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28 de noviembre. Fui ayer a Londres a ver a papá. Las cuatro últimas palabras sobran. ¿A qué otra cosa iría hoy a Londres? Lejos quedan los días en que iba por motivos de trabajo, con los gastos pagados, para asistir a la reunión de un comité o examinar un doctorado, o para visitar a un editor, pagando de mi bolsillo pero disfrutando de un almuerzo gratis y bien regado, con tiempo libre después para ir al cine, ver una exposición o curiosear en las librerías de Charing Cross Road antes de tomar el tren de vuelta a casa. Hoy día, me zambullo en el subterráneo en King Cross, recorro deprisa los agujeros oscuros del metro, emerjo debajo de la cúpula envigada de la estación London Bridge y ni siquiera veo el West End. De hecho, la última vez que lo vi fue el 7 de julio del año pasado, cuando al llegar a Londres a media mañana descubrí que la terminal hervía de viajeros desconcertados y que había paralizado toda la ciudad lo que al principio se creyó que era una enorme avería eléctrica en el metro y después se supo que había sido la explosión coordinada de cuatro bombas. Se suspendió todo el transporte público. No había manera de atravesar Londres para ver a papá ni de volver a casa. Hice una cola de media hora para llamar desde una cabina; por una vez deseé tener un móvil, aunque la gente que lo tenía se quejaba amargamente de que la red estaba saturada y que no conseguía conectar, y tras haber telefoneado a papá y a Fred para comunicarles que estaba sano y salvo di un largo paseo por el fantasmagórico y silencioso centro de Londres.

Había por allí cantidad de transeúntes, sobre todo por la tarde, porque las oficinas y las tiendas habían cerrado y sus empleados empezaban el largo trayecto andando hasta su casa en barrios lejanos, pero por las calzadas no circulaba tráfico, aparte de algún que otro coche de policía o una ambulancia que pasaba a toda velocidad con las luces destellando y las sirenas sonando sin que fuera necesario. En aquel momento nadie conocía la magnitud ni la naturaleza de las explosiones, pero todo el mundo suponía que eran obra de Al Qaeda o de algún grupo similar, y que la continuación, largo tiempo esperada, del 11 de septiembre en Nueva York había llegado finalmente a Londres. No había pánico en las calles, sino el estado de ánimo estoico y flemático de cuando los bombardeos alemanes. Un borracho furioso, con la cara colorada y una gabardina sucia, gritó «¡Putos árabes!» en Leicester Square, pero nadie le prestó mucha atención. En John Lewis, en la planta baja casi desierta del único gran almacén que estaba abierto en Oxford Street, compré una estilográfica de plata para el cumpleaños de Fred, atendido en exclusiva por tres dependientas. Una mencionó que había subido al departamento de deportes y había comprado un par de zapatillas para volver andando a su casa de Chiswick. Pensé que era una reacción sumamente sensata y pragmática ante la emergencia.

Todos los teatros y grandes cines cerraron a lo largo del día, pero el Curzon Soho estaba abierto y pasé un par de horas agradables viendo una película argentina, Bombón, el perro, una comedia encantadora situada en la Patagonia, un perfecto pasatiempo escapista para aquellas circunstancias, y subtitulado, por si fuera poco. Encontré una trattoria italiana en Dean Street desafiantemente abierta y cené temprano un menú decente, volví andando a Totenham Court Road y desde allí, por Euston Road, llegué a King’s Cross, donde se había reanudado un esquelético servicio de la línea principal. Me dolían las piernas pero estaba curiosamente contento. Había sido una especie de vacación inesperada, una tregua del tedioso deber de visitar a papá, pero por encima de todo había disfrutado de aquel insólito silencio urbano. Paradójicamente, ser sordo no hace el silencio menos atractivo, sino más bien al contrario. La experiencia auditiva se compone de silencio, sonidos y ruido. El silencio es neutro, el estado de espera. Los sonidos son significativos, transmiten información o dan placer estético. El ruido no tiene sentido y es feo. Estar sordo convierte tantos sonidos en ruido que prefieres el silencio; de ahí el placer de caminar por aquellas calles sin tráfico. El terror había peatonizado temporalmente todo el centro de Londres.

