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Sordera en la tarde[15]

GLADEWORLD. Qué extraño fenómeno. Es como una imagen negativa de un lugar con ciertas propiedades, tal como una reclusión o un dolor provocado, que normalmente considerarías negativas, lo que produce el curioso efecto de convertirlas en positivas, o eso parece, a juzgar por el aire satisfecho de sus habitantes. Un campo de concentración benévolo. Una cárcel benigna. Un infierno feliz. Tiene entre dos y medio y cinco kilómetros cuadrados y una alta valla de tela metálica, coronada por alambre de púas alrededor del perímetro, y una única entrada con una garita de guardia casi militar, y una barrera que se levanta y se baja cuando los huéspedes llegan en sus coches y enseñan sus documentos para que los examinen y les permitan pasar unos guardas de seguridad uniformados. Dentro del recinto, varios miles de hombres, mujeres y niños viven en cabañas de una planta, mucho más pequeñas que las viviendas de donde proceden, y astutamente esparcidas entre los árboles para crear una ilusión de intimidad. Visten una especie de uniforme de presos: chándal, pantalón corto, zapatillas de deporte y, cuando llueve, un anorak. Pasan el día trajinando de un lado para otro, en bici o andando, por las carreteras asfaltadas y senderos que unen sus cabañas con diversos puntos de reunión: por ejemplo, un supermercado donde haces la compra como la harías en casa, pero menos cómodo, porque los productos son inferiores y los precios más caros, y tienes que cargar con bolsas pesadas hasta tu cabaña, porque los coches están estacionados en el aparcamiento; por ejemplo, un amplio centro deportivo donde, pagando una cantidad no desdeñable, puedes practicar con luz y aire artificiales una serie de deportes (tenis, bádminton, squash, frontenis, billar, snooker, ping-pong, etc.), críticamente observado por un corro de otros residentes que aguardan a que concluya tu tiempo de alquiler y empiece el suyo; y, lo más ejemplar de todo, el mundo submarino tropical, una enorme cúpula geodésica de plástico que alberga, en una atmósfera húmeda y caldeada, un complejo de piscinas e instalaciones acuáticas de distintos tipos y medidas: canales y túneles laberínticos con poderosas corrientes propulsadas por bombas, cascadas en picado, toboganes tubulares en forma de espiral y rápidos de agua blanca construidos con fibra de vidrio, que comienzan en lo más alto de la estructura, al aire libre, y descienden cada vez con más fuerza y velocidad, al principio fuera y después dentro de la pared de la cúpula, hasta que desembocan impetuosamente en una piscina profunda. Aunque en teoría destinada a nadar, está diseñada para que sólo des unas cuantas brazadas en cualquier dirección. La piscina principal tiene una forma aleatoria que no permite apreciar cuál es la parte larga y cuál la ancha, y la gente nada en todas direcciones y choca entre sí constantemente, y de vez en cuando una maquinaria invisible genera un grueso remolino en el que no se puede nadar, sino flotar como náufragos de un accidente aéreo que aguardan el rescate en el mar, con la excepción de que sus gritos son más de placer que de miedo.

Si cambias la banda sonora, sustituyes los gritos y aullidos por risas y chanzas, pones un filtro rojo en tus gafas para dar un resplandor ardiente al espectáculo, podrías pensar que estás en alguna versión moderna del Inferno de Dante, o en los infiernos creados por pintores medievales. Esa multitud semidesnuda, arrojada a las olas tempestuosas o bajando a una velocidad aterradora por los tubos y espirales semitransparentes, o arrastrada culo arriba por los rápidos, asfixiada por el agua, cegada por la espuma, girando en los remolinos, aspirada por la resaca, enredada con cuerpos ajenos, contusionada y molida por el impacto de las paredes de fibra de vidrio, para finalmente caer en un pozo hirviente, recuerda de una forma irresistible a las antiguas imágenes de los réprobos condenados a una repetición eterna de su castigo. En efecto, apenas caen con un chapoteo en el extremo final de los rápidos, o apenas son escupidos por la boca de los tubos espirales y trepan fuera del agua, empapados y aturdidos, los habitantes de Gladeworld suben obedientemente la escalera de caracol entre las rocas artificiales y se unen a las largas colas de gente que espera en la cima de los toboganes, o se sumergen en la humeante piscina descubierta que conduce a los rápidos, para vivir de nuevo todo el proceso de miedo y dolor.

