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4 de diciembre. Navidad, cómo la odio. Y no sólo eso, sino pensar en ella, que nos invade la conciencia cada vez más pronto cada año. Hace semanas que Sainsbury’s tiene todo un pasillo dedicado a adornos navideños, papel de envolver navideño, petardos, servilletas, Santa Claus de yeso, renos de plástico y regalos de dudosa utilidad y espantoso diseño, la mayoría fabricados en la China no cristiana. Ahora los periódicos y sus lustrosos suplementos están tan llenos de ideas para regalos, fiestas y consejos lascivos a los hombres para que compren lencería a sus mujeres que apenas encuentras nada interesante que leer. Los adictos de la iluminación rivalizan en engalanar las fachadas y los jardines de sus viviendas suburbanas con los más sofisticados alardes de luces de colores titilantes e iconos navideños animados que provocan colisiones de automovilistas fisgones. Los restaurantes ofrecen menús de Navidad especiales durante todo diciembre, como si un plato de pavo al año, con toda su guarnición tradicional, no fuera suficiente. Hasta los e-mails de ayuda sexual recurren a una nota estacional: uno que he recibido esta mañana estaba ilustrado con un dibujo de una beldad rubia, sin más ropa que unos calcetines y unas botas de tacón alto, anillada con brazos y piernas alrededor de un muñeco de nieve, y la leyenda: «¡Nuestra Cialis le calentó en cinco minutos!» ¿Sexo con riesgo para un muñeco de nieve?

¿Qué puede explicar esta plaga de la repulsiva Navidad? Cuando yo era niño, los días 25 y 26 de diciembre eran días festivos y luego la vida recuperaba la normalidad, pero ahora la Navidad se prolonga sin transición hasta el Año Nuevo, una festividad aún más absurda, y todo el país se paraliza prácticamente durante un mínimo de diez días, estupefacto de tanto beber, dispéptico de tanta comida, arruinado por la compra de regalos inútiles, aburrido e irritado por el encierro en casa con parientes molestos y niños díscolos, y con los ojos cuadrados de tanto ver películas antiguas en la televisión. Es la peor época del año para tener unas vacaciones ampliadas obligatorias, cuando el clima es más deprimente y las horas del día más cortas. Mi héroe es Scrooge, es decir, el impenitente Scrooge de la primera parte de Canción de Navidad. «¡Bah, paparruchas!» Qué razón tenía. Qué pena que cambiara de opinión.

Me siento algo mejor tras este desahogo. Fred es una auténtica devota de la Navidad y le disgusta que yo me queje. Claro que para ella tiene un auténtico significado religioso, pero es también buena para el comercio y por tanto la recibe con los brazos abiertos. Y además le gusta reunir a la familia o familias, y el hecho de que invariablemente nos crispemos unos a otros al cabo de unas horas no parece molestarla o, mejor dicho, la molesta pero tiene el don de borrar lo desagradable de su memoria mucho antes de que llegue la Navidad siguiente.

7 de diciembre. No me libro de la Navidad ni siquiera en la clase de lectura. Esta tarde Beth nos ha entregado una hoja de papel con preguntas que teníamos que hacernos entre nosotros y responder sólo con los labios: ¿Has empezado tus compras navideñas? ¿Te levantas temprano el día de Navidad? ¿Visitas a tu familia y amigos en estas fechas? ¿Qué regalo te gustaría que te hicieran esta Navidad? ¿Habrá pavo en tu mesa este año? Después ella lee sin voz un artículo de revista sobre el pastel de Navidad más grande del mundo, y nos pasa fotos de este burdo y repugnante producto. En la pausa del té, Marjorie nos recuerda que debemos apuntar nuestro nombre en una lista si queremos asistir a la comida navideña al final del semestre. Deja la lista encima de la mesa y yo eludo meticulosamente acercarme a ella.

Por suerte no todo ha sido Navidad. Hacemos un ejercicio en grupos pequeños de homofenas, el equivalente para sordos de homofonías, palabras que parecen iguales en los labios pero tienen un significado distinto, como marca, barca, parka, o rojo, remojo y calvo, salvo y zambo. Hemos hecho frases empleando una de estas palabras y diciéndoselas con los labios al grupo. Yo he construido una empleando todas las palabras de dos series: «El calvo zambo está a salvo a remojo en el estanque rojo», que por supuesto nadie ha sabido leer, y hay muchas risas de protesta cuando se rinden y repito la frase con voz. Recibo un castigo justo por hacerme el listo en el siguiente ejercicio, que se hace en parejas y se llama Galletas con Sorpresa, y que consiste en una lista de palabras con letras en blanco en las cuales se esconde el nombre de un animal. Así que la solución de Herm era Hermoso, la de cama ico era camaleónico y la de des-l-r era desplumar. Me recordaban los rompecabezas de unos tebeos que yo leía de niño, pero el ejercicio me parece asombrosamente difícil, mientras que Gladys, la anciana que era mi pareja, es un auténtico genio para esto y ha acertado casi todos antes que yo. Me ha dicho que tiene ochenta y seis años.