Más tarde, cuando se conoció todo el horror de las bombas —la terrorífica fuerza de las explosiones en los trenes atiborrados y atrapados en un túnel a la hora punta, la oscuridad, el humo, los gritos, el pánico, los miembros amputados—, mi reacción pareció en retrospectiva frívola y autocomplaciente. Durante algunos meses, como mucha otra gente, me abstuve de viajar en el metro de Londres y gastaba mucho en taxis; pero al cabo de un tiempo, también como otros muchos usuarios, volví al transporte subterráneo. Irracional, ciertamente: cuanto más tiempo pasa sin que ocurra un accidente serio, más probable es que haya otro, puesto que persisten las causas subyacentes: el fanatismo islamista, la alienación de los musulmanes británicos, las provocaciones de Palestina/Israel, Irak, etc. ¿Cómo hacer seguro el metro? El suicida de la bomba siempre logrará infiltrarse. Por tanto, depositas tu confianza en las enormes posibilidades en contra de que estés en el vagón en que no debes del tren en que no debes a la hora inadecuada. Hace poco leí un artículo sobre una víctima de la bomba del día 7 de julio, en el tren de la línea Piccadilly: la mujer casualmente estaba leyendo su propia crónica, recién publicada en una revista, de cómo la habían violado y había estado a punto de perder la vida en julio de 2002, exactamente tres años antes, cuando Germaine Lindsay, alias Abdullah Shaheed Jamal, se voló en pedazos en el mismo vagón y la dejó marcada de por vida. ¿Qué posibilidades hay, me pregunto, de que esto no suceda?

Llego tarde a Lime Avenue, pero no importa porque papá se ha olvidado de que voy a verle. Tengo que golpear la aldaba unos cinco minutos hasta que me abre, pero mantiene la puerta sujeta con la cadena. Me mira a través de la rendija.

—¿Qué haces aquí?

—He venido a verte, papá. Quedamos el domingo pasado, por teléfono.

—Ah, sí —dice rápidamente, tratando de ocultar su laguna de memoria. Cierra la puerta para soltar la cadena y la vuelve a abrir de par en par—. Bueno, pues entra —dice, irritable, como si yo le hubiera tenido esperando. Tiene más aspecto de vagabundo que nunca, con el pantalón de tweed lleno de lamparones y caído hacia el lado donde le falta el botón que sujeta los tirantes, y no se ha afeitado. Me lleva a la sala. Hay un montón de papeles de mal agüero en el tablero extensible de su escritorio—. He estado buscando esos certificados de depósito, pero por lo visto no los encuentro.

—Bueno, no me extraña —digo—. ¿Por qué no utilizas el sistema de archivo que te traje?

Hace más de un año que le regalé un archivador de cartón con compartimentos etiquetados «Cuentas», «Banco», «Certificados de depósito», etc., pero está sin usar en el suelo, en un rincón del cuarto, sin nada dentro aparte de unos folletos que ofrecen descuentos en cristales dobles y material de jardinería.

—No me apañaba con él —dice, cerrando el tablero del escritorio, lo que produce una avalancha de papeles que resbalan hacia el interior, su método preferido de archivar—. ¿Tomarás una taza de café?

—Lo hago yo.

—Sí, hazlo tú, no sé qué cantidad hay que poner.

Se refiere a qué cantidad de café instantáneo, de una marca económica llamada Café Instantáneo, que es mejor tomar solo y con un poco de azúcar. Me sigue a la cocina, que muestra un cuadro desalentador de suciedad y desorden.

—¿Tomarás una taza? —pregunto, buscando una que no esté agrietada, mellada o cubierta de grasa.

—No, gracias, el café no lo retengo.

—¿El almuerzo en el sitio de costumbre?

Parece preocupado.

—Bueno, tengo un cuello de cordero frío que sobró de la semana pasada, pero no hay bastante para dos.

—No, ¿quieres que vayamos a comer a Sainsbury’s? —digo, alzando la voz. La cara se le ilumina de alivio, y su sonrisa descubre la dentadura postiza.

—Sí, estaría bien.

—Pues ve a afeitarte y a cambiarte.

