13

22 de diciembre. He pasado los dos últimos días en la cama, tratando de recuperarme para el viaje que debo hacer a Londres para recoger a papá: en la cama del cuarto de invitados, para no contagiar a Fred ni molestarla por la noche con mis toses y esputos. Era también una manera de esconderme, evitando el contacto con Alex o con cualquier otra persona. Parapetado debajo del edredón, con los auriculares puestos, me han hecho compañía Radio 4 y la lectura agradable de una novela de Trollope.

Hoy me siento mejor y en condiciones de reanudar la vida normal. Echo un vistazo al correo electrónico esta mañana, pensando que encontraría un montón de mensajes de Alex, pero sólo había uno diciendo que lamentaba perderse la fiesta y confiaba en volver a verme el día de Año Nuevo. Había cantidad de anuncios estacionales de Viagra: «¡Hágale un regalo que apreciará de verdad!» «¡Cargue las pilas para las vacaciones navideñas!» ¿Qué inventarán para las grandes vacaciones siguientes?: «¿Resucita esta Pascua?» Y había un mensaje informático de la biblioteca de la universidad recordando el libro de Liverwright sobre análisis de documentos. Me he preguntado si Alex volverá a pedirlo prestado e intentará eliminar las marcas turquesas con alguna solución química.

23 de diciembre. El viaje épico ha terminado. La operación traslado de papá ha sido realizada: no sin dificultad. Muchas veces me he preguntado hoy si no hubiera sido más sensato utilizar el tren, pero siempre que en los últimos años he considerado esta alternativa parece entrañar tantas posibilidades de que las cosas salgan mal que opto por desestimarla. En vísperas de Navidad, los trenes están llenos, por lo que tendría que reservar asientos y tomar un taxi desde Brickley a una hora que, previendo posibles atascos en el centro de Londres, nos dejase en King’s Cross con tiempo suficiente para pillar el tren reservado, pero no tan temprano que tuviéramos que esperar en la estación un siglo para cogerlo. Además, aunque todo saliera perfecto en este tramo del viaje, siempre existía la posibilidad de que, al llegar a King’s Cross, el tren no estuviera listo para que subieran los pasajeros, bien porque había llegado tarde, bien porque lo habían cancelado, en cuyo caso nuestras reservas de asiento no servirían de nada y tendríamos que sumarnos a la precipitada carrera en pos de los asientos no reservados del tren siguiente. En definitiva, parecía preferible optar por la carretera. Sabía que sería lento, sabía que habría embotellamientos, pero en cuanto tuviera a papá en el coche y su equipaje en el maletero no debería preocuparme por llegar a un sitio a una hora determinada, y tendría la seguridad de que tarde o temprano llegaríamos a Rectory Road.

Salgo de casa en la oscuridad invernal a las 6.30 de la mañana, con sólo una taza de té en el estómago, atravieso zumbando el centro de la ciudad casi vacío y pronto estoy circulando entre el tráfico escaso de la M1, con Radio 4 a un volumen tan alto que nadie con una audición normal soportaría. Los boletines sobre la situación en las carreteras hacen fastidiosos comentarios sobre niebla en el sur, retrasos en aeropuertos, etc., pero yo avanzo sin percances hasta una gasolinera cerca de Leicester donde paro a desayunar. A partir de entonces, el tráfico y la atmósfera se van espesando gradualmente y hasta las diez no llego a la salida de la M1. Desde allí la circulación es lenta a través de un Londres neblinoso, con las calles congestionadas por compradores navideños que frenéticamente hacen acopio de comida y bebida como para un supuesto asedio, y llego a las once pasadas a Lime Avenue. Papá me esperaba en la casa oscurecida, con las cortinas corridas en cada habitación, el abrigo y el gorro puestos, las bolsas preparadas y el bastón en la mano. Parecía como si llevara horas esperando. Nos gritamos uno a otro durante unos minutos. «¿Dónde has estado?», pregunta. «Te dije que llegaría hacia las diez y media», digo. «Creí que habías dicho a las nueve y media», responde. «¿Cómo iba a decir las nueve y media si para llegar a esa hora tendría que levantarme en plena noche?», le digo, irritado. «Es un trayecto largo.» «Puñeteramente largo, si quieres que te diga», dice. «¿Para qué tuviste que marcharte al norte?» «El trabajo estaba allí, papá», le digo, como le he dicho tantas veces.

Repaso una lista con él: «¿Has avisado al lechero?» «Sí.» «¿Has avisado al repartidor de periódicos?» «Sí.» «¿Has dejado encendida la calefacción?» Un «sí» hosco. De hecho ha apagado la mayoría de los radiadores, pero calculo que bastará con que circule agua caliente por el circuito.

—¿Se lo has dicho a los Barker?

—¿Qué? —dice.

—Si se lo has dicho a los Barker, los vecinos —repito, pensando que no me ha oído.

—¿Dicho qué? —dice.

—Que vas a estar fuera.

—No tengo por qué decírselo, no es asunto suyo —dice.

—¿No les das un juego de llaves cuando te vas? —pregunto. Sé que no lo hace, sólo finjo que lo ignoro para aliviar mi irritación.

—¡Claro que no! —dice, indignado—. No quiero que entren a fisgar en mi casa mientras estoy fuera.

—Me figuro que tienen mejores cosas que hacer en Navidad —digo, con sorna. Empezamos con mal pie.

