15

27 de diciembre. Papá no estaba en su mejor forma esta mañana. Había dormido mal, diciendo que había tenido que levantarse de la cama cinco veces «para lo de siempre», aunque «lo otro» le causaba una molestia distinta. «Creo que ese curry me produjo estreñimiento», le confesó a Cecilia durante el café de la mañana. Estábamos sentados alrededor de la mesa de la cocina, porque Fred había estado limpiando manchas de vino y de curry en las alfombras de las demás habitaciones, y nadie podía entrar en ellas hasta que las franjas de humedad estuvieran secas. Estaban marcadas con cuadrados de papel de cocina, como un campo de minas.

—Lo normal sería lo contrario, ¿no? —dijo papá.

—No tengo la menor idea, señor Bates —dijo Cecilia, limpiándose los labios ostentosamente con una servilleta, como una insinuación infructuosa de que papá debiera hacer lo mismo: le había quedado un bigote de espuma blanca del capuchino que Fred le había preparado.

—Papá, la boca —le dije, imitando la operación exigida.

—¿Qué? Ah, sí. Una buena taza de café, Winifred, pero las burbujas me suben por la nariz. —Sacó del bolsillo del pantalón un pañuelo de algodón grande, arrugado, no demasiado limpio, se limpió la boca y se sonó ruidosamente—. Necesito una gota de parafina líquida —dijo—. ¿Tienes?

—¿La parafina no es siempre líquida? —preguntó Fred—. Creo que tenemos un poco en el invernadero.

—¿Qué? ¿Te refieres a la parafina rosa para estufas? Dios, eso acabaría conmigo. No, querida, yo hablo de la líquida que se compra en las farmacias. Es el mejor remedio para el estreñimiento.

—Oh —dijo Fred.

—La compraremos cuando salgamos esta tarde, papá —dije, tratando de apartarle del tema.

—Vaya, ¿adónde vamos?

—A Blydale House. ¿Te acuerdas…? Te enseñé el folleto en Londres, la última vez que comimos juntos.

Una expresión de desagrado enfurruñado se le pintó en la cara.

—No voy a mudarme a uno de esos sitios —dijo.

—Prometiste que irías a verlo —dije—. Tengo una cita a las tres de la tarde.

Discutimos un rato. Para ser justo con Fred y su madre, me apoyaron recalcándole las ventajas de trasladarse a Blydale House o a un lugar parecido, aunque tengo la certeza de que ninguna de las dos veía con entusiasmo la perspectiva de que papá fuese un vecino cercano o un visitante frecuente de nuestra casa.

—Muy bien, iré —dijo, al final—. Pero es una pérdida de tiempo.

Nos acompañó a mí y a la encargada de la residencia a una ronda por el edificio, con un aire de desinterés silencioso y sardónico, un paso o dos por detrás de nosotros, dejando que yo hiciera todas las preguntas y sin prestar casi atención a las respuestas de la señora Wilson. Era una mujer agradable de mediana edad, visiblemente habituada a tratar con viejos recalcitrantes. En este momento no hay ninguna vacante, pero ha obtenido el permiso de uno de los residentes para que fisguemos en su habitación amueblada mientras él toma el té en la sala. Nos abrió la puerta cerrada con llave. Me quedé en el umbral y llamé a papá, que fingía interesarse por una acuarela colgada en el pasillo, para que viniera a echar una ojeada. Era más pequeña de lo que sugería la fotografía del folleto, pero limpia y ordenada. Había un sofá cama con cojines, una butaca, un ropero empotrado y una cómoda, una mesa auxiliar con una silla de respaldo recto y un televisor en un rincón.

—Acogedor, ¿no? —dije.

Papá husmeó y no dijo nada.

La señora Wilson señaló la puerta del cuarto de baño contiguo.

—En realidad tiene un plato de ducha, no una bañera —dijo—. Y un retrete, por supuesto.

—¿Dice que no hay bañera? —dijo papá. Era el primer detalle que le había incitado a abrir la boca.

—Creemos que las duchas ofrecen más seguridad —dijo la señora Wilson—. Hay una barra para agarrarse y un asiento plegable, por si prefiere sentarse.

Papá movió la cabeza.