Es demasiado pronto para saber si estas clases mejorarán mi capacidad de leer los labios en conversaciones reales, y dudo que me ayuden mucho en situaciones donde hay un nivel bajo de redundancia y previsibilidad en el flujo de información. Sin embargo, la clase me parece un interludio relajante y refrescante en medio de la semana, una grata suspensión de la introspección atribulada a la que el retiro da tanto espacio, y una distracción de las inquietudes de mi vida privada en este momento. Ante todo, es una relajación maravillosa estar en un entorno social donde no tienes que sentirte en absoluto imbécil o preocupado o culpable por ser sordo.

8 de diciembre. Veo a Alex hoy como estaba convenido, en Pam’s Pantry, un café cerca del campus principal de nuestra segunda facultad, la antigua politécnica. Había al lado una librería de viejo donde yo curioseaba de vez en cuando, antes de que Internet la volviera superflua. El café es uno de esos de madera de pino lavada y pastel de zanahorias casero, concurrido a la hora de comer pero tranquilo a media tarde, y no tiene música ambiental. Hace mucho que yo no iba por allí y no he reconocido a la muchacha de aspecto aburrido al otro lado del mostrador. Llego temprano, pido una taza de té y me siento al fondo del local, desde donde veo la puerta de entrada. No había muchos más parroquianos: una pareja cogida de la mano y una conversación en susurros, y unos cuantos jóvenes solitarios con pinta de estudiantes que leían mensajes de texto en sus móviles o escuchaban sus iPods. Cuando Alex entra no mira alrededor ni busca mi mirada, sino que va derecha a la barra y pide un café: uno con leche, deduzco de los movimientos de la camarera en la cafetera. Esto lleva algún tiempo durante el cual Alex me da la espalda. Va vestida de negro, como de costumbre, un abrigo reluciente de nailon acolchado negro sobre pantalón y botas negros, con una larga bufanda roja de punto alrededor del cuello, que le sujeta el pelo rubio claro. Después, ya con la taza y el platillo en una mano, y un bolso de gran cabida en la otra, ejecuta una complicada secuencia mímica en la que mira alrededor, duda de dónde sentarse, advierte mi presencia y, esbozando una sonrisa sorprendida de reconocimiento, viene hasta donde estoy y dice: «¡Hola! ¿Puedo sentarme?» Los otros clientes, que hasta este momento no se habían fijado en ninguno de los dos, levantan la vista. Comprendo que ella se estaba burlando con esta innecesaria, y de hecho contraproducente, simulación de que hemos coincidido por casualidad. Desenrolla la bufanda, se quita el abrigo y se sienta enfrente de mí. Saca del bolso mi paraguas plegable y lo deja en la silla desocupada al lado de nuestra mesa.

—No lo coja ahora —dice, en voz más baja, cuando hago ademán de recogerlo—. Cuando terminemos, yo saldré primero y lo dejaré ahí. Usted se queda unos minutos y luego lo recoge como si tal cosa cuando se vaya.

—Ha leído muchas novelas de espías —digo.

Ella sonríe admitiendo la fuente de estas precauciones, y remueve su café.

—¿Me ha perdonado, Desmond? ¿Lo del libro de la biblioteca y demás?

—No soy yo el que debo perdonarla. Es el bibliotecario.

—¿Quiere que vaya a confesárselo al bibliotecario? ¡Entonces me expulsarán de la biblioteca! Y probablemente de la universidad. ¡Y seguramente del país! Me repatriarán por la fuerza, como a un solicitante de asilo político al que pillan robando en una tienda.

Había un fulgor travieso en sus brillantes ojos azules.

—¿Qué quiere de mí, Alex? —digo. Me estaba hartando de toda aquella chanza.

—Ahora mismo, una nota de suicida.

Le pregunto qué quiere decir. Dice que hace unos años, en Estados Unidos, se hizo un experimento de investigación psicológica en que se mezclaron notas auténticas de suicidas con notas llamadas «pseudosuicidas», redactadas por amigos y familiares del equipo de investigadores y se pidió a una clase de estudiantes licenciados que distinguieran entre las verdaderas y las falsas.

—Obtuvieron un porcentaje de éxitos asombrosamente alto. Resultó ser un medio útil de identificar los rasgos estilísticos de las notas reales de suicidas. Quiero repetir el mismo experimento y estoy preguntando a todos mis conocidos, que no son muchos aquí en Inglaterra.

—Quiere que yo escriba una nota de suicida…

—Sí, que sea lo más realista posible.

—Ni en sueños —digo.

—¿Por qué no?

He titubeado. Mientras ella hablaba yo he recordado que hubo un caso de asesinato hace unos años en que un hombre engañó a su mujer para que escribiera una nota de suicidio y después la mató. No era cuestión de aducir esto como el motivo de mi negativa a colaborar y no he creído seriamente que ella tuviese alguna intención homicida, pero tenía la certeza de que sería sumamente imprudente poner un documento potencialmente tan comprometedor en sus irresponsables manos. Invento rápidamente otra razón para declinar su propuesta:

—Por el mismo motivo por el que no utilizaría ese sitio de la web donde introduces todos tus detalles personales y un programa informático calcula el día de tu muerte.