Antes de salir llamo con los nudillos a la puerta de la casa adosada contigua. Los Barker no son la pareja más carismática del mundo, pero confío en su buena voluntad para que tengan un ojo puesto en papá y me telefoneen si ven algún motivo de alarma. Abre la puerta la señora Barker. «¡Oh, hola!», dice con un gemido agudo, y suelta una risita. Es una risa nerviosa que puntea su forma de hablar. «¿Cómo está su papá?» La figura corpulenta del marido se perfila en el recibidor detrás de ella, en mangas de camisa y con tirantes, blandiendo en la mano como si fuera un arma una perforadora sin cable. Les digo que me llevo a papá para que pase la Navidad con nosotros («Oh, qué estupendo para él, ¿no?»; risita), y que les agradecería que vigilasen la casa.

—En el lado del tejado hay una gotera que convendría mirar —dice el señor Barker.

—¿Sí? Gracias por decírmelo —digo—. Mandaré que lo revisen en cuanto papá haya vuelto.

El matrimonio mantiene su casa en un estado inmaculado; cuidarla es la ocupación principal del señor Barker desde que se jubiló, y sé que la apariencia relativamente astrosa de la de papá es un tema delicado.

—Bueno, más vale que nos pongamos en marcha —digo—. Que pasen una feliz Navidad.

—Sí, ¡igualmente!

La señora Barker lanza una risita. Su marido vuelve a la tarea de bricolaje que estuviera haciendo y que yo he interrumpido, pero en la vida de su mujer hay tan pocos incidentes que se queda en la puerta con los brazos cruzados para protegerse del frío, y mira cómo acompaño a papá fuera de casa y le instalo en el asiento del copiloto. Ella esboza una sonrisa tonta y nos despide agitando la mano.

El tráfico en el centro de Londres es aún peor a la vuelta, y tenemos que parar en la primera gasolinera de la M1 para una comida tardía, cuando todavía nos falta la mayor parte del viaje. La niebla ralentiza el tráfico, hay retenciones frecuentes en la autopista, y empiezo a ver que no llegaremos a casa hasta después de anochecer. Papá estaba locuaz al principio, me aconseja sobre el itinerario para cruzar Londres («Ni se te ocurra pasar por Camberwell ni por Victoria, es el barrio de los mil semáforos»), critica a otros conductores («¿Has visto a ese imbécil? ¡Ni siquiera pone el intermitente! ¡Diabólico!»), me pide que convierta en galones el precio de la gasolina por litro anunciado en los garajes («¿Qué? ¿Cuatro libras un galón? ¡No hablas en serio!»,) rememora viajes épicos en coche para tocar en bailes de cacería en villorrios remotos: «¿Colinas? No has visto nunca colinas como las de Gales. Todo el campo es una colina. Me acuerdo de que una vez Archie Silver, que tocaba el bajo, nos llevaba a los cinco en su Wolseley viejo, con todos los instrumentos en un remolque, y los frenos fallaron bajando esta cuesta como si fuera la ladera de un monte…» Sorprendentemente, no parece preocuparle la niebla. Creo que la atribuye a la catarata en su ojo izquierdo. Después de comer se queda dormido y yo conduzco en un bendito silencio. Pero cuando despierta tiene ganas de hacer pis, y acabo de pasar una gasolinera, y la próxima está, como mínimo, a treinta minutos.

—¿Has metido la botella en el coche? —dice, buscando a tientas debajo del asiento.

—¿Qué botella? —digo, con una sensación de abatimiento. Se me había olvidado totalmente la sugerencia que le hice unas semanas antes de que debería llevar consigo una botella para emergencias así.

—La de leche que estaba en el recibidor, al lado de la entrada, envuelta en papel de estraza. Te he dicho que la pusieras debajo del asiento cuando sacaras mis cosas.

—No te he oído, papá —digo. He conducido hasta Londres sin el audífono y no me lo he puesto hasta varios minutos después de llegar, tiempo en el cual él ha debido de mencionar la botella. O quizás la haya mencionado más tarde, cuando yo ya llevaba puesto el audífono, pero en voz baja porque le daba vergüenza, o cuando yo estaba de espaldas, o cuando estaba pensando en otras cosas y no le prestaba atención.

—Vaya, muy bien, hijo —dice, fríamente. Me he sentido culpable.

—Podría parar en el arcén —digo—. Se supone que no debes, pero si es una urgencia…

—¿Y adónde voy? —me pregunta—. ¿Salto una alambrada, a oscuras, para entrar en un campo?

—No, claro que no. Puedes hacer pis contra la rueda de atrás, como un taxista… La ley se lo permite, ya sabes.

Él hace caso omiso de este intento de aligerar el tono de la conversación.

—¿Qué? ¿Y todos esos coches enfocándome con los faros? No, gracias.

De hecho, me alegro de que no quiera que paremos porque habría sido peligroso: estaba anocheciendo y la visibilidad era escasa.

—¿Qué vas a hacer, entonces?

—Aguantaré hasta la próxima gasolinera —dice, tristemente. Se las apaña muy bien. Sólo cuando estamos cruzando el aparcamiento para entrar en el complejo brillantemente iluminado de tiendas y cafés no consigue controlar la vejiga más tiempo.

—¡Oh, Dios Santo! —dice, doblándose y con la mano en la ingle—. Me estoy empapando.

—De acuerdo, papá. No te preocupes —digo.

—¡No te preocupes! —exclama—. ¿Qué hago yo ahora? ¿Me siento en el coche con un par de pantalones mojado y apestoso durante el resto del viaje?