Desmond expuso esta analogía a Fred, Jakki y Lionel, al final del primer día completo de estancia. Era el día de Nochevieja y habían decidido preparar la cena en su «villa», como llamaban, un tanto ampulosamente, a los chalés de dos dormitorios, porque el único lugar para comer dentro de Gladeworld que parecía remotamente prometedor ya estaba totalmente reservado, y en consecuencia, con toda probabilidad, todos los restaurantes de las inmediaciones, «aunque los guardas de seguridad de la entrada te dejaran salir unas horas», había comentado Desmond, cuando se habló de los planes para la cena.

—Pues claro que nos dejarían salir —dijo Jakki, cuyo sentido de la ironía no estaba muy desarrollado.

—No le hagas caso —dijo Winifred—. Es su forma de ser.

A pesar de este aviso, Jakki reaccionó con el mismo antagonismo carente de imaginación cuando él describió metafóricamente el mundo submarino tropical.

—¿Miedo y dolor? —dijo ella, ceñuda—. No sé lo que quieres decir. Ya ves cómo se divierte todo el mundo.

—Es una broma, amor —dijo Lionel—. Desmond está bromeando. ¿Sabes que este sitio tiene una ocupación del noventa y cinco por ciento durante todo el año? —prosiguió—. Algo bueno tiene que tener.

—Bueno, yo creo que es maravilloso para familias —dijo Fred—. Se lo voy a recomendar a Marcia y Peter. Seguro que a los niños les encanta.

—Por supuesto, tienes que ser una persona activa para disfrutarlo —dijo Jakki. Ella y Lionel habían estado corriendo antes de desayunar y habían dado una vuelta por el bosque en bicicletas alquiladas antes de comer; Desmond y Winifred se habían ofrecido a hacer las compras para la cena, y la caminata de unos dos kilómetros de ida y otros dos de vuelta, cargados con voluminosas bolsas de plástico, ya había sido un ejercicio suficientemente fatigoso, al menos por lo que a Desmond se refería. Habían decidido dedicar la tarde a relajarse en el mundo submarino. Él pensó que nunca en su vida había estado en un lugar menos relajante que aquel «mundo», empezando por el vestuario, un dédalo resbaladizo de cabinas con dos puertas, una que llevaba a la piscina y la otra a la entrada o salida, que se abrían y cerraban simultáneamente mediante un simple mecanismo que él tardó veinte minutos en descifrar, y flanqueado por una hilera de taquillas en las que insertabas una moneda de una libra para girar la llave y extraerla, atada a una pulsera de goma que te ponías alrededor de la muñeca o el tobillo. Al volver al vestuario bastante antes que sus compañeros, porque había dejado las gafas y el audífono en la taquilla, no pudo leer el número impreso en la pulsera, y cuando pidió a unos bañistas que pasaban que se lo leyeran no oyó lo que le dijeron, con lo que al final le dio la llave a un niño que le llevó como a un idiota desvalido hasta su taquilla y se la abrió.

En medio de estas humillaciones limitó sus actividades bajo la cúpula a nadar despacio en círculo, unas pocas brazadas cada vez, en la piscina principal y en el estanque caliente al aire libre que había arriba, manteniéndose bien lejos de la presa que llevaba a los rápidos. Sin embargo, incluso aquella pequeña cantidad de inmersión y esfuerzo había infundido a sus miembros un agradable calor interno, una especie de lasitud sensual; y ahora, después de una buena cena —coq au vin cocinado por Winifred y manzanas asadas rellenas de dátiles, preparadas por Jakki— y, en especial, de un trasiego generoso de las dos botellas de Pomerol que se había traído prudentemente de casa, se sintió lo bastante tranquilo para olvidar las irritaciones y contrariedades del día, y dejó que sus pensamientos se recrearan ociosamente en las perspectivas amorosas de la noche.

Uno de los dos dormitorios tenía una cama de matrimonio y el otro dos camas simples. Jakki y Lionel, que habían llegado antes al chalé, se quedaron con la cama grande. «No os importa, ¿verdad?», había dicho Jakki, añadiendo con una sonrisita: «Siempre podéis juntar las camas.» «No creo que lo hagamos», había dicho Winifred, lo cual no era muy prometedor. Por otra parte, esto era ayer por la noche, después de un trayecto que una larga retención en la autopista convirtió en fastidioso, y de todo el trabajo de descargar el coche, llevarlo al aparcamiento y volver andando al chalé, que parecía estar lo más lejos posible del parking dentro de la alambrada del perímetro. Él y Winifred estaban cansados, se acostaron temprano y durmieron como troncos en camas separadas, envueltos en sus edredones respectivos. Pero esta noche, pensó, tal vez Winifred estuviera dispuesta a la intimidad. Su sistema nervioso también había sido inundado de endorfinas liberadas por el ejercicio, ella también estaría experimentando la pasajera pero agradable sensación de bienestar, y le pareció que cuando sus ojos se encontraban a intervalos a través de la mesa del comedor, los de ella emitían un fulgor suave e incitante, y su sonrisa una calidez auténtica.