Mientras está arriba me pongo un delantal de flores muy sucio, colgado detrás de la puerta, y un par de guantes amarillos de caucho, e intento limpiar un poco la cocina, empezando por una pila de platos sucios en el escurridor, que tardo en comprender que ya están fregados, aunque no se nota. Acometo las superficies de trabajo con un estropajo y un líquido de limpieza que encuentro debajo del fregadero. Descubro una nueva marca de quemadura en la cocina. No oigo que papá baja la escalera.

—¿Has visto mis zapatos de ante nuevos, hijo? —dice desde la puerta de la cocina, a mi espalda. Me vuelvo, sobresaltado por este modo de abordarme, y veo que su cara pasa de la interrogación a la sorpresa y de ahí a la decepción. Está afeitado y totalmente vestido salvo por los pies, enfundados en gruesos calcetines de lana—. He creído que eras Norma —dice—. Con ese delantal. Y los guantes.

—Perdona, papá —digo—. No pretendía…

—No la habrás visto, ¿verdad?

—¿A mamá? —Él asiente—. Mamá está muerta, papá —digo, con suavidad—. Murió hace trece años.

—¿Sí? Sí, por supuesto. Por supuesto que sí…, pero la oigo moverse arriba cuando estoy aquí abajo. Oigo crujir los tablones. Y cuando estoy arriba la oigo en la cocina, fregando.

No parece considerar insólitas ni perturbadores estas experiencias; al contrario, se diría que alivian su soledad. Sus palabras me conmueven y a la vez me preocupan.

Vamos en taxi a Sainsbury’s. Los dos tomamos fish and chips con guisantes en la cafetería, y cuando él ha terminado su pastel de manzana con helado y parece estar de buen humor, aventuro la idea de su traslado a una residencia en algún lugar cercano a nosotros. Inmediatamente se le curvan hacia abajo las comisuras de la boca y menea la cabeza enfáticamente.

—No, hijo. Gracias, pero no, gracias.

Saqué de mi bolsillo un folleto de la más atractiva de las residencias con las que había contactado la semana anterior y se lo enseñé, señalando las fotos de habitaciones luminosas, bien amuebladas y con cuarto de baño contiguo, el salón confortable, el comedor con mesas separadas.

—Te preparan las comidas principales, pero en la habitación hay una pequeña placa eléctrica y una tetera para que te hagas tú el desayuno y los refrigerios.

—¿Cuánto costará todo eso?

—Eso no importa ahora —digo—. Puedes costeártelo y yo pagaré la diferencia, si es necesario.

Mira el folleto, como intentando en vano imaginarse viviendo en el lugar de la foto.

—No, hijo, no me convendría. Me gusta mi casa. Sé dónde está cada cosa…

—No lo sabes, papá —digo, no con mucha deferencia—. No sabes dónde están tus certificados ni tus zapatos de ante. No encuentras nada cuando buscas algo.

—Eso es porque tengo un montón de trastos. ¿Qué haría con todas mis cosas en un sitio tan diminuto como éste?

Toca con un dedo la foto del cuarto amueblado en el folleto.

—Pues tendrás que deshacerte de la mayoría de cosas, evidentemente.

—¿Quieres decir… tirarlas? —dice, indignado.

—Véndelas, dalas a una organización benéfica, haz lo que quieras. Podrías llevarte algunos muebles a los que tengas cariño.

—¡Oh, muchas gracias!

Hago una pequeña pausa, pensando que estoy llevando mal la conversación, que me estoy enredando en nimiedades secundarias y al mismo tiempo enfrentándome al viejo.

—Estoy preocupado por ti, papá —digo—. Podrías sufrir un accidente un día.

—¿Qué clase de accidente? —inquiere.

—Últimamente has tenido algunos en la cocina, ¿no? Algo que se te ha chamuscado —digo. Su enfurruñado silencio es una confesión de culpa—. Ya no eres el que eras. Podrías caerte por la escalera.

—¿Cómo sabes eso? —dice.

—O sea que te has caído por la escalera —salto yo—. ¿Cuándo?

Aparta la mirada, evasivo.

—El otro día. Estaba oscuro. Pensé que ya estaba abajo, pero faltaba un peldaño.