Rápidamente concibo un plan.

—Vamos a los lavabos, tú te metes en una cabina, te quitas el pantalón, me lo das por debajo de la puerta y te quedas esperando mientras yo voy al coche y te saco otro pantalón de la maleta…, habrás traído otro par, ¿no? Bien. Te lo paso por debajo de la puerta y te lo pones. ¿De acuerdo?

Es lo que hemos hecho. La cosa sale bastante bien, salvo que olvido llevarle también unos calzoncillos limpios. Le pregunto si quiere que vuelva a buscarle un par.

—Bueno, supongo que no pensarás que voy a ir sentado en el coche Dios sabe durante cuánto tiempo sin calzoncillos debajo del pantalón, ¿eh? —reclama a través de la puerta del baño—. Este pantalón es de pura lana, ¿sabes? Me rozará si no llevo calzoncillos.

Esta conversación, mantenida en alta voz y con muchas repeticiones a través de la puerta del retrete, divierte notablemente a otros usuarios de los lavabos. Así que vuelvo al coche a revolver en su maleta buscando un par de esos calzoncillos sueltos tipo bañador que usa y vuelvo con ellos. Mientras papá se cambia yo enjuago el pantalón mojado en un lavabo y lo seco debajo de un secador de manos de aire caliente. Algunos me dirigen miradas de curiosidad al verme realizar esta tarea, pero para entonces estoy inmunizado contra el sonrojo y la vergüenza, o quizás sería más cierto decir que los acepto como un castigo justo por mi negligencia con la botella.

La única compensación de ese largo y agotador día ha sido que el traslado de papá me ha eximido de otros deberes navideños. Por la mañana, Marcia ha ayudado a Fred en la gran expedición de compras a Sainsbury’s, una actividad que yo detesto: la parálisis total de los carritos sobrecargados en los pasillos, el lento avance de las largas colas en las cajas, donde todos se comportan más como saqueadores que como compradores y se pelean por los mejores productos (la Navidad del año pasado vi a una mujer que robaba la última caja de champiñones orgánicos de otro carro mientras los que lo llevaban le daban la espalda).

Me alegro mucho de ahorrarme todo esto. Y no he tenido que recoger en la estación a la madre de Fred, que viene en tren de su piso de jubilada en Cheltenham; lo hace Fred, ya que Jakki se ha brindado generosamente a ocuparse de la tienda, porque no tiene familia a la que atender.

Cuando papá y yo llegamos a casa, alrededor de las siete, Fred está decorando el gran árbol de Navidad en la sala, observada y asesorada por su madre, sentada en una butaca vertical junto al fuego, en la postura británica que más le gusta: la espalda recta, la cabeza erguida, las rodillas ligeramente separadas debajo de la falda larga, y en las manos, como si fuera un escudo, el Daily Telegraph que ha traído con ella. Había ya un montoncito de regalos envueltos a los pies del árbol. El pequeño nacimiento con figuras de la Natividad talladas con madera de oliva, comprado en Belén y regalado a Fred por sus padres, ya estaba en su sitio en las estanterías. Altavoces discretamente colocados filtraban villancicos. Era una escena agradable, casi como representada para impresionar. Tengo que reconocer que Fred organiza muy bien la Navidad. Pero casi al instante se ha producido una pequeña fricción entre nosotros: me pregunta si la ayudaría a colgar las luces de colores alrededor del árbol, y le digo que estoy cansadísimo y que si no puede esperar hasta mañana, y entonces ella, con un suspiro de impaciencia, lo hace sola mientras preparo una copa para papá y para mí, pero las luces no se han encendido y Fred se ha puesto irritable, y al final he tenido que tender el cable en el suelo y comprobar que todas las bombillitas frágiles estaban bien enroscadas en sus enchufes antes de descubrir al responsable que estaba interrumpiendo el circuito. Espero que esto no sea un anuncio de contratiempos venideros. El problema es que en cuanto hay el más mínimo desacuerdo entre Fred y yo, nuestros respectivos padres toman instintivamente partido por sus hijos, con lo que se iguala el factor fricción. Papá me exhorta a terminar mi bebida antes de ocuparme de las luces, y la madre de Fred menciona que su difunto marido consideraba una responsabilidad especial dedicarse a las luces del árbol de Navidad. El marido murió hace cinco años.

La señora Cecilia Magdalene Fairfax, para decir su nombre completo, es una viuda alta y vigorosa de setenta y siete años, con un busto enorme que da cierta idea de la apariencia que podría haber tenido Fred a esta edad de no haberse hecho la operación de reducción de pecho (nunca se lo ha confesado a su madre, fingiendo que se había «puesto a régimen»). Cecilia no tiene absolutamente nada en común con mi padre, y a veces le mira con una especie de aversión horrorizada, como la señora de una casa solariega que descubre que un miembro de su familia ha tenido la iniciativa inexplicable de invitar al salón al aprendiz de jardinero, al que en consecuencia no se puede expulsar. Él, por su parte, la considera una «vejestoria estirada» a la que es su deber animar con ocurrencias y anécdotas. La llama «Celia». Una vez que ella le corrigió, él dijo que «Cecilia» tenía una sílaba de más para un viejo con dentadura postiza. «Así que la llamaré “Celia” a secas. No le importa, ¿verdad?» Ella respondió, glacial: «Si quiere. Pero está claro que son dos nombres completamente distintos. Cecilia fue una virgen mártir de la Iglesia primitiva. Celia era un nombre romano corriente, un nombre pagano.» Creo que ella preferiría que él la llamase «señora Fairfax». Ella le llama invariablemente «señor Bates», a pesar de que él le ha invitado varias veces a que le llame «Harry».