Se muestra sorprendida.

—O sea, ¿tiene miedo de que se convierta en realidad?

—Algo así.

—Entonces, ¿ha tenido la tentación de suicidarse? ¿Por qué?

Había depuesto el tono de chanza. Tenía los ojos azules clavados en mí, aguardando mi respuesta.

—Estoy perdiendo el oído gradualmente —digo—. No tiene curación. Al final me quedaré sordo como una tapia. Es muy deprimente.

—Vaya, sí, me lo figuro, pero…

—¿Pero qué?

—Nunca he visto un caso de alguien que se haya matado por la sordera —dice.

—Beethoven anduvo cerca —digo.

—Pero no lo hizo.

—No. Aún tenía dentro toda aquella música maravillosa que quería poner por escrito. Yo no tengo dentro música maravillosa. No tengo nada maravilloso dentro.

Casi me ha convencido mi propio relato, conmovido por el patetismo de mi desdicha imaginada. A Alex, en todo caso, la ha convencido.

—Oiga —dice, poniéndome una mano encima de la mía—. Seguro que lo tiene.

Sus dedos eran fríos y suaves, como los de papá. Yo me he sobresaltado, pero no retiro la mano. Ella llevaba en el dedo corazón un anillo de zafiro que parecía reflejar sus ojos.

—Tiene muchos conocimientos, Desmond, que puede transmitir a personas como yo —dice, con un tono más ligero, retirando la mano.

Hablamos un rato de mis investigaciones pasadas; o, mejor dicho, hablo yo. Ella ha estado encantadora y receptiva, y tengo que confesar que me gustaba su compañía, olvidando la vergüenza y la inquietud que me había causado en las últimas semanas. Pido otro café para ella y otro té para mí, con dos porciones de pastel de zanahoria. Pero cuando echo una ojeada a mi reloj y digo que tengo que irme, ella adopta de nuevo la actitud de cuando ha entrado y dice, con una sonrisita conspiratoria: «Yo salgo antes. No olvide el paraguas», reviviendo el recuerdo del e-mail en que decretaba su «castigo» y su continuación. Ninguno de los dos ha mencionado aquel episodio, y era como si al no mostrar mi desaprobación yo hubiese contraído cierta complicidad virtual en él. Sonrío débilmente y permanezco obediente en mi asiento mientras ella recoge su bolso y su bufanda y se abrocha el abrigo.

—Gracias por el café y el pastel —dice—. Y si cambia de opinión sobre la nota…

—No cambiaré —digo.

—Bueno… Estaré en contacto.

Para qué, me pregunto. Había venido a esta cafetería con la intención de poner fin a nuestra relación de una vez para siempre, y no he podido. La veo avanzar entre las mesas hacia la puerta, y para mi consternación hace una breve pausa para saludar a un chico sentado solo, con un ordenador portátil abierto sobre la mesa, que levanta la vista cuando ella pasa. Absorto en nuestra conversación, no le había visto entrar en el café. En cuanto Alex se ha ido me ha lanzado una mirada y yo se la sostengo hasta que aparta la suya. Me pregunto si nos habrá estado observando, y si habrá entrado en la cafetería a tiempo de ver a Alex posando la mano encima de la mía.

Esta noche, después de describir nuestro encuentro, empiezo a redactar ociosamente una nota pseudosuicida, no con idea de ofrecérsela a Alex, sino como un ejercicio de estilo. Está dirigida a Fred, por supuesto, pero ya el decidir la forma de tratamiento me ha costado esfuerzo. ¿Fred o Winifred? ¿Queridísima o cariño? Al final opto por «queridísima Winifred», porque la intimidad del epíteto equilibra la formalidad del nombre de pila completo, que parecía más adecuado para la ocasión que «Fred». Más fácil ha sido imaginar lo que me habría empujado hasta el extremo de preferir la extinción que la prosecución de la conciencia, porque ya lo había pensado en mi conversación con Alex: una drástica aceleración de la pérdida de audición que conduce a la sordera total. Todo lo que sufro ahora —frustración, humillación, aislamiento— multiplicado exponencialmente. A duras penas consigo oír algo. Cada diálogo con alguien es un diálogo de sordos. En casa, en mis mejores momentos, soy un compañero callado, reservado, insensible; en los peores, un desdichado hosco y quejumbroso. Un aguafiestas en cada reunión, una calamidad en la mesa de invitados. Un abuelo que no puede comunicarse con sus nietos que crecen, y ante cuyas miradas inexpresivas y equívocos idiotas tienen que esforzarse en reprimir las risitas. No vale la pena vivir así, le diría a Winifred: Mi sordera es una carga para ti y para el resto de la familia, y una pesadumbre ineludible e irremediable para mí. Por tanto voy a poner fin a esto. Por favor, no sufras al respecto, cariño, no es culpa tuya y no debes culparte; nadie podría haber sido más bondadoso y comprensivo. Pero la paciencia de todos tiene un límite, y yo he llegado al mío. Pero mientras redactaba la nota, su insinceridad saltaba a la vista en cada palabra, y hasta en los signos de puntuación (¿ha puesto alguien un punto y coma en una nota de suicida?). La verdad es que no creo que Fred mostrara tanta santa paciencia como doy a entender, ni tampoco esperaría que lo hiciera. Y por deprimente que pudiera ser el estado que yo había previsto para mí, no sería absolutamente inaguantable. Quedarían aún algunos placeres, y no habría dolor. Podría haber escrito una nota convincente basada en la premisa de una dolorosa enfermedad terminal, pero sólo pensar en ello me depara recuerdos angustiosos de Maisie. No termino la nota.