—Una ducha no es lo mismo que una bañera —dijo. En la vejez había reanudado la costumbre del baño una noche por semana, como en sus años jóvenes, un suceso épico que lleva horas en vez de minutos y genera grandes cantidades de vapor y condensación en el cuarto de baño.

—Tenemos un baño con un elevador —dijo Wilson—, pero es sobre todo para la gente en silla de ruedas.

—Todavía no es mi caso —dijo papá. Ella sonrió y dijo que ya lo veía.

Visitamos el comedor colectivo, donde dos mujeres con monos azules estaban poniendo las mesas para la cena, y la sala, donde estaban sirviendo té y galletas con un carrito a los residentes, erguidos en sus butacas de respaldo alto. Unos cuantos charlaban. Los demás estaban sentados solos y callados, perdidos en… ¿qué? ¿Pensamientos? ¿Recuerdos? ¿Preocupaciones? ¿O simplemente perdidos? Una chispa de curiosidad encendió sus ojos cuando entramos en la sala, y luego se apagó. Miramos un tablón donde figuraban los horarios del torneo de whist, las sesiones de bingo y las clases de gimnasia.

—Entonces, ¿qué le parece Blydale, señor Bates? —le preguntó la señora Wilson cuando volvimos a su despacho.

—Creo que es un lugar muy agradable —dijo él, e hizo una pausa para dejar que en mis labios se formara una sonrisa complacida antes de añadir— para viejos que no tienen casa propia.

—Oh, muchos de nuestros residentes tenían casas confortables antes de venir aquí —dijo ella—. Pero a todos nos llega el momento en que no podemos atender una casa.

—Sí, pero yo no he llegado todavía a ese estado —dijo él, y se volvió hacia mí—. ¿Nos vamos ya, hijo?

Al salir pedí disculpas a la señora Wilson por la actitud grosera de papá.

—No se preocupe, a la gente mayor no le gusta dejar su casa, es natural —dijo ella. Le pregunté si podía incluir el nombre de papá en una lista de espera—. No tenemos una lista propiamente dicha —dijo ella—. Contáctenos otra vez si él cambia de opinión. Hay vacantes con bastante frecuencia.

En cierto modo comprendí su resistencia. Blydale House es un lugar decente, limpio, luminoso y bien organizado, pero no pude mirar alrededor de aquella sala sin sentir un fuerte deseo de abandonarla, y la pequeña habitación amueblada que inspeccionamos, por confortable que fuera, parecía más una celda que un hogar. Sin embargo, como señalé en el trayecto de regreso a Rectory Road (en el camino paramos en una farmacia para comprar parafina líquida para papá y pilas para mí), viviendo cerca de nosotros no estaría encerrado en la residencia todo el día, sino que siempre podría subirse a un autobús y venir a vernos.

—Enseguida te hartarías —dijo, con una franqueza desconcertante.

Tiene razón, por supuesto. Me produce un alivio culpable que no quiera trasladarse a Blydale inmediatamente. Intuí que Fred y Cecilia compartían este sentimiento cuando les informé del resultado de nuestra visita, pero me temo que, en definitiva, tras haber cumplido nuestro deber altruista al apremiarle para que se mudara, ahora le acusábamos de una terca ingratitud por negarse a hacerlo.

—Sólo estás postergando lo inevitable, Harry —le dijo Fred—. Si no vas a una residencia de aquí cerca, tendrás que ir a una de Londres.

—No veo en absoluto por qué tengo que ir —dijo papá, hoscamente.

—Porque no puedes arreglártelas solo, papá —dije—. Eres un peligro para ti mismo en aquella casa. Ni siquiera llevas un dispositivo de alarma.

—¿Qué es un dispositivo de alarma?

—Ya sabes lo que es, te lo dije. Algo que llevas alrededor del cuello.

—Oh, eso. No lo necesito. Podría activarlo por accidente y tener a la policía o a los bomberos derribándome la puerta a media noche.

—Si estuviese en un alojamiento vigilado, no necesitaría llevarlo, señor Bates —dijo Cecilia, que ocupa en Cheltenham un tipo de apartamento más lujoso para personas mayores—. Donde yo vivo hay un timbre en cada habitación para llamar al guardián.

Papá desplazó su defensa hacia su terreno preferido.

—De todos modos, ¿cuánto cuesta ese sitio? —me preguntó.