24 de diciembre. La casa se va llenando. Giles, el segundo hijo de Fred, y su mujer Nicola, han llegado esta tarde con su hijo Basil, de nueve meses, tras haber conducido esta tarde desde Hertfordshire en su BMW 4x4 negro, un vehículo alto y enorme, recientemente adquirido a cambio de un Porsche para proporcionar la máxima protección a su precioso retoño. Tiene unas ventanillas tintadas casi opacas para desalentar a posibles secuestradores, y una pegatina en la trasera: «Bebé a bordo», que apela a la conciencia de los conductores que pudieran tener la intención de embestirles por detrás. Giles es el más próspero de los tres hijos de Fred. Andrew le pagó los estudios en Downside, y después de la universidad siguió los pasos de su padre y trabaja en un banco comercial de la City. Hoy tiene la expresión de un hombre que acaba de recibir una prima navideña muy satisfactoria y que a duras penas puede contener el impulso de decirte de qué importe. Nicola es abogado de empresa, pero ha decidido tomarse cuatro años sabáticos para tener dos hijos: los números están tan claramente especificados como en un balance. Con toda seguridad, los bebés estarán igualmente equilibrados: un niño y una niña. Es guapa sin ninguna característica especial, viste bien, habla de un modo agradable y algo insulso.

Ben, el hijo menor de Fred, y su novia Maxine llegan en mitad de la velada, más tarde de lo previsto, retrasados no tanto por la niebla como por una comida festiva en las dependencias de una productora de televisión para la que él trabaja, «y después nos hemos tenido que enfriar unas horas por si nos trincaban en la autopista». Ben siempre me ha parecido el más simpático de los hijos de Fred; es un joven alegre, relajado, extrovertido que rechazó el ofrecimiento de su padre de enviarle a Downside como a su hermano y optó por una universidad local. Trabaja en la plantilla de uno de esos programas de televisión sobre la compra, la venta, el trueque, la restauración o la redecoración de casas a los que los televidentes británicos parecen adictos, pues hay muchos en todas las cadenas. Él califica despectivamente este género de «porno inmobiliario», pero dice que es una buena forma de aprender el oficio de hacer documentales. Maxine, su pareja desde hace dos años, es maquilladora de televisión, una chica bonita, de piernas largas y cordial, con acento de la costa y apenas alguna idea en la cabeza que no esté relacionada con la televisión, la moda y los cosméticos. Pide a Ben que la lleve a ver películas de terror baratas porque quiere ver el maquillaje. Hay consenso tácito en la familia de Fred sobre que Maxine es bastante vulgar, y Cecilia está dolorosamente dividida entre el miedo de que Ben se case con ella y una desaprobación moral de la cohabitación. Pero Maxine se lleva bien con papá, que está algo loco por ella y le ha comprado la caja más grande de bombones.

Fred, su madre, Giles, Ben y Maxine se han ido a la misa del gallo (la familia Fairfax lo pronuncia «gayo»), que empieza a las diez y media con canto de villancicos. Ben no es católico practicante, Giles sólo lo es nominalmente y Maxine no practica nada más que el maquillaje, pero acompañan a Fred y a su madre con un espíritu de solidaridad estacional. En otro tiempo a veces iba yo también, ya que es el único oficio religioso que me gusta, por lo menos el cántico de villancicos, pero no he querido dejar a papá a cargo de Nicola, que se ha ido a acostar con su bebé. De hecho él también se ha ido a la cama, pero anoche le encontré deambulando por el rellano en pijama: buscaba el cuarto de baño en un estado de confusión y aturdimiento, y llevaba en la mano la jarra de esmalte que yo le había dado para que hiciera pipí si las ganas le pillaban desprevenido, porque se le había metido en la cabeza que tenía que vaciar inmediatamente la jarra en el baño, sin duda debido a las pastillas antihistamínicas que le da el médico a modo de somníferos: son seguras pero le embotan el cerebro. No creo que Nicola supiera qué hacer si se topara con papá en el rellano en semejantes circunstancias.

Mañana por la mañana Anne y Jim vienen desde Derbyshire y Richard desde Cambridge, a tiempo para la comida de Navidad, que es en realidad un almuerzo tardío. Será una gran fiesta, porque se nos unirán Marcia, Peter y sus dos hijos. La presencia de Richard es un poco una sorpresa de última hora. Ha telefoneado esta mañana para decir que le gustaría estar con nosotros, pero que tendría que volver en coche a Cambridge la misma noche. Intentaré convencerle de que se quede a dormir.

Hay demasiada niebla en las carreteras, y sobre todo, por lo visto, en el valle del Támesis. Heathrow está paralizado, los vuelos cancelados y los pasajeros duermen en las terminales. En consecuencia, los trenes van abarrotados y las carreteras están atascadas. La migración masiva en todas direcciones que se produce en mitad del invierno es una demencia. Tenemos todos los dormitorios ocupados, pero a Richard puedo ponerle una cama plegable en mi despacho. Hace meses que no le veo.

