

Aprueba lo de mi viaje.

—Te sentará bien un cambio. Creo que últimamente te estabas sumergiendo en cierta rutina.

—Se llama retiro —digo. Ella rezonga.

—Siempre te ha encantado hacer esos espantosos juegos de palabras, ¿eh? Y nos animabas a hacer los nuestros cuando éramos niños. Recuerdo que a mamá la exasperaban.

—Era un método pedagógico para inculcaros un gusto por el lenguaje.

—Pues ahora te podrían dar un empleo de jubilado que inventa chistes para meterlos dentro de los petardos navideños.

—Gracias a Dios que hemos dejado atrás todo eso otro año —digo. Fred y yo hemos pasado la tarde recogiendo los adornos navideños, los hemos guardado en cajas de cartón para llevarlos al desván, hemos sacado por la puertaventana el árbol de Navidad al jardín trasero y aspirado las agujas de pino caídas en el salón.

Llamo a Richard y por una vez le encuentro y no me responde el contestador. Le hablo del viaje a Polonia.

—Supongo que tú ya has estado —digo.

—Sí, fui a un congreso en Cracovia hace unos años —dice—. Es muy bonito; apenas sufrió daños en la Segunda Guerra Mundial, fue la única ciudad de Polonia que se libró. Hay iglesias maravillosas de todas las épocas: románicas, góticas, barrocas; es una antología arquitectónica. —Richard es un científico culto, y sabe mucho más de arquitectura que yo—. Y, por supuesto, Auschwitz está muy cerca —añade.

—¿Sí? —digo—. No lo sabía.

—Sí. Deberías ir.

—Bueno, no sé si tendré tiempo…

—No te lo pierdas —dice él—. Todo el mundo debería visitarlo, si tiene la ocasión.

Le hablo de papá y digo que si por casualidad estuviera en Londres con algún tiempo libre sería muy amable por su parte pasar por Lime Avenue, sobre todo mientras yo esté fuera. Sin gran entusiasmo, dice que lo intentará.

—Pero antes telefonea —digo—, o puede que no te reconozca. Y hasta podría no abrirte la puerta.

Ojalá Richard no me hubiera hablado de Auschwitz. Ha arrojado una especie de nube sobre la perspectiva de mi viaje. He leído al respecto, desde luego. Sé lo de las cajas de cristal llenas de zapatos y cabellos, lo de las cámaras de gas y los hornos…, pero no sé muy bien si quiero verlos. Me parece que es un error convertir en un museo, en una atracción turística, el lugar donde sucedieron estas espeluznantes atrocidades. He leído lo suficiente sobre el Holocausto —los libros de Primo Levi, otras memorias, historias del Tercer Reich— para convencerme de que el asesinato sistemático y a sangre fría de millones de judíos fue un acto de maldad sin precedentes. No sé qué otra utilidad puede tener la visita a esa especie de patrimonio cultural, con torniquetes, guías y grupos organizados, que supongo que es Auschwitz hoy. Pero quizás me estoy mostrando perezoso o cobarde. Había una insinuación de que constituye un deber, una obligación moral, en el «deberías» de Richard: «Deberías ir… Todo el mundo debería visitarlo, si tiene la ocasión.» Como sin duda es la última oportunidad que se me presentará en la vida, supongo que tendré que ir, aunque sólo sea para mantener alta la cabeza en presencia de mi hijo cuando vuelva. He mirado el itinerario que me envió Simon y parece que hay una tarde libre en mi último día en Cracovia, pero no es el punto culminante del viaje que preví cuando él me lo propuso.

8 de enero. Esta mañana estaba repasando mis notas de conferencias y textos de seminarios, seleccionando material utilizable para mi viaje a Polonia, y la verdad es que era un placer concentrarme de nuevo en una tarea intelectual útil, cuando me ha interrumpido una llamada telefónica de Colin Butterworth. «Te agradecería mucho si pudiera verte en algún momento de hoy», dice. Parecía tenso y nervioso. Le he dicho que estaba bastante ocupado y le explico el porqué —me ha complacido poder informarle de que ya no soy del todo un profesor olvidado—, pero me ha dicho que se trata de un asunto urgente. Se ha brindado a venir a mi casa si a mí me resulta más conveniente, a la hora que más me convenga, pero cuanto antes mejor. Le pregunto si se trata de Alex y dice que sí pero que preferiría no hablar de esto por teléfono. Le invito a visitarme por la tarde, a cualquier hora después de las dos.