Quizás sea cierto que nadie se ha suicidado por culpa de la sordera. Beethoven anduvo muy cerca, pero, como dijo Alex, no lo hizo. Podríamos decir que el Testamento de Heiligenstadt suplantó la nota suicida, destinada a que la descubriesen después de morir por causas naturales, pero teniendo exactamente los mismos motivos que un suicida: revelar la hondura de su desesperación a su familia y amigos, explicar por qué exteriormente parecía un cabrón cascarrabias e insociable, y que les remordiera la conciencia por no haberse dado cuenta de lo desgraciado que había sido. Quizás por eso empecé a escribir este diario; quizás era eso, un testamento. El Testamento de Rectory Road.

9 de diciembre. Papá telefonea esta mañana, más contento que unas castañuelas porque ha ganado tres premios de 50 libras en bonos Premium, y los ha recibido esta mañana, sólo dos semanas después de enviar su carta de protesta por no haber ganado nada en seis meses.

—¿Lo ves? ¡Te lo dije! —alardea.

—Papá —le digo—, ¿no pensarás en serio que tu carta les ha obligado a darte un premio?

—¡Tres premios! ¡Pues claro que sí! Les puse nerviosos. Se dijeron: este Harry Bates no es un imbécil. Vamos a buscarnos problemas si no andamos con ojo. Le soltaremos unas cuantas libras para que esté tranquilo.

Yo estaba a punto de argumentar que era una simple coincidencia, pero luego pienso: ¿por qué privarle de este momento de triunfo?

—Pues enhorabuena, papá. Has estado muy bien.

—Sí, ¿verdad? No gracias a ti; tú no querías que escribiera esa carta, recuerda.

—Debo reconocer que no esperaba que tuviera ese efecto mágico —digo—. Pero no sé si funcionará otra vez.

—Bueno, ya veremos, ¿no? Quizás alguien allí arriba, en Blackpool, se ocupe de tenerme contento en adelante, para que no me vea obligado a mandar otra carta.

—Bueno, eso espero, papá —digo—. ¿En qué vas a gastar el dinero del premio?

—¿Qué? —Le repito la pregunta—. Oh, bueno, no lo sé —dice, y la euforia se va apagando enseguida de su voz—. No sé si quiero gastarlo en algo. Lo meteré en el banco por si llegan vacas flacas.

—Bueno, no te sugeriré un colchón nuevo…

—Bien.

Mi razón era que si se trasladaba a una residencia en el futuro próximo, probablemente le facilitarían una cama, o podríamos aprovechar la oportunidad de comprarle una nueva, pero no me ha parecido diplomático explicarle esto. Para cambiar de tema, le digo que he empezado a seguir un curso de lectura de labios.

—¿Un curso de qué?

Al cabo de varias repeticiones y explicaciones del término, consigo que lo entienda.

—Oh. Bueno, supongo que servirá de algo para alguien con tu problema, hijo —dice.

12 de diciembre. Un encuentro perturbador hoy con Colin Butterworth en la facultad. Yo había estado en la biblioteca, curioseando en la sala de publicaciones, y él subía la escalera del edificio cuando yo salía. En realidad subía a la carrera —siempre da la impresión de tener prisa—, pero se ha detenido al verme y ha esperado a que yo bajara. Soplaba un viento fuerte, que le despeinaba los mechones de rizos morenos, que a pleno día están visiblemente veteados de gris. Vestía una chaqueta de ante y una camisa desabrochada.

—Hola, Desmond —dice—. ¿Cómo estás?

—Muy bien —digo, y me pregunto a qué viene su interés. Normalmente sólo nos saludamos con un gesto al vernos.

—¿Tienes un momento?

Le he dicho que sí y él me propone que vayamos a su despacho, posponiendo su visita a la biblioteca. «Puede esperar», dice. Camino de su despacho hablamos de la posición de la facultad en una clasificación recientemente publicada de solicitudes de matrícula por estudiante, en la que parece ser que el departamento de inglés está bien situado, pero era evidente que Butterworth no quería hablarme de esto. He tenido la intuición de que me hablaría de Alex, y no me equivocaba. Cuando cierra tras él la puerta de su despacho, me indica con un gesto una butaca de respaldo recto y él se sienta delante de su escritorio en una silla giratoria high-tech que no forma parte del mobiliario habitual universitario.

—Conoces a Alex Loom —dice.

—La conozco, sí —digo—. Como te dije el otro día.

—La has visto más de una vez, creo —dice él.

—Sí —digo, y me pregunto si sabrá que nos vimos en Pam’s Pantry, porque no puedo imaginarme que Alex le haya hablado de nuestra cita en su piso—. ¿Por qué lo preguntas?