Fue mala suerte, por tanto, que fuera Nochevieja, porque después de haber recogido la mesa y amontonado los platos sucios en el lavavajillas (accesorio, recalcó Jakki, que era un lujo exclusivo de las villas para ejecutivos, junto con el jacuzzi en el cuarto de baño y una sauna privada en el porche trasero) y haber compartido un café descafeinado o un té de hierbas, cuando Desmond declaró, con un guiño encubierto a Winifred, que estaba agradablemente cansado y listo para acostarse, Jakki y Lionel dijeron que ni hablar e insistieron en que todos tenían que quedarse levantados para ver la entrada del Año Nuevo. Y la mala suerte se duplicó porque Lionel había llevado una botella de malta para que el «espíritu nos conforte», como dijo burlonamente.

Sólo eran las diez y media cuando la propuesta de Desmond fue rechazada de plano por Lionel y Jakki, decisión que refrendó Winifred (más por cortesía, sospechó Desmond, que por entusiasmo), y no hubo nada que hacer hasta medianoche, aparte de una charla desganada y la degustación del malta. Como a Winifred no le gustaba el whisky, y el consumo que del licor hacía Jakki era modesto, los dos hombres se habían bajado unos dos tercios de la botella para cuando Lionel encendió el televisor. Llenó la pantalla la faz del Big Ben, iluminado por reflectores, con las agujas marcando las doce menos siete minutos, y la cámara siguió el movimiento del minutero, con tomas ocasionales de las ruidosas multitudes expectantes en Trafalgar Square y otros lugares públicos de todo el país, hasta que al fin resonaron las conocidas notas graves. El gentío en la calle cantó los números —uno, dos, tres— mientras sonaban las campanadas, y al dar las doce estalló en vítores, gritos y abrazos promiscuos. Fuegos artificiales sobrevolaron el Támesis. Los cuatro se pusieron de pie —los dos hombres trastabillando un poco— y desearon un feliz Año Nuevo a sus compañeros. Lionel dio a Jakki un beso largo y lascivo, y Desmond intentó hacer lo mismo con Winifred, pero ella abrevió el beso y apartó la cara. «Perdona, cariño, pero ya sabes que no me gusta el olor del whisky», dijo. «Entonces ven a la cama y te besaré los otros labios», le murmuró él al oído, y ella se ruborizó y le rechazó. Lionel y Jakki se despegaron por fin e intercambiaron parabienes con Winifred y Desmond. Lionel besó a Winifred respetuosamente en la mejilla y Jakki besó a Desmond en la boca, metiéndole la lengua entre los dientes y retrocediendo después para ver su expresión de sobresalto. «Feliz Año Nuevo», dijo. «Ahora ya puedes irte a la cama.»

Ya en el dormitorio, él intentó desvestir a Winifred, empezando por la cremallera del vestido, pero ella le retiró la mano.

—Para, que vas a romperla.

—¿Qué pasa? —dijo él—. ¿No te apetece hacer el amor?

—No, no me apetece —dijo ella, quitándose el vestido y hablando con una voz baja pero enfática que él oía apenas—. Y si me apeteciera, no serviría de nada porque has bebido más de la cuenta.

—¿Por qué no hacemos algunos preámbulos para ver lo que pasa? —la cameló él, apretándose contra su espalda y abarcando sus pechos con las manos. Ella se las retiró y se volvió hacia él.

—¿Qué pretendías diciendo eso delante de Jakki y Lionel? —dijo, enfadada.

—¿Diciendo qué?

—Lo de los labios.

—No lo han oído.

—Tendrían que ser sordos para no haberlo oído. Tan sordos como tú.

—Ah —dijo él—. Pues bueno, no creo que se hubieran escandalizado. Jakki acaba de besarme en la boca.

Winifred le miró como si dudara de su palabra.

—¿Sí? Entonces ella también ha bebido demasiado.