Llega a las dos en punto. Nunca ha estado en esta casa y hace algunos comentarios elogiosos sobre ella mientras le conduzco a mi despacho. Le digo que Fred es la principal responsable de la decoración interior. Él parece aliviado de que ella no esté en casa. Le invito a sentarse en la butaca y yo ocupo la silla, que acerco hacia Butterworth para asegurarme de que oigo lo que va a decirme. Viste con su habitual estilo de descuidada elegancia, pero hay caspa en las hombreras de su chaqueta de ante y no se ha afeitado bien. Tiene los ojos cansados. Saca un paquete de cigarrillos y me pregunta si me importa que fume. Le digo que sí me importa.

—Tienes toda la razón, es un hábito asqueroso. He dejado el tabaco varias veces, pero cuando estoy estresado… Francés se enfurece conmigo. —Se guarda el paquete en el bolsillo—. Supongo que sigues viendo con frecuencia a Alex Loom —dice—. Me dice que es buena amiga de la familia.

—Yo no diría eso —digo—. Vino a una fiesta aquí el veintiséis de diciembre. Se suponía que se iba a su casa para pasar la Navidad, como probablemente sabes. Su padre le envió el dinero del billete, pero Heathrow estaba cercado por la niebla y ella desistió.

Butterworth pareció sorprendido.

—¿Te dijo eso…, lo de su padre? —Cuando yo se lo confirmé, añadió—: Su padre se suicidó cuando ella tenía trece años.

No estaba seguro de haber oído bien y le pedí que repitiera esta información asombrosa.

—Es lo que ella me dijo, quién sabe si será verdad. Dice que por eso se interesó por las notas de suicidio. Su padre no dejó ninguna, ¿entiendes? Ella trata de descubrir por qué se suicidó leyendo las de otras personas. Al menos, era la teoría de un terapeuta.

—A mí me dijo que se interesó por el tema gracias a un novio que hacía una investigación psicológica sobre el suicidio —digo—. El que escribió aquel artículo.

—Sí, bueno, puede que haya sido o no su novio… De todos modos, no he venido a hablarte de eso. Alex ha cursado una solicitud para un puesto auxiliar de tutorías que hemos convocado internamente, porque Rimmer está de baja con encefalomielitis miálgica. Su candidatura está excluida, por supuesto. No podríamos dejar en manos de Alex a un buen número de posgraduados, y en cualquier caso hay candidatos más cualificados. Lo malo es que ella no lo ve así, y está convencida de que soy yo quien decido. Bueno, quizás en otro tiempo hubiera decidido yo, pero ahora hay procedimientos… —Hizo una pausa y me miró—. Debo pedirte que consideres estrictamente confidencial esta conversación.

—De acuerdo —digo, ya despertada una gran curiosidad.

—El trimestre del verano pasado, no mucho después de que yo empezara a dirigir su tesis, y antes de que me diera cuenta de que es una persona inestable, cometí una enorme estupidez. Entablé una… hum… relación inadecuada con ella.

—¿Una relación sexual, quieres decir? —pregunto.

—El ex presidente Clinton diría que no —dice, con una sonrisa irónica—. Pero creo que el subcomité de quejas de la junta de relaciones entre profesores y alumnos tendría otra opinión sobre el asunto. Y también mi mujer.

La historia que me cuenta es la consabida de un profesor carismático, intelectualmente deslumbrante, seducido por una estudiante joven y atractiva que le admira y que obtiene algún beneficio de la relación.