—No recuerdo ahora mismo —mentí—. Un buen pico, pero te lo puedes permitir, y si nosotros no…

—Son doscientas setenta y cinco libras a la semana, Harry —medió Fred.

¿Qué? —exclamó papá—. ¿De dónde demonios voy a sacar todo ese dinero?

—Es muy sencillo. Vendes tu casa —dijo Fred—. Con los precios que hay en Londres, te dará suficiente para hospedarte en Blydale House hasta…

Fred vaciló y papá completó la frase en su lugar.

—¿Hasta que me haga falta, quieres decir? Que no sería mucho tiempo, viviendo ahí arriba, te digo. Entonces todos heredaríais mi dinero.

—¡Oh, cielo santo, Harry! —dijo Fred—. No seas ridículo.

—Puedo asegurarle que yo no tengo planes respecto a su dinero, señor Bates —dijo Cecilia—. Mi difunto marido me dejó en una situación desahogada.

—Sí, apuesto a que sí —murmuró papá oscuramente.

Después, cuando nos quedamos solos, le dije a Fred que me parecía que ella había sido dura con él, al asustarle con el precio de la residencia.

—No sirve de nada andar con rodeos —dijo ella—. Tiene que afrontar la realidad. Si le llevan a una residencia estatal le expropiarán la casa para pagar los gastos.

—La verdad es que le has quitado de la cabeza la idea de trasladarse —dije—. Pero quizás era ésa tu intención.

Decir esto era una mezquindad. ¿Por qué lo dije? No lo sé. Atribuyámoslo al espíritu agriado de la Navidad.

—No puedo creer que hayas pensado eso, y mucho menos que lo hayas dicho —dijo Fred—. Siempre he recibido bien a tu padre, aunque me desquicien un poco los partes constantes sobre el estado de su vejiga y sus intestinos. Sé que mi madre lo lleva muy mal.

—Creo que será mejor que me lo lleve a Londres mañana —dije.

—Muy bien, como quieras —dijo Fred—. Pero, por favor, no insinúes que le estoy echando.

Cuando sugerí a papá que podría ser una buena idea llevarle de vuelta a Londres al día siguiente, en que el tráfico en la M1 probablemente sería bastante escaso, en las fechas comprendidas entre Navidad y Año Nuevo, accedió sin rechistar.

—Lo que tú digas, hijo. Lo que te venga bien.

Durante el resto del día, le envolvió un halo de martirio, como si pensara que estaba siendo una víctima, pero sin quejarse. Quizás había captado vibraciones del malestar entre Fred y yo, e intuía que tenía algo que ver en ello. En conjunto fue una velada tensa e incómoda. Después de la cena, que él tomó en silencio, declinó mi ofrecimiento de que se pusiera mis auriculares para ver la televisión sin molestarnos (todos queríamos leer), pero optó por escuchar su pequeño transistor con un auricular, recostado en una butaca con los ojos cerrados.

—¿No puedes decirle que deje de hacer eso? —me dijo Fred, irritada, levantando la vista del libro.

—¿Hacer qué? —dije.

Suspiró y alzó los ojos al cielo.

—Por supuesto, no lo oyes. ¿Tú lo oyes, madre?

Cecilia, que estaba leyendo nuestro Guardian comparándolo de vez en cuando con el Telegraph, en detrimento de este último, dijo:

—¿Oír qué, querida?

—¡Que Dios me dé paciencia! ¿Soy yo la única persona en esta casa con un oído normal? —exclamó Fred—. Esa radio emite un ligero sonido metálico. Me está exasperando.

—Es su oído, probablemente ha puesto el volumen demasiado alto —dije—. Le diré que lo baje.

—No, no te molestes, seguro que lo sigo oyendo —dijo ella—. Leeré en la cama. Cuida de él y de mi madre hasta que vayan a acostarse.

—No tardaré mucho —le dijo Cecilia, y a mí me dijo, en cuanto Fred hubo salido de la habitación—: Mi difunto marido tuvo siempre un oído muy bueno hasta el final de su vida. El mío, debo decir, no es el que era.

—Pero se apaña muy bien para su edad —dije—. No sabe la suerte que tiene.