Ella prosiguió sus briosos preparativos para acostarse, pero él sabía que la información le había dolido un poco, sembrando una pequeña semilla de rencor que quizás favoreciese los planes de Desmond. Cuando dijo que juntaría las camas ella no asintió, pero tampoco se opuso, y se metió en el baño mientras él realizaba esta operación, y menos mal que ella no estaba, porque le resultó sumamente dificultosa. Las camas eran de factura endeble, montadas sobre ruedas giratorias, y se pasearon por la habitación con una trayectoria desconcertante cuando él le propinó a una un empujón excesivamente entusiasta, y casi sospechó que la otra le ponía adrede la zancadilla en un momento dado, pero al final consiguió alinearlas la una junto a la otra… en medio del dormitorio, donde había que reconocer que tenían un aspecto algo extraño, más parecidas a un catafalco que a una cama de matrimonio, pero la mesilla entre ambas estaba irrevocablemente atornillada a la pared y no dejaba otra alternativa. Cubrió las dos camas juntas con edredones para que parecieran más acogedoras, puso un polo rojo por encima de la lámpara de la mesilla, para crear un tenue resplandor romántico, y apagó las otras luces. Desde el cuarto de baño oyó el sonido del agua de la ducha, lo cual era un signo alentador. Se desvistió y se tumbó en la cama en calzoncillos, aguardando a que Winifred terminara para poder entrar él en el baño y quitarse rápidamente la restante ropa interior. Miró al cielo, prometiéndose intimidades inminentes, y se quedó dormido enseguida.

Despertó con tortícolis, dolor de cabeza y sequedad de boca, helado por haber dormido encima del edredón en vez de debajo, se levantó y buscó a tientas en la oscuridad el camino del cuarto de baño. La luz reflejada en los azulejos blancos le hizo parpadear cuando la encendió, pero pudo ver en su reloj de pulsera que el Año Nuevo era cuatro horas y cuarto más viejo. Hizo pipí, pero no vació la cisterna para no despertar a Winifred. Dejó que escapara una franja de luz del cuarto de baño y vio que ella había empujado la cama hacia atrás para arrimarla a la cabecera, que estaba atornillada a la pared, como la mesita de noche. La cama de él seguía aislada en medio del dormitorio; la almohada estaba en el suelo y sin duda por eso tenía tortícolis. No había una taza ni un vaso en el cuarto y el dolor del cuello le desaconsejó inclinar y girar la cabeza para beber del grifo. De todas formas, el agua sola no aplacaría su sed intensa, pero sí un cartón de zumo de naranja que había en la nevera. Salió de puntillas de la habitación, cerró la puerta con cuidado al salir y se dirigió al espacio que servía de salón y cocina. En el camino pasó por delante del dormitorio de Jakki y Lionel. Comprendió que se había dormido con el audífono puesto, y en su estado de confusión aún no había pensado en quitárselo cuando oyó a través de la puerta barata y hueca sonidos amortiguados de carácter inequívoco. ¡Las cuatro y cuarto y todavía dale que te pego! Qué resistencia. Qué lujuria insaciable. Era el rasgo definitivo que sellaba su fiasco sexual. Volvió sigilosamente al dormitorio sin abrir la nevera para saciar la sed, temeroso de que le oyeran merodear y le acusaran de voyeur, o como se llamara su equivalente auditivo. Entró en el baño, se quitó el audífono y tragó cuatro comprimidos de Nurofen, acompañándolos con agua absorbida de las palmas unidas. No intentó maniobrar con la cama para recolocarla en el lugar donde estaba, sino que se metió inmediatamente debajo del edredón, aferró la almohada debajo de su cabeza como si fuera un salvavidas y volvió a quedarse dormido.

Cuando despertó, a las ocho y media, estaba solo en el dormitorio. Se puso la bata y el audífono y entró en la sala. Jakki y Lionel estaban desayunando, vestidos con lo que podría haber sido un pijama o ropa de deporte: era difícil decirlo.

—Buenos días, Des —dijo Jakki—. ¿Has dormido bien?

—No muy mal —dijo él—. ¿Dónde está Fred?

Tenía un miedo tremendo a que ella hubiera abandonado Gladeworld, cogido el coche y regresado a casa, dejándole expuesto a la ignominia de que Jakki y Lionel le llevaran de vuelta a Rectory Road.

—Se ha ido a dar una vuelta en bici —dijo Jakki—. Le he prestado la mía.

Desmond se sentó a la mesa, se sirvió un vaso de zumo de naranja y se lo bebió de un trago.

—Lo necesitabas —dijo Lionel, superfluamente. La luz matutina que brillaba en la coronilla de Lionel hirió los ojos de Desmond.

—Me temo que vosotros, chicos, bebisteis demasiado anoche —dijo Jakki, sirviéndole una taza de café—. Lionel se quedó dormido mientras yo me estaba cepillando los dientes, y luego tuvo el descaro de despertarme a altas horas y empezar a acosarme.

—¡Jakki! —protestó Lionel, débilmente.

—Bueno, es verdad…, y Winifred dice que has hecho estragos con las camas antes de quedarte frito, Desmond.