—Fue un error por mi parte, desde luego —dice—, pero ella tomó la iniciativa, y no era como si yo me aprovechara de una alumna inocente. Tiene veintisiete años, al fin y al cabo. Es una adulta madura; al menos eso pensaba yo. Y en aquel momento las cosas no iban muy bien entre Frances y yo… —Saca del bolsillo el paquete de tabaco con un gesto automático, recuerda mi objeción y se lo guarda—. Crucé la línea por primera vez cuando ella me besó al final de una supervisión, y yo le devolví el beso en lugar de decirle que no me besara. La vez siguiente fue un beso más largo, con algunas caricias y manoseos, y la cosa siguió su curso. Era muy excitante, porque cuando ella venía a verme los dos sabíamos cómo acabaría la entrevista, con un besuqueo casi mudo junto a la puerta antes de que ella saliera, porque la situación era muy arriesgada. Un día se arrodilló, me abrió la bragueta y me la chupó, con la puerta cerrada con llave y gente que iba y venía por el pasillo de fuera. Lo hacía todo bastante bien, excepto el sexo propiamente dicho. Ni siquiera cuando empecé a ir a su piso (tiene un apartamento en uno de esos edificios nuevos a la orilla del canal) permitió la penetración. Le gustaba que la azotasen. Fue entonces cuando empezó a preocuparme lo que estábamos haciendo. Y, para serte sincero, estaba harto de no follar nunca como es debido. Me alegré cuando llegaron las vacaciones y nos fuimos (Frances y yo) a nuestra casa en España durante un par de meses. Cuando volvimos le dije a Alex que el sexo entre nosotros tenía que acabar. Me disculpé, me eché la culpa, no la acusé de nada, pero ella no estaba contenta. Pensé en intentar transferirla a otro supervisor, pero tenía miedo de que ella me denunciara. De hecho, es con lo que me amenaza ahora si no le consigo el puesto de trabajo.

De modo que por eso había venido a verme con tanta urgencia.

—Le escribí la mejor recomendación que pude sin incurrir en mentiras —dice—. Pero esta mañana hemos tenido una reunión para el nombramiento y no he podido hablar en su favor. La consideran una persona enigmática y no ha presentado ninguna prueba de competencia en materia lingüística. Ha sido la primera candidata eliminada. Como ella no tardará en descubrir, han ofrecido el puesto a otro candidato.

—¿Por qué me cuentas todo esto? —pregunto, aunque me hago una idea bastante clara.

—Esperaba que tú pudieses convencerla de que no formule una queja contra mí. Sé que le gustas, que te respeta. Siempre me habla bien de ti. Creo que te escucharía.

—Entiendo —digo, y guardo silencio, pensando.

—Podrías preguntarte: ¿Por qué debo hacerlo? —dice.

—Me lo pregunto, en efecto.

—Apenas me conoces, no me debes nada, seguramente desapruebas lo que he hecho…

—Sí —digo.

—Pero este asunto podría destruirme, como sabes. No sólo mi carrera, sino mi matrimonio, mi familia… Francés se quedaría destrozada. Y tengo dos hijas adolescentes, de trece y quince años. Imagina cómo sería su vida si esto llegara a ser de dominio público.

—¿De verdad crees que Alex presentaría una queja formal?

—Si no lo creyera no te habría contado todo esto.

—¿Por qué iban a creerla, siendo como es una fantasiosa compulsiva?

Hace una mueca.

—Tiene pañuelos de papel con mi ADN, o eso dice. Desde luego, ha tenido múltiples oportunidades de obtenerlos.

Debe de haber captado una expresión de asco en mi cara, porque añade:

—Perdona por haberte endosado esta historia sórdida, pero te agradecería infinitamente que hablases con ella. Lo antes posible.

Le digo que veré lo que puedo hacer.

9 de enero. Tengo una cita con Alex esta tarde en Pam’s Pantry. Esta vez me estaba esperando, sentada en el mismo sitio al fondo del café donde yo me había sentado, y tiene una taza de café en las manos. El local estaba casi vacío. Pido un capuchino en el mostrador y me siento a su mesa. Parece incluso más pálida que de ordinario, y tiene el pelo rubio lacio y sin vida. Quizás fuese por la regla, pero lo más probable es que fuera por el estrés del juego peligroso en que se ha metido. Voy directamente al grano y resumo lo que Butterworth me ha contado de su relación, sin entrar en los detalles sexuales. Me escucha impasible y después dice:

—No sabía que usted y Colin eran amigos.

—No lo somos —digo.