—No, todavía no he tenido que rezarle a San Francisco de Sales —dijo ella, con cierta satisfacción—. ¿Sabe que es el patrono de los sordos?

Confesé que lo ignoraba.

—¿Él también era sordo, entonces? —pregunté.

—No, pero catequizó a un sordo para que pudiera recibir la sagrada comunión. Supongo que inventó algún tipo de lenguaje de signos. Si fuera católico, Desmond, podría rezar a San Francisco de Sales.

Lo dijo con una sonrisa ligeramente malévola. Le gusta lanzar alguna que otra pulla contra mi impiedad.

—¿Para que me cure?

—Ha sucedido. Claro está que no son los santos los que, en realidad, hacen milagros. Es un malentendido común.

—Transmiten su oración a Dios, ¿no es eso? —dije, recordando la conferencia sobre la oración petitoria.

Interceden ante Dios en nuestro favor —me corrigió Cecilia.

—¿Por qué hay que pasar por ellos en vez de rezar directamente a Dios? —pregunté.

Cecilia reflexionó sobre esta pregunta un momento, como si nunca se le hubiera ocurrido pensarlo.

—Quizás nos produce un pequeño temor exponer nuestros problemas directamente ante Dios. Parece más cómodo hacerlo a través de los santos, o la Virgen María.

—Eso me hace pensar en el cielo como si fuera una corte renacentista —dije—, con todos los santos congregados como cortesanos alrededor del trono divino para formularle sus peticiones.

Cecilia sonrió.

—Nada impide que uno rece directamente a Dios —dijo—. Nuestro Señor curó a muchos sordos cuando estuvo en la tierra.

—Pero eran sordos como una tapia, ¿no? Y también mudos, por lo general.

—Veo que se acuerda del Nuevo Testamento —dijo Cecilia, con un gesto de aprobación.

—Veo que sería un milagro espectacular hacer que los sordos oigan y los mudos hablen —dije—. Pero la sordera es una invalidez menos interesante. No es digna de que un santo se moleste por ella, y mucho menos Dios.

—Siempre se le puede pedir que nos dé paciencia para sobrellevar la cruz —dijo Cecilia.

—Fred ha hecho exactamente eso —dije—, pero no parece que haya dado resultado.

Cecilia se mostró desconcertada y le expliqué:

—Ha dicho: «¡Que Dios me dé paciencia!», pero se ha ido a acostar.

—Ah, pero no ha sido una oración auténtica —dijo Cecilia—. Winifred siempre ha considerado que la paciencia es una virtud digna de cultivarse. Nació impaciente; fue el parto más corto de los cuatro que he tenido.

Era la conversación más interesante que yo había mantenido nunca con mi suegra. En el curso de ella papá se removió, incorporó su largo cuerpo, apagó la radio y salió de la habitación sin decir nada ni mirar en mi dirección. Supuse que se habría ido al baño, pero no volvió y cuando fui a buscarle descubrí que se había acostado.

28 de diciembre. Hoy llevo a papá a su casa. Estaba de mejor humor esta mañana, tras haberle hecho efecto la ingestión anoche de un poco de parafina líquida. «Ha hecho efecto», me dice en el desayuno, con un ronco susurro teatral que Cecilia finge no escuchar. A las diez ya estaba listo y con el equipaje preparado. Fred, quizás un poco contrita por haber sido áspera con él la víspera, le da un paquete de comida para que se la lleve a casa: lonchas de jamón y pechuga de pollo, dados de queso, pastelitos de frutas y especias, manzanas y naranjas, todo ello envuelto por separado. Él se lo agradece efusivamente y la besa en la mejilla. «Gracias por todo, querida», dice. «Adiós, Cecilia», dice, estrechándole la mano. «Adiós, señor Bates», dice ella. «Que tenga un buen viaje. Y feliz Año Nuevo.» «Sí, feliz Año Nuevo, Harry», corea Fred. Papá hace una mueca.

—Oh, bueno, no lo esperaré levantado, te aseguro. El Año Nuevo ya no significa nada para mí. Lo máximo que espero es una feliz nueva semana.

»Sí —dice, evocador, cuando ya nos alejamos de la casa—. Nochevieja era la noche del año en que todo el mundo en Archer Street daba un concierto, ya fueran baterías con un solo brazo o saxofonistas sin oído, por el doble del precio normal. Te contrataban meses antes de esa fecha. Eso se acabó.