—¿Sí? No me acuerdo muy bien —dijo él. Tomó el café ávidamente. La situación no era tan mala como había creído. Su mujer no le había dejado y Lionel, al fin y al cabo, no había realizado un maratón sexual de cuatro horas.

—Pensábamos ir al balneario esta mañana —dijo Jakki.

—Un buen modo de librarse de la resaca —dijo Lionel.

—¿Bebiendo el agua, quieres decir? —preguntó él.

—¿Para qué ibas a hacer eso? —dijo Jakki, frunciendo el ceño.

—Te está tomando el pelo otra vez, Jakki —dijo Lionel—. Es un lugar muy agradable, Des. Hay saunas, baños turcos, una piscina exterior de agua caliente…

—Tenemos una sauna aquí que es gratuita —señaló él. Era una pequeña estructura de madera, con espacio suficiente para dos personas, en la terraza de detrás del chalé, que habían calentado la víspera para secar los bañadores y las toallas mojados. Fuera había una ducha primitiva en forma de cuba de madera llena de agua fría, colgada de una viga y que funcionaba por medio de una cuerda.

—¿Eso? Eso no es nada —se burló Lionel—. El balneario tiene tres tipos de sauna y cuatro baños turcos diferentes. Romano, japonés, indio…

—Suena atractivo —dijo Desmond.

—Y tienes todo tipo de masajes y tratamientos de belleza —intervino Jakki, sin captar la indirecta.

Winifred entró en aquel momento, con las mejillas rosadas y un aspecto satisfecho.

—Me lo he pasado muy bien —anunció—. Hacía años que no montaba en bicicleta. Me había olvidado de lo agradable que es, si no tienes que lidiar con coches y camiones.

—¿Adónde has ido? —preguntó Desmond. En realidad no le interesaba saberlo, pero era una manera de que ella le hablara.

—Oh… He rodeado el estanque, atravesado el bosque… Ha sido bucólico. No había mucha gente por allí.

—Te habría acompañado si hubiera estado despierto —dijo él.

—Sí, bueno, estabas profundamente dormido —dijo ella, con un tono seco—. Oh, y he pasado por el balneario —dijo, dirigiéndose a Jakki.

—Pensábamos pasar la mañana allí —dijo Jakki.

—Fantástico —dijo Winifred.

Cuando volvieron a la intimidad de su dormitorio y mientras restauraban una especie de orden, él se disculpó por el desastre de la noche.

—Bebiste demasiado, Desmond —dijo ella. El «Desmond» era un indicio de su disgusto. Incluso la ácida ironía de «cariño» era preferible a «Desmond».

—Fue culpa de Lionel, por sacar la botella de malta.

—No tenías por qué bebería. De todos modos, no sólo fue anoche, sino casi todas las noches. Te estás volviendo un adicto.

—Tonterías.

—No es una tontería.

—Muy bien, te lo demostraré —dijo él—. Hoy no beberé una gota.

Ella le miró inquisitivamente.

—Sabes que esta noche cenamos fuera, en el supuesto restaurante francés.

—Sí.

—¿Y no tomarás vino?

—No.

—¿Aunque la comida no valga mucho?

—Aunque sea horrible. Como me temo que será.

Ella se rió.

—Bueno, si mantienes esa decisión, cariño, estaré sorprendida…, pero encantada.

Estaba complacido con su estrategia. Su voto de abstinencia había causado una impresión favorable en Winifred y había propiciado su clemencia. Un día seco no le sentaría mal a Desmond: al contrario, le haría un bien inmenso. Además, si lograba cumplir su promesa —y estaba decidido a hacerlo—, estaría en la mejor situación posible para reclamar la recompensa de la relación sexual que le habían denegado el día anterior.