—Eso es porque no dejas la luz del pasillo encendida —digo—. Es una falsa economía.

—No me hice nada, sólo una magulladura en la cadera.

—Podría haber sido una herida seria. Imagina que te rompes la cadera…, no podrías llegar hasta el teléfono.

—¿Intentas asustarme? —gimotea—. Oírte es peor que ver Urgencias. —Tiene aversión a las series de médicos. Recuerdo que una vez le oí decir: «A la gente que ve Urgencias debe de gustarle que se le ponga la carne de gallina.»

—Sólo intento ser realista, papá —digo—. Estás llegando a un punto en que ya no puedes cuidar de ti mismo. Ha llegado el momento de mudarte a una residencia vigilada, antes de que sea tarde. Lo único que te pido es que veas este sitio cuando vengas a pasar la Navidad con nosotros.

Vuelve a mover la cabeza.

—Bueno, lo veré, hijo, para darte gusto. Pero no me mudo a ninguna parte. No sabría qué hacer conmigo mismo allá en el norte.

—No está tan al norte, papá.

—Para mí todo es lo mismo. No entiendo a la gente cuando me habla en vuestras tiendas. No conozco las rutas de autobuses. No podría ir a Greenwich en verano a ver los grandes barcos en el río con la marea alta. Y ella no vendría allí.

Empuja el folleto hacia mí a través de la mesa. No necesito preguntar a quién se refiere ese «ella».

—Muy bien, papá —digo, con un suspiro—. Dejaremos este asunto por ahora. Pero piénsalo.

Cuando nos levantamos para irnos, una mujer de mediana edad, sentada a una mesa cercana, nos dirige una mirada comprensiva, y cuando pasamos dice: «Pueden ser muy tercos a esa edad, ¿eh?» Creo que la gente de otras mesas nos mira interesada y divertida, y comprendo que papá y yo hemos estado hablando a grito pelado. Salir de la cafetería es como abandonar un escenario.

30 de noviembre. Hoy he tenido mi primera clase de lectura de labios. La experiencia me ha evocado recuerdos tenues de mi primer día en la escuela primaria, en la que entré a mitad de curso porque había estado enfermo: tengo la misma sensación de ser el chico nuevo, inseguro y tímido, en un grupo que ya estaba unido y acostumbrado a las clases. Tal como Bethany Brooks me había adelantado, casi todos los inscritos, unos quince en total, hace años que siguen este curso. Son sobre todo mujeres, de mediana edad o ancianas. La propia Bethany, a la que llaman «Beth», es una señora pechugona y maternal de unos cincuenta años, con el pelo blanco y esponjoso y una cara redonda, de carrillos rosados, que parece la mujer del granjero en un libro de cuentos infantiles. Me presenta al grupo como «Desmond», y todos sonríen y asienten. Todos se tutean. «Desmond es un profesor jubilado», dice Beth. Así me había descrito yo en nuestra correspondencia, sin hacer valer mi condición de catedrático de lingüística. Fue una acción juiciosa.

Nos sentamos en corro alrededor de Beth, que se coloca delante con una pizarra de plástico a su lado y el aparato de un sistema de bucle portátil (el cable va por el suelo, debajo de las sillas, y hay que tener cuidado de no tropezar con él). Todos los participantes —parece algo incongruente llamarles alumnos— llevan audífonos de diversos tipos, y hay algunos muy sordos. Cuando pruebo el sistema de bucle en el mío veo que el volumen es demasiado alto y que me arreglo perfectamente sin él. El método de enseñanza básico de Beth consiste en decir algo silenciosamente moviendo los labios, y si los presentes parecen desconcertados escribe en la pizarra las palabras problemáticas. Luego repite de viva voz lo que ha dicho. Su dicción es sumamente clara, pero con una o dos vocales ligeramente deformadas, lo que se asocia con la sordera profunda. Durante la pausa del té me ha dicho que perdió la audición completamente a los nueve años, a consecuencia de una infección viral. También me ha dicho que el treinta por ciento del inglés no se puede leer en los labios, una estadística que hace aún más destacable lo bien que las personas como ella se las apañan con su minusvalía, pero que suprime las posibles ilusiones de que la lectura de labios sea una receta mágica para mi estado.