E inicia la cantinela consabida sobre el declive de la música de baile. En la autopista se queda callado y pienso que se ha dormido, pero de pronto me sorprende diciendo:

—¿Qué ha sido del hombre que estuvo anoche en tu casa?

—¿Qué hombre, papá? —pregunto.

—Había un hombre en el salón anoche, hablando con Cecilia.

—Era yo, papá. Yo era el único hombre en el salón, aparte de ti.

—No, era otro tío. No le di las buenas noches porque no me acordaba de su nombre. Quería disculparme con él esta mañana, pero debe de haberse marchado.

Este espejismo de papá me preocupa, pero no insisto al respecto.

El viaje no ha ido muy mal. He tomado la precaución de depositar debajo del asiento del copiloto, para un caso de emergencia, una jarra de vino de boca ancha, pero no ha hecho falta usarla. Paramos en tres zonas de servicio, a intervalos cuidadosamente calculados, y llegamos a Lime Avenue hacia las tres de la tarde, cuando la luz del día invernal ya se está desvaneciendo. El interior de la casa, con todas las cortinas corridas, parece oscuro y triste, y siento una punzada de escrúpulo por devolver a papá a este hábitat deprimente, aunque él lo haya querido. El único factor atenuante es que está razonablemente caldeado. «Dios, dejé el radiador del pasillo encendido», dice papá, poniendo la mano encima cuando entramos. «Juraría que lo había apagado.» Y, en efecto, lo había apagado: volver a encenderlo fue lo último que hice al salir de la casa. Pero la cocina, con su hule grasiento y su mesa de formica mellada, y el comedor, con su alfombra raída y sus sillas combadas, me recuerdan los decorados de las primeras obras de Pinter.

—¿No preferirías estar en aquel sitio limpio y luminoso que vimos ayer? —digo—. ¿Y que alguien te prepare una comida caliente?

—No —dice él—. Me alegro de estar en casa. Y tengo toda esta comida que me ha dado tu mujer.

Por el momento estaba bien abastecido, porque habíamos comprado pan y leche en una de las tiendas del área de servicio. Tomo una taza de té con él y me despido.

Vuelvo con el volumen de la radio muy alto —jazz FM en la zona de Londres, después Radio 4 y FM clásica—, hago una parada para comer y dar una cabezada dentro del coche y llego a casa a eso de las nueve y media. Fred sale del cuarto de estar en cuanto me oye en la entrada y dice algo. No sonríe.

—¿Qué? Un minuto —digo, y me pongo el audífono.

—Tu padre ha llamado varias veces. No sé qué le pasa, pero está disgustado.

Entro en mi despacho y llamo a papá. Contesta inmediatamente, como si estuviera sentado al lado del teléfono.

—Sí, ¿quién es? —dice, con una voz alta y furiosa.

—Soy Desmond, papá —digo—. ¿Qué ocurre?

—¿Qué ocurre? Quiero saber lo que pasa —dice—. Me han dejado aquí tirado. El tío que me ha traído en coche se ha dado el piro sin una palabra de despedida.

—El tío era yo, papá —digo—. Y he tomado una taza de té contigo antes de marcharme.

—¿Cómo que eras tú? Hablo del tipo que vive en el norte.

Tiene una casa enorme con cuatro retretes, y cortinas que se abren y se cierran solas, como en un cine. Y una mujer pija, que por algún motivo se llama Fred, y una infinidad de parientes. Me ha traído aquí en coche y apenas me ha dirigido la palabra en todo el viaje.

—Soy yo —digo—. Vivo en el norte, tengo una casa grande y una mujer que se llama Fred. Es abreviatura de Winifred. Te ha dado pavo y jamón para que te los llevases a casa.

—Es verdad —dice él, tras una pausa—. Acabo de tomar un poco con el té. —Tiene un tono preocupado—. O sea que eras tú. —Sí.

—¿Qué me pasa, entonces?

—Has estado fuera unos días y ahora que has vuelto estás un poco confuso. No es nada grave.

Pero sí lo es.

