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26 de diciembre. El hombre alto, con gafas, de pelo cano y con un chaleco bastante elegante de ante amarillo mostaza, que habla animadamente con una mujer madura, de aire desconcertado, cerca del árbol de Navidad en el salón abarrotado de gente, sabe que ha bebido más de la cuenta a estas alturas de la fiesta, pero no puede contener las ganas de dar un sorbo rápido cada cierto tiempo de su copa de vino tinto, lo bastante rápido para que la mujer sólo intercale un par de palabras antes de que él reanude su monólogo. Se llama señora Norfolk, un hecho que él ha conocido varios minutos antes pidiéndole que se lo escriba, y está empeñado en explicarle por qué es cómica la famosa expresión de Noel Coward en Vidas privadas: «Muy soso, Norfolk.»

—Se acordará de que Elyot le dice a su ex mujer Amanda que conoció a su nueva mujer Sybil en una fiesta en Norfolk, y Amanda le dice: «Muy soso, Norfolk», y todo el público se ríe. No falla nunca. Pero si ella hubiera dicho: «Norfolk es muy soso», que sería el modo más lógico de transmitir esta información, no tendría ninguna gracia. Amanda le ha dado un giro retórico a esta afirmación trivial invirtiendo el orden normal de sujeto-predicado y omitiendo el verbo conjugado, con lo que transforma «Norfolk es muy soso» en «Muy soso, Norfolk». Pone en primer plano tanto la posición como la entonación de la palabra «soso». La entonación de «Norfolk es muy soso» es casi completamente desapasionada, mientras que si digo «Muy soso, Norfolk», el tono de mi voz se eleva y cae, poniendo el énfasis en «soso». Y hay una ligera pausa, una especie de cesura, después de «Muy soso» que crea un mínimo momento de suspense en el público. ¿Qué, nos preguntamos, calificará esta expresión adjetiva, «Muy soso», puesta en primer término? La respuesta es un anticlímax: «Norfolk.» Y es la razón de que la línea sea cómica, como si a pesar de los esfuerzos de Amanda para que su comentario parezca interesante y original, la derrote su contenido semántico. Sigues siendo irreparable, irremediablemente «soso». Como «Norfolk».

Se toma un trago de vino. La señora Norfolk le mira boquiabierta y parece a punto de hablar. Él se lo impide, apresuradamente.

—Pero hay una reacción tardía, porque inmediatamente vemos otra posibilidad que también es graciosa: que «soso Norfolk» es una metonimia de campo aburrido; de fiestas donde uno conoce a mujeres aburridas como Sybil. Cuando, unas líneas después, Amanda se queja de los comentarios irrespetuosos de Elyot sobre su nuevo marido, Victor, y dice: «Al menos yo tengo el buen gusto de abstenerme de lanzar pullas vulgares sobre Sybil», él replica con una acusación: «Dijiste que Norfolk era soso.» Y ella contesta: «No era una observación sobre ella, a no ser que ella lo convierta en más soso.» O está siendo insincera, y pretende que no quería decir eso cuando dijo «Muy soso, Norfolk», o bien —otra posibilidad divertida— Elyot ha admitido que Sybil le parece «sosa», es decir, aburrida, al acusar erróneamente a Amanda de haberlo insinuado. En cualquier caso, si Elyot la hubiera conocido en algún otro sitio, en Gales, por ejemplo, y Amanda dijera: «Muy montuoso, Gales», no sería nada gracioso. No hay diferencia, en efecto, entre «Gales es muy montuoso» y «Muy montuoso, Gales», porque no hay un juego de palabras escondido en «montuoso», no hay equivalencia metafórica o referencial, como en «soso»…

Su mujer se les acerca, le mira fijamente, sonríe con dulzura a la señora Norfolk, le dice algo y se la lleva al comedor, donde él deduce, de los aromas de hierba limón, coco, cardamomo y otras especias que se filtran en el salón, que están empezando a servir el bufet. Probablemente sería una buena idea seguirlas y comer algo para absorber todo el vino que ha bebido, pero sabe que ya se habrá formado una cola y no sería educado que el anfitrión se la saltase. Por tanto, se va a su despacho, donde tiene escondida una de las botellas de Savigny-les-Beaune que le regaló su hijo la víspera, y se llena la copa. El recuerdo visual de la mirada iracunda de su mujer le turba ligeramente. Pertenece a una serie de ceños fruncidos y miradas y comentarios reprobadores, deslizados en su oído (que para él son sonidos comparables al del aire que se escapa de una válvula de neumático) desde hace una hora, y que sospecha que son mensajes de que, a juicio de Fred, está bebiendo o hablando más de la cuenta: probablemente ambas cosas. Pero las dos están relacionadas: sin una inyección de combustible alcohólico no podría mantener un flujo discursivo tan constante con tanta variedad de personas. Le parece que se está bandeando bien en circunstancias sumamente difíciles.