No sólo la sensación de ser nuevo me ha recordado a la escuela primaria. Es evidente que Beth procura hacer la clase interesante ampliando la cultura general de los participantes y sondeando su ingenio, al mismo tiempo que mejora su destreza para la lectura. Así que nos cuenta pequeñas historias o nos refiere hechos interesantes sobre algún tema, que es de suponer que saca de periódicos, revistas o enciclopedias, y habla por turnos con los labios y con voz, frase a frase, y luego nos pone ejercicios relacionados en un formato de preguntas y respuestas que tenemos que hacer por parejas, hablando con los labios. Esta semana ha empezado con un breve relato del origen del Día de Acción de Gracias en Estados Unidos, que se celebró la semana pasada. Como cabría esperar, los labios de Beth son relativamente fáciles de entender. Forma las palabras con ellos, con los dientes y con la lengua cuidadosa e intencionadamente, pero no artificialmente, y si no captas la frase a la primera, tienes una segunda o tercera oportunidad, porque la repite tres veces a diferentes segmentos del corro de alumnos. Tengo que admitir que he aprendido algunas cosas sobre los peregrinos del Mayflower que no sabía o que había olvidado; por ejemplo, que sólo eran ciento veinte y que cuarenta y seis murieron durante el primer invierno, lo que no resulta tan extraño porque desembarcaron en la costa noreste de Norteamérica el 26 de diciembre de 1620. Me he abstenido a tiempo de levantar la mano para preguntar por qué no establecieron la colonia en verano, pensando que a Beth quizás la irritase que interrumpiera su demostración de habla con los labios con una pregunta irrelevante, o que se sintiera incómoda por no saber la respuesta. El primer año los indios locales ayudaron a los peregrinos a cultivar la tierra y a cazar, y noventa de ellos asistieron a la fiesta de la recolección de 1621, que fue el origen de la moderna Acción de Gracias. Yo no sabía, o había olvidado, lo de los indios amistosos. Más tarde Beth ha distribuido un cuestionario mecanografiado sobre los Padres Peregrinos, que teníamos que rellenar por parejas, colaborando en el habla con los labios con la persona sentada al lado. ¿En qué siglo se celebró el primer Día de Acción de Gracias? ¿En qué año llegaron los peregrinos a América? ¿Desde dónde zarparon? ¿Cómo se llamaba el barco? Y así sucesivamente. Mi pareja era una mujer de mediana edad encantadora y bastante tímida que se llama Marjorie y que estaba muy contenta de que yo le soplara todas las respuestas, y que se limitaba a asentir con la cabeza y a escribirlas en su hoja. Aun así parecía capaz de leerme los labios. Luego Beth ha recorrido el corro pidiendo a los alumnos que digan al grupo hablando con los labios las respuestas que han dado. Algunos son mejores que otros. Algunos, quizás por timidez, apenas mueven los labios. Pero no era difícil leer los suyos porque adivinabas lo que iban a decir. Lo mismo ocurría con un juego que hemos hecho, una especie simplificada de «Veinte preguntas». Cada persona recibe una tarjeta en la que está escrito el nombre de algo redondo, una naranja, pongamos, y una lista de preguntas que hacer a los demás sobre los objetos redondos que están escritos en su tarjeta. ¿Es grande? ¿Es pequeño? ¿Es blando? ¿Es pesado? ¿Se puede tocar? ¿Se puede comer?, etc. He causado cierta consternación al hacer una pregunta que no estaba en la lista, ¿Es algo fabricado? Ha habido mucha hilaridad cuando se ha despejado la perplejidad resultante. Reina en la clase una atmósfera de muy buen humor y deseos de ayudar. Nos reímos mucho, con una risa totalmente inocente. Al principio de otra pequeña charla Beth ha escrito en la pizarra «Un enorme ?…», y nadie ha soltado una risita, ni siquiera ha sonreído. El objeto ha resultado ser un pepino gigantesco que alguien había cultivado en su huerto. Después de la charla, Beth nos entrega fotos del pepino, sacadas de una revista, que pasamos de mano en mano. La analogía con un parvulario me ha parecido completa cuando cada uno ha tenido que pensar en una nana y recitarla al grupo. Moviendo los labios. Yo empiezo con «Monta un caballo de madera en mayo / para ver a una señora preciosa como un rayo», y de repente la mente se me queda en blanco y no recuerdo cómo sigue la canción. Más hilaridad cuando todos rivalizan en recordármelo: «Con anillos en los dedos y cascabeles en los pies / ella tendrá música vaya a donde vaya.» ¡Claro! Qué borrico he sido. En este ejercicio había dos cosas interesantes: una que el ritmo poético ayudaba a que fueran más descifrables los labios de la gente, y la otra que aunque no recordaras los primeros versos, tarde o temprano reconocías la rima porque era familiar. Lo primero no es muy útil en una conversación normal, y lo segundo simplemente ilustra una regla general de que cuanto más previsible es un mensaje tanto más fácil será recibirlo de una forma incompleta.