25 de diciembre. Otro día de Navidad casi acabado. Son las once y diez. Richard declinó mi ofrecimiento de prepararle una cama en mi despacho y ha vuelto en su coche a Cambridge, así que yo puedo tomar unas notas sobre la jornada antes de acostarme. Mucha gente se ha retirado ya, agotada por horas de festejo obligatorio y de mutua compañía: Fred (que sin duda se ha ganado un largo descanso) encabeza la retirada a las diez, acompañada por su madre y seguida por Giles y Nicola (que dicen que anoche les despertó el bebé, al que le están saliendo los dientes) y Anne, que no necesitaba ninguna excusa a causa de su embarazo avanzado: es difícil de creer que sólo falten dos meses para el parto. Marcia y Peter se han ido a casa con los niños hace horas. A las diez y media, Ben, Maxine y Jim se sientan a ver en la televisión una clásica película negra de Hollywood. Papá, que duerme —y ronca— un rato en el salón después de comer, con un periódico encima de la cabeza, ha estado inoportunamente animado esta noche. La película no era de su gusto, y al cabo de unas observaciones críticas sobre el efecto deprimente de la fotografía en blanco y negro y la actuación melodramática de los actores, encaminadas a convencer a los demás de que cambiaran a otra actividad más liviana y divertida, iniciativa que no tiene éxito, dirige su atención hacia mí y empieza una serie divagatoria de anécdotas sobre su vida de músico de orquesta. La cantidad de cigarrillos que fuman en la película le despierta recuerdos de la adicción de Arthur Lane y su habilidad para pescar colillas entre los platillos operados con el pie, y el famoso episodio en que prendió fuego al bombo cuando la banda estaba tocando «Smoke Gets in Your Eyes». «¿Y nunca te he hablado de la peluca de Sammy Black? Sammy era un trombonista estupendo, pero usaba una peluca espantosa…». Si Maxine no hubiera estado ocupada en otra cosa podría haber sido una oyente interesada, pero yo ya había oído estas historias varias veces. Yo estaba ansioso de un poco de silencio y paz, impaciente por sacarme de los oídos calientes y sudorosos el audífono que había llevado puesto todo el día, y disfrutar de una tregua de silencio. Así que al cabo de un cuarto de hora finjo que voy a acostarme, lo cual empuja a papá a pensar que él también debe hacerlo, y tras acompañarle a su habitación y desearle buenas noches bajo sigiloso a mi despacho.

¿Ha sido un buen día? Supongo que podría haber sido peor, pero no ha estado desprovisto de riñas y borrascas, conflictos y quejas. Papá se despierta temprano, baja a prepararse una taza de té y activa la alarma antirrobo. Yo me había acostado y dormido antes de que los otros volvieran de la misa del gallo, y Fred había puesto la alarma pensando que yo había avisado a papá, aunque, por mi parte, yo creía que habíamos decidido no ponerla cuando la casa está llena de invitados y, en vez de eso, cerrar con llave y cerrojo las puertas de la calle, un malentendido sin duda causado por mi problema auditivo. Por el mismo motivo no he oído la alarma, y me despierta de una cabezada matutina el codo de Fred en mis costillas y la orden enfurruñada de que haga algo. Encuentro a papá al pie de la escalera, en bata y zapatillas, con una mano ahuecada contra la oreja y una expresión de desconcierto en la cara. «Hola, hijo», me dice. «¿No oyes un ruido raro?»

Desactivo la alarma y llamo a la empresa de seguridad para decirles que todo está en orden. «Que tenga un buen día», dice el hombre que contesta a mi llamada, después de haber anotado los detalles. «Bueno, no ha comenzado con buenos auspicios», le digo. Se ríe, con un tono inseguro. No creo que supiese muy bien lo que significa «auspicios». Supongo que lamentaría estar de guardia el día de Navidad, pero le envidio cuando me lo imagino sentado en un despacho silencioso y caldeado, con un libro y un transistor a mano, y sólo alguna que otra llamada que altere su tranquilidad.

Le preparo a papá un té en la cocina y le ofrezco una galleta digestiva.

—¿No vas a desayunar, entonces? —dice él, inspeccionando la galleta con una expresión decepcionada.

—Es demasiado temprano —digo. Él mira al reloj de la pared.

—¡Caray! ¡Las seis menos cuarto! ¿Es tan pronto?

Como no lleva puesta la dentadura postiza, hunde la galleta en el té y la mastica entre las encías.

—Me vuelvo a la cama —digo—. ¿Tú qué vas a hacer?

—Creo que podría tomarme una pastilla —dice— y echar un sueñecito de un par de horas.

Aliento este proyecto y subo con él arriba. Entro sigilosamente en mi dormitorio y me meto en la cama. Fred murmura algo que no entiendo pero presumo que es una pregunta acusadora sobre la alarma y papá. «No hablemos de eso ahora», digo, acurrucándome contra ella, no por un impulso tierno o amoroso, sino simplemente en busca de calor animal. Descubro que es la mejor forma de volver a conciliar el sueño cuando me despierto temprano. Funciona, pero no parece haber pasado mucho tiempo cuando ella se levanta y baja a preparar el pavo y a meterlo en el horno. Es un bicho enorme, y ella es partidaria de una cocción lenta.