Aunque ocupa el puesto de inquisidor, parece a disgusto, inseguro, gira la silla para mirar a otro lado, por la ventana, a las nubes grises que se deslizan por el cielo.

—Pensarás que no es de mi incumbencia. Desde luego, no pretendo entrometerme…

Baja la voz y no capto lo que está diciendo.

—Me temo que soy bastante duro de oído —digo—. No he…

Gira la silla para verme de frente.

—¡Perdona! He dicho…, bueno, en una palabra, te aconsejaría que no te relacionases con ella.

—Sólo la he visto un par de veces —digo—, a petición de ella, para hablar de su proyecto de doctorado. Le he dejado claro que sólo podía ayudarla muy informalmente sin interferir en absoluto en tu función de supervisor.

—¿No pensaste en consultármelo? —dice, ahora con un asomo de queja.

Es una objeción perfectamente legítima, y busco un poco a tientas una respuesta satisfactoria.

—Bueno, no pensé que fuera…, no pienso que sea un acuerdo duradero. Pensé que sería una única conversación. Pero ella es bastante insistente.

—Es una amenaza —dice él—. ¿No te ha dicho nada de mí?

—No —digo, sin vacilar.

—Pues si lo hace, no le hagas caso. En mi opinión, está seriamente trastornada, es un clásico tipo esquizoide.

—¿Por qué lo dices?

—¿No has notado nada extraño, por no decir estrafalario, en su conducta?

Recordando las bragas en el bolsillo de mi abrigo, el libro de la biblioteca destrozado y la invitación a azotarla, sólo acierto a articular un «No especialmente» nada convincente.

—Probablemente no has tenido tiempo de conocerla —dice Butterworth—. Tiene cambios de humor violentos. Hace una barbaridad y luego suplica que la perdones.

—¿Qué clase de cosas? —pregunto.

—Oh…, estupideces… —Es obvio que no quiere especificarlas—. Pero potencialmente enojosas.

—Quizás necesita ayuda —digo—. La asesoría pedagógica de la universidad…

—Le he insinuado que recurra a ella, pero Alex se ríe y niega que le ocurra algo. Después dice que ya terminó su terapia, y descubres que la siguió durante años en Estados Unidos…

—Parece brillante —digo.

—Es inteligente, pero no tanto como ella cree que es o como le gustaría que creyeran los demás. Sufre un problema crónico consistente en mostrar cualquier cosa para que la valoren, por si no coincide con su propia evaluación.

Pienso que sería una falta de tacto mencionar que ella me ha mostrado un capítulo pasable de su tesis, y digo:

—Colgó algo en Internet que muestra un ingenio y una inteligencia considerables, al margen de lo que se piense sobre la moralidad del texto.

—¿Te refieres a la guía de redacción de notas de suicidas? Sí, la he visto, me habló de su existencia. Dudo muchísimo que la escribiera ella.

Esta declaración me sorprende, pero de inmediato veo lo plausible que es. Siento una extraña desilusión.

—¿Por qué lo dices? —pregunto.

—Es un documento anónimo; cualquiera podría afirmar que es el autor.

—¿Por qué decir que lo ha escrito ella?

—Para impresionar. Te impresionó, claro.

No puedo negarlo. También me acuerdo de Alex frunciendo el ceño cuando expresé mis dudas sobre los posibles efectos de la guía, y dijo: «Tengo la impresión de que lo desaprueba.» Quizás se estuviera preguntando si mi aprecio por ella aumentaría o disminuiría confesando que lo había escrito ella.

—Bueno, supongo que tienes razón —digo—. No hay modo de saberlo.

—Hay pruebas internas —dice él—. El léxico del texto es más inglés que norteamericano. —Se permite un momentito de superioridad profesional—. Me sorprende que no lo notases.

—Bueno, ella estudió una temporada en Inglaterra —digo, incitado a defenderme—. Puede haber tenido una influencia permanente en su estilo literario.

—Cierto —concede Butterworth—. Pero ella no es en absoluto digna de confianza. El único texto que le he conseguido sacar resultó estar copiado casi todo de otra fuente.

—¿De qué trataba? —pregunto, con la sensación de que me hundo.

—Oh, de la estructura de los párrafos en las notas de suicidio. De dos tipos, según la motivación del sujeto. Había una breve nota a pie de página de agradecimiento al otro artículo, en una publicación de psicología, pero cuando lo encontré y lo leí, descubrí que casi todo lo que ella decía derivaba del artículo. Resultó que el autor era un antiguo novio suyo. Dijo que a él no le importaba: parecía pensar que así quedaba libre de culpa en lo referente al plagio.

—Entiendo —digo. Me siento como un completo majadero, y supongo que se nota.

Han llamado a la puerta. Butterworth mira su reloj.