La sesión de balneario ayudó a su plan porque fue muy placentera, aunque ligeramente absurda. Era un local amplio, pretencioso, atendido por señoras con cofia y vestidas de blanco, cuyas manos lucían una manicura impecable, de arquitectura ecléctica (un templo griego mezclado con el Taj Mahal), con las paredes interiores revestidas de una imitación verosímil de mármol y los suelos cubiertos de baldosas de cerámica no resbaladizas. Había fuentes, pediluvios y réplicas de estatuas clásicas en la zona central, junto a la cual estaban situadas diferentes saunas y baños turcos. Constituían copias del Laconium romano, la sauna tirolesa, el hammam turco, la sala india de vapor de flores y el baño de sal japonés. Meditaron en la sala Aqua de meditación y, envueltos en las batas de felpa que les dieron, atravesaron descalzos el sendero de piedras del jardín zen. Se limpiaron y cerraron los poros de sus cuerpos sudorosos bajo las duchas multisensoriales que despedían chorros de agua helada desde todos los ángulos, y se podía elegir entre una serie de opciones, entre ellas una tormenta tropical con efectos de truenos y relámpagos y una niebla con sabor a menta. Después flotaron lánguidamente en la piscina exterior de agua caliente, que cada cierto tiempo se convertía en un jacuzzi gigantesco, cuyas enérgicas burbujas les aporrearon terapéuticamente los músculos. Entre una y otra experiencia se recostaron en tumbonas y dieron sorbos de agua y leyeron o simplemente se relajaron. Les dijeron que había música ambiental suave e inocua, pero Desmond, por supuesto, no la oía. Los otros se fueron a que les hicieran masajes variados —reiki para Winifred, shiatsu para Jakki y sueco para Lionel—, pero él se contentó con quedarse en la zona de relajación leyendo la novela que se había llevado. Encontró un rincón acogedor donde había una especie de otomana cubierta con una piel artificial peluda, un asiento donde Tamerlán o Gengis Kan podrían haberse apoltronado después de una victoria en el campo de batalla. Si el mundo submarino era una especie de infierno benigno, el balneario era un aceptable cielo kitsch.

Pasaron allí varias horas, almorzaron con un apetito voraz en el café del local y después fueron a jugar a los bolos, «donde la mitad de la gracia del juego simple y repetitivo», recordó que había dicho algún escritor, «reside en ver cómo una máquina coloca los bolos y devuelve las bolas». Ni él ni Winifred habían jugado nunca a los bolos, pero se bandearon bien: Winifred, de hecho, mostró una aptitud genuina y obtuvo la máxima puntuación. A las cuatro de la tarde volvieron al chalé para tomar una taza de té y descansar un poco antes de salir a cenar en el restaurante principal de Gladeworld, al que Desmond ahora llamaba Soi Disant. Iba todo sobre ruedas cuando con un comentario inoportuno viró la conversación, y los acontecimientos, hacia una dirección desafortunada.

—El balneario en sí no está mal —dijo, cuando estaban hablando de sus méritos—, pero está claro que es una estupidez tener que ponerse bañador. Hay que estar desnudo en una sauna o un baño turco para aprovechar sus beneficios.

—Tienes razón, Des —dijo Lionel—. No es muy cómodo sudar con un traje de baño.

—Pero entonces tendrían que separar a los sexos —dijo Jakki—, lo cual no tendría mucha gracia para parejas como nosotros.

—En Alemania estuve en una sauna pública donde todo el mundo estaba desnudo, hombres y mujeres —dijo Desmond—, y nadie se inmutaba un pelo.

—¿Ni siquiera uno púbico? —bromeó Lionel.

—¿Es otra de tus bromas, Des? —preguntó Jakki, suspicazmente.

—No, es verdad —dijo él—. Fue en Bremen. Yo estaba en una gira de conferencias organizada por el British Council.

Le complacía recordar a los presentes que en otro tiempo había sido un sofisticado y muy viajado ciudadano del mundo.

—Bueno, tenemos nuestra sauna privada en el porche trasero —dijo Lionel.

—¿Qué estás proponiendo, Lie? —dijo Jakki, dándole una palmada juguetona—. ¿Que hagamos cabriolas desnudos allí?

—En cuanto oscurezca nadie te vería —dijo Lionel—. Podríamos probar después del restaurante. No todos juntos: una pareja a la vez.

—Mala idea —dijo Desmond—. Nunca hay que meterse en una sauna inmediatamente después de haber comido.

—Bueno, ya casi está oscuro —dijo Lionel—. Tenemos tiempo antes de salir.

—Gracias, por hoy ya he tenido suficiente aire caliente y agua fría —dijo Winifred—. No contéis conmigo.

—Ni conmigo —dijo Jakki, con solidaridad femenina—. Id vosotros, chicos, si queréis.

—¿Qué te parece, Des? —dijo Lionel. Parecía una flaqueza desistir después de haberse arrogado la condición de experto en saunas.

—Muy bien —dijo.

—¿Estás seguro de que es una buena idea, cariño? —dijo Winifred—. Podrías pillar un resfriado.

Había un deje acerado en aquel «cariño» que él fingió que no captaba.

—Imposible, si después te das una ducha fría —dijo, quitándole importancia.

Jakki ya había encendido la sauna para secar los bañadores, y Desmond encendió el termostato antes de retirarse al dormitorio para desvestirse y envolverse en una toalla de baño. Cuando salió, Lionel, ataviado de una forma similar, le estaba esperando junto a las puertas vidriadas del patio. Winifred, que estaba fregando el servicio del té en la zona de la cocina, le miró con desaprobación.