Aquella mañana, unos veinte minutos antes de que llegaran los primeros invitados, las dos pilas del audífono se le acabaron simultáneamente, algo de lo más infrecuente. Advirtió que una de ellas ya no funcionaba cuando le costó entender algo que Jakki le estaba diciendo en la cocina (ella había llegado temprano, con un par de repartidores asiáticos que llevaban un delantal blanco y recipientes de acero inoxidable llenos de un fragante curry y arroz para el bufet), y antes de que tuviera ocasión de reemplazarla, en el ajetreo de los preparativos de la fiesta, el otro auricular dejó de funcionar. Fue al cajón de su despacho, donde guarda todos los accesorios de su audífono, descubrió que, contrariamente a sus expectativas confiadas, no contenía pilas de repuesto. O, para ser más preciso, había pilas en el cajón, pero no eran del tamaño adecuado para el audífono. El grosor y el diámetro de aquellos discos diminutos varían ligeramente según el tipo de aparato para el que están pensados, pero los paquetitos de plástico de burbuja en que vienen son idénticos, aparte de los códigos numéricos que llevan impresos. Acostumbra a comprar seis paquetes a la vez, que coge directamente del expositor de la farmacia; y cuando hizo la última compra no debió de comprobar que todos los paquetes fueran del tipo que necesitaba, ni se percató de que algún empleado negligente había colocado dos tipos diferentes de pilas en la misma hilera, de tal forma que creyó que había guardado treinta y seis pilas de repuesto en el cajón, suficientes para que le durasen hasta Año Nuevo, pero de hecho había depositado sólo dieciocho que le sirviesen, y las dos últimas acababan de gastarse.

¿Qué hacer? Es 26 de diciembre, día festivo, no hay tiendas abiertas en el vecindario, y aunque es posible que haya alguna farmacia abierta esta mañana en alguna parte del centro de la ciudad bien podría perderse la primera hora de la fiesta de Fred mientras la busca, y ya se ha tomado un par de copas de vino para fortalecerse contra el inminente calvario social, con lo que no está claro que fuese prudente ir a buscarla en coche, y aunque podría pedir a algún miembro de su numerosa familia que le haga este recado, es más que probable que la farmacia, si hay alguna, haya cerrado antes de que la localicen, puesto que sólo abren unas horas la mañana de Navidad y del día siguiente, y aunque esté abierta todavía es muy posible que se nieguen a vender pilas porque los días festivos su servicio se limita a expender medicinas. Revisa mentalmente estas acciones posibles y las objeciones a ellas a la velocidad del rayo, mientras mira consternado los tres paquetes de pilas inservibles en la palma de su mano. Las deja caer en la papelera. En realidad, la única alternativa es intentar pasar la fiesta sin el audífono.

Cuando no oyes lo que la gente está diciendo tienes dos opciones: o te quedas callado y asientes y murmuras y sonríes, fingiendo que oyes lo que tu interlocutor está diciendo e intercalando alguna que otra palabra de acuerdo, pero siempre con el riesgo de tomar el rábano por las hojas, con consecuencias potencialmente embarazosas, o bien tomas la iniciativa, pasas por alto la regla normal de conversación de esperar tu turno y hablas sin parar de un tema de tu elección sin permitir que meta baza la persona con quien hablas, y por tanto no se plantea el problema de escuchar y comprender lo que está diciendo. Esta última opción es la que ha seguido desde hace como una hora.