—Pero los hombres se ayudan en estas situaciones, ¿no?

—Escuche —le digo—. No me gusta Colin Butterworth, nunca me ha gustado. No me importaría lo más mínimo si le reprendieran públicamente, o si tuviera que dimitir. Creo que se ha comportado indebidamente con usted, aunque usted iniciara el asunto. —Tomo nota de que ella no lo niega—. Pero si usted formula una queja formal, él no será el único en salir malparado. También su mujer y sus hijos. Tiene dos hijas adolescentes. Destruirá usted una familia, ¿y para qué? No le darán el empleo. Se lo darán a otro.

—¿Cómo lo sabe? —dice, bruscamente.

—Me lo ha dicho Butterworth.

Alex gira la cabeza y habla hacia la pared. «Cabronazo», dice entre dientes.

—Créame, no había posibilidad de que la eligieran, aunque él lo intentara. Así que no tiene sentido que le denuncie. La convocarán para un interrogatorio muy desagradable (él tendrá un abogado, facilitado por el sindicato) y la acusará de haber intentado chantajearle. Cosa que usted ha hecho. Y también usted será desacreditada y expulsada de la universidad.

—No hay pruebas escritas —dice ella, volviendo de nuevo la cabeza hacia mí—. Podría negarlo. Sería su palabra contra la mía.

—Pero su palabra no es muy fiable, ¿no cree, Alex? —digo.

—¿Qué quiere decir?

—Le dijo a Fred que su padre le envió un billete de avión para ir a su casa en Navidad. Le dijo a Butterworth que su padre se suicidó cuando usted tenía trece años. ¿Cuál es la verdad?

Alex baja la cabeza y remueve su café, aunque está frío y la taza está medio vacía, y murmura algo a través de un mechón mustio. Me inclino sobre la mesa.

—¿Qué ha dicho?

—Mi padre se mató —dice.

Le digo que lo lamento, pero que no comprendo por qué inventó la historia del billete. Dice que un día estaba sentada con algunos posgraduados de inglés después de un seminario y que la gente hablaba de ir a casa en Navidad, y cuando alguien le preguntó qué haría ella se inventó instantáneamente el cuento de que la pasaría en Estados Unidos con su familia, porque no quería confesar que iba a pasarla sola en su apartamento.

—A veces hago eso —dice—. Me invento una historia o digo una mentira, o gasto una broma sin pensarlo, impulsivamente. No puedo evitarlo. No es que me importara pasar la Navidad sola. No tengo familia. Mi madre murió de cáncer hace cinco años, mis abuelos han muerto, aparte de uno que tiene Alzheimer… No me relaciono con mi hermana. No tengo un sitio adonde ir en Estados Unidos. Pero no quería que me compadecieran o me trataran con condescendencia, y por eso me inventé lo del idilio de volver con mi familia en Navidad, era como una vieja portada del Saturday Evening Post. Me figuré que nadie sabría que estaba encerrada en mi apartamento con un montón de comida precocinada.

Cuando recibió la invitación de Fred a nuestra fiesta se moría de ganas de aceptar, pero tenía que mantener la apariencia de que viajaba a Estados Unidos por Navidad.

—Pensé que sería bonito que mi padre me enviara el dinero para el vuelo —dice—. Como me estaba inventando una historia, pensé que lo mejor sería sacarle el mayor partido. Y entonces puse eso en mi carta a Winifred. Parecía hacerlo más creíble. Pero cuando llegó la Navidad y vi a toda aquella gente retenida en Heathrow por la niebla, pensé que sería la excusa perfecta para ir a la fiesta de todas maneras.

—¿O sea que se inventó todo eso del caos en Heathrow viendo el noticiario de televisión?

—No fue difícil —dice—. También leí los periódicos.

—¿Sabe? Debería utilizar mejor ese talento para inventar —digo—. Debería escribir relatos.

Sonríe débilmente.

—Quizás lo haga algún día —dice.

Le pregunto por qué a Butterworth y a mí nos ha dado dos explicaciones diferentes de cómo llegó a interesarse por las notas de suicidas.