A medida que transcurre la mañana, el olor del pavo asándose llena la cocina, se infiltra en el comedor y en la entrada y se percibe tenuemente incluso en mi despacho. «Umm, qué olor más delicioso», exclaman los miembros de la familia recién llegados, mientras se quitan los abrigos y depositan su carga de regalos envueltos, aunque personalmente estimo que en la escala olfatoria está justo al borde de ser ligeramente nauseabundo. No obstante, la mañana, en general, ha sido tranquila. Papá duerme hasta las nueve pasadas, con lo cual he podido leer el periódico de ayer en el desayuno, antes de tener que prepararle el suyo y hacerle compañía mientras se lo toma en bata, y ha habido el tiempo justo de subirle arriba para que se lave y se vista antes de que empezara a llegar la gente. Anne y Jim son los primeros en llegar. Me alegro de ver que ella se encuentra bien. Jim parece el mismo de siempre, jovial pero distante, un poco colocado, aunque una vez me aseguró que nunca fuma hierba antes del almuerzo. A pesar de que era sólo un niño en los años sesenta, aparenta ser y actúa como un vestigio fosilizado de aquella época, con el pelo hasta los hombros, siempre en vaqueros y luciendo uno de esos largos bigotes desgreñados que estuvieron de moda en la costa oeste durante el verano del amor. Cecilia apenas consigue mirarle sin estremecerse. Él y Anne llevan ocho años juntos. Debo confesar que él no hubiera sido el compañero que yo habría elegido para mi hija, y a veces pienso que vive a costa de ella en lugar de mantenerla, pero Anne parece feliz con la relación y yo me guardo mis dudas para mí solo.

Llevo a Anne a mi despacho y le pregunto cómo está.

—Bien, sólo me duele un poco la espalda —dice.

—¿Y el bebé?

—Da patadas. Como un futbolista.

—¿Cómo sabes que es un niño?

—Me he hecho una ecografía. Sabía que te alegrarías.

Lo ve en mi expresión.

—Bueno, ya sabes… Mi primer nieto. Quizás el único. Richard no da muchas señales de querer descendencia… y no creo que te arriesgues a tener otro a tu edad, ¿no?

—Bueno, veremos cómo va éste —dice.

Ahora se parece mucho a su madre cuando Maisie estaba embarazada de Anne, salvo en que Maisie usaba vestidos pre-mamá amplios como una tienda de campaña y Anne sigue la moda actual de exhibir su vientre hinchado, embutido en una camiseta prieta a juego con los pantalones. Su sedosa melena roja, la cara redonda, la sonrisa indecisa, y las dos rayas verticales de preocupación en la frente eran iguales. Siempre se ha dicho que Anne se parecía a su madre, mientras que Richard había salido más a mí.

—¿Y tú cómo estás, papá? —pregunta.

—Oh, muy bien. Cada vez más sordo.

—Parece que te las arreglas.

—Aquí hay silencio.

—¿Y Rick? ¿Viene hoy?

—Sí, viene. —En ese momento ha sonado el timbre—. Podría ser él —digo.

Pero eran Marcia y Peter y sus hijos. Es un tópico, por supuesto, que los niños son un elemento esencial de cualquier celebración de Navidad, pero es cierto, como casi todos los tópicos. Los adultos, incluso los amargados y cínicos como yo, pueden al menos ver la Navidad durante un rato a través de sus ojos inocentes y recuperar parte del asombro y la emoción que experimentamos también nosotros hace mucho tiempo. Lena entra en la casa con una sonrisa beatífica en la cara que brilla como un rayo de sol reflejado sobre todo y sobre todos los que encuentra; en cambio, la Navidad vuelve a Daniel más solemne y digno que nunca, aunque hay un destello visionario en sus ojos.

—Entonces, ¿qué te ha traído Papá Noel, Delfín Daniel? —le pregunto, poniéndome en cuclillas para estar a su altura.

—Papá Noel ha traedo a Dani un ciclo —responde.

—¿Un ciclo? Eso no es un regalo, que digamos —digo.

—Un triciclo, Desmond —dice Marcia, y todos a nuestro alrededor se ríen. Una cosa que hacemos los sordos en las fiestas es dar a la gente ocasión de unas carcajadas con nuestros errores, y no les tomo a mal la que sueltan. Daniel, sin embargo, no se ríe, sino que vuelve sus ojos abiertos como platos hacia las caras risueñas de los adultos con un aire perplejo y de ligero reproche.

—Y no se dice «traedo», sino «traído», Daniel —añade su madre—. Papá Noel te ha traído un triciclo.

Como es maestra (aunque no de inglés, sino de matemáticas), Marcia considera su deber corregir a sus hijos en cada oportunidad que se presenta. El error de Daniel es, por supuesto, perfectamente lógico y muestra que domina el modo de formar el participio pasado de los verbos ingleses regulares. Hay que aprender las reglas antes que las excepciones.

Hay una conversación, que a punto está de desembocar en disputa, sobre si los regalos deben entregarse antes o después de la comida, y al final se llega al acuerdo de que cada uno puede abrir un regalo inmediatamente (para mitigar la impaciencia de la pequeña Lena, en especial) y los demás después de comer, cuando Fred y los que participan en la preparación del almuerzo dispongan de más tiempo. Luego es la hora de las bebidas —champán y una botella de Buck, porque Giles ha traído una caja de Bollinger como un regalo de la casa (un indicio de la magnitud de la prima navideña)—, que pone a todo el mundo de buen humor, como suele hacerlo la primera copa.