Fred me ha interrogado a conciencia sobre la clase cuando ha vuelto a casa por la noche. Le hago reír con mi descripción del método, y en especial con mi olvido de la nana, pero parece decepcionada cuando le digo que a mi juicio los ejercicios tienen una utilidad limitada porque están pensados en favor del destinatario.

—Pero vas a seguir, ¿no? —dice.

—Oh, seguiré yendo un tiempo —digo—. Le daré una oportunidad.

—Bien —dice ella—. Ése es el espíritu, cariño.

El hecho curioso es que me ha gustado mucho retornar al parvulario.

1 de diciembre. Hoy era el día que Alex había elegido para su «castigo». Me pongo cada vez más nervioso a medida que se acercan las tres de la tarde. Estaba solo en casa y deambulaba inquieto de una habitación a otra, mirando los relojes en cada una de ellas. Había decidido que la mejor respuesta a su proposición singular era hacer caso omiso, pero ahora me parecía un error. Ella me había pedido que le contestara sólo si quería cambiar el día, y por lo tanto podría haber interpretado fácilmente que mi silencio equivalía a un acuerdo. Me imaginaba a Alex preparando el piso, cerrando las persianas del cuarto de estar, colocando en el rincón la lámpara de mesa roja, y luego desvistiendo sus miembros inferiores y encorvándose sobre la mesa con la cara encima de un almohadón, para aguardar mi llamada por el interfono; no, reviso el guión, ella no se echaría sobre la mesa hasta que oyera mi llamada al timbre y me abriese la puerta del inmueble, pero sí estaría desnuda de cintura para abajo, lista para tomar posición en la mesa de inmediato. Así que ahora quizás estuviese caminando inquieta de un lado para otro, pero semidesnuda, o sentada en el sofá con las rodillas juntas, como el desnudo de una adolescente en el cuadro de Munch, aguardando, preguntándose si yo iría. Quizás se haya acercado a la ventana, separado las lamas de la persiana y mirado abajo para ver si yo llegaba andando por el sendero. ¿Cuánto tardaría en darse cuenta, después de las tres, de que yo no iría, y en volver a vestirse? ¿Se sentiría muy estúpida? ¿Se enfadaría mucho? ¿Qué haría a continuación?

A eso de las cuatro y media suena el teléfono de mi escritorio. Doy un brinco y descuelgo sin ponerme antes el audífono. Era Alex, por supuesto.

—No ha venido —dice.

—No —digo.

—Qué lástima. Habría sido bueno para los dos.

Sonaba como si no telefonease desde su casa, sino desde una cabina: había mucho ruido, e incluso música, en el fondo.

—Pensé que había accedido a no volver a llamarme a casa —digo.

—Bueno, eso fue a condición de que me ayudara en mi tesis —dice—. De todos modos, su mujer no está ahora en casa.

—¿Cómo lo sabes? —digo.

—Porque la estoy viendo.

Me asalta una sensación mareante de desconcierto y miedo.

—¿Qué quiere decir?

Ella se ríe.

—La estoy viendo por el cristal…

La voz se le apaga y mi oído deficiente no capta las palabras siguientes.

—¿Qué? ¿Qué? —digo, buscando frenéticamente el estuche de mi audífono—. No la oigo.