Tuvo que encontrar temas sobre los cuales pudiera explayarse sin tener que hacer una pausa para pensar. El método que utilizó fue recurrir a determinadas ideas que había rumiado durante largo tiempo sin tener oportunidad de airearlas, o en las que había pensado sólo después de que ya hubiese pasado la ocasión de expresarlas, productos del esprit de l’escalier, y después introducir lo antes posible en una conversación el tema que pareciese más apropiado. El primer invitado al que aplicó esta estrategia fue un dramaturgo de izquierdas cuya obra de propaganda política sobre la huelga de mineros había visto representada varios años antes en el teatro Playhouse Studio. No había podido seguir gran cosa del diálogo, recitado en un fuerte dialecto de Tyneside, pero las simpatías de la obra no dejaban duda y fueron ratificadas cuando todo el elenco cantó al unísono «La bandera roja» en la escena final. Le produjo una gran satisfacción explicar al autor de aquella obra por qué había fracasado la huelga de los mineros: por una razón que inexplicablemente no habían visto los numerosos comentaristas del asunto, entre ellos el propio dramaturgo. No fue debido a la determinación del gobierno de Thatcher de poner fin al poder de los sindicatos, aunque esto ya era algo bien real, sino porque la huelga no tuvo apoyo público, aparte de las comunidades mineras afectadas, los sindicalistas militantes y la intelectualidad de izquierdas que apoyaba por principio todas las huelgas. No obtuvo un respaldo amplio porque los ingleses en su conjunto habían sido culturalmente condicionados para considerar la minería como el tipo más inhumano y opresivo de la esclavitud industrial, y se sentían secretamente culpables por depender para sus necesidades energéticas de hombres que faenaban durante la mayor parte de las horas diurnas en kilómetros de galerías subterráneas oscuras, estrechas y claustrofóbicas, hacheando y cortando vetas de carbón, sudorosos, asfixiados y cubiertos de una mugre negra. La literatura que habían leído y que describía las minas y la minería, desde los libros escolares de historia sobre la temprana Revolución Industrial, con ilustraciones terroríficas de mujeres embarazadas tirando a cuatro patas de vagones de carbón a lo largo de túneles de techo bajo, hasta Germinal de Zola, Hijos y amantes de Lawrence, El camino de Wigan Pier de Orwell, y crónicas de periódico recurrentes sobre accidentes mortales y desastres mineros, todo ello transmitía el mismo mensaje, que la minería era una clase de trabajo cruelmente opresiva sin la cual el mundo sería un lugar mejor y más civilizado. Y aunque era comprensible que los mineros y sus familias quisieran conservar sus empleos y temieran el desempleo, el suyo, sin embargo, parecía un problema transitorio y a pequeña escala que resolvería una política social benevolente (reciclaje, generosas condiciones de despido, etc.), en vez de mantener abiertas minas no rentables simplemente para proporcionar a los mineros un empleo peligroso, sucio y deshumanizador. La huelga fracasó porque la mayoría de la gente pensaba, consciente o inconscientemente, que si los cambios de la situación económica y de la oferta y demanda de energía significaban que el Reino Unido ya no necesitaba la mayor parte de las minas, era un motivo de alegría más que de protesta. El dramaturgo, que había recibido con una expresión radiante de placer la primera mención de su obra, se fue inquietando cada vez más a medida que escuchaba este sermón, y abrió la boca en varias ocasiones en un vano intento de hablar e interrumpir su flujo, pero cuando el otro no encontró nada más que añadir, dijo que había sido un placer comentar la obra de teatro y se disculpó pretextando que tenía que ocuparse del vino.

Ocuparse del vino quería decir ir a su despacho a escanciarse otro Savigny, después de lo cual volvió a adentrarse entre el gentío del salón y le salió al encuentro una mujer con un traje de chaqueta y pantalón violeta y sin mangas cuyo nombre él había olvidado pero que recordó que trabajaba en publicidad. «¿Cómo está usted?», dijo. «¿Qué tal ha pasado el día de Navidad?», y ella contestó algo que él no oyó, tiempo en el que se devanó los sesos tratando de encontrar un tema de conversación. Publicidad, publicidad…, ah, sí, ya sabía de qué hablar.

—Ya sabe eso de que ves un anuncio y realmente no lo entiendes…, bueno, probablemente usted no ha tenido esta experiencia, pero a mí me ocurre muy a menudo. Ves un anuncio en una valla y no entiendes lo que vende o no entiendes lo que dice, y cuanto más omnipresente es el anuncio más te desconcierta y más difícil se te hace admitir que no lo comprendes. Te dices a ti mismo que debe de haber una explicación muy simple que debe de ser tan obvia que te tomarán por un idiota si preguntas. Por otra parte no sabes si todos los demás sólo fingen que lo entienden, o hacen caso omiso de alguna anomalía o contradicción en el anuncio que sólo tú has captado. Pero llega el día en que termina la campaña publicitaria, retiran el cartel y ya no hay ninguna oportunidad de preguntar tranquilamente a alguien qué cree que significa el anuncio, y tienes que pasarte el resto de tu vida con este enigma irresuelto. Por ejemplo, yo nunca he comprendido, y ésta es la primera vez que lo reconozco ante alguien, nunca comprendí aquel famoso anuncio del Wonderbra, aquel en que sale una chica rubia en ropa interior y dice «¡Hola, chicos!». Lo dice o lo piensa, no queda nada claro…, ¿sabe de qué anuncio hablo?