—No son incompatibles, las dos son verdad en un sentido distinto —dice—. Primero fue el chico de Columbia el que me dio la idea de hacer una investigación lingüística sobre las notas. Pero, por supuesto, también había un motivo psicológico. Siempre me fastidió que mi padre no dejara ninguna. Nunca supimos por qué se mató. No sabíamos que estaba deprimido. Nunca descubrimos ningún motivo, como que había hecho algo horrible y temiese que le descubrieran, o que le habían diagnosticado una enfermedad terrible, pero no, no dejó nada de nada. Simplemente se metió en un bote de remos en el lago que había cerca de casa y se disparó con un rifle de caza.

—Quizás fuera un accidente —digo.

—Tenía el cañón en la boca —dice ella—, y usó un dedo del pie para apretar el gatillo.

¿Es cierto esto? En realidad no lo sé, aunque he fingido creerlo, porque no hacerlo habría sido sumamente doloroso. En conjunto me inclino a pensar que es cierto. Un suceso tan traumático en la infancia explicaría muchas cosas de la conducta de Alex, además de su obsesión por las notas de suicidas: sus fantasías, la atracción que siente por hombres mayores que ella, el placer que le proporciona manipularles y hacerles sufrir. Explicaría asimismo el tono harto cruel y hasta despectivo de sus observaciones sobre el tema del suicidio, y sus comentarios sobre el sitio web de la guía de escritores, fuera o no obra suya. Es obvio que de adolescente amaba a su padre, pero estaba profundamente enfadada con él por lo que hizo, y todavía lo está.

—¿Cómo pudo hacerlo? —me dice—. Matarse sin una sola palabra de explicación. Sin que podamos dejar de preguntarnos por qué se mató, si era culpa nuestra por alguna razón que ignoramos. Significaba que nunca podríamos saberlo. Nunca.

Creo que su motivación psicológica para investigar las notas de suicidas es más mitigar su rabia que resolver un enigma.

Cuando llego a casa llamo a Butterworth y le digo que he hablado con Alex y que estoy casi seguro de que no presentará una queja. Podría haber sido más concreto, pero no me sentía inclinado a que se librara con excesiva ligereza, o con demasiada rapidez, de las punzadas de la aprensión. En todo caso, se ha sentido enormemente aliviado y efusivamente agradecido por esta garantía.

11 de enero. En las tirantes circunstancias de mi vida actual, la clase de lectura de labios es un refugio de paz y distracción inocente. Hoy he empezado el nuevo curso. Empezamos con una sesión sobre las rebajas de enero. Beth nos entrega pedazos de papel en los que ha escrito una frase: «He comprado… en las rebajas de enero», y tenemos que rellenar el grupo nominal (aunque por supuesto ella no lo llama así) y decirlo con los labios a los otros. Yo digo que he comprado unas camisas en las rebajas y me pongo a pensar que ojalá, me vendrían bien algunas camisas nuevas para el viaje a Polonia. Beryl dice algo que ninguno acierta a leer en sus labios. Resulta ser una alfombra china. Ha sido «china» lo que nos ha despistado. Si hubiera sido una «alfombra persa» creo que lo habríamos entendido, pero «alfombra china» no es una expresión o concepto conocido, aunque todo lo que hay en las tiendas hoy día lo hacen en China, incluidas, probablemente, las alfombras persas.

Luego tenemos una sesión sobre el Año Nuevo, pero por suerte no nos pide que digamos cómo lo hemos celebrado. Beth repasa los requisitos para las primeras visitas del año[16], primero sin voz y después con ella. El hombre que primero franquea el umbral después de medianoche tiene que ser alto y fornido, no debe ser cojo ni estrábico, tiene que llevar un pedazo de carbón y una botella de whisky, pero no un cuchillo, no debe ser pies planos ni cejijunto, no debe vestir de negro ni hablar hasta que haya depositado el pan en la mesa y el carbón en el fuego y entregado la botella al cabeza de familia, tras lo cual dice «Feliz Año Nuevo» y sale por la puerta trasera. Al parecer, no tiene que oír lo que le digan, y en consecuencia yo serviría.