—Espero que no tengas que lamentarlo —le dijo.

—No tardaremos mucho —le aseguró él. Fuera había oscurecido y estaban encendidas las luces de la sala.

—Corre las cortinas cuando salgamos, para que no nos vea todo Gladeworld debajo de la ducha —le dijo Lionel a Jakki—. Y ojito con fisgar —añadió.

—Como si nos interesara —dijo ella. Fue a la puerta del patio cuando ellos salieron—. Brr, hace frío. Mejor tú que yo —dijo, cerrando la puerta y corriendo las cortinas. Había ya un poco de escarcha en el aire. Desmond y Lionel entraron deprisa en la sauna, que no era mucho más grande que una garita de guardia, y se sentaron encima de las toallas dobladas en el banco elevado, cadera con cadera. Una bombillita en un rincón iluminaba la sauna débilmente, pero no tanto como para que pudiese evitar ver lo bien dotado que estaba Lionel. Tenía las manos sobre las rodillas separadas, y el miembro fláccido le colgaba como una cachiporra entre los muslos, y empezó a hablar de algo relacionado con programas de contabilidad informáticos.

—Me temo que no te sigo, Lionel —dijo Desmond—. No tengo el audífono puesto.

Lionel asintió y le indicó por señas que comprendía. La transpiración le bajaba por la cara como riachuelos que se perdían en la espesura velluda de su pecho.

—Esto es lo auténtico, mucho más caliente que en el balneario —gritó al oído de Desmond. Éste, que también sudaba copiosamente, se preguntó si no habría puesto el termostato demasiado alto. Al cabo de unos diez minutos, Lionel indicó que ya tenía suficiente y salió a la noche, y al abrir la puerta irrumpió en la sauna una ráfaga de aire frío. Hubo una pausa de unos diez segundos y entonces, incluso sin el audífono, Desmond oyó el chorro de agua que caía al suelo y, un par de segundos después, el alarido de Lionel mientras recuperaba el suficiente aliento para expresar su conmoción. Desmond aguardó varios minutos a que la cuba volviese a llenarse y salió él también.

Lionel había vuelto al interior y había corrido las cortinas tras él. Una luna fría bañaba la escena. A su derecha había un terraplén de hierba que llevaba a un arroyo y un estanque desde donde los patos y las aves acuáticas llegaban por la mañana en busca de comida, anadeando audazmente hasta la puerta del patio, y en la orilla más lejana del estanque había una masa oscura de árboles y arbustos. Nada se movía allí en aquel momento, y los chalés vecinos quedaban fuera de su vista. Era una sensación curiosa la de estar desnudo y solo sobre las tablas frías y mojadas, directamente debajo de la cuba, agarrando con una mano una gruesa cuerda de cáñamo y sabiendo que un tirón firme descargaría muchos litros de agua helada sobre su cuerpo inerme. No era como pulsar un botón cromado en la ducha multisensorial del balneario, sino algo mucho más existencial y avieso. Era como suicidarse. La cuerda y la viga, similar a una horca, de la que la cuba estaba colgada se combinaban para hacer que el acto se asemejase a un ahorcamiento suicida. Todo su cuerpo empezó a exclamar: «¡No!» Pero cuanto más vacilaba tanto más difícil resultaba actuar. Notaba ya que empezaba a apagarse el fuego interior generado por la sauna en lo más hondo del cuerpo. Si no se decidía ahora nunca lo haría, tendría que volver avergonzado al interior, todavía pegajoso de sudor, ante las burlas de sus compañeros. Ahora. ¡Ahora! Una, dos, tres… ¡TIRA!

Lo que primero le estremeció fue tanto el peso como la temperatura del volumen de agua, como si un pequeño glaciar le hubiese reventado encima de la cabeza, cegándole la visión y haciendo que se tambaleara; luego el frío le envolvió como si se hubiese caído por un agujero en el hielo del Ártico, y lo aspiró hasta los pulmones y lo retuvo dentro, incapaz de expulsarlo en forma de un grito durante (le pareció) unos minutos; después, en cuanto recobró la facultad de respirar, boqueó, chilló, blasfemó, saltó sobre un pie y sobre el otro, agarró la toalla e intentó en vano envolverse en sus pliegues. Alguien descorrió la cortina dentro de la habitación, la luz inundó las tablas y la cara sonriente de Jakki apareció al otro lado del cristal. Él le suplicó que le abriera la puerta y, preservando apenas el pudor con la toalla, cruzó a trompicones el dintel y entró en la sala.