La mujer asiente de un modo bastante seco y la sonrisa social que ha estado luciendo se borra de sus facciones para ser sustituida por algo que se parece a un ceño fruncido. Él se pregunta a destiempo si se trata en verdad de un tema que explorar con una invitada a la que apenas conoce y que, constata sorprendido ahora, tiene un busto bastante prominente debajo de su blusa violeta. Pero es demasiado tarde para cambiar de tema ahora, y prosigue:

—Pues nunca pude averiguar a quién o a qué se dirige. ¿Quiénes o qué son los «chicos»? ¿Es una referencia literal o una expresión metafórica? Si examinas con atención la foto ves que mira hacia abajo, en un ángulo tan pronunciado que no se le ven los ojos, sólo los párpados, que tienen un montón de maquillaje. O está mirando hacia abajo y admirando sus pechos, recién modelados y levantados por el Wonderbra, con una sorpresa placentera, en cuyo caso «chicos» es metafórico, pero… ¿una mujer llamaría «chicos» a sus propios pechos? No parece natural, ¿no los personificaría más bien como femeninos? Diría: «¡Hola, chicas!» Otra posibilidad es que se dirija a unos chicos de verdad, y tenemos que suponer que mira a unos jóvenes situados más abajo que ella, fuera del marco de la foto. Pero ¿dónde están…, dónde está sucediendo esta escena? ¿Llama alguien a la puerta, quizás, y ella abre en ropa interior, y ve a esos chicos que han sentido la atracción irresistible de su busto y se han postrado a sus pies? Y en este caso están en la peor posición para ver y apreciar su busto. Desde donde están tumbados no ven la hendidura entre los pechos. ¿Ve el problema? Intenté buscar la expresión en Google, pero por una vez no arrojó mucha luz. Había un libro de poemas patrióticos de la Primera Guerra Mundial, de Ella Wheeler Wilcox, titulado ¡Hola, chicos!, que no parece muy pertinente, y por lo visto en la gimnasia de competición se aplica coloquialmente a un movimiento especial de los gimnastas, cuando abren las piernas al mismo tiempo que hacen el pino, supuestamente porque revela la forma de sus testículos debajo de las mallas, lo que apoya en cierto modo mi idea sobre la personificación, pero no explica qué significa «chicos» en el anuncio del Wonderbra…

Se le pasó por la cabeza que su interlocutora, que mostraba signos de impaciencia, quizás conociese la respuesta al dilema y estuviera a punto de dársela, en cuyo caso él tendría que simular que la entendía, pero por suerte distrajo la atención de la mujer otro invitado, evidentemente un amigo querido hacia el cual se volvió para saludar y besar en ambas mejillas, poniendo un oportuno punto final a la conversación.

Después le expuso a un musicólogo de la universidad una teoría concebida largo tiempo atrás sobre que había sido una ventaja enorme para los compositores de música popular norteamericana que tantos topónimos nacionales, debido a sus orígenes hispánicos o indios, fueran anapésticos, el acento recaía en la tercera sílaba, como California, Indiana, Massachusetts, Carolina, San Francisco, o yámbicos, como Chicago, Atlanta, Missouri, palabras que se adaptaban muy fácilmente a la música sincopada, mientras que los toponímicos ingleses eran típicamente dáctilos, como Birmingham y Manchester, o trocaicos, como Brighton y Leicester, inherentemente poco musicales. Para ilustrarlo, cantó con voz suave «When you go to Birmingham, Be sure to wear a flower in your hair» y, en una encomiable imitación de Frank Sinatra, «Leicester, Leicester, that toddling town, Leicester, Leicester, I’ll show you around». En el salón se giraron unas caras divertidas. El musicólogo, que había parecido dispuesto a refutar su argumento, pareció impresionado, y sin duda quedó silenciado por la demostración.

En conjunto piensa que se arregla bastante bien para encontrar temas sobre los que pueda explayarse y que son adecuados para los invitados que encuentra. Su disquisición sobre «Muy soso, Norfolk» ha sido —debe reconocerlo, mientras se sirve una copita en el tranquilo refugio de su despacho— un poco forzada, inspirada sólo por el nombre de su interlocutora, pero confía en que la brillantez de su explicación le pareciera a ella una compensación idónea. En este momento su mujer entra en la habitación, cierra la puerta tras ella y dice algo: «¿Qué?», dice él. Ella lo repite, más alto, y con más determinación, y él le lee los labios sin dificultad.

—¿Qué. Demonios. Estás. Haciendo?

Fred estaba enfadada. Muy enfadada. Incluso se enfadó aún más cuando respondí a su pregunta diciendo que me estaba escanciando un vino de una de las botellas que me había regalado Richard por Navidad. Soltó una diatriba en la que sólo discerní algunas expresiones: «bebido demasiado… insultando a mis invitados… tú y tu padre… estropeando mi fiesta». Levanté las manos, conciliador.

—No te molestes, Fred. No oigo lo que me dices.

Ella dejó de despotricar y dijo algo que yo tomé por una pregunta sobre mi audífono.