—Tengo una supervisión —dice—. Mira, Desmond… —Se inclina hacia delante en su silla y habla seriamente—. Esa chica trae problemas, y me arrepiento del día en que la acepté. No necesito decirte la presión a que estamos sometidos para admitir por sus cuotas a posgraduados extranjeros que cumplen los requisitos, y como seguramente imaginas ella tuvo una actuación muy creíble cuando la entrevisté, y sus referencias parecían buenas. Pero creo que no es capaz de concluir un doctorado, tanto por razones psicológicas como intelectuales. Mi consejo es que no te relaciones con ella, o acabarás redactándole la tesis. Y no te fíes un pelo de nada de lo que te diga.

Le he agradecido su consejo y me he marchado. Plantado en el pasillo de fuera estaba el joven con el portátil que vimos en la cafetería.

Tengo que encontrar una forma de cortar toda relación con Alex sin temor a represalias. Pero ¿cómo?

13 de diciembre. Ayer sucedió algo que hizo en algunos sentidos el problema de Alex más llevadero y en otros menos. Fred y yo fuimos al pase privado de Peter Pan, la obra de Navidad en el Playhouse. La puesta en escena era muy buena, con una meticulosa recreación de la época, pero el Peter Pan era negro. El joven actor que interpretaba el papel era, en realidad, bastante bueno, pero me pareció una distracción su exótica presencia en el ambiente de clase media eduardiana, que sin duda habría suscitado comentarios de los hijos de Darling, pero que el texto no les permitía advertir. Yo podría aceptar el alegato sociopolítico en favor de un reparto daltónico, como creo que lo llaman, si quienes lo formulan admitieran que a menudo esto implica cierto precio estético, pero no lo hacen. Estaba discutiendo esto con Fred en el vestíbulo durante el entreacto —ella forma parte del comité de amigos del Playhouse y estaba en desacuerdo conmigo— cuando, para mi consternación, veo que Alex se nos acerca con una sonrisa de reconocimiento en la cara. Llevaba la misma blusa de seda roja que cuando la conocí, pero con un movimiento rápido y casi imperceptible de la mano se abrochó un botón del escote mientras se aproximaba.

—Hola, profesor Bates —dijo.

Creo que interpreté perfectamente el papel del profesor provecto, ligeramente abstraído, gentilmente complacido de encontrar a una conocida de buen ver en aquellas circunstancias y de presentársela a su mujer si es que conseguía recordar su nombre.

—¡Ah, hola! —dije—. Fred, te presento a…

—Alex —dijo ella, servicialmente, interpretando su papel, y estrechó la mano tendida de Fred.

—Sí, Alex Loom, es una licenciada de la facultad, del departamento de inglés, creo que te hablé de su proyecto de tesis doctoral…

—La he visto antes en alguna parte —le dijo Fred a Alex—. Ya sé… En la ARC; estaba hablando con Desmond en una fiesta, la de su última exposición.

—Sí —la interrumpí—. Después me preguntaste quién era y yo no lo sabía porque apenas había oído una palabra de lo que me dijo. —Esbocé una sonrisa arrepentida, para mostrar que era una broma contra mí mismo—. Pero luego nos vimos en circunstancias más tranquilas.

—Desmond es duro de oído —explicó Fred.

—Dios mío —dijo Alex, comprensiva—. ¿Cómo se las arregla en el teatro? Debe de ser difícil.

—Sí. Pero uso esto —dije, sacando del bolsillo de mi chaqueta el auricular en forma de espoleta, y lo sostuve en el aire—. He descubierto el lugar ideal para usarlo en este auditorio. Y conozco la obra muy bien.

—Yo también, y me encanta —dijo Alex.

—¿Qué le parece el Peter Pan? —preguntó Fred.

—Creo que es magnífico. Es un reparto de lo más osado. Da una dimensión totalmente nueva a su personaje de intruso.

¿Cómo supo que era la respuesta correcta para impresionar a Fred? ¿O era completamente sincera? Con Alex, ¿cómo saberlo? El alboroto de la conversación en el vestíbulo había alcanzado un nivel en decibelios que me excluía del resto del diálogo, pero vi que las dos mujeres se entendían muy bien. Cuando sonó el timbre para que volviéramos a nuestros asientos, Fred estrechó de nuevo la mano de Alex y le oí decir:

—Venga cuando quiera, abrimos de nueve y media a seis, hasta las siete los jueves.

—Muchas gracias, pasaré —dijo Alex, con su sonrisa más cautivadora.

—Qué joven más agradable —dijo Fred, cuando volvíamos a nuestros asientos en las filas delanteras—. Le he hablado de Décor y le ha interesado mucho. Necesita unas cortinas para su apartamento.

—Quizás no pueda pagar nada de tu tienda —dije, con una irritación imprudente.

—¿Y tú qué sabes? —respondió Fred, pero sin ningún tono de sospecha—. A lo mejor sus padres son ricos.

Iba a decirle que Alex pagaba su propia matrícula, pero opté por no revelar que tenía tantos datos sobre su situación.

—Me hablaste del tema de su tesis, pero no me acuerdo de cuál era —dijo Fred cuando nos sentamos—. Algo bastante raro.

—Un estudio estilístico de las notas de suicidas.

—Eso es. Qué tema más deprimente. Nadie lo diría al verla. ¿Crees que tiene un interés personal en ese tema?

—No lo sé —dije, cuando las luces se apagaban para el segundo acto—. No sé mucho de ella.