29 de diciembre. Hoy se va Cecilia. Fred y yo la llevamos a la estación y la embarcamos en el tren a Durham. Va a pasar unos días con su hijo mayor y su mujer, que viven allí; normalmente pasa la Navidad con nosotros y el Año Nuevo con ellos. Así que por fin Fred y yo estamos solos. Yo esperaba un fin de semana tranquilo, aparte de unas horas de vida social ensordecida en una fiesta de vecinos a la que siempre asistimos, aunque solemos llegar tarde y nos escabullimos pronto, después de los besos obligatorios y la charla sobre los viejos tiempos, pero Jakki y Lionel nos han invitado a reunimos con ellos en un lugar que se llama Gladeworld. Al parecer es un centro de vacaciones para gente pudiente, en un bosque a unos cien kilómetros de aquí. Pensaban pasar allí el Año Nuevo con el hermano de Lionel y su mujer, pero el hermano tiene bronquitis y fiebre, por lo que han tenido que cancelarlo en el último momento y Jakki le preguntó a Fred si nos apetecería visitarles en Gladeworld. Fred me refirió la descripción que le hizo Jakki: «Te hospedas en chalecitos desperdigados entre los árboles. Dice que son muy confortables, y han alquilado un chalé exclusivo que es superlujoso. Habitaciones con cuarto de baño propio y cosas así. Puedes hacerte la comida allí o comer en uno de los restaurantes. Hay una piscina cubierta climatizada debajo de una cúpula de cristal enorme y tiene olas artificiales, rápidos y palmeras, y un balneario, un centro deportivo y demás. No hay coches: dejas el tuyo en el aparcamiento y todo el mundo alquila bicicletas y va andando.»

—Suena horroroso —dije.

—Pues a mí me parece bastante divertido —dijo Fred—. Es popularísimo. Jakki dice que tienes que reservar con meses de antelación. Es muy amable por su parte haber pensado en nosotros.

—¿Lo tenemos que pagar? —pregunté.

—Bueno, por supuesto, pagaríamos nuestra parte.

Le pregunté cuánto era y ella dijo una suma que me pareció bastante elevada.

—¿Entonces les haríamos un favor o se lo haríamos al hermano de Lionel, en vez de al revés? —dije.

Fred desestimó esta observación con un movimiento de cabeza despectivo.

—Siempre te estás quejando de cuánto odias el Año Nuevo, casi tanto como la Navidad: pues aquí tienes la oportunidad de librarte y hacer algo distinto —dijo ella—. Un poco de ejercicio, aire fresco o relajación. Nos sentaría bien a los dos.

—¿Tres días encerrados con Jakki y Lionel?

—Jakki es amiga mía y Lionel es muy agradable. Y no tenemos que estar juntos en todo momento. Y sólo son dos días enteros. Y, de todos modos, si tú no vas, me voy yo sola —dijo.

Vi que tendría que dar mi brazo a torcer, porque no podía arriesgarme a tener una tercera disputa con Fred en la misma semana. Le quité hierro al asunto con una broma.

—¿Cómo sabes que no están planeando una de sus noches temáticas? Una noche de intercambio de mujeres, pongamos. Con las llaves del coche en un cuenco y vídeos porno en la televisión.

Fred soltó una carcajada.

—¿Te gusta Jakki, cariño?

—¡Ni pizca!

—Ni a mí Lionel. De todas formas, no habría muchas llaves para elegir. Podría tocarte yo.

—O Lionel —dije.

Ella se rió.

—¿Vienes, entonces?

—Debería, supongo —dije—, porque si no podrían proponer un trío.

—Bueno, le diré a Jakki que vamos…, pero no por qué.

Se fue a telefonear a Jakki, de buen humor.

Podría tocarte yo. La frase persiste sugestivamente en mi memoria y me insufla la idea de que Gladeworld quizás nos ayudará a reconciliarnos. No hemos hecho el amor desde el episodio de los azotes, hace unas semanas. Por mucho que me disguste en general el ejercicio vigoroso, y especialmente nadar en una piscina cubierta y llena de cloro, tengo que admitir que después te produce un bienestar relajado que propicia el sexo. Y saber que Jakki y Lionel están practicándolo como monos en el dormitorio contiguo puede tener un efecto afrodisíaco. Aunque, por supuesto, no lo admitiría, la verdad es que espero impaciente el fin de semana.