—Las dos pilas se han descargado al mismo tiempo, justo antes de que empezara la fiesta. No te lo he dicho… Me ha parecido que ya tenías bastante con lo tuyo.

Ella dijo algo que leí en sus labios y que incluía la expresión «pilas usadas».

—Pensé que tenía de repuesto, pero no tengo. Las que tengo en el cajón no son del tamaño adecuado.

Ella puso los ojos en blanco y los alzó hacia el techo.

—Me equivoqué al comprarlas. Es fácil equivocarse.

Ella dijo algo como: «¿Qué cajón es?»

—Éste —dije, indicando el superior de la unidad multicajones de acero donde guardo mis accesorios auditivos. Un pequeño nudo de malestar se me estaba formando ya en las tripas. El sobresalto de encontrar las pilas equivocadas en el lugar donde yo tenía tanta seguridad de hallar el tipo adecuado quizás me había impedido realizar un registro minucioso del cajón.

Fred lo abrió y, con un solo movimiento, vació su contenido sobre la superficie de mi mesa. Revolvió entre una pila de folletos, manuales de instrucciones, bolsas, cajas y fundas pertenecientes a generaciones de audífonos pasadas, algunas que contenían cepillitos y artilugios y paños impregnados para su limpieza y mantenimiento, viejos modelos rotos de la Seguridad Social que se ponían detrás de la oreja, con trozos de tubos de plástico sobresaliendo de ellos, pilas descargadas, desechadas de diversos tamaños, y extrajo de estos detritos un paquete de plástico de burbuja que envolvía cuatro espacios circulares vacíos y dos pilas. Me las dio formulando una pregunta que acababa con las palabras «¿es el tamaño correcto?». Eran pilas 312ZA, con sus pequeñas etiquetas de plástico marrón en su sitio e intactas.

—Sí —dije.

Aguardó con un desprecio silencioso a que las introdujera en mis instrumentos auditivos, insertara estos últimos en mis oídos y confirmara que funcionaban. Después denunció con detalle mi conducta grosera. Había bebido demasiado vino y hablado demasiado alto, hablado a —más que con— cualquier desafortunado que entablara conversación conmigo, sin hacer una pausa para que respirasen ni permitirles colar una palabra, sobre temas que carecían de interés para ellos o claramente molestos. Resultó que la señora con el traje de chaqueta y pantalón violeta no era publicitaria en absoluto, sino la directora de la escuela primaria de Lena, que había sufrido una mastectomía y llevaba un sujetador de prótesis, por lo que no había apreciado mi jocosa deconstrucción del anuncio de Wonderbra; por su parte, la señora Norfolk, una de las mejores clientas de Décor, que se disponía a encargar unas cortinas para cada habitación de una segunda residencia recién comprada, se había sentido visiblemente desconcertada y ligeramente injuriada por mi análisis maniático de las connotaciones negativas de su apellido; y el dramaturgo de izquierdas, que formaba parte de la junta directiva del Playhouse, y al que Fred había invitado a fiestas y cenas en numerosas ocasiones, sin que hasta hoy hubiera podido convencerle de que acudiera, había estado hablando con su novia en un rincón, de espaldas al resto de los invitados, desde que él le había dirigido la palabra. ¿Y qué me proponía yo cantando en el salón? Ya bastaba con mi padre cantando en la cocina, después de haberle pillado haciendo pis en el jardín delantero.

—¿Cómo has dicho? —dije—. ¿Qué ha hecho papá?

No reconstruí el episodio completo hasta horas más tarde, gracias a diversos testigos y a la versión del propio papá. Él había desoído el día antes las sugerencias de Fred de que se tomara la libertad de ausentarse de la fiesta, una reunión ruidosa de mucha gente en su mayoría desconocida para él, tal como ella lo expuso, comiendo cosas extrañas que probablemente no le gustarían, así que quizás prefiriese tomar un plato de pavo frío con encurtidos en su propio cuarto, con la compañía de una televisión portátil que podía poner todo lo fuerte que quisiera sin molestar a nadie. Lejos de hacer caso a Fred, dedicó un rato largo a su aseo matutino, se puso sus mejores galas —chaqueta sport Harris de tweed, pantalón de estambre con la raya bien marcada, una camisa limpia y una corbata con sólo una manchita poco visible de grasa—, bajó una media hora antes de la hora prevista para el comienzo de la fiesta y anunció que se iba a dar un paseo. Esto fue justo antes de que se me descargaran las pilas del audífono. Le pregunté qué dónde demonios iba. Dijo que a la calle mayor del barrio. Le recordé que todas las tiendas estarían cerradas, pero él pensaba encontrar abierta una de prensa donde comprar un billete de lotería, y de todos modos necesitaba respirar aire fresco. Pensando que no podía ocurrirle nada malo en esta excursión, le dejé que se fuera y pregunté a Anne y a Jim si le atenderían cuando volviese, en caso de que yo estuviera ocupado con otras cosas, y le dieran algo de comer y beber. Tengo que confesar que me olvidé por completo de papá después con la tensión de mi crisis con el audífono y la falsa euforia de las proezas de conversación con las que pretendí ocultarla.