Presté poca atención al resto de la obra porque estaba pensando en las consecuencias de aquel encuentro. Me alegró haber consolidado en la mente de Fred la idea de una relación totalmente inocente entre Alex y yo. Por otra parte, la probabilidad de que vuelvan a verse sin mí está llena de posibilidades alarmantes.

Papá ha llamado mucho por teléfono últimamente, preguntando por los regalos de Navidad que comprar para los miembros de la familia. Intento convencerle de que nadie espera que les haga regalos, pero hace caso omiso de esta sugerencia y afirma que le avergonzaría que la gente le regalara algo y él no tuviera nada para regalar a cambio. Es una objeción razonable e ilustra la irracionalidad de todo este rito actual de los regalos.

Trato de sugerirle algunos obsequios baratos, simbólicos, pero se olvida de cuáles eran y vuelve a telefonear para preguntarlo. Al final le digo, un tanto exasperado, que por qué no le regala lo mismo a todo el mundo: ¿qué tal una cajita de After Eights? «No seas tonto», me dice. «Imagina que todo el mundo abre mis regalos y ve lo mismo dentro. Sería el hazmerreír.» «Pues entonces cómprales distintas clases de bombones.» Para mi alivio, acepta la sugerencia. «Pero no para Daniel y Lena», me acuerdo de añadir. «A Marcia no le gusta que tomen dulces.» «¿Quiénes son?», pregunta. «Marcia es la hija de Fred. Daniel y Lena son los hijos de Marcia.» «Dios», dice. «No había contado con ellos. Más vale que apunte sus nombres.» «¡No, no te molestes! No tienes que regalarles nada», digo, pero es demasiado tarde. «¿Y a ti, hijo? No voy a regalarte una caja de After Eights.» «Pues claro que sí», digo. «Me encantan. Nunca me harto. Cuando tenemos en casa, Fred se los come todos.» Esto, por supuesto, es pura invención, pero da resultado.

Hablamos de la logística de su visita. Iré a Londres en coche antes de la víspera de Navidad para recogerle, y le llevaré de vuelta a Lime Avenue el día 28. «Estaría bien que estuvieras preparado y con la maleta hecha cuando llegue», digo. «Tendré que vaciar el depósito por la mañana», dice él. «Lleva tiempo.» «¿Por qué?», digo. «Porque si viene frío las tuberías podrían congelarse.» «No si dejas encendida la calefacción central», digo. «¿Qué?» exclama. «¿Dejarla encendida cuando estoy fuera?» Tenemos una larga discusión a este respecto, al término de la cual le amenazo con no ir a buscarle si no accede a dejar encendida la calefacción durante su ausencia. Accede a regañadientes. Otra cosa es que cumpla su palabra.

He estado viendo otras dos residencias geriátricas en nuestra parte de la ciudad. El precio está finamente ajustado al grado de confort que ofrecen, como las tarifas aéreas. En el punto más bajo de la escala encuentras un olor rancio de cocina en el comedor, y de ambientador acre en el salón, de muebles de roble ahumados y de papel de flores descoloridas en el dormitorio; en el punto más alto, aire acondicionado, elegantes módulos de muebles y una decoración de buen gusto. Pero en todas partes reina la misma atmósfera más bien melancólica, de ancianos solos que aguardan estoicamente la muerte, intensificada más que amortiguada por los adornos de espumillón navideño en las salas comunes. Te los imaginas masticando con cuidado su cena de Navidad dentro de un par de semanas con unos gorros de papel en sus cabezas grises o calvas, y tirando petardos si les queda la fuerza necesaria. Bueno, al menos papá podrá venir a cenar con nosotros, si conseguimos convencerle de que se mude a un lugar así. El más prometedor es el del folleto que le enseñé en Londres la última vez; se llama Blydale House, una residencia construida ex profeso para la tercera edad, y por esto tiene un ambiente claro, moderno y confortable. Está a unos tres kilómetros de nuestra casa, pero en la línea de autobús que pasa por el extremo de Rectory Road. Caro, pero no inaccesible. He concertado una cita para llevarle el día 26.

14 de diciembre. Última clase de lectura de labios hoy. Hacemos más ejercicios y charlas relacionadas con la Navidad. De cómo pedir la cena navideña en un restaurante. Del origen de Papá Noel. De la historia del muérdago. Del petardo navideño más grande del mundo. Después de clase vamos todos a tomar el pavo con guarnición en un restaurante de la zona. No me he apuntado a la comida pretextando otro compromiso, pero me siento un poco culpable por esta mentirijilla cuando nos separamos, deseándonos todos feliz Navidad. Beth anuncia las fechas del próximo semestre el año que viene, y la presencia de un orador invitado. Parece ser que existe de verdad un equivalente para sordos del perro lazarillo de los ciegos. No son loros especialmente adiestrados; se les llama perros de sordos, y hablaremos de ellos en enero.