Después hacemos una prueba con las aplicaciones de la palabra escocés, en la que debemos responder con los labios al compañero. Otra vez me toca Gladys. Creo que procura sentarse a mi lado porque sabe que soy un hombre culto y ella es muy competitiva, tan afanosa de ser la primera en terminar que a menudo se olvida de que tiene que hablarme sin voz. Las pistas eran muy fáciles: Un huevo envuelto en carne de salchicha… Un explorador famoso… Un juego infantil… Una que deja perplejo a todo el mundo es Un pago habitual. Finjo que no conozco la respuesta: «un escote». Nada que ver con Escocia, por supuesto: es inglés antiguo, ya obsoleto, aunque sobrevive en la expresión «a escote».

Después del té tenemos una charla sobre los perros lazarillos de Trevor, un hombre sordo que posee uno. Lo trae con él, es un terrier Jack Russell, premiado en un concurso, que se llama Patch, se sienta a los pies de su amo y parece que sigue la charla, que sin duda ha oído muchas veces, porque Trevor recorre el país hablando a grupos como el nuestro en nombre de la organización que adiestra a estos animales. Cuesta cinco mil libras adiestrar a un perro porque lleva mucho tiempo y no poca paciencia. Aprenden a reconocer y distinguir los sonidos del despertador del amo, el temporizador de la cocina, el timbre del teléfono, la alarma de humo y la de incendio. Al oír un sonido identifican la fuente, atraen la atención del dueño tocándole con la pata y le llevan hasta allí. Si se trata de la alarma de humo o de incendio, le tocan con la pata y a continuación se tumban, avisando del peligro. Estos perros, como es obvio, rara vez ladran, aunque a Trevor le han dicho que Patch ladra a veces en sueños. El hombre lleva un pasaporte y un documento de identidad de Patch donde se declara que el perro está legalmente autorizado a entrar en restaurantes y tiendas de alimentos, aunque dice que en alguna ocasión le han negado la entrada. ¿Se la negarían una tienda o un restaurante al lazarillo de un ciego? Lo dudo.

Trevor da a entender que es soltero, y bien pensado, si tienes mujer o vives en pareja no necesitas en realidad un perro adiestrado. Evidentemente, la compañía de Patch es tan importante para él como su ayuda práctica. Es agradable pensar en esta red de perros inteligentes, adiestradores abnegados y dueños agradecidos en la que todas las partes dan y reciben algo valioso y cumplen su misión en silencio, día tras día, desconocidos para la mayoría de la población.

15 de enero. No he tenido tiempo de escribir este diario durante la semana pasada. He estado muy ocupado preparando mi viaje a Polonia, que empieza pasado mañana. Cuando inspeccioné mis textos y conferencias inéditos, ninguno me pareció plenamente satisfactorio tal como estaban, por lo que tuve que revisar y actualizar tres de ellos.

Ayer recibimos noticias inquietantes de Anne. Ha tenido una hemorragia y la han llevado a la maternidad para tenerla en observación y para que descanse. Hablé con ella por teléfono y dijo que era sólo una medida preventiva. Al bebé no le ocurre nada, pero quieren evitar un parto prematuro. Con todo, uno no puede sino preocuparse.

Hasta última hora no le hablé a papá del viaje; lo hice adrede, porque sabía que le disgustaría, y tanto mejor cuanto menos tiempo tenga para rumiar la noticia.

—¿Polonia? ¿Polonia? ¿Qué demonios se te ha perdido allí? Todos los polacos se mueren de ganas de venir aquí, por lo que he leído en el periódico. Nunca he oído nada bueno de Polonia. De todas formas, creí que ya no estabas para esos trotes.

Le expliqué las circunstancias y le dije, con más entusiasmo del que siento realmente ahora, que me hacía mucha ilusión el viaje.

—Bueno, menos mal que vas tú y no yo, compadre —dijo—. ¿Cómo vas…, en avión? No en uno polaco, espero.

—No, con British Airways —dije, aunque de hecho volveré de Cracovia en un vuelo de LOT. Salgo de Heathrow por la mañana temprano y he reservado para la víspera una habitación en un hotel cercano al aeropuerto, así que tendré que ir a Londres mañana y desviarme para visitar a papá. Esto pareció apaciguarle.