Parece ser que durante su paseo entró en un pub a tomar media pinta de cerveza de barril, algo que no había hecho en Londres desde hacía años. Puede que algún recuerdo atávico de años antes, quizás antes de casarse, cuando todos los miembros de la familia iban a beber algo en cuanto los pubs abrían el día 26, y después iban a ver un partido de fútbol, le hubiera impulsado a concederse esta licencia insólita, y el saber que sólo habría vino y cerveza de lata con mucho gas en la fiesta también podría haber contribuido. En cualquier caso, degustó su media pinta y cometió la imprudencia de pedir otra. En el camino de vuelta, la presión de la vejiga se hizo aguda. Al acercarse a nuestra casa, dudó de que pudiese llegar hasta la puerta sin mojarse encima, y estaba seguro de que si por casualidad el aseo de abajo estaba ocupado cuando él llegase sería totalmente incapaz de subir la escalera hasta el cuarto de baño del primer piso. En suma, que con presencia de ánimo se abrió paso hasta unos espesos arbustos de laurel, al lado de la verja, y se alivió contra el interior de la tapia medianera. Algún invitado que llegaba tarde le vio e informó, mientras se quitaba el abrigo, de que un vagabundo parecía estar perpetrando una gamberrada entre los arbustos. Al oír esto, Cecilia llamó a Fred y le recomendó que llamara a la policía, pero Anne dijo: «Seguramente es el abuelo, que no le ha dado tiempo», y mandó a Jim a buscarle, y éste lo hizo. Llevaron a papá a la cocina, le sentaron a la mesa y, sin saber que ya había ingerido una pinta de cerveza, le dieron un vaso grande de vino blanco afrutado y le convencieron de que probase el curry tailandés, que para su propia sorpresa encontró muy sabroso y comió con apetito. Ben y Maxine relevaron a Anne y Jim en el cometido de hablar con papá, y Ben le escanció otro vaso de vino. Papá empezó a entrar en el ambiente festivo e invitó a Maxine a sentarse encima de sus rodillas, cosa a la que ella accedió gentilmente durante un rato hasta que él dijo que se le estaban entumeciendo las piernas. Les habló de su carrera antes de la guerra como músico de una orquesta de baile, y de la primera y última grabación que había hecho como cantante, «The Night, the Stars and the Music», con la banda de Arthur Roseberry, que compuso la letra y la música; y cuando Maxine dijo que le encantaría oírla, papá se la cantó. Es lo que en el gremio llaman una balada, y la canción está grabada en mi memoria por las muchas veces en que la oí en el viejo disco de vinilo de la radiogramola que había en casa, y que papá transfirió más tarde a un audiocasete. Me dio una copia que guardo en alguna parte. «The night, the stars and the music, / The magic of the something something…» Al parecer se levantó y cantó dos estribillos sin fallar una palabra o un compás, recibió una salva de aplausos de la gente que estaba en la cocina, se sentó, lanzó una flatulencia sonora por culpa del curry, miró por encima del hombro y gritó «¡Taxi!» (lo que le hizo tanta gracia a Ben que se atragantó con la cerveza), dijo que sería mejor que fuera a acostarse un ratito, intentó salir de la cocina sin que le ayudaran, tropezó en el umbral, recuperó el equilibrio rodeando con los brazos a Cecilia, que entraba en aquel momento con una bandeja llena de vasos sucios, y provocó que se le cayeran sobre las baldosas de la cocina, y Jim y Ben tuvieron que ayudarle a subir a su cuarto.

Él no tiene la culpa —dijo Fred—. Es un anciano. La culpa la tienes tú. Tenías que hacerte cargo.

—Lo siento —dije—. No sabía nada de esto.

No había captado ninguno de los diversos sonidos asociados con el episodio en el ruido de fondo general amortiguado de la fiesta.

Llamaron a la puerta de mi despacho y Marcia asomó la cabeza.

—Mamá, los Jessop se marchan. ¿Quieres despedirte?

—¿Ya? —exclamó Fred. Se volvió ferozmente hacia mí—. ¿Ves? habéis echado a la gente, tú y tu padre contigo.

Al salir pitando de la habitación dejó atrás a Marcia, que me dirigió una mirada hostil y se precipitó tras Fred. Yo las seguí a un paso más lento.