Me inserto el aparato en el oído derecho y la voz de Alex se vuelve más o menos audible.

—Supongo que este sitio no tiene muy buena cobertura —dice.

—¿Dónde está? —digo. Pero yo ya lo había adivinado.

—Estoy en el centro comercial Rialto, delante de Décor. Es bonita, la tienda. Veo a su mujer dentro, enseñando a una cliente unos almohadones preciosos. Es la más alta, con un traje chaqueta de pana, ¿no es eso? No la morena de falda corta.

—¿A qué viene todo esto? —digo, glacial.

—Viene a lo de su paraguas plegable —dice ella—. Se lo dejó en mi casa la semana pasada.

—Ya lo sé —digo—. Es viejo, no tiene importancia.

—Pues resulta que lo tengo aquí. He pensado en aprovechar la oportunidad de devolverlo. —Guardo silencio un momento—. ¿Sigue ahí? —dice Alex—. ¿Me ha oído? He pensado en entrar en la tienda y presentarme a su mujer y decirle: «Su marido se dejó esto en mi casa la semana pasada, ¿podría dárselo usted?»

—Por favor, no haga eso, Alex —digo.

—¿Por qué no? Ella sabía que usted estaba allí aquel día, ¿no?

—No, no lo sabía —digo.

—Ah, entonces le tengo en mis manos —dice, con una risita.

—¿Qué quiere? —digo.

—Quiero que continuemos nuestras conversaciones. Me resultan muy útiles.

Medito un momento.

—De acuerdo…, pero no en su piso —digo. Para mi alivio, ella acepta esta condición y quedamos en vernos en un café que conozco en el otro lado de la ciudad—. Traiga el paraguas —digo, antes de colgar.

2 de diciembre. Fred se ha aficionado a darme un azote ocasional en el trasero cuando no me lo espero, pero se habrá sentido frustrada si esperaba reavivar la pasión de la otra noche. Estoy demasiado preocupado por el problema de cómo desenredarme de los tentáculos de Alex para tener algún apetito sexual. De hecho casi no puedo reprimir un juramento de protesta cuando recibo una de esas muestras de afecto, ya que la idea que Fred tiene de una palmada juguetona es bastante vigorosa. En realidad me pregunto si no estará mitigando su propia frustración por medio de estos azotes. Estos últimos días, desde aquella llamada del centro comercial Rialto, he estado especialmente abstraído y más distraído que de costumbre cuando Fred me habla, y comprendo que se exaspere. «¿Tienes puesto el audífono, cariño?», me repite, y cuando digo que sí alza los ojos al cielo con una súplica muda.

Una y otra vez decido confesarle toda la historia de mi enredo con Alex, una y otra vez me falta valor. ¿Por qué? No es que haya sido infiel a Fred: no he tocado a la chica, ni siquiera he coqueteado con ella. Debe de ser por miedo a parecer un idiota. Eso es. He sido un idiota. He permitido que una joven sin escrúpulos me envuelva con el meñique de su adulación. Confesarlo me empequeñecería a los ojos de Fred, debilitaría aún más mi situación en nuestro matrimonio. Pero hay algo más. Sé que, si confieso, tengo que confesarlo todo, pues de lo contrario no alcanzaré la serenidad, ese estado de dicha que Fred afirmaba que alcanzó cuando de nuevo volvió a ser católica practicante y fue a confesarse después de no haberlo hecho desde hacía unos veinticinco años, una sensación que dijo que era «como una purificación espiritual, como si te lavaran el alma y te la escurrieran, te la secaran, almidonaran y plancharan. O no: más bien como si te lavaras en una cascada y te tumbaras a secarte al sol sobre una maleza fragante». Pero para alcanzar algo parecido a ese estado envidiable tendría que confesarlo todo, incluida la invitación de Alex a «castigarla». «¿Y lo hiciste?», preguntaría Fred. «Por supuesto que no», respondería yo. Pero sabría que yo lo había deseado. Había cometido flagelación en mi pensamiento. Es algo demasiado tonto, pero también vergonzoso. Y lo que es todavía peor, comprendería que había intentado realizar mi fantasía con ella.