—¡Dios Santo! —dijo—. Ha sido brutal.

Jakki le dijo algo. Lionel, que había cambiado la toalla por un albornoz, y tenía un vaso en la mano, levantó con la otra la botella de malta, en cuyo fondo quedaba un palmo de color ámbar, y dijo algo que Desmond supuso que era una invitación a un trago de whisky. «No, gracias. Hoy no bebo», dijo. Winifred, que estaba leyendo un libro, levantó la vista y dijo algo. «Voy a buscar el audífono», dijo él. Fue al dormitorio a ponérselo y aprovechó para ponerse una camisa y unos pantalones. Le alegraba que Winifred estuviera presente cuando él había rechazado el whisky. No lo necesitaba: le empezaba a arder ya todo el cuerpo, y notaba el hormigueo de un calor radiante.

Volvió a la sala. Jakki dijo algo. Lionel dijo algo. Winifred dijo algo. Él les miró sin comprender a todos.

—Creo que se me han gastado las pilas —dijo—. Perdón, vuelvo ahora mismo.

Volvió al dormitorio. Era extraño que las dos pilas se hubiesen gastado al mismo tiempo; quizás había comprado un lote defectuoso. Insertó pilas nuevas en el compartimento del audífono y regresó a la sala. Winifred dijo algo. Lionel dijo algo. Jakki dijo algo. Pero él seguía sin oírles. Le invadió un miedo horrible. Estaba sordo. Realmente sordo. Profundamente sordo. El trauma del volumen de agua fría que le empapó de repente la cabeza sobrecalentada debía de haber tenido algún efecto catastrófico sobre sus células ciliadas, o sobre el córtex que estaba conectado con ellas, cortando toda comunicación. Tuvo una imagen mental de que se le oscurecía alguna parte del cerebro, como en una cámara o en un túnel donde todas las luces se apagaban de pronto y para siempre. Vio su inquietud reflejada en la cara preocupada e interrogante de los otros. Winifred dijo algo que pudo leer en sus labios: «¿Qué pasa?»

—Estoy sordo —dijo él—. Es decir, sordo de verdad. No oigo absolutamente nada de lo que decís. Debe de haber sido la ducha.

Ella dijo algo más que él leyó en sus labios: «Te lo advertí

Cuatro horas transcurrieron hasta que se aliviaron sus temores, cuatro horas de un pánico y una inquietud tales que confiaba en no volver a vivirlas nunca; cuatro horas en que manipuló frenéticamente el audífono, lo limpió, probó más pilas, pero todo fue inútil, no oía los consejos ni los comentarios de su mujer y sus amigos si no se los escribían o los enunciaban con las frases más sencillas. Jakki sugirió que fuesen al dispensario de Gladeworld, a lo cual él respondió sarcásticamente que no creía que tuviesen allí un otorrino permanente, y Jakki dijo que ella sólo trataba de ayudar. Lionel llamó a la recepción principal y le dijeron que el dispensario estaría abierto por la mañana, pero que sólo lo atendía una monja enfermera. Pensaban que sería difícil encontrar un médico que le viera el día de Año Nuevo, y les propusieron que fueran a la unidad de urgencias del hospital de una pequeña ciudad industrial situada a unos treinta kilómetros de allí. Winifred dijo o, más exactamente, escribió que no tenía sentido llevarle al hospital en coche, pero que lo haría si él pensaba de verdad que serviría de algo, y así lo hizo, en silencio y con una expresión pétrea, y circuló por las calles desiertas durante un rato hasta que por fin encontró el hospital, y estuvieron sentados dos horas y media en una sala de espera llena de personas heridas o enfermas a causa de las drogas y la bebida de la víspera y que llevaban esperando todo el día, hasta que finalmente les atendió un médico joven y cansado que le miró los oídos con un espéculo, escribió una receta, se la dio y le dijo algo. Él miró a Winifred en busca de ayuda. Ella escribió en su bloc. Ha dicho: «Creo que la farmacia está todavía abierta, pero, si no, le aliviará un poco de aceite de oliva caliente

Él miró fijamente la receta. «¿Qué es esto?», le preguntó al médico.

El médico escribió algo en un pedazo de papel y lo empujó hacia él sobre la mesa. Él leyó: Es lo que se pone en los oídos de los niños. El calor de la sauna ha derretido la cera de los oídos y el repentino diluvio de agua fría la ha solidificado formando un tapón perfecto.

Cuando volvieron al chalé, hacia las diez y media, Jakki y Lionel dijeron que la comida del Soi Disant estaba riquísima.