En realidad los Jessop estaban invitados a dos fiestas y se deshicieron en disculpas por marcharse tan temprano. La mayoría de los invitados estaba degustando su pudin y no daban indicios de querer marcharse, y casi todos habían bebido tanto que no les inquietaba que unos cristales se hubieran caído y roto en la cocina. Pero Fred tenía su idea de cómo había que organizar una fiesta, con elegancia y decoro, y a su juicio papá y yo le habíamos estropeado entre los dos la suya. Después de haber despedido a los Jessop volvió al salón y desde el pasillo, donde yo me escondía, desalentado, la vi charlar y sonreír serenamente, pero no me cabía duda de que en su fuero interno estaba todavía sulfurada y de que a mí me tendría en su lista negra durante bastante tiempo.

Sonó el timbre de la entrada. Me pregunté quién demonios vendría a la fiesta a aquella hora. «Abro yo», le grité a alguien que podría estar escuchando, y fui a abrir. Alex Loom estaba en el pórtico, con su reluciente abrigo acolchado negro y un sombrerito de duende rojo y de punto, con un ramo de flores cortadas envuelto en papel de celofán.

—¡Hola! —dijo, con una sonrisa—. Supongo que le sorprende verme.

—Creí que estaba en Estados Unidos —dije.

—Era lo previsto —dijo ella—. Pero Heathrow estaba inundado. Me di por vencida después de esperar mi vuelo dos días. ¿Puedo entrar? Estaba invitada.

—La fiesta casi ha terminado —dije, estúpidamente, como si esperase que ella se marcharía diciéndole esto.

—¿Quién es, cariño? —dijo Fred a mi espalda. Yo sabía que el «cariño» era simplemente para guardar las apariencias, y no significaba que se le hubiera pasado el enfado—. ¡Oh, es usted, Alex! —exclamó—. Por el amor de Dios, dile que entre a la pobre chica. ¡Entre! ¡Entre! ¿Qué está haciendo aquí? Creí que se iba a pasar la Navidad en casa.

Alex explicó que su vuelo había sido retrasado varias veces y finalmente cancelado, y que como no pudo tomar otro que le hubiese permitido llegar a su casa a tiempo, había desistido, había cogido el autobús de enlace del aeropuerto, casi el único transporte público que funcionaba, y había llegado a su apartamento tarde la noche de Navidad.

—Así que he pensado que a usted no le importaría que aceptase su invitación, de todos modos —dijo.

—Por supuesto que no; estamos encantados de verla, ¿verdad, cariño? —Respondí a la pregunta de Fred con una sonrisa forzada y un gesto de asentimiento—. Pero ¿por qué llega tan tarde?

—Quería comprar unas flores, pero era más difícil de lo que creía —dijo Alex, y le tendió el ramo a Fred—. No estoy acostumbrada a que todo esté cerrado el día veintiséis. He conseguido que me lleve un taxi y al final hemos encontrado un puesto de flores delante del cementerio.

—Bueno, la verdad es que no debería haberse molestado, pero muchísimas gracias, son preciosas —dijo Fred.

—¿Qué cementerio era? —pregunté.

—No tengo ni idea —dijo Alex, con una sonrisa.

—Deja de hacerle preguntas tontas, cariño, y ocúpate de su abrigo. —Fred me arrojó a los brazos el resbaladizo abrigo de nailon negro y se llevó a Alex al comedor, diciendo—; Venga a comer algo, todavía quedan muchas cosas.

Yo también tenía bastante hambre, porque sólo había comido algunos frutos secos y había picado algo entre una conversación y otra, y después de colgar el abrigo de Alex las seguí al comedor. Alex, con un vaso de vino blanco en la mano, estaba ya entreteniendo a un grupo de invitados con la historia de los horrores de Heathrow: colas que salían de las terminales hasta el exterior, gente que dormía encima de su equipaje o tumbada en el suelo, padres consternados con bebés que lloraban y niños… Claro está que todo aquello lo habíamos visto en las noticias de la televisión, pero no hay nada como un informe personal desde la línea del frente para transmitir el horror y que te embargue una profunda gratitud por no haber estado allí. Fred llevó a Alex un plato de pollo tailandés humeante en el carrito y se quedó a escuchar. Yo me abastecí por mi cuenta.