Richard llega en este momento, y de algún modo se las ingenia para entrar en casa sin llamar al timbre y se cuela en el salón tan discretamente que no advierto su presencia hasta que Fred me la señala. Está parado justo delante de la puerta, examinando un cuadro en la pared como un invitado a una fiesta en que no conoce a nadie. Le llamo para que venga al aparador donde estoy sirviendo las bebidas. «¡Richard, feliz Navidad!», le digo, escanciándole una copa de champán. «Igualmente, papá», responde. Alza la copa críticamente hacia la luz, olfatea las burbujas que revientan, da un sorbo y hace un gesto de aprobación con la cabeza.

—Buena temperatura —dice—. Te he traído un par de botellas de Savigny-les-Beaune, premier cru —prosigue—. Están en el recibidor. No debería abrirlas en la comida; no las apreciarían.

Viste exactamente como yo vestía hace cuarenta años, una chaqueta sport de tweed y un pantalón de franela gris, una discreta camisa a cuadros y una corbata oscura lisa. Es el único hombre en la habitación que lleva corbata —en honor de la ocasión, hasta yo llevo una camisa de sport desabrochada y un chaleco de ante bastante chic que Fred me regaló la Navidad pasada—. Advierto que a Richard le ralea el pelo, algo que debe de haber heredado del padre de Maisie, que ya estaba muy calvo cuando asistió a nuestra boda.

—Bueno, ¿y cómo estás? —le pregunto.

—Bien, bien.

—¿Cómo va la física del frío?

Sonríe.

—Interesante —dice. Intenta explicármela al instante. Al parecer, el objetivo consiste en bajar la temperatura de unas sustancias hasta un punto lo más cercano posible al cero absoluto, que hace que las partículas se comporten de formas extrañas e interesantes. Recuerdo que me ha dicho: «Tienes que identificar la energía que hay dentro de una sustancia determinada y después descubrir una forma de eliminarla.» Me parece una búsqueda extraña y obsesiva, una especie de alquimia inversa. Hablamos un poco de su viaje en coche. La pequeña Lena me tira de la manga. «La abuela dice si puedes comprobar la mesa.» Voy al comedor donde Fred y yo hemos confeccionado una superficie irregular alrededor de la cual puedan sentarse trece adultos y dos niños juntando la mesa ampliada del comedor con una mesa de juego, y cubriéndolas con manteles superpuestos. Inspecciono los vasos y la cubertería y abro varias botellas de vino para que respiren.

Hay quizás demasiadas mujeres que se esfuerzan en ayudar a Fred en la cocina, con ideas dispares acerca de cómo deben cocinarse y servirse los ingredientes de la comida, y varias de ellas están una pizca achispadas por el champán, con el resultado de que algunos platos están demasiado hechos y otros algo crudos, y recibo instrucciones de trinchar el pavo antes de que estén preparadas todas las verduras, y Fred se ha olvidado, o he sido yo (ha habido discrepancia sobre quién era el responsable de hacerlo), de calentar los platos en el aparato que tenemos para este menester. Cuando todo el mundo está ya sentado hay cierto peligro de que el plato principal esté templado en vez de caliente, y sugiero, por lo tanto, que cada uno empiece a comer cuando se le sirve, pero Cecilia pregunta quejumbrosamente si antes no vamos a bendecir la mesa, y hemos tenido que dejar de servir y adoptar expresiones y posturas convenientes mientras Cecilia cierra los ojos y une las manos y entona una bendición, todos menos papá, que no ha captado la propuesta de Cecilia y ha seguido cortando la ración de su plato. Ocurre todos los años: olvidamos que a Cecilia le gusta bendecir la mesa antes de la comida de Navidad, y que deliberadamente no nos lo recuerda hasta el último minuto, para que todo el mundo se sienta castigado, edificado o en todo caso puesto en su sitio.

—Creo que es una gran lástima que la costumbre de bendecir la mesa parezca estar desapareciendo incluso entre los católicos practicantes —declara Cecilia, mientras despliega su servilleta y se dispone a comer—. Mi difunto marido la bendecía antes de cada comida, aunque sólo estuviéramos los dos en la mesa.

Miro a Jim y le guiño un ojo. La Navidad pasada hicimos una apuesta sobre quién adivinaba el número de veces que Cecilia diría «mi difunto marido» (nueve veces, gané yo). La bendición da a la comida una nueva oportunidad de enfriarse, un hecho al que papá alude con poco tacto preguntando si se podría calentar su porción de pavo en una sartén, y ofreciéndose a realizar esta operación él mismo. Sus modales en la mesa son una fuente inagotable de diversión, irritación o vergüenza, según el punto de vista de cada uno. No parece creer que un plato está equipado para su función si no tiene una generosa mancha de mostaza y una pequeña colina de sal en el borde, con independencia del alimento que sea, y es inútil decirle que el pavo no se toma con mostaza o que un exceso de sal es perjudicial para su salud (aunque se lo decimos todos los años). También es inútil pasarle un molinillo de sal: o bien lo gira en el sentido opuesto, hasta que lo rompe y desparrama cristales de sal marina por toda la mesa, o bien se afana con creciente impaciencia en extraer suficientes fragmentos diminutos para formar un montoncito perceptible en el borde de su plato. En una ocasión, a Fred la irritó tanto este procedimiento que en la comida siguiente le puso al lado un recipiente de plástico con medio kilo de sal, pero en vez de captar la indirecta o de ofenderse, le dio las gracias por el detalle. Hoy me he acordado de colocar a su alcance en la mesa unas vinagreras anticuadas, provistas de un salero y un tarro de mostaza preparada, pero se me ha olvidado que él también pediría una rodaja de pan blanco, desdeñando los panecillos calientes de chapata por tener demasiada corteza para sus dientes postizos y estar contaminados por trozos de aceitunas indigeribles, y me he sentido obligado a ir a buscarle una rebanada de pan a la cocina, a pesar de la orden de Fred de que dejase de enredar y me sentara.