Beth trae a clase revistas publicadas por el Instituto Nacional para Sordos y organizaciones similares y las deja en la mesa para que la gente se las lleve prestadas o las lea durante la pausa del café. Me llama la atención un artículo titulado «Investigando una curación de la sordera», sobre el uso experimental de células madre para reproducir células ciliadas. Por desgracia el programa no producirá resultados hasta dentro de diez años, y entonces exigirá otros cinco de ensayos clínicos, con lo que es improbable que a mí se sirva de algo. Pero el artículo era interesante, y empezaba diciendo que en este país hay nueve millones de sordos o personas duras de oído. No pensé que fueran tantos los afectados por la sordera.[14] Y el autor empleaba una expresión escalofriante para describir la pérdida traumática de células ciliadas: «la exposición a medicamentos o ruidos nocivos causa que estas células mueran en una especie de suicidio programado. Básicamente se suicidan dentro del oído». ¿Es posible, a fin de cuentas, que la banda de rock en Fillmore West provocara un suicidio masivo en mi oído interno? Si recordara el nombre del grupo podría llevarle a los tribunales, pero sin duda las prescripciones legales son aplicables en este caso. De todos modos, a estas alturas deben de estar todos sordos. La buena noticia es que los antioxidantes del vino tinto pueden contribuir a evitar la pérdida de células ciliadas.

15 de diciembre. Al volver a casa anoche, Fred me informó de que Alex había ido a la tienda a encargar unas cortinas.

—Le he hecho un descuento; me ha parecido justo porque tendremos rebajas en enero, aunque no incluiremos esa tela concreta. Tiene un gusto excelente. Todos sus comentarios sobre los cuadros que tenemos expuestos ahora han dado en el clavo.

Era evidente que Fred estaba prendada de su nueva amistad.

—Creo que voy a invitarla a la fiesta del día veintiséis —dijo, para mi desolación.

—¿Es buena idea, cariño? —dije. No se me ocurrió ninguna objeción que oponer.

—La pobre chica estará sola, completamente sola en Navidad, a miles de kilómetros de su casa —continuó—. Le mandaré una invitación. Tengo sus señas en el pedido de las cortinas. Tiene un apartamento en una de esas urbanizaciones nuevas al lado del canal.

—¿Sí? —dije, con el tono más indiferente que pude. La idea de que Alex consiga acceso a esta casa, se mezcle con los invitados de nuestra fiesta y se congracie con los miembros de la familia, y que conozca a papá, a quien le impresionará su buena figura rubia, y que sin duda la obsequiará con sus reminiscencias de la guerra, cuando bailaba en las bases militares norteamericanas, es profundamente inquietante.

18 de diciembre. Me despierto esta mañana con un cosquilleo al fondo de la garganta que presagia el comienzo de unas anginas. Efectivamente, a la hora de comer me dolía al tragar; lo que me faltaba en vísperas de Navidad. Y en el correo de esta mañana había una carta para Fred con el nombre y la dirección de Alex en el reverso del sobre, en la que seguramente le comunica que acepta la invitación. Pongo la carta en la mesa de la entrada, encima del montoncito con el resto del correo para ella, y la miro con aprensión cada vez que subo y bajo la escalera. Cuando llega Fred se lleva las cartas a la cocina, como suele hacer, para abrirlas en la mesa mientras toma una taza de té o una copa, según la hora o su apetencia, y allí estaba, esperándola.

«¿Un té o una copa?» Pide un vino blanco; está de buen humor porque la tela defectuosa italiana que había causado una crisis de menor importancia hace unas semanas ha sido sustituida a tiempo para confeccionar las cortinas de las clientas antes de Navidad, y Ron va a colocarlas mañana. Doy la espalda a Fred para sacar de la nevera una botella de Aligote, y ella dice algo que no capto. Cuando me vuelvo tiene una tarjeta en la mano.

—¿Qué? —digo.

—Alex Loom se vuelve a Estados Unidos.

—¿Para siempre? —digo. Una vana esperanza ha saltado de mi cerebro a mis labios; en un instante imagino la bendición de que Alex desaparezca súbita, milagrosamente de mi vida.

—No, claro que no, cariño —dice Fred—. Sólo a pasar las fiestas. ¿Para qué iba a encargar cortinas si pensaba volver a su país para siempre?

—Oh, lo había olvidado —digo, sin convicción.

—De todos modos ha terminado su tesis, ¿no?

—No. Pensé que quizás había decidido dejarla. No está muy satisfecha con la supervisión de Butterworth.

—Pues entonces debes ayudarla todo lo que puedas, cariño. Tienes cantidad de tiempo libre.

—Oh, muchísimas gracias —digo. Hay más ironía en mi respuesta de la que Fred pueda haber percibido. Ahora tengo su permiso para ver a Alex todas las veces que quiera, cuando es la última cosa que deseo.

—Dice que siente mucho perderse la fiesta —continúa Fred, escudriñando la tarjeta—, pero su padre le ha mandado dinero para un billete de avión, y por supuesto tiene que irse.

—Bueno, Dios sabe que ya habrá gente de sobra en la fiesta —digo, ocultando mis emociones detrás de una máscara habitual de cascarrabias. Si no es el indulto con el que he soñado por un momento, por lo menos es un alivio saber que la presencia de Alex no aportará su granito de arena a las tensiones de Navidad.