No sé si me creo la historia de que Alex había dado vueltas por la ciudad en busca de flores. Si las consiguió en el cementerio es más probable que en vez de comprarlas las hubiera cogido de una tumba en el camposanto que hay al fondo de Rectory Road. Creo que tenía pensado llegar tarde. Siendo la última invitada en llegar podría con toda naturalidad ser la última en marcharse. De hecho se quedó mucho más tiempo que todo el mundo, excepto la familia, y colaboró recogiendo los platos y vasos sucios para meterlos en el lavavajillas. Fred la invitó después a una taza de té y ella aceptó inmediatamente. Hacia el final de la tarde, para mi desaliento, estaba totalmente a sus anchas en la casa y se dirigía a todo el mundo por su nombre de pila. Tuve que admirar sus recursos de conversadora. Podía hablar de dinero con Giles y de bebés con Nicola, de bienes inmobiliarios con Jim y Ben y de cosmética con Maxine. Incluso se las ingenió para cautivar a Ben sin que Maxine se pusiera celosa, y Marcia, que habría podido ofrecer más resistencia, se había ido a su casa con Peter y los niños después de la comida. De toda la familia, sólo Anne, pensé, miraba a Alex con una débil suspicacia.

Al final dijo que quizás había llegado el momento de marcharse, y preguntó si podía llamar a un taxi.

—No gaste más dinero en taxis —dijo Fred—, aparte de que hoy podría estar horas esperando uno. Desmond la llevará a casa, ¿verdad, cariño? —Antes de que yo pudiese contestar, añadió, seria—: ¿O estás demasiado borracho?

—No lo estoy en absoluto —dije yo, fríamente. De hecho, hacía casi tres horas que había tomado mi última copa de Savigny-les-Beaune y me sentía completamente sobrio, aunque es probable que no lo bastante para pasar un control de alcoholemia. Ben dijo que él había sobrepasado el límite, de lo contrario la habría llevado con gusto, y Giles había subido con Nicola al piso de arriba para bañar al bebé, y para evitar que Fred se ofreciera a llevarla insistí en hacer de chófer para Alex. Con un severo «Bueno, si estás tan seguro…», Fred asintió.

De modo que me encontré a solas con Alex. Para ser alguien que se había pasado dos días en un aeropuerto, intentando en vano reunirse con su familia en Navidad, parecía notablemente animada. Comentó en el coche que la fiesta había sido estupenda y que yo tenía una familia encantadora, observaciones a las que di una respuesta mínima. Cuando aparqué el coche detrás de Wharfside Court, ella dijo:

—No me ha preguntado cómo va mi tesis.

—¿Cómo va?

—Muy bien. Acabo de hacer un descubrimiento interesante. En todas las notas de suicidas que he reunido, la palabra «suicida» sale muy pocas veces. Menos de un dos por ciento. Unos pocos hablan de matarse. Alrededor de la mitad aluden a morir, o al deseo de morir, y los demás le dan largas al asunto, dando a entender lo que van a hacer con fórmulas como «despedirse» o «ya no seré una carga para vosotros», etc. O emplean eufemismos como «pillar el autobús»: PEA, en siglas. Pero casi ninguno dice que va a suicidarse. ¿Qué deduce de esto?

—Me recuerda una frase de Borges —dije—. «En una adivinanza cuyo tema es el ajedrez, ¿cuál es la única palabra prohibida?… La palabra ajedrez.»

—¡Formidable! —dijo ella—. Podría utilizarla. Pero ¿qué deduce usted?

Lo pensé un momento.

—Quizás «suicidio» parece demasiado impersonal, indiferente, es una palabra demasiado forense para expresar la intensidad de tus emociones en ese momento, sobre todo si tienes que emplearla en la forma verbal de «suicidarse». «Suicidio» es sólo un sustantivo, y además latino, culto. «Morir» es un verbo simple, básico, que se remonta a las raíces anglosajonas del inglés, y tiene que tener su equivalente en cada lengua natural conocida.

Casi define la condición humana, mientras que «suicida» caracteriza el acto como algo marginal, anómalo, aberrante. Puede que sea en parte el motivo.

—Eh…, ¡es impresionante! Es usted buenísimo, Desmond. ¿Puedo utilizarlo?

Como yo dudaba si decirle «Seguro que lo harás, de todos modos», ella agregó:

—Citando la fuente, por supuesto.

—En realidad, preferiría que no lo hiciera —dije.

—Muy bien, si lo prefiere —dijo, alegremente.

Una vez más, al intentar reprimir toda sugerencia de un acuerdo entre nosotros, de algún modo había presupuesto la continuación del mismo.

—¿Sube a tomar un café? —dijo.

—No —respondí.

—Pues entonces… gracias por traerme. Y por la fiesta.

Se inclinó hacia mí desde el asiento del copiloto y me besó en la mejilla. Sentí su mano en mi muslo.

—¿Seguro que no quiere subir? —me susurró al oído.

—No, gracias —dije. Ella se deslizó fuera del coche y yo observé cómo cruzaba el aparcamiento con su largo y reluciente abrigo negro, y me pregunté qué podría haber sucedido si hubiera aceptado su invitación. Al llegar a la esquina de su edificio se volvió, agitó la mano y desapareció de mi vista.