Y así el día ha seguido su curso previsible, desde el pudin de Navidad a los pastelillos de fruta y especias, de la explosión de petardos a los gorros de papel, de la lectura de acertijos espantosos (que se vuelven más horribles todavía cuando tienen que repetirlos en voz alta para que yo pueda oírlos) al intercambio de regalos que dejan el salón sembrado de papel de regalo roto. «La historia se repite una vez como una tragedia y la segunda vez como una farsa, pero la Navidad se repite como un exceso», comento yo, recorriendo con la mirada el salón donde la gente se encuentra en diversas situaciones de sopor, embriaguez, indigestión y aburrimiento, sosteniendo libros nuevos que nunca leerán, artilugios que jamás usarán y prendas de vestir que nunca se pondrán. «Habla por ti, cariño», dice Fred, con acritud. «Nosotros la disfrutamos, ¿verdad, Lena?» Da un abrazo a su nieta, que está sentada encima de sus rodillas. «Sí, abuela», dice Lena, obediente. «El abuelo es un Eeyore», dice Fred. «¡Sí, eres un Eeyore!», exclama la niña, encantada. Fred, cuando la ha tenido de canguro, le ha leído el osito Winnie. Bueno, puede que lo sea. Al fin y al cabo, Eeyore era también sordo. Sale en el episodio de su fiesta de cumpleaños. Cuando Piglet le desea «que cumplas muchos más», Eeyore le pide que se lo repita.

Equilibrándose sobre tres patas, empezó a subirse con mucho cuidado la cuarta hasta la oreja. «Hice esto ayer», explicó, al caerse por tercera vez. «Es muy fácil. Lo hago para oír mejor… Ahora, ya está. A ver, ¿qué me decías?» Adelantó la oreja con la pezuña.

La sordera siempre es cómica.

Tengo una conversación sorprendente con Richard antes de que se vaya. A lo largo de todo el día se ha mostrado tan inescrutable como siempre, eludiendo todas las preguntas, por sutiles u oblicuas que fueran, sobre su vida privada. Pero justo cuando se marchaba —cuando estaba de hecho fuera de la casa y yo le acompañaba al coche, que había dejado aparcado en la calle— tenemos la conversación más íntima, por breve que haya sido, que hemos tenido en años. Estábamos hablando del embarazo de Anne y digo:

—Tiene el mismo aspecto que tu madre cuando estaba embarazada de ti.

Su respuesta parece incongruente:

—Supongo que por eso odias la Navidad, ¿no?

—¿Qué quieres decir? —digo.

—Te recuerda la muerte de mamá.

—Quizás —digo—. Aunque nunca me entusiasmó la Navidad.

Maisie murió una semana después del día de Navidad. Preparé la comida con ayuda de los niños y comimos sentados alrededor de su cama. Ella consiguió ingerir un poco. Todos hicimos un gran esfuerzo para mostrarnos alegres, pero no fue una comida muy festiva.

—Es casi mi último recuerdo de mamá —dice Richard—. Sentados alrededor de su cama, con los platos encima de las rodillas. Justo después, Anne y yo nos fuimos de vacaciones a esquiar.

—Sí, lo recuerdo —digo. Lo había organizado con unos amigos, los Ryder, que se llevaban a Austria a sus hijos adolescentes, pensando que los niños se merecían un descanso de la atmósfera de enfermedad que reinaba en la casa.

—Yo no quería ir —dice Richard—. Tenía la sensación de que mamá iba a morirse muy pronto.

—No lo dijiste —digo, sorprendido por esta revelación.

—No, no quise explicarlo. No quería decir esas palabras.

Hemos llegado al coche aparcado. Aprieta su llavero y las luces del coche parpadean y la puerta del conductor se abre obedientemente.

—No había motivos para pensar que el desenlace llegara tan rápidamente —digo—. Pensamos que tú y Anne necesitabais un respiro.

—Lo sé —dice—. Pero siempre he lamentado no estar presente cuando mamá murió. Cuando la señora Ryder nos lo dijo, en el chalé, después de que tú la telefonearas, cuando volvimos de esquiar, Anne se echó a llorar y a gritar, y yo pensé: «No debo hacer esto. Está bien que lo haga Anne, pero yo no debo llorar, no ahora, no delante de otras personas.» El resultado fue que nunca lloré por la muerte de mamá. Lo intenté más tarde, pero no pude. Y ahora me remuerde la conciencia.

—Lo siento, hijo —digo.

—No fue culpa tuya, papá. Lo hiciste por nuestro bien.

Sonríe tristemente y extiende la mano. Se la estrecho. Era un momento en que deberíamos habernos abrazado, pero no está en nuestro léxico de expresión corporal. Lo máximo a que llegamos es un apretón de manos más largo y fuerte de lo habitual.

—Adiós, papá —dice, subiendo al coche.

—Adiós, y gracias por haber venido.

Cierra la puerta del coche y baja la ventanilla.

—Siento no poder quedarme a la fiesta de mañana.

—Oh, Dios…, ¡no sabes la suerte que tienes!

Nuestro momento emotivo se había acabado. Richard se ríe y se aleja, agitando la mano.